SHAME (STEVE McQUEEN, 2012)
LOS PÁJAROS
No estoy tan segura de que todo lo sólido se desvanezca en el aire. Sí los palacios de cristal, las exposiciones universales, los parques temáticos, las flores. Quizá el aire que arrastra el polvo de las ruinas deposita ese polvo en algún lugar y algo, sin nombre todavía, se asienta, se arraiga y prolifera. Como un embrión o una era o una civilización o el crecimiento de un microorganismo que alguien atrapará con una red, pondrá bajo una lupa, bautizará en un nomenclador científico. Pero he visto la manera en la que el dolor, que es sólido y no puede pronunciarse, toca su límite de resistencia como tal y estalla y se derrama y se hace líquido. La forma líquida habitual del dolor extenuado son las lágrimas. Cuando expulsa la piedra de su boca, el dolor también se descompone en semen compulsivo o fluye en hilos descontrolados de sangre. Semen desperdiciado, sustraído a la rueda de la procreación, y sangre del último recurso, cuya vocación sin futuro es la repetición de desangrarse.
Los adictos al sexo y los
equilibristas de las tentativas de suicidio caminan en círculo. Aunque, como
Brandon, salgan a correr como maratonistas o, como Sissy, suban al escenario de
un bar para cantar su propia y dulcísima versión de “New York, New York”. Brandon
y Sissy en Shame.
Brandon hace del sexo una
gimnasia (una versión en cámara lenta del ejercicio de correr filmado en travellings) y se paraliza en cuanto la
mecánica del sexo plantea el prólogo previsible de una cena, en la que no logra,
ni por un instante, establecer el contacto mínimo exigido por una conversación
amable. Algo está cortado en Brandon. Sissy se busca las venas con el mismo
afán con el que implora un gesto de ternura; es un cachorro a la deriva, frágil
y enamorado del primer desconocido que la toque para no golpearla. Algo está
cansado en Sissy. Por eso Shame es,
básicamente, una película estática, de una asepsia quirúrgica para el mundo
rígido de Brandon y una calidez de falso y adorable animal print, sombrerito cloche
y rímel corrido para Sissy.
En Shame el pasado, que jamás se menciona, corroe el presente desde un
fuera de campo que es un agujero negro plantado en el centro del filme. Tal
vez, si se mencionara, si la palabra pudiera curar, el presente no estaría
atascado en rituales que acaban adonde empezaron. En esa suma desordenada pero
inflexible de momentos en los que el pasado le puso una aguja, lentamente, al
corazón. Una aguja amaestrada que ya se enterró tanto que apenas se siente. Sentir
“apenas”, esa naturalización del óxido, es definitivamente lo peor. Algo esta
roto ahí o está agotado, bajo la superficie áspera o suave de las cosas.
Succiona la capacidad de dar ternura tanto como la de erguirse aunque nos sea
negada. Aborta y escupe la intersección brevísima y posible entre dos cuerpos.
“No somos malos. Venimos de un mal lugar”, murmura Sissy. Solo el
hermano (solo Brandon) sabe de qué habla Sissy cuando habla de ese mal lugar,
que infligió a cada uno, con la altísima especialización que dan los siglos de
roles asignados, su parcela de daño irreversible. No hay signos de vida en el
apartamento de diseño de Brandon, en el que Sissy irrumpe como un viento. No hay
casa para Sissy, que desborda de vida y pareciera alterar todo a su paso. No
hay punto de apoyo para nadie.
Shame es una película de poquísimas palabras, que aparecen solo
cuando importan. Cuando están cantadas (en “New York, New York”); cuando se
dejan como un pedido de auxilio en los contestadores automáticos o responden
desde esos contestadores en mensajes grabados que se repiten al llamar y
auguran el desastre (la voz de Sissy que constantemente busca amparo, o
desapareció y es solo grabación en el teléfono); cuando quieren decir pero no
pueden y naufragan en su impotencia de decir (en la cena de Brandon con su
compañera de oficina); o cuando no dicen nada y son un ruido hipócrita (la
falsedad discursiva del jefe de Brandon) o mera música anestésica de fondo (los
diálogos en los bares). Pero en una secuencia Brandon comenzará a “decir”, al
rogarle a Sissy, que ya no demanda con palabras, que se quede.
Miguel Ángel tenía 23 años cuando
comenzó a esculpir la Pietà Vaticana (1498) y casi 90 cuando murió y dejó
inconclusa, luego de trabajar en ella durante los últimos diez años de su vida
y hasta pocos días antes de su muerte (1556-1564), la Pietà Rondanini. A simple
vista, la primera parece la obra de un artista maduro y consumado, en pleno
control de sus recursos, la summa de
una carrera histórica esculpida en la cumbre de su cronología; y la segunda, el
rústico bosquejo de un novato, el ensayo temprano de un artista que aun no
logra hacer pie.
Es como si Miguel Ángel hubiera
empezado, a ciegas, a tientas, por la Pietà
Rondanini , con sus figuras descoyuntadas, plegadas e
incoherentes, enredadas en la rústica materia sin pulir, en una inestable
vertical y casi encogidas en un plano demasiado angosto, para culminar en la
serenidad clásica renacentista de la Pietà Vaticana ,
con su composición piramidal en reposo emancipada del bloque de mármol, sus
figuras de rasgos tan “reales” que podrían tocarnos, sus pliegues pulidos como
seda y ese acabado general “troppo finito” frente al que la
Pietà Rondanini se ofrece, borrada y vacilante, como el
definitivo “non-finito”, signado por la mutilación y la corrosión típicas de alguna
antigua escultura destruida. La Pietà Vaticana se exhibe blindada para protegerla del
ataque de un demente y es como si un demente hubiera tallado la Pietà
Rondanini , a la que cuesta creer que alguien quisiera
dañar, cuando parece en principio tan dañada. Contra toda apariencia, la Pietà
Rondanini es el punto de llegada de Miguel Ángel.
Miguel Ángel rompió y reconstruyó
Porque la Pietà Rondanini es un nudo de dos seres, la madre y el
hijo, en el que no se sabe bien adonde empieza uno y adonde acaba el otro. Es
una intersección, en la que la madre no sostiene al hijo que ha caído sino que
madre e hijo se sostienen mutuamente, sin jerarquía ni rol, como si fueran
hermanos; es un abrazo donde la confusión gobierna, porque la mano de la madre
está esculpida con la materia del torso del hijo, como si el mármol disponible
se agotara o la adjudicación estricta de la carne fuera, en última instancia,
irrelevante.
Luego de consumar un trío sexual,
de satisfacer su urgencia y ser golpeado y eyacular con la angustia de una
crucifixión, Brandon comienza a correr bajo la lluvia (porque algo está roto
ahí o algo está demasiado cansado) y llega exhausto a ese espacio vacío donde
sobrevive, para encontrar a Sissy, porque sabe que encontrará a Sissy, envuelta
en sangre. La alza y la sacude, la acuna, la abraza. El encuadre, horizontal,
remite a una pietà. La pietà horizontal icónica es la Pietà Vaticana. Sin embargo, toda la
secuencia de ese encuentro entre dos auténticos desesperados está impregnada de
la imbricación abstracta e imperfecta, igualitaria, de la Pietà Rondanini.
Frente al mármol del interior de
una sala de baño, Brandon intenta reanimar a Sissy, le exige que respire. Le
pide por favor que no se vaya. Por primera vez en toda la película, alguien le
insufla vida a Brandon, al precio de estar casi muerto. Las manos de Brandon
intentan parar la hemorragia, cerrar los tajos en las muñecas rotas, sostener a
Sissy. Pero también es Sissy quien está, desde el extremo de su vulnerabilidad,
sosteniendo a Brandon. Como en ese desfiladero en el que las figuras de la Pietà
Rondanini parecen sostenerse y alzarse verticales,
anudadas. En esta pietà, en esta
secuencia de Shame, hay movimiento. Brandon y Sissy han
dejado, en todo lo que dura esta secuencia, de caminar en círculo.
En ningún momento de la película
sabremos exactamente lo que han hecho, lo que les hicieron, lo que vieron Brandon
y Sissy hasta rozar esta fusión, efímera. No sabremos tampoco lo que harán,
después. Esta secuencia es el estallido de todo lo que ha sido silenciado, la
evidencia radical de la imposibilidad de comunicarse – no hay Apocalipsis ni
juicio final ni fin del mundo, solo este modo desamparado de sangrar. Entre el
sexo genital y duro y las súplicas de amor en el vacío.
Cuando esculpe la Pietà
Vaticana , Miguel Ángel está, a los 23 años, lleno de
certezas, tanto como el humanismo renacentista cuya confianza en el hombre aprendió
a respirar. Está, especialmente, seguro de sí mismo. Maquiavelo escribe, en El príncipe, cómo la sumisión al poder
depende de la astucia y el cinismo; se inventa la brújula y la imprenta; se
desarrollan las lenguas nacionales y se organizan largas expediciones
geográficas en busca de nuevos continentes (las futuras colonias, expoliadas y
catequizadas a golpes de cañón y de Evangelios). El orden feudal se resquebraja,
se consolidan las ciudades-Estado, el mundo ingresa en su segunda edad
sosteniendo el espejo de la cultura clásica, como un niño (tan tierno, tan
atroz) que despertara de su infancia medieval y se irguiera, como un monarca o
un descubridor, un inventor o un héroe, desde una edad bárbara y oscura. La Pietà
Vaticana nace
al amparo del papado, ávido de pagar las esculturas que narren su relato,
rodeada del esplendor de las repúblicas, los ducados y los reinos de Italia.
Miguel Ángel no duda. Busca el bloque de mármol en la cantera, talla a cincel, aparta
la materia sobrante, refina y pule.
Al filo de los 90 años, Miguel
Ángel ya no está seguro, de nada. Su sexualidad prohibida bien podría arder en
las hogueras de la
Inquisición. Al mismo tiempo, la edad moderna gestada en su
siglo cree en la razón como instrumento de domesticación de la naturaleza y el
hombre, el niño devenido adulto y liberado de la tierra como antiguo y desterrado
centro del universo, empuña ese instrumento para hacerse rico. Los papas venden
bulas, trafican su indulgencia, clamará Lutero. En la Pietà
Rondanini se
acabó la creencia en la “Belleza” como vía de acceso a lo “sublime”. Nada es
sublime ni bello en esta pietà
desencajada, deliberadamente destruida y recompuesta de a pedazos.
En el abrazo de Brandon a Sissy,
los rostros no son discernibles porque están mezclados. El que está limpio se
mancha de sangre y esa sangre elegida por voluntad propia fluye sobre la piel
porque el dolor se hace líquido pero no se disuelve jamás, jamás, en el aire.
Corre para aliviar lo que obturó, para mover la vieja aguja empecinada, para
golpearla y empujarla de a milímetros y si el flujo es un río correrá, entonces,
para disolverla, para que se suelte de una buena vez y ya no muerda bajo sus
múltiples formas de morder: el recuerdo, la culpa, la autodestrucción.
En esta secuencia de Shame, Brandon y Sissy se contaminan y
se borran, se estrechan y se unen hasta formar casi uno solo. Casi. En un
brevísimo espacio, se intersectan y se ponen, por primera vez, de pie. Como en la Pietà
Rondanini , nada
se interpone y contrarresta esa verticalidad, conjugada con un antinaturalismo
extremo.
En
Miguel Ángel y Brancusi ejecutan
progresivamente el mismo movimiento: borrar los rasgos evidentes de la
identidad, sacrificar la identidad en beneficio de una forma.
En la serie Pájaro en el Espacio ya no hay picos abiertos como el de un pájaro
joven (Young Bird, 1928) o como la
boca de un recién nacido (The Newborn,
1920), en señal de protesta o reclamo de alimento o protección. Solo el
contorno está, apenas, sugerido. Y como en las columnas interminables de
Brancusi (en las que abrevarán las instalaciones de tubos fluorescentes de Dan
Flavin o los módulos idénticos de Carl Andre o Donald Judd), el único límite es
el espacio existente. Si hiciéramos espacio a esa repetición minimalista de una
unidad geométrica, esa repetición podría extenderse, como un gesto, hasta el
infinito. El gesto existe, es potencia in
nuce, pero no se despliega o se prolonga porque no encuentra espacio donde
hacerlo. Es la influencia decisiva
-fecunda o limitante- del entorno, que puede desalentar o destruir el
gesto, cuando es el “mal lugar” del que habla Sissy. Porque llegamos, la
inmensa mayoría de las veces, hasta donde el mundo nos deja.
Si para Georg Simmel, en la Pietà
Rondanini , el cuerpo “ha renunciado a la lucha por su
propio valor” y “ya no hay materia de la que el alma deba defenderse”, cada Pájaro en el Espacio de Brancusi es,
igualmente, una abstracción, el trabajo amoroso y obsesivo de alguien que hace
de la materia (como quien usa la razón) un instrumento, pero para tensarla,
pulirla y afinarla hasta tornar visible un extraño fenómeno: la capacidad de
una criatura de suspenderse en el borde del espacio, simultáneamente inmóvil y
en movimiento. “Los fenómenos”, dice Simmel ante la Pietà
Rondanini , “carecen de cuerpo”. Los pájaros en el espacio
de Brancusi tampoco lo tienen. En el sentido de que lo tienen tanto y tan
intensamente que momentáneamente se suspende, en el doble sentido de posarse y
desaparecer.
Así dejan de pesar los cuerpos de
Sissy y Brandon. El cuerpo de Sissy, porque Sissy, inconsciente y suicida
después de haber pedido, por enésima vez, un soplo de ternura, ya no siente el
peso de su cuerpo; el de Brandon, porque en el gesto de sostener el cuerpo de
su hermana, sustrae su propio cuerpo del asedio de la compulsión sexual.
Brandon se hace blando y curvo. Sissy se ha puesto a dormir. Los dos están
deshechos, a fuerza de tensarse y herirse hasta sangrar. En el abrazo son una pietà, una pietà vertical
aunque ninguno de los dos esté, físicamente, de pie. Son materia quieta que
ocupa y reivindica su lugar, con tanta determinación que ser materia pasa a
segundo plano. Porque hay un instante (una secuencia de fotogramas enhebrados,
como esculturas de todas las épocas que convergen en una sola época diminuta)
en el que la materia empieza a moverse, a orientarse según la determinación y
el movimiento de esa materia semejante que es el otro, el otro reconocido como
hermano. Brandon y Sissy, en esta secuencia de Shame, son una forma que agita el espacio. Son flechas o bengalas. Pájaros.