Julio-Agosto 2013
EUROVISIÓN COMO METÁFORA
Tan tarde que,
hasta en eso, la normalidad pareció cancelada, ha entrado por fin el calor. Uno
se pregunta si la temperatura no subirá hasta hacer arder la indignación, de un
lado, o, de otro, evacuarla hacia la desidia habitual del español medio que
enfrenta el periodo vacacional con ánimo de revancha personal frente a sus
males ya endémicos. Cuando se ven las nutridas algarabías callejeras por los
finales de copa de fútbol, la permanencia (caso del Celta) o el descenso (ídem
del Mallorca, el Deportivo y el Zaragoza –“Queremos a Agapito / colgado del
Pilar”, coreaba la masa–) de Primera División, viene a la cabeza que aquí no
hay nada que hacer; y Eurovisión no hace sino corroborarlo.
Por lo que a la
actualidad del país se refiere, y salvo hechos puntuales, la racionalidad
–anormal, en circunstancias excepcionales como las que vivimos–, se resiste a
imponerse. Las entradas y salidas de prisión del expresidente de Caja Madrid,
Miguel Blesa, tienen más de gesto ejemplarizante que de realidad, y acreditan
una vez más el pésimo estado de salud cívica de la España contemporánea: un
país propenso (al igual que sucedió hace nada con la imputación-fantasma de la
Infanta Cristina) a amagar con aplicar la ley –la de Lynch– a algún poderoso,
tomado como chivo expiatorio de todos los males, para al final dejarlo correr.
Y siguen aplazándose las soluciones, cuando no diluyéndose la simple
posibilidad de que se dé alguna, para timos, como el de las preferentes, que no
solamente se convierten en papel mojado sino que incluso, en los bordes de la
miserable valoración como acciones, sirven para la especulación de última hora
a unos desalmados que roban incluso de la parte que resta, haciendo un negocio
que solamente podemos calificar de carroñero. Los sentimientos que de ello se
derivan: escarnio y descrédito de todo el sistema.
Se trata del peor
estado de ánimo posible, en sí mismo, pero mucho más cuando se está
cuestionando a fondo la estructura del Estado, con los nacionalismos
periféricos poniendo sobre la mesa sus programas de máximos y prodigando
gestos, en su caso prácticos, de insumisión. Con un gobierno central
incoherente, deslegitimado incluso por sectores cada vez más amplios de quienes
le dieron mayoría absoluta hace año y medio, y al que le lee la cartilla el
presidente de honor de su partido, la situación es prácticamente insostenible,
hasta el punto que se está produciendo algo inconcebible hace siquiera dos
años: súbitamente, todo el mundo habla y está ávido de oír hablar de la
política. ¿Quién nos iba a decir que, después de la ya clásica Tómbola, La
noria y Sálvame, el plato único del menú televisivo del sábado noche
serían tertulias y coloquios? Pero, una vez más, no es oro lo que reluce: que
un programa como Salvados, por más inteligente y bienintencionado que
sea Jordi Évole, haya acabado ejerciendo una función social terapéutica no
constituye una razón para el optimismo, sino más bien un síntoma fatal: ¿qué
enfermedad es esta que se pretende curar por la vía del espectáculo televisivo
cuando su raíz y sentido pleno está en el Parlamento? Mucho nos tememos que,
superados todos los límites, revivir al enfermo es poco menos que imposible.
Sin embargo, es
posible que el único motivo por el que el tinglado se aguante consista en que,
quien tiene dos dedos de frente, se da cuenta de que, con una ciudadanía
mayoritariamente emberrinchada e infantil, corremos el riesgo de emprender una
reforma constitucional que instaure un régimen acorde con los tiempos: la
primera feisbucracia del mundo, gobernada por el (o la) que tenga más amigos
virtuales, por joven, simpático y guapo. O eso, o peleles al servicio de
proyectos unanimistas –la supeditación del Barça a la estrategia del
independentismo–, o plutócratas con un discurso tecnoemocional: Florentino
Pérez acaba de ser reelegido para presidir el Real Madrid, sin que se le hayan
presentado rivales; le ha resultado fácil, ya que el año pasado reformó los
estatutos, para exigir a los candidatos veinte años de antigüedad y –ahí está
la madre del cordero– “presentar un aval bancario que demuestre que tienen un
patrimonio personal de al menos el 15 por ciento del presupuesto del club –unos
75 millones de euros–, sin la posibilidad de recurrir a una tercera parte”
(Reuters). Así cualquiera, dirán algunos de ustedes. En todo caso, no parecen
muy deseables las alternativas. Y si nadie decide que se debe cambiar la ley electoral,
poco podremos esperar del futuro (seamos sensatos: nadie tira piedras sobre su
propio tejado).
De fronteras
afuera, nuestro prestigio está por los suelos. Y no servirán de nada ni la
Marca España –¡vaya sinsentido este de utilizar el país como un pack shot publicitario!– ni cualesquiera
operaciones de imagen que vengan, si son cosméticas e hipócritas. Pongamos un
ejemplo: si de veras hay interés en la candidatura olímpica de Madrid’2020,
habría hecho bien el Partido Popular en no incluir en sus listas electorales a
Marta Domínguez, a día de hoy senadora por Palencia, cuando las sospechas de
dopaje pesaban sobre ella ya antes de su elección. Como es obvio, una muestra
tan inequívoca de laxitud en un aspecto crucial causa un daño incalculable.
Pero así nos venimos comportando desde hace demasiado tiempo: pensando solo en
beneficio propio y a corto plazo, infinitamente permisivos con las faltas de los
nuestros. El penúltimo puesto en el inefable festival de Eurovisión nos
proporciona mil metáforas, a cuál más elocuente, acerca del destino que nos
aguarda si seguimos “Contigo hasta el final”. Ay, ¿quién maneja esta barca,
quién, a la deriva esta barca, quién…? Este mes, de Bárcenas y Undargarín,
preferimos no ocuparnos, más que nada por higiene mental.
Solo el cine nos ha
dado de manera alternativa penas y alegrías. Es también significativo que las
películas que hemos visto últimamente se nos hayan presentado por pares,
opuestas unas a otras en la forma de tratar los mismos temas, y a menudo
también en cuanto a calidad. Así, la archipublicitada El gran Gatsby (The
Great Gatsby, Baz Luhrmann, 2013) presenta lo peor del cine anacrónico –una
nostalgia mórbida y obsesiva del pasado glorioso del cine, la incapacidad para
hilvanar un discurso que se presta al paralelismo con la actualidad– y del
moderno –un sentido del espectáculo abrumador, hortera y vacuo. Por el
contrario, Bella addormentata (Dormant Beauty, Marco Bellocchio,
2012) tiene lo mejor de “lo viejo” –la densidad, la solidez, una
capacidad de riesgo sin estereotipos, personalidad propia– y “lo nuevo” –la
relación con un tema candente, como la eutanasia.
El gran Gatsby, Baz Luhrmann, 2013
Algo similar nos sucedió al contemplar Objetivo: la Casa Blanca (Olympus Has Fallen, Antoine Fuqua, 2013) en paralelo con Hyde Park on Hudson (Roger Michell, 2012): la primera constituye un cinta de acción tan entretenida como brillantemente resuelta en términos cinematográficos, y tiene todo el sentido el juego de asociación de ideas que se establece entre el concepto retro y la textura cinematográfica años ochenta y su paranoia de vuelta a la guerra fría; con todo, hay que decir que el retrato de los terroristas norcoreanos como unos sujetos tan pérfidos como extremadamente inteligentes resulta no sólo inverosímil, sino sumamente xenófobo. La segunda película citada, que aborda la figura de Franklyn D. Roosevelt, sus escarceos extramaritales y las relaciones anglobritánicas durante la II Guerra Mundial, está bien facturada, pero resulta demasiado lenta y pesada, tanto temática como estéticamente.
Objetivo: la Casa Blanca, Antoine Fuqua, 2013
Hyde Park on Hudson, Roger Michell, 2012
El género de ficción más afortunado de cuantos hemos frecuentado ha sido el suspense. Hay que destacar sobre todo Stoker (Park Chan-wook, 2013), una obra de un preciosismo extremo que –y es su mayor mérito– no anula el sentido dramático. Las interpretaciones son soberbias y el relato avanza en zigzag, de manera tan desconcertante como creíble, y con un muy logrado equilibrio entre clasicismo y modernidad. Dead Man Down (La venganza del hombre muerto (Dead Man Down, Niels Arden Oplev, 2013) es un thriller hecho con materiales muy tradicionales y con un desenlace pirotécnico, pero efectivo. Sin embargo, esta película palidece frente a la también nórdica, e inédita en nuestras pantallas, Uskyld (All That Matters Is Past, Sara Johnsen, 2012): soberbio filme, de una sensibilidad inusitada, centrado en un triángulo de amores imposibles y odio entre hermanos, que, de una manera ejemplar, no desvela, sino sugiere, apoyándose en la combinación de tres temporalidades. Con derivaciones melodramáticas, también hemos podido ver Thérése Desqueyroux (Claude Miller, 2012), una competente realización, en exceso clasicista, que se suma a la larga lista de adaptaciones que hasta la fecha ha tenido la obra de François Mauriac.
Stoker, Park Chan-wook, 2013
Uskyld, Sara Johnsen, 2012
Dentro del suspense cabe, al ritmo de los tiempos que corren, introducir una rama “hospitalaria-farmacéutica” que comienza ya a sumar un buen número de películas-denuncia sobre el desembarco de los especuladores en el camino abierto de las privatizaciones, enfermedades contagiosas, etcétera, como paso adelante tras la explosión de la burbuja inmobiliaria. Hemos podido ver Antiviral (Brandon Cronenberg, 2012) una fábula muy ambiciosa aunque difícil de ver, estéticamente muy impactante –deudora del universo del padre del director, el gran David. A un nivel intermedio, Deranged (Yeon-ga-si, Jeong-woo Park, 2012) es una especie de telefilm de dos horas de tipo catastrofista (en este caso un virus introducido por las propias compañías farmacéuticas para especular y obtener beneficios) que comienza con buenas intenciones y acaba siguiendo paso a paso todos los cánones y líneas comunes de los americanos al uso, lo que, a la vista de su media hora inicial, es una lástima. Tampoco nos ha convencido Pequeñas arañas negras (Little Black Spiders, Patrice Toye, 2012), intento de denuncia de una situación hospitalaria que en los años 70 utilizaba a jóvenes solteras embarazadas para adopciones irregulares de sus hijos, y que resulta a todas luces insuficiente, tanto desde el punto de vista formal como desde la perspectiva discursiva, lo que demuestra que las buenas intenciones no bastan. Sin embargo, con una calidad encomiable, Cannibal Vegetarian (Ljudozder vegetarijanac, Branco Schmidt, 2012) hace un retrato de la corrupción médica, policial y política en Croacia desde el anclaje en la Sanidad, de forma individualizada en un protagonista depredador, que se desarrolla formalmente con una cámara móvil que pretende obtener una imagen cuasidocumental, con muy buenas interpretaciones y pocas concesiones a la galería, por lo que su estreno en nuestro país –donde adquiriría connotaciones indeseables– es más que dudoso; pese a ser en algunos momentos un tanto excesiva, nos ha sorprendido gratamente.
Antiviral, Brandon Cronenberg, 2012
Cannibal Vegetarian, Branco Schmidt, 2012
El género que tiene presencia habitual en nuestras pantallas (y en las del mundo entero, por aquello de que el miedo hace dócil a la gente) es el del fantástico vía terror o vía ciencia ficción, que todo vale. En este terreno hemos viajado desde la absoluta mediocridad (léase nulidad), como es el caso de Hansel y Gretel: Cazadores de brujas (Hansel & Gretel: Witch Hunters, Tommy Wirkola, 2013), de cuya visión se desprende que resulta poco menos que increíble que un cine así pueda ser producido e incluso tenga éxito, ya que es malo con avaricia, a The Collection (Marcus Dunstan, 2012), auténtico disparate que toma como referencia (lejana) El coleccionista (The Collector, William Wyler, 1965) y tiene su valor única y exclusivamente en el exceso, sin límite prácticamente; recuerda a algún filme coreano de carga sanguinolenta y ni siquiera huye de los tópicos más al uso de vengador que regresa. Otra que tal baila es Oz, un mundo de fantasía (Oz, the Great and Powerful, Sam Raimi, 2013), en la que, salvo si nos quedamos con el aspecto mágico y la imaginación que rebosa, estamos ante una acumulación de efectos y parafernalia que no aporta nada y deja un mensaje relamido y edulcorado. Pero, como no podía ser de otra manera, la sorpresa agradable ha venido de la mano de Dark Skies (Scott Stewart, 2013) cuyo bajo presupuesto no impide un resultado que es francamente alentador por su falta de pretenciosidad; con rémoras de Poltergeist (Tobe Hooper, 1982) y del canto a la unidad familiar, los tópicos dejan de serlo cuando la resolución no sigue por los derroteros tradicionales; así que, pobre, pero honrada. También, de Maniac (Franck Khalofun, 2012), hecha con cámara subjetiva en su mayor parte, que se sale bastante de la norma y eso la redime de sus excesos, y, sobre todo, Resolution (Justin Benson, 2012), película hecha con cuatro duros, director-actor y algunos personajes mínimos en un espacio reducido (exterior e interior), que consigue crear suspense, un cierto toque de horror mágico y combina con ello la mise en abîme, de estar en el interior de un filme, con un fuera de campo desconocido pero terrorífico; por su dosis de perversión fílmica, merece verse.
Dark Skies, Scott Stewart, 2013
Asimismo
hemos podido ver tres documentales excelentes –si bien dos de ellos los hemos
recuperado de la cartelera: el oscarizado Searching for Sugar Man (Malik
Bendjelloul, 2012) ha sido el que menos nos ha interesado, por demasiado
mitómano. En cambio Project Nim (James Marsh, 2011), sobre un
experimento llevado a cabo con un chimpancé en los Estados Unidos durante los
años setenta para socializarlo y enseñarle el lenguaje como si fuera un ser
humano, tiene infinidad de sugerencias y enigmas, acerca de la humanidad y de
la filosofía de los setenta, y la evolución de la mentalidad occidental hasta
hoy. Puede servir, por tanto, también como una lección de historia
contemporánea de los Estados Unidos, y posee muchos puntos de contacto con Man
on Wire (2008), la película anterior del director. Por último, El
impostor (The Imposter, Bart Layton, 2012), otra soberbia indagación
acerca de la identidad y la culpa, consigue hacer interesante y simpático eso
ya tan manido de moverse en el filo entre el documental auténtico pero
inverosímil y el falso documental.
Ni que decir tiene que las carteleras se han visto asaltadas una vez más por películas de alto presupuesto que han dejado las salas que ocupaban al borde del desahucio: La jungla: Un buen día para morir (A Good Day to Die Hard, John Moore, 2013), la peor de las cuatro de la serie, ya que no llega ni a fuegos artificiales; Un lugar donde refugiarse (Safe Haven, Lasse Hallström, 2013), pestiño previsible y excesivamente largo, que aburre y apunta, una vez más, a “la familia que reza unida, permanece unida”; o Hermosas criaturas (Beatifuk Creatures, Richard LaGravenese, 2013), subida al carro de las brujas, magos y similares, con el ingrediente añadido de jovencitos y amor; ñoña, si bien “amable”, y no cae en los excesos de turno. A la lista podría sumarse El mensajero (Snitch, Ric Roman Waugh, 2013), aunque esta no es la habitual película de mamporros y tramas de narcotráfico, ya que, no descubriendo nada nuevo, al menos tiene una pizca de dignidad.
Hermosas criaturas, Richard LaGravenese, 2013
El mensajero, Ric Roman Waugh, 2013
En
España, se ha estrenado por fin La mula (Anónimo, 2013), basada en la
novela de Juan Eslava Galán. Debido al prolongado conflicto que ha enfrentado a
la productora española con el director, Michael Radford –que se ha negado a
firmarla–, se ha resentido incluso en términos visuales; pero, aun así, resulta
una película interesante, con el mérito de ser una de las primeras cintas no
caricaturescas sobre la guerra civil que se hace en España desde hace décadas,
sin caer en la equidistancia. Dramáticamente funciona y varios actores, en
particular Mario Casas –no así María Valverde–, hacen interpretaciones
excelentes. Todo lo contrario que Carta a Eva (2012), la miniserie en
dos episodios de Agustí Villaronga sobre la visita de Eva Perón a la España de
Franco. El retrato del Régimen y de Carmen Polo de Franco resultan tan
grotescos que, por momentos, el dictador sale favorecido; algo totalmente
involuntario, cómico y, a la postre, aleccionador. El callejón (Antonio Trashorras, 2011), es un ejercicio de estilo
en tono gamberro que, pese a su cuidado en la puesta en escena, resulta banal y
predecible. Insensibles (Juan Carlos
Medina, 2012) resulta ser una película casi de género que cumple a la perfección
sus objetivos e incluye una pincelada ideológica sobre el final de la guerra
española; consigue inquietar, sin llegar al terror barato, y tiene una buena
realización.
El callejón, Antonio Trashorras, 2011
Insensibles, Juan Carlos Medina, 2012
Abocados
hacia el verano, que esperamos nos traiga un respiro en el seno de la
indignación extrema en que vivimos, en esta ocasión nos ha parecido conveniente
ocuparnos cada uno de dos títulos: por un lado, dos producciones españolas, Hijo de Caín (Jesús Monllaó Plana, 2013)
y 15 años y un día (Gracia Querejeta,
2013), ligadas por unos protagonistas adolescentes y conflictivos; por otro
lado, Memorias de un zombie adolescente
(Warm Bodies, Jonathan Levine, 2013)
y Tú y yo (Io e te, Bernardo Bertolucci, 2012), también protagonizadas por
adolescentes “conflictivos”, ahora llamados por muchos frikis. Y, se preguntará el lector, ¿cómo casa esto con aquello de
eurovisión como metáfora? Pues, sí, señores nuestros, las metáforas no siempre
son evidentes, pero, estando los adolescentes en la época señalada de la
educación, con una ley Wert a punto de hundirla por completo (con la mano divina,
que “ahoga pero no aprieta”, ejercida por los obispos), alzarse con el
penúltimo puesto de eurovisión nos deja con la vista puesta en el último para
el año próximo, cuando los frikis
ejerzan ya con todas las consecuencias el poder mediático, el económico y el
político; eso sí, el grueso de la población cantando desde la miseria la gloria
de su club de fútbol favorito.
LOS ADULTOS SE DISCULPAN: HIJO DE CAÍN Y 15 AÑOS Y UN DÍA
Agustín Rubio Alcover
Con tanta
frecuencia como ligereza, se acusa a nuestro cine de estar desconectado de la
realidad, de responder a un único modelo estético y narrativo, de –según una
parte de la opinión pública: casi media España– estar hecho por retroprogres
con un discurso sectario y monolítico. La evidencia contradice tan dañinos
tópicos. Tomemos como ejemplo dos películas estrenadas con una semana de
diferencia: Hijo de Caín (Fill de Caín en la versión original,
producida y rodada en Cataluña) es el debut de su director, parte de una novela
y se presenta como un thriller de manual; la otra, 15 años y un día,
representa la vuelta a la gran pantalla después de más de un lustro de Gracia
Querejeta, hija del mítico productor vasco Elías (recientemente fallecido) que
cuenta ya con una carrera en el cine tan espaciada como larga y reconocida, se
basa en un guión original (y personal, pues parte de la perplejidad que
experimentó la directora como madre de un adolescente), y tiene un envoltorio
más realista, reticente a ajustarse a ningún molde genérico.
Tres factores,
pues, de disparidad, solo en cuanto a las premisas. A ello se suman los
intereses, antitéticos, que animan a sus respectivos directores: Jesús Monllaó no
aspira más que a asentarse en la industria facturando una película correcta,
con arreglo a las convenciones, un cierto –difícil– equilibrio entre clasicismo
y modernidad, y un final impactante. Más madura, Gracia Querejeta cuenta con un
discurso propio acerca de las relaciones intergeneracionales, y pretende
emocionar sin recurrir a artificios. Su cinta, mejor escrita que planificada –en
las escenas de acción la directora sigue demostrando que posee un concepto
anacrónico de la puesta en escena o, peor aún, desidia–, destaca por una gran
dirección de actores y por algunos diálogos muy certeros: estoy pensando en el
choteo de unos muchachos de la situación de paro crónico de sus padres, que
solo encuentran trabajos como rellenadores de aceitunas, o la excusa del
protagonista después de presentar una falsa denuncia de robo, a ver si, con
suerte, le cae una buena indemnización del seguro (“Lo hace todo el mundo, es
de tontos no hacerlo”).
Lo que hermana
ambos filmes es, para empezar, la manera en que desarrollan sus respectivos
argumentos. Hijo de Caín se centra en la enigmática figura de Nico
Albert (David Solans), un chico especialmente dotado para el ajedrez pero cuya
rebeldía adolescente contra su padre, Carlos (José Coronado), adquiere tintes
cada vez más violentos. En 15 años y un día, Jon (Arón Piper), huérfano
de padre, se asoma al ni-nismo tras ser expulsado del instituto por mal
comportamiento. A partir de ahí –e, insisto, a pesar de la disparidad existente
entre las pretensiones de una y otra película–, los parecidos se acumulan: en
los dos casos, la muerte de un perro pone a los adultos sobre aviso de una posible
deriva psicopática por parte de los chavales. Más adelante, las cosas van a
peor, y se plantea la duda acerca de si, de hecho, ambos angelitos han matado a
alguien, o si, por el contrario, están encubriendo al auténtico culpable por
pura bondad.
No creo en las
casualidades, y por eso no creo que sea casualidad la coincidencia en el tiempo
y en el espacio de dos títulos españoles que ponen el foco sobre dos angelitos de
catorce años, casi quince, lo cual quiere decir que nacieron justo antes del
cambio de milenio; es decir, que simbolizan el modelo económico, social, ético
y político en crisis. Hijo de Caín y 15 años y un día están
conjugando un mismo dilema, eterno pero muy actual: la dialéctica acerca de la
bondad o la maldad en la condición humana, y la preocupación acerca de la
educación que estamos dando –o que hemos dado– a nuestros hijos. Que una de
ellas termine bien y la otra lo haga mal –y, por supuesto, no destriparé los
desenlaces–, no quita que ambas traten con respeto y consideración a
quienes piensan de manera opuesta, es decir, a los catastrofistas y a los
optimistas antropológicos. De hecho, ninguna de las dos películas puede ofender
a nadie, ni por buenismo ni por reaccionarismo.
Personalmente,
detesto los maniqueísmos y las simplificaciones, y tengo la convicción de que,
hasta los polos opuestos –si es que no ellos más que nadie– somos conscientes
de lo que funciona mal y de la dificultad de corregirlo. Mientras escribo estas
líneas, Sanidad sopesa la conveniencia de multar a los padres de los
adolescentes que hayan sufrido varios comas etílicos, y una lumbrera del
ministerio afirma que “se podría calificar como maltrato” –de los progenitores,
se sobreentiende. Y, en un borrador del Código Procesal Penal, el ínclito
Gallardón baraja recurrir a “troyanos buenos” para espiar a los usuarios
informáticos. Pero Obama –Premio Nobel de la Paz– se escuda en el mismo motivo
(“No se puede tener un 100% de privacidad y un 100% de seguridad”) para justificar
escuchas aleatorias. Vivimos en un mundo con amenazas reales, frente a las
cuales son precisas respuestas verosímiles, eficaces y concretas, pero no
perversas falacias maquiavélicas. Tampoco parches infames, que mantienen entre
algodones a los menores de dieciocho años y convierten a los mayores, de un día
para otro, en responsables de sus actos y de los ajenos –o sea, en peterpanes
abrumados por las culpas y las cargas sociales. Todo esto es evidente; lo
complicado es articularlo. Yo una cosa tengo clara: desde luego, así no.
MAS ALLÁ DEL APOCALIPSIS: MEMORIAS
DE UN ZOMBIE ADOLESCENTE Y TÚ Y YO
Francisco Javier Gómez Tarín
Quiere uno ponerse a tono con los
sinsabores de los tiempos que corren y buscar una perspectiva positiva, pero
todo parece arrastrarnos hacia la descomposición y el caos. Es triste y
lamentable. Sin embargo, alguna luz brilla en la oscuridad, como esos jóvenes
licenciados premiados que dan la espalda al Wert de sus pesadillas (y las
nuestras); escasa luz, todo hay que decirlo, pero que brilla más cuando
proviene de los jóvenes, casta que casi creíamos desahuciada, tanto por la
falta de trabajo como por la nefasta educación que se les ha impartido hasta
ahora y que, visto lo visto, empeorará. Y si hay luz, hay tinieblas: la Liga,
la Copa, Eurovisión… ¡a cantar y a bailar, que esto es España y olé!
Mientras el escape eurovisivo y
futbolero hace su labor, el cine abre esperanzas para los adolescentes
atrapados en la situación de crisis permanente: colocados un paso más allá del
apocalipsis, la redención es posible. Me explico: las parábolas sobre el fin
del mundo y el desmantelamiento social, además de los invasores de todo signo y
condición, nos aportaron un mito que ha sido fructífero durante décadas: el
zombie. Este mito, ya en Jacques Tourneur (Yo
anduve con un zombie, I Walked with a
Zombie, 1943) y codificado de pleno por George A. Romero en La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead, 1968) y sus
secuelas (algunas francamente deplorables y otras con mucho interés), venía
tocando techo en los últimos tiempos por la repetición y la banalización. Con
todo, es un mito propiamente cinematográfico, proveniente de lo antropológico,
si se quiere, pero enraizado en nuestra cultura audiovisual. Como metáfora de
una sociedad en decadencia, no solamente ha funcionado sino que ha resultado
altamente eficaz (ahí tenemos el éxito de The
Walking Dead, la serie cuyas tres temporadas han hecho estragos de
audiencia). El mito del vampiro también dio mucho juego pero, a la vista de las
revisitaciones “crepusculares”, mejor mirar hacia otro lado.
Y es que algo se mueve en torno a los muertos
vivientes: The Walking Dead, pese a
sus concesiones a la galería por la vía de la casquería, plantea relaciones
humanas que hacen a los vivos un trasunto de los muertos o, mejor, la amenaza
real para sí mismos. Es decir, el problema está en el ser humano, que ha
destruido todo y acabará destruyéndose a sí mismo. Por eso mismo, el pequeño
hálito de esperanza, tanto para la continuidad del mito como para la redención
del ser humano, se ve obligado a una vuelta de tuerca que permita al muerto
viviente socializarse. Esto se lleva a cabo en dos ejemplos que queremos poner
en contacto: Memorias de un zombie
adolescente (horrible título que no tiene relación alguna con el original,
“cuerpos tibios”) y la serie inglesa In
the Flesh (Jonny Campbell, 2013). En ambos casos el muerto puede regresar a
la vida –sin dejar de ser muerto– para integrarse de nuevo en la sociedad de la
que procedía; un amago estaba ya en Les
revenants (Robin Campillo, 2004) y su secuela en serie para la televisión
francesa (Les revenants, Fabrice
Gobert y Frédéric Mermoud, 2012).
¿Qué supone el regreso de los muertos
vivientes para la humanidad? Ni más ni menos que el desvelamiento metafórico de
los males de nuestra sociedad actual: la insolidaridad, la intolerancia, la
incomunicación, el desprecio por el otro, el fundamentalismo religioso, etc.
Todo esto apenas se esboza en Memorias de
un zombie adolescente, si bien la película cumple perfectamente su cometido
al aplicar un giro radical en su trama y abandonar el tono de comedia para
situar en primer plano la necesidad de reconocer lo bueno que hay en los
semejantes. Con un tono pseudoclásico, concesiones más que patentes a la
espectacularidad y una voz narradora con muchos altibajos, asienta un ápice de
esperanza en la restauración de un mito que parecía agotado. Pero el paso más
radical y significativo lo da In the
Flesh, miniserie de tres episodios de una hora de duración cada uno, al
cuestionar de plano las reacciones del “ciudadano humano” y poner en evidencia
el imperio del fundamentalismo xenófobo, al traer a primer término el complejo
de culpa de los muertos redimidos/revividos y transmitir al espectador que en
ellos está, contradictoriamente, la esperanza de vida y de una mejor sociedad.
La serie no traiciona sus orígenes, e incluso los reivindica al denominar
“amanecer” al momento de la salida de sus tumbas de los muertos vivientes, pero
rompe esquemas que se convertían en lastre, como el hecho de que al ser mordido
pueda alguien convertirse en un zombie (“esto no es una película, las cosas no
son así”).
Así pues, los nuevos muertos vivientes
acaban siendo entrañables y los que resultan despreciables son los humanos.
Para el joven protagonista de Tú y yo,
la última película de Bertolucci en nuestras pantallas, la vida no tiene
sentido y su forma de aislarse –mucho más enraizada en la realidad– no está en
la muerte sino en una cotidianidad reiterativa e improductiva, cercana al
zombie, en tanto que abocada a la satisfacción de las necesidades mínimas, y
calificable como friki por quienes se
consideran a sí mismos normales (en la ortodoxia de la norma). Ni el
adolescente ni su hermana, prácticamente actores únicos en el filme, están
integrados en la sociedad y, además, asumen ser despojos de ella. Pese al
intento didáctico, un tanto paternalista, Bertolucci consigue atrapar al
espectador en esos interiores claustrofóbicos tan desolados como las
poblaciones de las películas de zombis. En cierto modo, todos somos zombis.
Aprender a aprender (o vivir para vivir) es la lección del viaje iniciático que
el protagonista lleva a cabo en esta película
minimalista: ya no hay cuentos de hadas. En un tono frío y lúgubre, Bertolucci
deja atrás toda grandilocuencia.
Lo dicho: si casi somos ya todos muertos
vivientes, es necesario un cambio radical para que la llegada de un nuevo mundo
–en tanto nueva sociedad o forma de entenderla– nos contamine y se extienda
como un cáncer por la desolada y pútrida nada que nos han brindado las élites
“humanas” del hoy. Esa sería una redención.
Francisco Javier Gómez Tarín
Agustín Rubio Alcover
Universitat Jaume I de Castellón
Esta entrega de La mirada esquinada se publicó
en la revista El Viejo Topo nº 306-307, julio-agosto 2013.
Agracedemos a El Viejo Topo la autorización
para reproducir e incluir la sección con el mismo título en
Textos en red (Shangrila Textos Aparte).
Siempre hablaremos del cine
para reproducir e incluir la sección con el mismo título en
Textos en red (Shangrila Textos Aparte).
Siempre hablaremos del cine