STANLEY KUBRICK Y LA PINTURA DEL SIGLO XVIII
ODA A LA BELLEZA ENVENENADA
POR MARIEL MANRIQUE
“Los colores reales solo parecen verdaderos
cuando los vemos en la pantalla”
Alex, La naranja mecánica, 1971.
I. El paraíso perdido
El 30 de julio de 1712, Jean-Antoine Watteau fue invitado a
unirse a la Académie de Beaux Arts de París. Por primera vez en la
historia de esa institución, se libró a la decisión del pintor el tema de la
composición que evaluaría el jurado.
En 1717, Watteau reveló al círculo académico su Partida de la isla de Citerea, la escena idílica de una cadena de parejas que abandonan el mítico santuario de Venus al que arribaron en barca. Watteau moriría cinco años después, a los 37 años, consumido por una tuberculosis presumiblemente agravada por las inclemencias del invierno inglés, tras haber deambulado, frágil y enfermo, por un mundo condenado a la desaparición. El mundo de la belleza delicada y fugitiva del siglo XVIII, que gestaba en su vientre dos revoluciones: al ritmo de las máquinas y el tráfico mercantil, la Revolución Industrial; contra el sistema feudal de privilegios, la Revolución Francesa.
En 1717, Watteau reveló al círculo académico su Partida de la isla de Citerea, la escena idílica de una cadena de parejas que abandonan el mítico santuario de Venus al que arribaron en barca. Watteau moriría cinco años después, a los 37 años, consumido por una tuberculosis presumiblemente agravada por las inclemencias del invierno inglés, tras haber deambulado, frágil y enfermo, por un mundo condenado a la desaparición. El mundo de la belleza delicada y fugitiva del siglo XVIII, que gestaba en su vientre dos revoluciones: al ritmo de las máquinas y el tráfico mercantil, la Revolución Industrial; contra el sistema feudal de privilegios, la Revolución Francesa.
El siglo en vías de extinción lo pintó en Inglaterra, en
todo su esplendor condenado, Thomas Gainsborough. Su Mr. and Mrs. Andrews (1750)
nos muestra una pareja satisfecha retratada al costado de un vasto latifundio,
del que seguramente son orgullosos propietarios. Fuera de los límites de la
tela, que involuntaria e irremediablemente muestra lo que oculta, podemos
intuir la explotación del campesinado que trabaja la tierra de los Andrews,
sumergido en el alcohol, la epidemia y las pestes, el comercio de esclavos que
suelen incluirse como toque exótico en ciertas pinturas de la época y la voraz
política colonialista del imperio británico.
Los niños retratados por Gainsborough son, como su Niño azul (1770), refinadas criaturas de atributos adultos, que revelan
(por exclusión) la existencia de los niños aguateros y deshollinadores de
William Blake y Giacomo Ceruti, habitantes de las barriadas miserables y mal
iluminadas de Europa que emergen de las chimeneas de las nuevas metrópolis con
los pulmones destruidos y la piel sin color. Por cada imagen deliciosa
congelada en el lienzo, hay un revés de la trama que corroe sin piedad la
posibilidad de esa imagen.
En ese marco, Watteau no es solo un delicado pintor rococó de fiestas galantes, pobladas de aristócratas de paseo por bosques encantados, envueltos por la luz crepuscular y el rumor de la seda, ni Gainsborough un retratista de nobles complacidos y paisajes de ensueño. Ambos están pintando, también, la melancolía y la angustia de un instante perfecto, en el que uno siente que ha alcanzado todo, exactamente cuando comienza a perderlo.
Doble movimiento fatal, pautado por el deseo de fuga, la estrategia de la representación y la puesta en escena, la interacción simbiótica con el entorno y la intervención del destino a través del azar. Cuatro constantes que animan tanto la pintura inglesa y francesa del S. XVIII hasta que estalla el apacible teatro del mundo, como un film que eligió esa pintura para mostrar ese siglo (Barry Lyndon, 1975) y los restantes filmes de un hombre para el que los mundos personales invariablemente estallan en pedazos: Stanley Kubrick.
En ese marco, Watteau no es solo un delicado pintor rococó de fiestas galantes, pobladas de aristócratas de paseo por bosques encantados, envueltos por la luz crepuscular y el rumor de la seda, ni Gainsborough un retratista de nobles complacidos y paisajes de ensueño. Ambos están pintando, también, la melancolía y la angustia de un instante perfecto, en el que uno siente que ha alcanzado todo, exactamente cuando comienza a perderlo.
Doble movimiento fatal, pautado por el deseo de fuga, la estrategia de la representación y la puesta en escena, la interacción simbiótica con el entorno y la intervención del destino a través del azar. Cuatro constantes que animan tanto la pintura inglesa y francesa del S. XVIII hasta que estalla el apacible teatro del mundo, como un film que eligió esa pintura para mostrar ese siglo (Barry Lyndon, 1975) y los restantes filmes de un hombre para el que los mundos personales invariablemente estallan en pedazos: Stanley Kubrick.
El archivo visual del S. XVIII en el que abreva Barry
Lyndon es el de Watteau y Gainsborough y empatiza, con lógica implacable,
con las coordenadas mentales de Kubrick: alguien intenta fugarse del circuito
establecido (la banda de asaltantes inexpertos de Casta de malditos, 1956;
el profesor Humbert en Lolita, 1962; o Alex en La naranja mecánica, 1971),
circula por el mundo como un personaje de teatro, se retroalimenta hasta
límites demenciales con su contexto hasta que “adentro” y “afuera” devienen términos intercambiables (el
cerebro de Jack Torrance en El resplandor,1980, metamorfoseado en el
laberíntico “Overlook Hotel” construido para el film, o a la inversa) y termina
su brutal educación sentimental como víctima de un destino anunciado, mediante
pistas presuntamente azarosas (los naipes, el billar, el ajedrez) o episodios
de naturaleza estrictamente anticipatoria (el primer encuentro de
Humbert con una Lolita en bikini en el jardín doméstico, mientras la mamá de
Lolita alaba las bondades de su torta de cerezas, los castigos corporales de
Barry Lyndon a su hijastro como prólogo de la futura mutilación física de
Lyndon a manos de ese hijastro y el crimen ocurrido en el “Overlook Hotel” con
anterioridad a la llegada de los Torrance).
Kubrick se ha apoyado siempre en textos ajenos en sintonía
con estas coordenadas, vampirizando a Vladimir Nabokov (Lolita, 1955),
Arthur Clarke (2001, Odisea del espacio, 1968) o Arthur Schnitzler
(entomólogo de la Viena prefreudiana y autor en 1926 de la
perturbadora Traumnovelle que inspirara Ojos bien cerrados, 1999),
para ajustarlos a su propia traducción cinematográfica del mundo.
Raymond Barry (rescatado de The life and Memoirs of
Barry Lyndon, de William Thackeray, 1844) avanza hacia su destrucción en
estado de inconsciencia, como cada anti-héroe kubrickiano y cada personaje del
S. XVIII pintado por Watteau y Gainsborough. En Barry Lyndon nadie se
desnuda y todos parecen ahogarse progresivamente en una textura pulida de tela
y maquillaje. Pero invariablemente, por ser hijos de Kubrick y como la
pasteurizada parejita yuppie interpretada por Cruise y Kidman, todos tienen los
ojos bien cerrados.
Eyes Wide Shut es el lema y el pathos del
universo-Kubrick. Es el imperio de una serenidad tramposa, hasta que la existencia salta por el aire y es el robo
frustrado (Casta de Malditos), la operación de guerra suicida (La Patrulla infernal, 1957; Nacido
para matar, 1987), la obsesión sexual (Lolita/Ojos bien cerrados), el
tratamiento Ludovico (La Naranja mecánica) o el caos cerebral (El
resplandor) lo que revela una terrible fisura en el sistema y obliga a mirar.
La falla en la computadora de la estación espacial Discovery (2001,
Odisea del Espacio), el desajuste fatal que pulveriza la placidez
del viaje y dispara al único tripulante sobreviviente hacia el espacio
infinito, en el que penetra a alta velocidad una pupila abierta y
convulsionada.
II. Fuga y puesta en escena
Barry Lyndon cuenta el ascenso y caída social de un
joven arribista irlandés al que el destino, encarnado en un duelo, conduce a
alistarse en el ejército inglés que combate en la Guerra de los Siete
Años, para luego servir como espía traidor a las fuerzas prusianas y recorrer
las mesas de juego europeas como compañero de aventuras de un célebre jugador
de naipes.
Accederá, finalmente, al círculo dorado de la aristocracia, que le negará el codiciado título nobiliario, de la mano de un matrimonio por conveniencia con Lady Lyndon, hierática belleza refugiada en su torre de silencio y lágrimas.
Accederá, finalmente, al círculo dorado de la aristocracia, que le negará el codiciado título nobiliario, de la mano de un matrimonio por conveniencia con Lady Lyndon, hierática belleza refugiada en su torre de silencio y lágrimas.
Padre de un hijo perdido en plena infancia al caer de un
caballo y destinatario del odio de un hijastro que no le perdona la falta de
amor por su madre, Barry Lyndon protagoniza un manual de iniciación implacable
y perverso, en el curso del cual perderá su inocencia, su nombre y una pierna.
Kubrick lo incorpora así a su inventario de criaturas huérfanas en lucha contra
la hostilidad del tiempo y del espacio.
El tiempo en Kubrick se siente como un reloj de péndulo. Su
paso no es solo irreversible, sino exasperante. Desplegada hacia atrás con
precisión de fecha y hora (Casta de malditos) o hacia adelante con un
inesperado salto metafísico hacia atrás (El resplandor), la narración se
organiza en base a la lógica simétrica (La naranja mecánica/Nacido para matar)
cerrándose sobre sí misma como un círculo impiadoso (Lolita/2001, odisea
del espacio). El espacio, por su parte, oprime e impregna: la arquitectura en
Kubrick penetra y subvierte los cuerpos.
Cualquiera sea el territorio de circulación de sus
personajes (las trincheras de guerra o la Londres pre-punk), es
invariablemente un decorado-universo que determina e invade a sus habitantes,
hasta encarnarse en ellos. Aún los límites más vastos (el cosmos silencioso y
congelado de 2001) se cierran progresivamente para constituir al cerebro
como último teatro de operaciones (El resplandor).
Kubrick, amante de la matemática y el ajedrez, filma cartografías mentales. En la falta de emoción y el distanciamiento del que se lo acusa tan frecuentemente radica, quizás, la seducción polar de sus películas. Ha construido su cine como el laberinto helado de El resplandor, un sistema lógico donde el signo humano es una huella en la nieve.
Kubrick, amante de la matemática y el ajedrez, filma cartografías mentales. En la falta de emoción y el distanciamiento del que se lo acusa tan frecuentemente radica, quizás, la seducción polar de sus películas. Ha construido su cine como el laberinto helado de El resplandor, un sistema lógico donde el signo humano es una huella en la nieve.
Para adentrarse en ese laberinto, los seres de Kubrick se
esfuman tras la construcción del personaje. Johnny Clay se coloca una máscara
para ejecutar el robo en Casta de Malditos y la máscara interviene en
el cine de Kubrick hasta erigirse en centro simbólico de Ojos bien cerrados, con su ceremonia sexual de identidades disueltas bajo máscaras
venecianas. En Barry Lyndon, vestuario y maquillaje de época ocultan, bajo
una superficie excesiva, rostros y corazones. Como señalara Alberto Moravia (L’Espresso,
Roma, 24/10/76), Barry Lyndon es la representación de una
representación: Kubrick filma el S. XVIII como el S. XVIII quiso verse
retratado por sus pintores.
Tensando al máximo la estrategia representativa como
actualización del drama de los cuerpos, Barry Lyndon no es solo una
película de personajes, en el sentido primitivo y teatral del término, sino un
inventario de las imágenes que esos personajes desearon de sí mismos. La
decisión de rodar un film donde el S. XVIII pre-revolucionario no es
simplemente una contextualización histórica sino un nudo estructural y la
elección de la pintura de ese período histórico como usina visual de Barry
Lyndon se corresponden profundamente con los elementos fundantes del cine
de Kubrick.
A través de los registros más diversos (el cine bélico o de
terror, la ciencia ficción o la comedia) Kubrick no ha hecho otra cosa que
filmar la historia de individuos que intentan acceder a un territorio
desconocido (el erotismo púber o adúltero, la aristocracia, el espacio
exterior) o son arrojados al mismo (los soldados que van a la guerra) mediante
una operación de travestismo físico y existencial que los despoja de su
inocencia primaria. Un casting imaginario de su cinematografía
debería incluir, antes que a los actores, a las máscaras, prótesis, uniformes,
cosméticos y vestimentas de época con que Kubrick decidió cubrirlos.
Poco importan las referencias pictóricas concretas
utilizadas por Kubrick en Barry Lyndon: la Lady Sheffield de
Gainsborough (1785-1786) y el Lord Heathfield de John Reynolds
(1787) modelan a Lady Lyndon y Raymond Barry, sus caminatas por bosques y
jardines recuerdan instantáneamente la Caminata matinal de
Gainsborough (1785), los jugadores grotescos y ciertas escenas de interiores
aluden a las pinturas moralistas de William Hogarth y la iluminación con velas
a las telas de Georges de la Tour, mientras que el intento de suicidio de
Lady Lyndon remite directamente a la Pesadilla nocturna de
Füssli (1781).
El análisis lineal de la relación pintura-cine en este film es tan irrelevante
como la deconstrucción del archivo pop del que se vale Kubrick para filmar La
naranja mecánica, el andamiaje arquitectónico inspirado en Frank Lloyd Wright
donde se desarrolla El resplandor o la “drug culture” que con sus
trips audiovisuales parece inspirar las escenas finales de 2001.
La clave subterránea de esa relación late, en Barry
Lyndon, en el hecho de que Kubrick coloca, fiel a su obsesión, la
representación por encima de la vida, del mismo modo que el arte dieciochesco
pre-revolucionario se entregaba complacientemente a la creación de una realidad
sustituta. Los personajes teatrales de la película, semejantes a muñecos
mecánicos, son hermanos de los maniquíes que utilizaba Gainsborough para
retratar a sus aristocráticos comitentes.
Quizá la metáfora artística perfecta del S. XVIII sea la
jardinería, a la que tanto deben ciertos exteriores de Barry Lyndon. Bajo
la influencia de los paisajes de Claude Lorrain, en las mansiones de la época
(que aún pueden visitarse, por ejemplo, en Inglaterra) se construyeron paraísos
artificiales al aire libre. Se excavaron valles, se abrieron canales y se emplazaron esculturas antiguas y pabellones ornamentales en estratégicos recodos y
apócrifos templos griegos a orilla de los lagos.
En recorridos circulares e ilusorios intentaban establecerse los patrones de
belleza ideal, alabados y difundidos por las academias de arte, a través de una
calculada domesticación de la naturaleza. Pero detrás, y debajo, había otro
mundo. En la Claremont House diseñada por Capability Brown
(1774) en los alrededores de Esher, Surrey, se accede a las zonas de
servicio mediante túneles, para que el mundo real no perturbe la calma del
mundo paralelo a cielo abierto.
Mientras se difunde la costumbre de contratar monjes y ermitaños para que
deambulen entre las ruinas clásicas y mediten en las grutas frente a las
visitas, las fachadas esconden interiores angostos y mal planificados.
La abadía neogótica de Wiltishire, concebida por el
excéntrico William Beckford, se derrumbó a los veinticinco años de construida.
Había sido diseñada con la misma vocación de ignorancia de la realidad que
alentaba un siglo clausurado por dos revoluciones.
La fascinación de Kubrick por este siglo no puede
sorprendernos: es el siglo de la puesta en escena, con sus corsés de huesos de
ballena, su porcelana de Sèvres y sus tapices gobelinos, y el tráfico ilegal de
piezas falsas, vendidas a los refinados e incautos jóvenes ingleses que cumplen
su Grand Tour y se hacen retratar en Roma por Anton Mengs y Pompeo Batoni, como esculturas de mármol contra un fondo clásico. Reducidos a ser, como
cualquier criatura del Sr. Stanley, lo que pretenden ser a los ojos de los
otros.
III. Filmar el cerebro
Los trece filmes que nos dejó Kubrick se concibieron en base
a maquetas; todos ellos plantean una reconstrucción impecable del espacio a
partir de decorados paranoicamente precisos. Así como la pintura de Watteau y Gainsborough recrea la realidad embelleciéndola, Kubrick la sustituye
arrebatándole sus desórdenes y tensiones.
Barry Lyndon es el paradigma metodológico: cómo desplegar un siglo perdido convirtiéndolo en una trampa metálica y exquisita. El carácter cristalizado de los mundos de Kubrick podría derivar de su tendencia a la filmación de planos estáticos, un posible legado de su pasado de fotoperiodista. Pero también debería rastrearse su origen en su absoluto desinterés por las experiencias pasionales.
Barry Lyndon es el paradigma metodológico: cómo desplegar un siglo perdido convirtiéndolo en una trampa metálica y exquisita. El carácter cristalizado de los mundos de Kubrick podría derivar de su tendencia a la filmación de planos estáticos, un posible legado de su pasado de fotoperiodista. Pero también debería rastrearse su origen en su absoluto desinterés por las experiencias pasionales.
El único instante erótico de su filmografía es la imagen del
profesor Humbert pintando las uñas de Lolita. Reprochar a Kubrick su frialdad
es ignorar que la provocación de emociones probablemente jamás entró en sus
cálculos, porque, precisamente, lo calculaba todo. Censurarlo por ello sería
como lamentar la falta de calidez de las telas geométricas de Piet Mondrian. Su
territorio natural es el cerebro: allí montó su cámara.
En un instante que el sistema no puede prever, el mapa
mental se desajusta y sobreviene el absurdo: la crueldad impiadosa con la que
se fusila a los hombres del coronel Dax en La patrulla infernal, la
violencia estatal que lobotomiza a Alex en La naranja mecánica o las citas
de cuentos infantiles de un demencial Jack Torrance en El resplandor. Todo
parece ir muy bien, hasta que todo va mal.
Respondiendo las acusaciones de maldad gratuita mostrada en La naranja
mecánica, Kubrick respondió que no lo sorprendía cuán bajo caía la gente, sino
que lo maravillaban aquellos instantes en los que la gente conseguía elevarse.
El crimen es un dato natural; la música de Beethoven, una ráfaga milagrosa
arrancada a un lugar oscuro. Raymond Barry no sabe, en Barry Lyndon, que
lo perderá todo. Kubrick parece decirnos que somos huérfanos al costado de un
precipicio. Y la imagen destila una belleza extraña, nacida de la dulce
inconsciencia con la que recorremos sus bordes.
Publicado originalmente en revista Cinemais, Nº 30, Universidad de
Campinas, San Pablo, Brasil.