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6.8.13

DERIVAS Y FICCIONES: STANLEY KUBRICK Y LA PINTURA DEL SIGLO XVIII. ODA A LA BELLEZA ENVENENADA

COORDINADORES: MARIEL MANRIQUE - HERNÁN MARTURET



STANLEY KUBRICK Y LA PINTURA DEL SIGLO XVIII  
ODA A LA BELLEZA ENVENENADA




POR MARIEL MANRIQUE



“Los colores reales solo parecen verdaderos
cuando los vemos en la pantalla”

Alex, La naranja mecánica, 1971.



I.     El paraíso perdido



El 30 de julio de 1712, Jean-Antoine Watteau fue invitado a unirse a la Académie de Beaux Arts de París. Por primera vez en la historia de esa institución, se libró a la decisión del pintor el tema de la composición que evaluaría el jurado. 

En 1717, Watteau reveló al círculo académico su Partida de la isla de Citerea, la escena idílica de una cadena de parejas que abandonan el mítico santuario de Venus al que arribaron en barca. Watteau moriría cinco años después, a los 37 años, consumido por una tuberculosis presumiblemente agravada por las inclemencias del invierno inglés, tras haber deambulado, frágil y enfermo, por un mundo condenado a la desaparición. El mundo de la belleza delicada y fugitiva del siglo XVIII, que gestaba en su vientre dos revoluciones: al ritmo de las máquinas y el tráfico mercantil, la Revolución Industrial; contra el sistema feudal de privilegios, la Revolución Francesa. 



El siglo en vías de extinción lo pintó en Inglaterra, en todo su esplendor condenado, Thomas Gainsborough. Su Mr. and Mrs. Andrews (1750) nos muestra una pareja satisfecha retratada al costado de un vasto latifundio, del que seguramente son orgullosos propietarios. Fuera de los límites de la tela, que involuntaria e irremediablemente muestra lo que oculta, podemos intuir la explotación del campesinado que trabaja la tierra de los Andrews, sumergido en el alcohol, la epidemia y las pestes, el comercio de esclavos que suelen incluirse como toque exótico en ciertas pinturas de la época y la voraz política colonialista del imperio británico. 



Los niños retratados por Gainsborough son, como su Niño azul (1770), refinadas criaturas de atributos adultos, que revelan (por exclusión) la existencia de los niños aguateros y deshollinadores de William Blake y Giacomo Ceruti, habitantes de las barriadas miserables y mal iluminadas de Europa que emergen de las chimeneas de las nuevas metrópolis con los pulmones destruidos y la piel sin color. Por cada imagen deliciosa congelada en el lienzo, hay un revés de la trama que corroe sin piedad la posibilidad de esa imagen.



En ese marco, Watteau no es solo un delicado pintor rococó de fiestas galantes, pobladas de aristócratas de paseo por bosques encantados, envueltos por la luz crepuscular y el rumor de la seda, ni Gainsborough un retratista de nobles complacidos y paisajes de ensueño. Ambos están pintando, también, la melancolía y la angustia de un instante perfecto, en el que uno siente que ha alcanzado todo, exactamente cuando comienza a perderlo. 

Doble movimiento fatal, pautado por el deseo de fuga, la estrategia de la representación y la puesta en escena, la interacción simbiótica con el entorno y la intervención del destino a través del azar. Cuatro constantes que animan tanto la pintura inglesa y francesa del S. XVIII hasta que estalla el apacible teatro del mundo, como un film que eligió esa pintura para mostrar ese siglo (Barry Lyndon, 1975) y los restantes filmes de un hombre para el que los mundos personales invariablemente estallan en pedazos: Stanley Kubrick.

El archivo visual del S. XVIII en el que abreva Barry Lyndon es el de Watteau y Gainsborough y empatiza, con lógica implacable, con las coordenadas mentales de Kubrick: alguien intenta fugarse del circuito establecido (la banda de asaltantes inexpertos de Casta de malditos, 1956; el profesor Humbert en Lolita, 1962; o Alex en La naranja mecánica, 1971), circula por el mundo como un personaje de teatro, se retroalimenta hasta límites demenciales con su contexto hasta que “adentro” y “afuera” devienen términos intercambiables (el cerebro de Jack Torrance en El resplandor,1980, metamorfoseado en el laberíntico “Overlook Hotel” construido para el film, o a la inversa) y termina su brutal educación sentimental como víctima de un destino anunciado, mediante pistas presuntamente azarosas (los naipes, el billar, el ajedrez) o episodios de naturaleza estrictamente anticipatoria  (el primer encuentro de Humbert con una Lolita en bikini en el jardín doméstico, mientras la mamá de Lolita alaba las bondades de su torta de cerezas, los castigos corporales de Barry Lyndon a su hijastro como prólogo de la futura mutilación física de Lyndon a manos de ese hijastro y el crimen ocurrido en el “Overlook Hotel” con anterioridad a la llegada de los Torrance). 



Kubrick se ha apoyado siempre en textos ajenos en sintonía con estas coordenadas, vampirizando a Vladimir Nabokov (Lolita, 1955), Arthur Clarke (2001, Odisea del espacio, 1968) o Arthur Schnitzler (entomólogo de la Viena prefreudiana y autor en 1926 de la perturbadora Traumnovelle que inspirara Ojos bien cerrados, 1999), para ajustarlos a su propia traducción cinematográfica del mundo.

Raymond Barry (rescatado de The life and Memoirs of Barry Lyndon, de William Thackeray, 1844) avanza hacia su destrucción en estado de inconsciencia, como cada anti-héroe kubrickiano y cada personaje del S. XVIII pintado por Watteau y Gainsborough. En Barry Lyndon nadie se desnuda y todos parecen ahogarse progresivamente en una textura pulida de tela y maquillaje. Pero invariablemente, por ser hijos de Kubrick y como la pasteurizada parejita yuppie interpretada por Cruise y Kidman, todos tienen los ojos bien cerrados. 



Eyes Wide Shut es el lema y el pathos del universo-Kubrick. Es el imperio de una serenidad tramposa, hasta que la existencia salta por el aire y es el robo frustrado (Casta de Malditos), la operación de guerra suicida (La Patrulla infernal, 1957; Nacido para matar, 1987), la obsesión sexual (Lolita/Ojos bien cerrados), el tratamiento Ludovico (La Naranja mecánica) o el caos cerebral (El resplandor) lo que revela una terrible fisura en el sistema y obliga a mirar. La falla en la computadora de la estación espacial Discovery (2001, Odisea del Espacio), el desajuste fatal que pulveriza la placidez del viaje y dispara al único tripulante sobreviviente hacia el espacio infinito, en el que penetra a alta velocidad una pupila abierta y convulsionada.

II.     Fuga y puesta en escena

Barry Lyndon cuenta el ascenso y caída social de un joven arribista irlandés al que el destino, encarnado en un duelo, conduce a alistarse en el ejército inglés que combate en la Guerra de los Siete Años, para luego servir como espía traidor a las fuerzas prusianas y recorrer las mesas de juego europeas como compañero de aventuras de un célebre jugador de naipes. 

Accederá, finalmente, al círculo dorado de la aristocracia, que le negará el codiciado título nobiliario, de la mano de un matrimonio por conveniencia con Lady Lyndon, hierática belleza refugiada en su torre de silencio y lágrimas. 



Padre de un hijo perdido en plena infancia al caer de un caballo y destinatario del odio de un hijastro que no le perdona la falta de amor por su madre, Barry Lyndon protagoniza un manual de iniciación implacable y perverso, en el curso del cual perderá su inocencia, su nombre y una pierna. Kubrick lo incorpora así a su inventario de criaturas huérfanas en lucha contra la hostilidad del tiempo y del espacio.     

El tiempo en Kubrick se siente como un reloj de péndulo. Su paso no es solo irreversible, sino exasperante. Desplegada hacia atrás con precisión de fecha y hora (Casta de malditos) o hacia adelante con un inesperado salto metafísico hacia atrás (El resplandor), la narración se organiza en base a la lógica simétrica (La naranja mecánica/Nacido para matar) cerrándose sobre sí misma como un círculo impiadoso  (Lolita/2001, odisea del espacio). El espacio, por su parte, oprime e impregna: la arquitectura en Kubrick penetra y subvierte los cuerpos.

Cualquiera sea el territorio de circulación de sus personajes (las trincheras de guerra o la Londres pre-punk),  es invariablemente un decorado-universo que determina e invade a sus habitantes, hasta encarnarse en ellos. Aún los límites más vastos (el cosmos silencioso y congelado de 2001) se cierran progresivamente para constituir al cerebro como último teatro de operaciones (El resplandor). 

Kubrick, amante de la matemática y el ajedrez, filma cartografías mentales. En la falta de emoción y el distanciamiento del que se lo acusa tan frecuentemente radica, quizás, la seducción polar de sus películas. Ha construido su cine como el laberinto helado de El resplandor, un sistema lógico donde el signo humano es una huella en la nieve.



Para adentrarse en ese laberinto, los seres de Kubrick se esfuman tras la construcción del personaje. Johnny Clay se coloca una máscara para ejecutar el robo en Casta de Malditos y la máscara interviene en el cine de Kubrick hasta erigirse en centro simbólico de Ojos bien cerrados, con su ceremonia sexual de identidades disueltas bajo máscaras venecianas. En Barry Lyndon, vestuario y maquillaje de época ocultan, bajo una superficie excesiva, rostros y corazones. Como señalara Alberto Moravia (L’Espresso, Roma, 24/10/76), Barry Lyndon es la representación de una representación: Kubrick filma el S. XVIII como el S. XVIII quiso verse retratado por sus pintores.

Tensando al máximo la estrategia representativa como actualización del drama de los cuerpos, Barry Lyndon no es solo una película de personajes, en el sentido primitivo y teatral del término, sino un inventario de las imágenes que esos personajes desearon de sí mismos. La decisión de rodar un film donde el S. XVIII pre-revolucionario no es simplemente una contextualización histórica sino un nudo estructural y la elección de la pintura de ese período histórico como usina visual de Barry Lyndon se corresponden profundamente con los elementos fundantes del cine de Kubrick.

A través de los registros más diversos (el cine bélico o de terror, la ciencia ficción o la comedia) Kubrick no ha hecho otra cosa que filmar la historia de individuos que intentan acceder a un territorio desconocido (el erotismo púber o adúltero, la aristocracia, el espacio exterior) o son arrojados al mismo (los soldados que van a la guerra) mediante una operación de travestismo físico y existencial que los despoja de su inocencia primaria. Un casting imaginario de su cinematografía debería incluir, antes que a los actores, a las máscaras, prótesis, uniformes, cosméticos y vestimentas de época con que Kubrick decidió cubrirlos. 



Poco importan las referencias pictóricas concretas utilizadas por Kubrick en Barry Lyndon: la Lady Sheffield de Gainsborough (1785-1786) y el Lord Heathfield de John Reynolds (1787) modelan a Lady Lyndon y Raymond Barry, sus caminatas por bosques y jardines recuerdan instantáneamente la Caminata matinal de Gainsborough (1785), los jugadores grotescos y ciertas escenas de interiores aluden a las pinturas moralistas de William Hogarth y la iluminación con velas a las telas de Georges de la Tour, mientras que el intento de suicidio de Lady Lyndon remite directamente a la Pesadilla nocturna de Füssli (1781).

El análisis lineal de la relación pintura-cine en este film es tan irrelevante como la deconstrucción del archivo pop del que se vale Kubrick para filmar La naranja mecánica, el andamiaje arquitectónico inspirado en Frank Lloyd Wright donde se desarrolla El resplandor o la “drug culture” que con sus trips audiovisuales parece inspirar las escenas finales de 2001.

La clave subterránea de esa relación late, en Barry Lyndon, en el hecho de que Kubrick coloca, fiel a su obsesión, la representación por encima de la vida, del mismo modo que el arte dieciochesco pre-revolucionario se entregaba complacientemente a la creación de una realidad sustituta. Los personajes teatrales de la película, semejantes a muñecos mecánicos, son hermanos de los maniquíes que utilizaba Gainsborough para retratar a sus aristocráticos comitentes.



Quizá la metáfora artística perfecta del S. XVIII sea la jardinería, a la que tanto deben ciertos exteriores de Barry Lyndon. Bajo la influencia de los paisajes de Claude Lorrain, en las mansiones de la época (que aún pueden visitarse, por ejemplo, en Inglaterra) se construyeron paraísos artificiales al aire libre. Se excavaron valles, se abrieron canales y se emplazaron esculturas antiguas y pabellones ornamentales en estratégicos recodos y apócrifos templos griegos a orilla de los lagos. 



En recorridos circulares e ilusorios intentaban establecerse los patrones de belleza ideal, alabados y difundidos por las academias de arte, a través de una calculada domesticación de la naturaleza. Pero detrás, y debajo, había otro mundo. En la Claremont House diseñada por Capability Brown (1774) en los alrededores de Esher, Surrey, se accede a las zonas de servicio mediante túneles, para que el mundo real no perturbe la calma del mundo paralelo a cielo abierto.

Mientras se difunde la costumbre de contratar monjes y ermitaños para que deambulen entre las ruinas clásicas y mediten en las grutas frente a las visitas, las fachadas esconden interiores angostos y mal planificados.



La abadía neogótica de Wiltishire, concebida por el excéntrico William Beckford, se derrumbó a los veinticinco años de construida. Había sido diseñada con la misma vocación de ignorancia de la realidad que alentaba un siglo clausurado por dos revoluciones.



La fascinación de Kubrick por este siglo no puede sorprendernos: es el siglo de la puesta en escena, con sus corsés de huesos de ballena, su porcelana de Sèvres y sus tapices gobelinos, y el tráfico ilegal de piezas falsas, vendidas a los refinados e incautos jóvenes ingleses que cumplen su Grand Tour y se hacen retratar en Roma por Anton Mengs y Pompeo Batoni, como esculturas de mármol contra un fondo clásico. Reducidos a ser, como cualquier criatura del Sr. Stanley, lo que pretenden ser a los ojos de los otros. 

III.     Filmar el cerebro

Los trece filmes que nos dejó Kubrick se concibieron en base a maquetas; todos ellos plantean una reconstrucción impecable del espacio a partir de decorados paranoicamente precisos. Así como la pintura de Watteau y Gainsborough recrea la realidad embelleciéndola, Kubrick la sustituye arrebatándole sus desórdenes y tensiones. 

Barry Lyndon es el paradigma metodológico: cómo desplegar un siglo perdido convirtiéndolo en una trampa metálica y exquisita. El carácter cristalizado de los mundos de Kubrick podría derivar de su tendencia a la filmación de planos estáticos, un posible legado de su pasado de fotoperiodista. Pero también debería rastrearse su origen en su absoluto desinterés por las experiencias pasionales. 



El único instante erótico de su filmografía es la imagen del profesor Humbert pintando las uñas de Lolita. Reprochar a Kubrick su frialdad es ignorar que la provocación de emociones probablemente jamás entró en sus cálculos, porque, precisamente, lo calculaba todo. Censurarlo por ello sería como lamentar la falta de calidez de las telas geométricas de Piet Mondrian. Su territorio natural es el cerebro: allí montó su cámara.

En un instante que el sistema no puede prever, el mapa mental se desajusta y sobreviene el absurdo: la crueldad impiadosa con la que se fusila a los hombres del coronel Dax en La patrulla infernal, la violencia estatal que lobotomiza a Alex en La naranja mecánica o las citas de cuentos infantiles de un demencial Jack Torrance en El resplandor. Todo parece ir muy bien, hasta que todo va mal. 

Respondiendo las acusaciones de maldad gratuita mostrada en La naranja mecánica, Kubrick respondió que no lo sorprendía cuán bajo caía la gente, sino que lo maravillaban aquellos instantes en los que la gente conseguía elevarse. El crimen es un dato natural; la música de Beethoven, una ráfaga milagrosa arrancada a un lugar oscuro. Raymond Barry no sabe, en Barry Lyndon, que lo perderá todo. Kubrick parece decirnos que somos huérfanos al costado de un precipicio. Y la imagen destila una belleza extraña, nacida de la dulce inconsciencia con la que recorremos sus bordes. 





Publicado originalmente en revista Cinemais, Nº 30, Universidad de Campinas, San Pablo, Brasil.