PABLO LLORCA: CINE / CICATRIZ
POR AARÓN RODRÍGUEZ SERRANO
[Incluimos en Nuestro Cinema este texto ya publicado en la sección Derivas y Ficciones
sobre la obra de Pablo Llorca anterior
a Recoletos, arriba y abajo]
I
Jardines colgantes, 1993
01.
En el comienzo no fue el verbo. Fue el trabajo.
Así el sastre, el personaje humilde y apenas esbozado en unas breves secuencias, apila, corta, mide. Quizá Pablo Llorca aprendió del cine de guerrilla de Straub/Huillet y por eso invierte plano tras plano tras plano en mostrar el constante ejercicio del trabajo, un trabajo congelado en el tiempo, esculpido en un contexto intemporal lleno de trenes desconchados que atraviesan extraños parajes hacia ciudades a medio camino entre la pobreza y el cementerio urbanístico.
¿Cuál es el mundo de Jardines colgantes sino ese universo distópico, envejecido, poesía de la ruina y de la pared desconchada? Casi como un retal de tela que hubiera caído de la propia mesa de trabajo de Andrei Tarkovski y Pablo Llorca hubiera recogido, acariciado, convertido en otra cosa, en fábula, en cuento. Hubo un tiempo -hoy casi nadie lo recuerda- en el que los cuentos eran macabros, crueles, estaban llenos de puntadas tristes y de personajes sádicos. Las fábulas no servían para entrenar a ejecutivos en técnicas de storytelling sino para hablar de la magia y del juego, de la sangre -siempre exquisitamente derramada, dos, tres, cuatro gotas- y la carne muerta. Quizá me gustaría sugerir esta primera idea: Llorca, en Jardines colgantes, recupera la herencia del cuento cruel y la desliza, como un tahúr, en el territorio de la descomposición urbana.
¿Qué peso/paso tiene Stalker (Andrei Tarkovski, 1979) -o incluso la anterior Eraserhead (David Lynch, 1977)- en una cinta que, sin embargo, se nos antoja curiosa e innegablemente española? El suficiente como para señalar su mayor diferencia. Donde Tarkovski trabaja desde lo existencial, casi desde lo sagrado, Llorca trabaja desde lo político. Esto es, desde la dimensión misma de la explotación y de la reflexión sobre el arte. A lo largo de toda la cinta, propios y extraños opinan, comentan y desprecian las obras del pequeño sastre que, encerrado en su tozuda voluntad de simpleza y creación, se defiende como gato panza arriba del verbo de los demás. No hay revolución, sino un final sádico de tragedia histórica en el que los cadáveres muestran con total precisión lo que ocurre con los mezquinos moradores de las ruinas: que apenas saben/pueden controlar las migajas de su amor o de su odio.
Primer eje, por lo tanto, el del trabajo. Segundo eje, atravesado como un dolor, el de la belleza. Belleza emponzoñada, asesina y mediocre, ineludible y condenatoria. El dúo de actrices (Icíar Bollaín/Leonor Watling) pertenecen por derecho propio al universo desconchado y tarkovskiano y, por lo tanto, son viento y deslumbrante erosión. La primera se esboza a través de una ventana, con una contundencia mística. Ella también trabaja, arrastra su saco entre los desperdicios del mundo perdido. Sus gestos duelen más, precisamente porque emergen de la podredumbre total, se deslizan entre las sombras del bar o entre los pasillos, son esa misma rosa que lleva tatuada en el brazo. Hubiera podido ser la mujer mágica del cuento, pero se quedó en la prometida imbécil que no puede apreciar la labor del sastre. La segunda, silenciosa y esquiva, es retratada por Llorca como un pequeño milagro/misterio en movimiento, una nínfula putañera que besa cicatrices y sobrevive como puede a este lado del metraje. Como el sastre, trabaja y apenas juzga, más que mujer es fascinación, sugerencia y movimiento. Silencio. De ahí que podamos entender con absoluta precisión (nada hay mejor que un guión que apenas intenta explicar las cosas) su papel clave en el cierre de los acontecimientos: Cesare Pavese, quizá lo recuerdan, ya dijo que vendrá la muerte y tendrá tus ojos. Los ojos de la Watling adolescente ya sugieren el universo de mujeres inevitables que cristalizará en Todas hieren.
El tercer eje, por lo tanto, podría ser la figura mágica y mefistofélica del dueño del bloque de apartamentos. Sádico, amante de las apuestas (tema que se repite como un mantra en todo el cine de Llorca), es un personaje demasiado grande para resultar melancólico y demasiado brillante como para no ser demolido por el elocuente silencio del sastre. Sin embargo, la dialéctica masculino/femenino, dialéctica de cuerpo y de palabra que atraviesa toda la filmografía del director y de la que nos ocuparemos largo y tendido, se esboza ya aquí, entre el mágico parlanchín que tortura y realiza trucos de magia al billar y la mujer que a veces se piensa fascinada y otras veces se piensa oprimida. Todavía falta para llegar a la mártir total de La espalda de Dios, pero ya queda atado el tríptico entre el trabajo, la belleza y la fascinación mefistofélica.
A partir de aquí, todo está permitido.
02.
La sutura entre Jardines colgantes y Todas hieren viene esbozada tanto por el espacio como por el tiempo. Seguimos en un territorio radicalmente cinematográfico y ajeno a todo marco histórico aprehensible. Los enamorados viajan en un tren -¿quizá el mismo que atravesaba Jardines colgantes?- por un territorio devastado en el que todavía laten ecos de guerras lejanas. Sin embargo, ese país y esa guerra se vacían, se bloquean, por mucho que uno intuya las masacres y las brutalidades del ‘36. No se trata de hacer un panfleto, en el sentido más hermoso del término, sino de dejar que la Historia fluya y que el relato se vuelva intemporal. Llorca, sin embargo, se traiciona hermosamente y bautiza a los antagonistas con dos nuevas coordenadas cinematográficas. De un lado, un tal Bergmann (con dos “enes” en el original), arquitecto que se encierra en su casa a rendir culto a una mujer muerta y momificada. De otro lado, un tal Sartorius -en efecto, seguimos en la órbita de Tarkovski, pero ahora en su Solaris (Solyaris, 1972)- que porta bajo sus brazos la memoria del campo de prisioneros. El creador de espacios frente al preso, casi como en una macabra broma ideada por Foucault. El adorador de muertos y el muerto-en-vida, aquel que regresa en una parábola imposible para recuperar… cenizas.
Y, entre ambos, de nuevo Leonor Watling, ahora ya completamente irresistible y plenamente poseedora de inescrutables secretos, secretos que pasan por las lindes de la pasión y de la muerte. Llorca sigue trabajando en el retrato de lo femenino y coloca a la mujer entre esos dos polos cinematográficos de la modernidad, pero también entre dos polos temporales: Beatriz (literaria e infernal) y la mujer pasada, la mujer/muerta que podría ser una especie de Rebecca hitchcockiana o demonio parecido. De igual manera que los fantasmas retornaban desde la órbita de Solaris en una especie de delirio freudiano, ahora el cuerpo bello encarna las resonancias difusas de otro cuerpo muerto (histórico) sumiendo todo a su alrededor en un proceso de descomposición y caos.
Llorca introduce una tragedia negrísima sin abandonar las normas de la fábula: legiones de arquitectos esperpénticos que beben, aúllan, se complacen en sus insignias, se encantan, se deslizan como criaturas bufas incapaces de comprender los rudimentos de las vidas que deberían habitar sus creaciones. El ser humano está en otra parte, quizá en un rincón profundo e insondable del amor de Beatriz, quizá en el gesto imposible y desesperado de Sartorius, que regresa del campo precisamente para traer el bien.
De nuevo, un ser mefistofélico pero enternecedor se pasea por las geografías de la muerte y un silencioso hombre justo se enfrenta a las dimensiones de la catástrofe. Donde antes había una mesa de billar, ahora nos encontramos un –mucho más cinematográfico- ajedrez que decide las leyes del duelo. Y, finalmente, en un potentísimo crescendo, la introducción de la figura de la mártir, la casi-Juana-de-Arco que se enfrenta a las llamas totales de la destrucción mefistofélica. Sin duda, un primer esbozo de lo que la obra de Llorca ofrecería en sus dos próximos títulos.
Y sin embargo, ningún espectador de Jardines colgantes o Todas hieren podía estar preparado para el tremendo temblor que asolaría la filmografía en su siguiente largometraje.
Y, entre ambos, de nuevo Leonor Watling, ahora ya completamente irresistible y plenamente poseedora de inescrutables secretos, secretos que pasan por las lindes de la pasión y de la muerte. Llorca sigue trabajando en el retrato de lo femenino y coloca a la mujer entre esos dos polos cinematográficos de la modernidad, pero también entre dos polos temporales: Beatriz (literaria e infernal) y la mujer pasada, la mujer/muerta que podría ser una especie de Rebecca hitchcockiana o demonio parecido. De igual manera que los fantasmas retornaban desde la órbita de Solaris en una especie de delirio freudiano, ahora el cuerpo bello encarna las resonancias difusas de otro cuerpo muerto (histórico) sumiendo todo a su alrededor en un proceso de descomposición y caos.
Llorca introduce una tragedia negrísima sin abandonar las normas de la fábula: legiones de arquitectos esperpénticos que beben, aúllan, se complacen en sus insignias, se encantan, se deslizan como criaturas bufas incapaces de comprender los rudimentos de las vidas que deberían habitar sus creaciones. El ser humano está en otra parte, quizá en un rincón profundo e insondable del amor de Beatriz, quizá en el gesto imposible y desesperado de Sartorius, que regresa del campo precisamente para traer el bien.
De nuevo, un ser mefistofélico pero enternecedor se pasea por las geografías de la muerte y un silencioso hombre justo se enfrenta a las dimensiones de la catástrofe. Donde antes había una mesa de billar, ahora nos encontramos un –mucho más cinematográfico- ajedrez que decide las leyes del duelo. Y, finalmente, en un potentísimo crescendo, la introducción de la figura de la mártir, la casi-Juana-de-Arco que se enfrenta a las llamas totales de la destrucción mefistofélica. Sin duda, un primer esbozo de lo que la obra de Llorca ofrecería en sus dos próximos títulos.
Y sin embargo, ningún espectador de Jardines colgantes o Todas hieren podía estar preparado para el tremendo temblor que asolaría la filmografía en su siguiente largometraje.
II
La espalda de Dios / La cicatriz
Hasta determinado momento, Pablo Llorca podría haberse autodesignado con relativa facilidad como un heredero especialmente dotado de la modernidad europea. Había manejado con cierta soltura los códigos exquisitos del “autorismo” y había demostrado una capacidad más que notable para levantar historias cuajadas de referencias y citas a raíz del tríptico que señalábamos anteriormente (el trabajo, la belleza, lo mefistofélico). Sin embargo, nada parecía predecir un largometraje como La espalda de Dios.
Todas hieren había sido un pequeño prodigio de contención: la acción ocurría en poquísimas localizaciones, en apenas una semana, con un metraje que no llegaba a la hora y media y con una puesta en escena sencilla, basada principalmente en la cámara estática y en la limpieza de cada plano. En cierto sentido, sin ser una cinta clásica, parecía proponer un universo más o menos controlado, en el que los elementos estéticos se disponían con una especie de noble elegancia. Algún crítico italiano más o menos feroz de los setenta, de esos que cargaban contra Bergman y Antonioni, le hubiera llamado burgués.
La espalda de Dios es, en comparación, una bofetada en el rostro. El metraje cruza años y años, los personajes evolucionan lo indecible, el montaje se ha convertido en una suerte de montaña rusa y toda la dirección de arte se levanta en un consciente y contundente feísmo. Llorca parece querer romper su propia baraja y decide utilizar texturas no cinematográficas, cámaras al hombro, interpretaciones naturalistas. Podría ser un ejemplo de manual de rodaje voluntarioso, cargado de energía, una especie de ansia por contarlo todo que hace que las escenas se sucedan y se agolpen, que los personajes entren y salgan, que los acontecimientos se hilen frenéticamente. Casi no hay tiempos muertos, ni planos contemplativos: todo se sucede como en una montaña rusa humilde y dislocada, como si el enunciador estuviera ordenando las imágenes con una pistola apuntándole en la sien.
De ahí que La espalda de Dios sea una película complicada, profundamente polémica, una cinta incómoda en la que el personaje femenino ya abandona su posición fabulesca (de cuento siniestro) y se convierte en mártir, auténtica mártir proletaria presta a inmolarse en aras de un amor punteado por la destrucción y la utopía. Mefistófeles se convierte en un arquetipo masculino que presume de libertad y originalidad, pero que finalmente se siente incapaz de mantener su propia máscara en el lugar correspondiente y se convierte en un cerdo, un sátiro, un monstruo. De ahí el festín sobre el cuerpo desarmantemente físico y cotidiano de Isabel Ampudia, un cuerpo que remite a los paisajes de la memoria cañí. La camarera, la charcutera, retratada en todo su ser mujer sin caer en la explotación del melodrama, incomprensible -como las mejores heroínas de Sirk- en su voluntad de encontrar el amor contra todo, en el lugar de la inmolación, en el lugar de la muerte.
En cierto sentido, parecería que Llorca cambia los cuentos de hadas siniestros de sabor político por las obras más oscuras de Bertolt Brecht. La espalda de Dios parece una versión castiza de La buena persona de Sechuán. Allí el autor alemán colocaba los trucos del distanciamiento, aquí Llorca coloca a los curritos del barrio, a las putas hermosísimas y principescas del extrarradio, el botellín, la tasca, las cortezas, el santoral, el alicatado, el cutrerío español y olé. Imágenes arrancadas apresuradamente, saturadas en colores chillones y una música con texturas de midi –una música como de primera comunión en casa de los pobres, entre la parodia y el chirrido- empujan al espectador a una espiral descendente y urbana, al thriller lolailo que no puede tomarse en serio a sí mismo y finaliza, con uno de los cierres más contundentes de la trayectoria del director, al fondo de un túnel mal iluminado.
Todas hieren había sido un pequeño prodigio de contención: la acción ocurría en poquísimas localizaciones, en apenas una semana, con un metraje que no llegaba a la hora y media y con una puesta en escena sencilla, basada principalmente en la cámara estática y en la limpieza de cada plano. En cierto sentido, sin ser una cinta clásica, parecía proponer un universo más o menos controlado, en el que los elementos estéticos se disponían con una especie de noble elegancia. Algún crítico italiano más o menos feroz de los setenta, de esos que cargaban contra Bergman y Antonioni, le hubiera llamado burgués.
La espalda de Dios es, en comparación, una bofetada en el rostro. El metraje cruza años y años, los personajes evolucionan lo indecible, el montaje se ha convertido en una suerte de montaña rusa y toda la dirección de arte se levanta en un consciente y contundente feísmo. Llorca parece querer romper su propia baraja y decide utilizar texturas no cinematográficas, cámaras al hombro, interpretaciones naturalistas. Podría ser un ejemplo de manual de rodaje voluntarioso, cargado de energía, una especie de ansia por contarlo todo que hace que las escenas se sucedan y se agolpen, que los personajes entren y salgan, que los acontecimientos se hilen frenéticamente. Casi no hay tiempos muertos, ni planos contemplativos: todo se sucede como en una montaña rusa humilde y dislocada, como si el enunciador estuviera ordenando las imágenes con una pistola apuntándole en la sien.
De ahí que La espalda de Dios sea una película complicada, profundamente polémica, una cinta incómoda en la que el personaje femenino ya abandona su posición fabulesca (de cuento siniestro) y se convierte en mártir, auténtica mártir proletaria presta a inmolarse en aras de un amor punteado por la destrucción y la utopía. Mefistófeles se convierte en un arquetipo masculino que presume de libertad y originalidad, pero que finalmente se siente incapaz de mantener su propia máscara en el lugar correspondiente y se convierte en un cerdo, un sátiro, un monstruo. De ahí el festín sobre el cuerpo desarmantemente físico y cotidiano de Isabel Ampudia, un cuerpo que remite a los paisajes de la memoria cañí. La camarera, la charcutera, retratada en todo su ser mujer sin caer en la explotación del melodrama, incomprensible -como las mejores heroínas de Sirk- en su voluntad de encontrar el amor contra todo, en el lugar de la inmolación, en el lugar de la muerte.
En cierto sentido, parecería que Llorca cambia los cuentos de hadas siniestros de sabor político por las obras más oscuras de Bertolt Brecht. La espalda de Dios parece una versión castiza de La buena persona de Sechuán. Allí el autor alemán colocaba los trucos del distanciamiento, aquí Llorca coloca a los curritos del barrio, a las putas hermosísimas y principescas del extrarradio, el botellín, la tasca, las cortezas, el santoral, el alicatado, el cutrerío español y olé. Imágenes arrancadas apresuradamente, saturadas en colores chillones y una música con texturas de midi –una música como de primera comunión en casa de los pobres, entre la parodia y el chirrido- empujan al espectador a una espiral descendente y urbana, al thriller lolailo que no puede tomarse en serio a sí mismo y finaliza, con uno de los cierres más contundentes de la trayectoria del director, al fondo de un túnel mal iluminado.
La espalda de Dios no admite preguntas. Muy especialmente en su tercer acto. A esas alturas de la cinta, el espectador ya ha debido optar por la confianza ciega en la propuesta de Llorca (en cuyo caso, todo actúa como una tragedia inevitable, el gran circo de la destrucción arrasándolo todo) o, por el contrario, puede fingir no entender a la protagonista femenina. ¿Cómo explicar el torrente de amor que conduce hacia la muerte? ¿Merecería la pena intentarlo acaso o, por el contrario, supondría traicionar los 120 minutos anteriores de metraje?
04.
Parecería, por lo tanto, que frente a la voluntaria dislocación espacial y temporal de sus primeros trabajos, Llorca se enfrenta a situar su relato en unos parámetros reconocibles, extensos, delimitados. Por mucho que tanto La espalda de Dios como La cicatriz se inspiren en las convicciones del thriller, ambos se encuentran impregnados de una especie de urgencia frente a la Historia. Hay un aquí o un allí, una cámara que se siente cómoda trabajando en exteriores, hablando de pequeñas placitas de barrio o de parques en los que los espías se reúnen.
Del mismo modo, la herida de
En La cicatriz, nos encontramos de nuevo con un desarrollo del tema de La espalda de Dios: la mujer arrastrada en nombre de un amor utópico hacia el interior de un laberinto indescifrable dominado por fuerzas que golpean inmisericordemente. La libertad y la utopía de los pequeños sueños (la historia cotidiana) se ha convertido de pronto en la hipotética pelea por un desarme nuclear en nombre del antimperialismo norteamericano (
Ni siquiera. Somos tan estúpidos como nuestra Historia y de ahí precisamente que el ciclo de conquista/muerte que atraviesa toda la filmografía de Llorca suene cada vez más desesperado, como una risa que comienza siendo extrañamente hermosa y se fuera acercando, distorsionada. De la muerte concisa y bellísima de Icíar Bollaín en Jardines Colgantes a la desaparición total de la protagonista de La cicatriz -un rótulo absolutamente desapasionado nos informa, simple y llanamente, que fue condenada y cumplió condena íntegramente- media un abismo, cada vez más alarmante. Quizá todo se explique por ese ansia, esa voluntad de depuración estética, esa brutal cuchillada sobre la ficción que acaba, en La cicatriz, expulsando finalmente del relato, con toda su furia, al personaje femenino. Borrándolo, exiliándolo.
III
El mundo que fue (y el que es)
Uno siempre se ha sentido extrañamente cómodo haciendo la radiografía de lo personal al calor de ciertas películas. De un lado, el gélido ejercicio del analista (con sus rudimentos, sus técnicas, sus trucos de magia) y, del otro, la necesidad de sentarse a conversar con ciertos textos, compartir cosas, cotejar ideas, clavarles las uñas para ver si sangran o si, por el contrario, funcionan como un espejo y te devuelven tu propia herida, tu propia cicatriz.
Podría empezar diciendo -sería lo justo- que El mundo que fue (y el que es) es la mejor película de Pablo Llorca. Dicho así, como un disparo o como una herejía. La única prueba que me parece justo enarbolar a estas alturas es, por otra parte, la más definitiva: al terminar de verla por primera vez tuve la necesidad de sentarme delante del ordenador y de escribir. Había cosas que decir, cosas realmente importantes sobre esa película. Sin embargo, el lenguaje se atora y sólo me encuentro con mis propios recuerdos y con mi propia desazón, una desazón que en ocasiones he creído intuir en el propio Llorca o que quizá sólo sean fantasmas y pequeños dolores sobre lo que uno cree que ocurre en este pequeño y contradictorio país, país con Gil de Biedma sangrando entre las columnas rotas de la ideología, país pasionario con tumba abierta y país revanchista y pseudodemocrático. Antígona, el dolor, la calavera y el abuelo muerto.
Hacer memoria histórica, suponiendo que tal cosa sea posible, es una de las peores cosas que sabemos hacer en España. Hacer memoria histórica no es abrir tumbas, ni editar libros, ni votar a tal partido porque nuestro abuelo -rojo o azul, tanto da- fue noble y definitivamente fusilado en la cuneta de turno. No hay memoria histórica en España, porque todo dolor es poco y porque toda deuda es imposible de saldar. Y porque el cadáver, hay que decirlo, ya está bien muerto y mira con sus cuencas vacías el cielo deshabitado y triste de
06.
¿Por qué dejé de militar -y me permitirán ustedes, me permitirá el propio Pablo Llorca que utilice su cinta como excusa para semejante digresión- en la “izquierda oficial”? Aunque no lo crean, es una pregunta que intento formularme con el máximo rigor y con la máxima frecuencia. Que yo dejara la “izquierda oficial” no quiere decir que dejara de leer a Marx o a Althusser, o que de pronto me diera por jugar al pádel al calor del vermú de los domingos. Quiere decir, en primer lugar, que el saco ideológico no pudo soportar mi dolor y que, en apenas unos años de compromiso, de militancia, observé que aquello iba de otra cosa, de sacar la subvención y de hablar mucho de la utopía, y de hacer obras de teatro que no veía nadie y de masturbarse alegremente sin saber quién coño era Gramsci y de otros feos vicios que no voy a pasear por estas páginas.
Yo entré en la izquierda por la literatura (por el descubrimiento brutal y adolescente de Jean Paul Sartre) y, sobre todo, por la justa y total convicción de que el mundo estaba lleno de platos rotos y había que hacer algo, lo que fuera, urgentemente, para intentar ponerle freno a semejante barbarie.
Luego, como ustedes ya saben, la caída.
Y luego, El mundo que fue (y el que es) retoma valientemente muchas de las preguntas que yo mismo me he formulado, las mismas exigencias, pero lo hace con una fuerza en el relato realmente asombrosa, una fuerza que estaba ya latente en el cine anterior del director pero que de pronto estalla, lo arrasa todo, se convierte en un oscuro magma que me recuerda el tacto frío de las cenizas atragantadas en el inmenso festín de mi generación, festín político de herederos de una supuesta transición que a veces parece más una olla a presión que una democracia. No se trata del viejo tópico -niño, cierra la boca, que tu padre corrió delante de los grises, oh yeah-, sino de una voz valiente que pudiera llegar más allá y más profundo.
Creo que Llorca también sabe de la izquierda literaria (la literatura, después de todo, está presente de diversas formas en sus últimos títulos) y probablemente de los peligros de adoptar una pose de manual a la hora de rodar cintas que reflexionen sobre la dictadura. A veces me lo imagino sentado detrás de su cámara, me pregunto si sintió miedo de rodar sin agradar, si pensó que estaba equivocándose, si no tuvo ganas de cerrar la carpeta, el guión, pasar a otra cosa. Me pregunto si “parir” El mundo que fue (y el que es) no le supuso un enorme esfuerzo, romper con las líneas anteriores de su propio trabajo, superar los lugares comunes, llamar al pan, pan, y al vino, sangre, manejar el tiempo y los actores con el convencimiento de no saber qué iba a ocurrir con la cinta terminada.
Un simple ejemplo. El mundo que fue (y el que es) parece una coreografía fantasmal de voces: voces que recitan textos ora políticos, ora personales (¿lo personal es político?), ora densos manifiestos panfletarios, ora sentencias de muerte, ora noticias del exterior en radios de contrabando. Es como si Llorca hubiera entrado en el templo de
Esa historia, no nos engañemos, es la de la mitad de España. Y no sería tan impresionante sin esos quince minutos finales en los que Llorca realiza un doble salto mortal en el vacío y se arroja contra los primeros años de la democracia y la eclosión total de la globalización. El PCE está on-line desde un lugar tan inhóspito y lejano como Sudán, por ahí asoma la cara de Chávez, todo muy colorido. Nada que ver con los grises de los muros de las prisiones. Todo tan colorido que en las calles las revueltas tienen aire de botellón, anda jaleo, jaleo. El jaleo de la chavalada que entiende la ideología en su descarnada concepción fantasmática -esto es, como pose- frente a aquellos que, en el pasado, de verdad pensaron que había algo, una oportunidad, una bala en la recámara.
La bala estaba, claro. Pero clavada en el cráneo de otro.
Con lo que, finalmente, acabamos frente al precipicio sin salida del valor de un momento histórico, la polaroid descolorida, la lucha impresionante y dolorosa de un hombre que se golpea la cabeza contra el muro de la injusticia pensando que habrá algo al otro lado.
Pero, quiero decirlo de nuevo, Llorca no cae en el recurso fácil ni en el lugar común. Así, de manera tangencial, pero certera, están sobre la mesa debates tan candentes como la justificación de la violencia revolucionaria, la mascarada de los gobiernos hacia el exterior, la manipulación informativa, la brutal estupidez de los totalitarismos, las purgas, las traiciones, la ineficacia del ser humano como héroe. Todo eso anida ahí, late ahí, y por eso mismo se convierte en algo fundamental, urgente.
07.
El hecho de que ya no tenga el carné de ningún partido político oficial no quiere decir que me desentienda del pensamiento, del sentimiento o de la acción política. De hecho, me atrevería a decir que hay algo que siempre intento tener presente en absolutamente todos los escritos: el concepto de la deuda.
Deuda contraída e intransferible, no con ningún abuelo muerto en una cuneta, sino más bien con todos los vivos y los muertos que han peleado contra el totalitarismo sin necesidad de focos o de aplausos. Hace apenas unos días me comentaba un profesor de universidad especialmente lúcido en lo que a reflexiones políticas se refiere que le llevaban los demonios al ver cómo todas las pequeñas grandes luchas de los años del antifranquismo habían desembocado en este pozo de malestares en el que andamos hundidos. Yo, como niño pobre de la transición, tengo una deuda bien pendiente con él y con tantos otros que no iban a las manifestaciones a encamarse con las niñas-casi beat, sino a llenarse la boca y los puños de palabras y actos realmente valiosos. También estoy en deuda con Pablo Llorca porque ha lanzado cartas realmente importantes y valiosas sobre el tapete ideológico nacional (y espero que esta metáfora, tan cercana al juego y las apuestas que puntean toda su filmografía, le agrade especialmente). Emergió de una pose autoral modesta y más que correcta para correr en dirección contraria con todas sus fuerzas, hasta conseguir una película redonda y prácticamente perfecta que nos hace mirar hacia su cine con todas las esperanzas del mundo.
Y, lo que todavía nos lleva más lejos, ¿qué sentido tendrían todas esas deudas si pudieran saldarse?
IV
Piezas cortas
La cocina en casa / Las olas / Pizcas de paraíso
Aníbal y el mundo / Una historia europea
Aníbal y el mundo / Una historia europea
08.
Algunas piezas menores (en extensión, al menos) nos ofrecen la posibilidad de cotejar los bocetos, los ensayos, los amagos antes de cristalizar en otra dirección. De igual que la propia obra de Llorca parece dividida en una constante duda entre su cita con la realidad -el dichoso y necesario “flujo de la vida” de Kracauer, diríamos- y su encuentro íntimo con la literatura y la ensoñación, también sus pequeños bocetos parecen escindirse, dudar entre ambos caminos.
Tomemos como ejemplo la desconcertante -en el mejor sentido del término: provoca auténtico desconcierto- La cocina en casa. En principio parece una suma de distintas recetas de cocina ejecutadas desapasionadamente por personajes efímeros en un escenario remarcadamente falseado. La exposición del acto gastronómico tiene algo entre confuso e inquietante, como si ciertas imágenes dislocaran voluntariamente el total del conjunto. A veces, ciertos planos parecen insertados con un malévolo sentido del humor -las manos que arrancan las vísceras o que humedecen los sesos-, como si se tratara de extraños agujeros en la superficie textual.
El espectador, por lo tanto, se puede enmarañar en una hermenéutica notablemente confusa: ¿estamos ante una comedia negrísima o, por el contrario, es nuestra mirada la que está forzando la interpretación de los planos? ¿Vemos fantasmas en el acto de una mujer cocinando, queremos buscar algo más en el texto, son esos pequeños guiños extraños mensajes codificados que se nos escapan? Ciertamente, Llorca ya había demostrado en Jardines colgantes su habilidad para mostrar estrictamente la dimensión misma del trabajo, muy lejos de los oropeles y el exagerado subrayado audiovisual que se pone ahora delante de nuestros ojos. Luego, ¿se trata únicamente de un programa de cocina o se sugiere una extraña textura incómoda detrás de las imágenes?
Algo parecido -y quizá menos logrado- nos encontraremos en Aníbal y el mundo, extraño híbrido entre cuento de hadas y fábula social en el que se pueden encontrar, de manera casi visionaria, algunos de los vicios que uno ha creído detectar en la ultima etapa de, pongamos por caso, los hermanos Dardenne. Llorca siempre intenta mantener una luz encendida, aunque eso signifique dar voluntariamente la espalda a algunos de los aspectos más siniestros y complejos del problema -cosa que no ocurrirá, por ejemplo, en El mundo que fue-, utilizando una lógica puramente mágica para enhebrar situaciones. Quizá no sea sino mi propia mirada cínica de adolescente estúpido que andaba escribiendo por las paredes y que -ay- todavía no ha olvidado que ninguna ínfula rodeada de libros solventó la papeleta. Quizá Aníbal y el mundo pretendía demoler algún fantasma del pasado por la vía de la sublimación y, sin embargo, sus imágenes no tienen el brío ni los dobleces de otros trabajos del director.
Las olas, 2007
Pizcas de paraíso 1-9, 2007
09.
El relato, transmitido, contado, escrito o cambiado por un lápiz, es algo que sin duda va irrumpiendo con más fuerza en cada nuevo trabajo de Llorca. El plano fijo que compone la inmensa parte de la muy poderosa Una historia europea parece resonar en conexión con esos otros planos, similares, en los que el demonio contaba sus historias en Uno de los dos no puede estar equivocado. Desde que aprendimos de Lanzmann la importancia de dejar que los personajes hablaran en el interior del plano para tejer los hilos de la Historia , todo realizador audiovisual ha comprendido de pronto la importancia casi ética de dejar que el tiempo y la palabra fluyan al mismo tiempo, suturados por el aparato cinematográfico.
De nuevo, Alemania. De nuevo el temblor de un sujeto que se desliza por el S. XX buscando y perdiendo cosas, fumando, retratado/encerrado en un blanco y negro que sorprende por su naturalidad, su frescura. Es una memoria que filtra y que se infiltra, recorriendo las convulsiones del tiempo.
Algo similar ocurre en la notabilísima Las olas, quizá uno de los más brillantes y afilados trabajos de Llorca. En esta ocasión, el narrador permanece voluntariamente fuera del espacio fílmico, prestando su voz y su perspectiva a una historia que comienza en Alemania, se desplaza a Turquía y se extingue en una elipsis de cuarenta años en un internado. De nuevo, el problema del lenguaje que se habla, de la fascinación ante los otros -los personajes de Llorca parecen vivir en un estado de fascinación permanente, quizá por eso parecen siempre tan jóvenes o tan osados-, y del descubrimiento a bocajarro de la traición. Traición que, en apenas doce minutos, tiene forma de intimidad, de las cosas pronunciadas pero no traducidas, de un código entre dos que de pronto se expone ante los demás sin poder comprender muy bien sus funcionamientos o sus cánones. La extraña y precipitada decisión de su protagonista –tan coherente y definitiva, después de todo, como la expuesta en La espalda de Dios- se entiende a la perfección dentro del universo del director: lo peor que se le puede robar a un sujeto es su intimidad o, siendo más concreto, su intimidad en la cita con su Historia. Da igual que se trate de una trama de prostitución a-la-Brecht o de una pasión arquitectónica con forma de mausoleo interminable.
Ciertamente por eso también deslumbran las pequeñas y hermosísimas piezas que componen la serie Pizcas de paraíso. Nos encontramos ahora con un director íntimo que trabaja como un orfebre decidido en cada plano, en cada concepto. De la recuperación de la pureza que siempre tiene la pantalla en negro (una recuperación que, también en el territorio de la memoria, llevará Klotz a su máximo exponente hasta el momento) hasta una carga inmisericorde contra las barreras del lenguaje -¡en un director tan radicalmente narrativo como Llorca!-, pasando por el poder de la herencia o la sugerencia del paisaje. Con la muerte casi siempre como norte en la brújula, Llorca se arriesga como una especie de micropoeta fílmico que quizá encuentra en la sugerencia un arma mucho más poderosa que en lo explícito. Llorca trabaja en el personaje esbozado, en la anécdota casi robada, en la esquirla a medio clavar, atravesado entre lo profano (¿lo político?) y lo sagrado, como un funambulista que se atreviera a correr de un lado a otro del alambre en un puñado de segundos.
Con lo que, retomando la dialéctica que proponíamos al principio del texto, las piezas cortas de Llorca parecen mirar de reojo hacia sus largometrajes, dialogando en voz muy baja con ellos. La poderosa narración de Las olas prefigura una manera generar de hablar en el cine de Llorca, una manera de mirar al pasado preguntándose por los sentimientos pero, sobre todo, por la pertinencia y la herencia de esos sentimientos vividos y sufridos décadas atrás.
¿Y no es esa, por cierto, la mejor definición de una cicatriz… cinematográfica?
CINE / CICATRIZ
….y 10
Pablo Llorca realiza cine de memoria en un país que generalmente no está demasiado interesado en ninguna de las dos cosas. Su obra está condenada, por lo tanto, a la casilla de la cárcel, al vuelva usted mañana, a la distribución sumergida. No se le citará siquiera en las celebraciones funerarias del underground español ahora que, si nada lo remedia, los recortes decapitarán todo aquello que todavía es capaz de mostrar algo de interés y algo de violencia.
Allá por los principios de la década pasada, yo era un estudiante de audiovisuales mucho menos valiente que Llorca e iba leyendo lo que buenamente caía en mis manos. Uno de mis libros/metralleta erala Introducción a una historia del cine de Godard, que me regaló una de las enseñanzas más brutales que recuerdo: un director de cine no es un enviado de los dioses. Es un trabajador, debe considerarse a sí mismo un trabajador que se levante a las seis de la mañana para rodar y que no se sienta mucho más especial que, pongamos por caso, el carnicero de su barrio. Hoy, cuando el marxismo parece a veces un chiste de mal gusto para señoritos decadentes, puedo afirmar que he encontrado pocos casos tan claros de la pasión por un trabajo no dado a iluminaciones gratuitas como la obra de Pablo Llorca.
Allá por los principios de la década pasada, yo era un estudiante de audiovisuales mucho menos valiente que Llorca e iba leyendo lo que buenamente caía en mis manos. Uno de mis libros/metralleta era
¿Qué hay tras sus encuadres? Casi siempre: un hombre que rueda. No una idea universal, ni tampoco un apóstol, ni mucho menos una tesis política indubitable. El cine de Llorca le pertenece, porque se notan las huellas de sus manos sobre la materia, se nota su aliento en los aciertos y en las equivocaciones, se nota una puñetera manía de no dejarse vencer, de andar persiguiendo y estrujando los euros, de luchar siempre hacia la belleza, con la belleza e incluso, a veces, contra la belleza misma. Es un cine que empezó perfumándose como una arqueología de la modernidad y que de pronto se transmutó en un ángel de barriada que andaba metiéndose farla con las señoritas cañón de la calle, atragantándose con el sueño de la utopía, apostándole unos billetes a un trilero callejero con máscara de muerte o de Historia. Y hay que tener huevos, vamos a decirlo claro.
Porque -y aquí lanzamos otro as sobre el tapete- no hay que olvidar que el cine de Llorca puede ser humilde, pero no pequeño. No hay que confundir ciertas etiquetas. La humildad se lleva en la sangre y en los presupuestos, casi siempre con una cierta dignidad que otorga el placer de la poesía sucia y cercana. La pequeñez es una estrechez de miras que acaba redundando en el cutrerío y aquí no es de eso de lo que hablamos. Si Llorca quiere rodar una Turquía, pues se la inventa. Si quiere montar una cárcel republicana, pues la pelea. Si es una librería alemana, pues se atrezza. Por encima de la recreación histórica muerta –tan del gusto de un cierto cine europeo famoso por sus elegantes y pútridos mayordomos de punta en blanco y palacete del sir adúltero y coñazo-, Llorca introduce la urgencia de contar y confía en que el espectador pondrá de su parte todo aquello que el capital les está rodando.
(Y es un buen momento, por cierto, para introducir un inciso: ¿no es precisamente el cine del capital el que tiene la culpa de manera directa y probablemente irremediable de la desoladora estulticia histórica y visual en la que nos encontramos?)
Si sabemos bucear en los problemas que Llorca experimenta con la forma fílmica -problemas que, por lo demás, nunca le hurta al ojo del espectador- podemos comprender cómo se mantiene la lucha del hombre contra el cine, la lucha por plasmar la idea, la lucha por hacer constar algo de lo vivido. ¿No es de eso, precisamente, de lo que hablaba el sabio sastre asesino de Jardines colgantes? ¿Y no es eso, por otra parte, el foco del dolor del superviviente de El mundo que es? La traición de la ética por la estética, volver a quemar a Kierkegaard en una hoguera pretenciosa de vanidades estúpidas y febriles, volver a sacarnos la foto del compromiso oh-yeah, compromiso descafeinado pero, eso sí, con mucho euro.
Ante todo, mucho euro. Militancia cinematográfica para que se vea que nuestras banderas y nuestro atrezzo y nuestra cárcel son históricamente precisas. Pero no. Llorca no se deja fagocitar por los oropeles y acaba construyendo una Historia que sólo puede ser visualmente escueta, esto es, una Historia destilada. Una Historia que se convierte en cicatriz, una cicatriz presta a repetirse, a abrirse de nuevo.
Pablo Llorca