MÁS ACÁ DE LA IDEOLOGÍA
SOBRE RECOLETOS, ARRIBA Y ABAJO
PABLO LLORCA, 2012
UN TEXTO DE AARÓN RODRÍGUEZ SERRANO
Después del territorio del sueño, siempre llega el
territorio del delirio. Una vez que el sueño se descompone, se parte en miles
de pedazos, la locura aparece como
su conclusión inmediata. El sueño no es más que un espejo distorsionado de lo
que uno, le guste más o menos, lleva dentro. Un compendio de deseos
inconscientes. Sobre su superficie multiplicada se asoma siempre otro rostro,
un rostro incrédulo que tiene algo de bufonesco y algo de desesperado.
En España, el sueño tiene una topografía reconocible.
Arranca con las promesas que florecen tras la Transición y se deposita en
nuestro tapiz cinematográfico arropado por las dudas y las incongruencias en
piezas tan dispares como El diputado (Eloy
de la Iglesia, 1978) o la opuesta Asignatura
pendiente (Jose Luis Garci, 1977). El sueño tiembla y sabe de sus heridas.
Algo parecido se intuía en los magistrales veinte minutos finales de El mundo que fue y el que es (Pablo
Llorca, 2011), del que ya tuve ocasión de hablar en este espacio. Una parte
importante del cine español escapó aterrorizada ante la idea de que el sueño se
estaba descomponiendo y se cambió de chaqueta urgentemente para hablar de otros
temas menos incómodos: carreras de tunning, historias de amor entre burgueses y
niños lumpen chutados de esteroides, revisiones casi nostálgicas de la
postguerra. Pero ahí se quedó Llorca, colgado de la telaraña triste del sueño.
Llorca es un poco la araña de nuestro cine, siempre trabajando afanosamente en
un rincón de la trastienda, cazando primorosamente las moscas ideológicas que
parpadean, incrédulas, al otro lado de su objetivo.
Recoletos,
arriba y abajo puede ser considerada, en justicia, un eco coherente
de El mundo que fue y el que es. Ya
plenamente asentado en su compromiso social, Llorca continúa depurando su
propio estilo, alejándose voluntariamente de trucos manieristas para llegar al
corazón de lo narrado, la suciedad, la imperfección. Hay algo en su interior
que remite a la libertad formal de La
espalda de Dios, pero también al compromiso histórico de La cicatriz. Sin embargo, me atrevería a
afirmar que el director llega todavía más lejos y se sumerge con total
radicalidad en el territorio del delirio.
Un delirio que tiene múltiples caras, extraños
fantasmas que desfilan en cada una de las escenas: el pacto tácito de no
agresión entre los resistentes de la derecha y la izquierda, la imposibilidad
de comprender nuestra herencia más inmediata, las conexiones feudales que
siguen repitiéndose entre empresa y enchufe familiar, los hijos de los antiguos
revolucionarios que gastan las teclas de su Iphone. Podemos darle muchas vueltas, pero Recoletos acierta en el centro de la
diana al proponer una topografía de los disparaderos de nuestra crisis
económica. Es el diario de a bordo de una manera de entender el Mercado, su
adicción, sus representantes, sus deslices.
Cuando llega el delirio, el sujeto se descubre
asfixiado bajo una tormenta de falsas ilusiones que acuden a su puerta. Habría
que depurar todavía ese tópico que nos han intentado inocular –Hemos vivido por encima de nuestras
posibilidades-, para intentar localizar en otra dirección si las
directrices de nuestro sueño no eran las correctas. En Recoletos, el protagonista hace ya muchos años que admitió el
fracaso de sus buenas intenciones ideológicas y comprendió que había que
acodarse en la sombra del suegro, el Self
Made Man patrio que prostituyó a su hija a cambio de un nuerísimo capaz de seguir sus pasos y
darle esa descendencia biológica que tanto merecía. Comparaciones monárquicas
aparte, Llorca acierta al proponer con extremo rigor –un rigor tan seco que en
ocasiones casi duele- la visita turística guiada por los bajos fondos del
españolito medio, las olivas y el vermú
de mediodía, los placeres de la carne y la falta de privacidad que con tanta
alegría recibimos.
Y aun me gustaría añadir algo más. Habiendo seguido de
cerca la filmografía del director, creo que en Recoletos se plantea la que quizá sea su mejor radiografía
emocional. Las conexiones entre ideología y sentimientos –por otro lado, un
binomio difícilmente escindible-, ya planeaba en la brechtiana La espalda de Dios y se levantaba con
contundencia en lo que podríamos llamar su “primera etapa simbólica”. Sin
embargo, en Recoletos por primera vez
he creído intuir un retrato emocional redondo, coherente, lleno de aristas y de
encuentros. Si bien podría parecer que parte de un lugar común –el títere del
Capital que escapa de los oxidados lazos familiares en brazos de la vecinita de
enfrente-, Llorca consigue lo más difícil: dar cuerpo y voz, personalidad, angustia
y profundidad a lo que en otras manos no hubiera sido un tópico manido. Me
gustaría decir que Llorca se equivoca, que su retrato no resulta realista, y
sin embargo, su proyección me trajo recuerdos de historias conocidas, rostros
que se perdieron, situaciones vividas, niños rotos con los que compartía
pupitre en el colegio, miradas de otoño, palabras huecas. Y cómo acierta Llorca
al narrar la escapada del fin de semana, el acto compulsivo de arrojar piedras
ante la imposibilidad de ser el Hombre Total, ese museo de fracasos que se
despliegan pacientemente en el film. En esta dirección, he notado una cercanía
impúdica, molesta –pero también felizmente constituyente de la experiencia
misma de la ficción-, como si los protagonistas fueran máscaras de rasgos
cercanos, como si sus frases fueran fragmentos arrancados a una confesión a
deshoras. Somos eso.
Y eso hace que Recoletos,
arriba y abajo sea, definitivamente, una película triste. Quizá la más
triste de Llorca.
Comprendo que el director decida –como había hecho en
otros momentos de su filmografía- esbozar la posibilidad de una redención, de
una huida hacia adelante, de un posible giro en la cadena histórica. Funciona y
es coherente con el conjunto de su obra, algo así como un parpadeo merecido y
bienvenido. Sin embargo, después de haber recorrido de su mano todo ese paisaje
del terror patrio, no puedo evitar sentir
una cierta desazón, la imposibilidad de retornar otra vez del delirio al
sueño, un sueño que implique otras coordenadas y otras definiciones. Pero eso
es un debate que, convenientemente situado fuera del universo del relato, sólo
podremos responder en los años venideros. Recoletos
es, sin duda alguna, un buen lugar para empezar a encararlo.