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18.7.13

NUESTRO CINEMA: MÁS ACÁ DE LA IDEOLOGÍA. SOBRE "RECOLETOS, ARRIBA Y ABAJO", PABLO LLORCA, 2012



MÁS ACÁ DE LA IDEOLOGÍA
SOBRE RECOLETOS, ARRIBA Y ABAJO
PABLO LLORCA, 2012

UN TEXTO DE AARÓN RODRÍGUEZ SERRANO





Después del territorio del sueño, siempre llega el territorio del delirio. Una vez que el sueño se descompone, se parte en miles de pedazos,  la locura aparece como su conclusión inmediata. El sueño no es más que un espejo distorsionado de lo que uno, le guste más o menos, lleva dentro. Un compendio de deseos inconscientes. Sobre su superficie multiplicada se asoma siempre otro rostro, un rostro incrédulo que tiene algo de bufonesco y algo de desesperado.

En España, el sueño tiene una topografía reconocible. Arranca con las promesas que florecen tras la Transición y se deposita en nuestro tapiz cinematográfico arropado por las dudas y las incongruencias en piezas tan dispares como El diputado (Eloy de la Iglesia, 1978) o la opuesta Asignatura pendiente (Jose Luis Garci, 1977). El sueño tiembla y sabe de sus heridas. Algo parecido se intuía en los magistrales veinte minutos finales de El mundo que fue y el que es (Pablo Llorca, 2011), del que ya tuve ocasión de hablar en este espacio. Una parte importante del cine español escapó aterrorizada ante la idea de que el sueño se estaba descomponiendo y se cambió de chaqueta urgentemente para hablar de otros temas menos incómodos: carreras de tunning, historias de amor entre burgueses y niños lumpen chutados de esteroides, revisiones casi nostálgicas de la postguerra. Pero ahí se quedó Llorca, colgado de la telaraña triste del sueño. Llorca es un poco la araña de nuestro cine, siempre trabajando afanosamente en un rincón de la trastienda, cazando primorosamente las moscas ideológicas que parpadean, incrédulas, al otro lado de su objetivo.

Recoletos, arriba y abajo puede ser considerada, en justicia, un eco coherente de El mundo que fue y el que es. Ya plenamente asentado en su compromiso social, Llorca continúa depurando su propio estilo, alejándose voluntariamente de trucos manieristas para llegar al corazón de lo narrado, la suciedad, la imperfección. Hay algo en su interior que remite a la libertad formal de La espalda de Dios, pero también al compromiso histórico de La cicatriz. Sin embargo, me atrevería a afirmar que el director llega todavía más lejos y se sumerge con total radicalidad en el territorio del delirio.





Un delirio que tiene múltiples caras, extraños fantasmas que desfilan en cada una de las escenas: el pacto tácito de no agresión entre los resistentes de la derecha y la izquierda, la imposibilidad de comprender nuestra herencia más inmediata, las conexiones feudales que siguen repitiéndose entre empresa y enchufe familiar, los hijos de los antiguos revolucionarios que gastan las teclas de su Iphone. Podemos  darle muchas vueltas, pero Recoletos acierta en el centro de la diana al proponer una topografía de los disparaderos de nuestra crisis económica. Es el diario de a bordo de una manera de entender el Mercado, su adicción, sus representantes, sus deslices.

Cuando llega el delirio, el sujeto se descubre asfixiado bajo una tormenta de falsas ilusiones que acuden a su puerta. Habría que depurar todavía ese tópico que nos han intentado inocular –Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades-, para intentar localizar en otra dirección si las directrices de nuestro sueño no eran las correctas. En Recoletos, el protagonista hace ya muchos años que admitió el fracaso de sus buenas intenciones ideológicas y comprendió que había que acodarse en la sombra del suegro, el Self Made Man patrio que prostituyó a su hija a cambio de un nuerísimo capaz de seguir sus pasos y darle esa descendencia biológica que tanto merecía. Comparaciones monárquicas aparte, Llorca acierta al proponer con extremo rigor –un rigor tan seco que en ocasiones casi duele- la visita turística guiada por los bajos fondos del españolito medio, las olivas y el vermú de mediodía, los placeres de la carne y la falta de privacidad que con tanta alegría recibimos.

Y aun me gustaría añadir algo más. Habiendo seguido de cerca la filmografía del director, creo que en Recoletos se plantea la que quizá sea su mejor radiografía emocional. Las conexiones entre ideología y sentimientos –por otro lado, un binomio difícilmente escindible-, ya planeaba en la brechtiana La espalda de Dios y se levantaba con contundencia en lo que podríamos llamar su “primera etapa simbólica”. Sin embargo, en Recoletos por primera vez he creído intuir un retrato emocional redondo, coherente, lleno de aristas y de encuentros. Si bien podría parecer que parte de un lugar común –el títere del Capital que escapa de los oxidados lazos familiares en brazos de la vecinita de enfrente-, Llorca consigue lo más difícil: dar cuerpo y voz, personalidad, angustia y profundidad a lo que en otras manos no hubiera sido un tópico manido. Me gustaría decir que Llorca se equivoca, que su retrato no resulta realista, y sin embargo, su proyección me trajo recuerdos de historias conocidas, rostros que se perdieron, situaciones vividas, niños rotos con los que compartía pupitre en el colegio, miradas de otoño, palabras huecas. Y cómo acierta Llorca al narrar la escapada del fin de semana, el acto compulsivo de arrojar piedras ante la imposibilidad de ser el Hombre Total, ese museo de fracasos que se despliegan pacientemente en el film. En esta dirección, he notado una cercanía impúdica, molesta –pero también felizmente constituyente de la experiencia misma de la ficción-, como si los protagonistas fueran máscaras de rasgos cercanos, como si sus frases fueran fragmentos arrancados a una confesión a deshoras. Somos eso.





Y eso hace que Recoletos, arriba y abajo sea, definitivamente, una película triste. Quizá la más triste de Llorca.

Comprendo que el director decida –como había hecho en otros momentos de su filmografía- esbozar la posibilidad de una redención, de una huida hacia adelante, de un posible giro en la cadena histórica. Funciona y es coherente con el conjunto de su obra, algo así como un parpadeo merecido y bienvenido. Sin embargo, después de haber recorrido de su mano todo ese paisaje del terror patrio, no puedo evitar sentir  una cierta desazón, la imposibilidad de retornar otra vez del delirio al sueño, un sueño que implique otras coordenadas y otras definiciones. Pero eso es un debate que, convenientemente situado fuera del universo del relato, sólo podremos responder en los años venideros. Recoletos es, sin duda alguna, un buen lugar para empezar a encararlo.