LUIS GARCÍA BERLANGA
NOTAS Y FRAGMENTOS SOBRE UN HOMBRE INVISIBLE
POR IRENE DE LUCAS RAMÓN
La primera vez
que vi a Berlanga, rondaba los ochenta y cuatro años; yo no contaba más de
veintidós. Era el verano del 2005 y se había prestado a dar una suerte de master class en el marco de los cursos
de la UIMP de Santander; un taller de cinco días en el que, como anunciaba la
inconcreción del título, –El cine, mi vida, mi cine– gozaba de
libertad suficiente para hablar de lo que le viniera en gana, sin seguir una
hoja de ruta o nada que se pareciese remotamente a un programa. Huelga decir
que, como anarquista burgués independiente que era –partido que fundó en su día
con Bardem y que según relata llegó a tener treinta y dos miembros–, apenas
necesitó tres minutos para dinamitar la férrea organización que suele presidir
el Palacio de la Magadalena. Aquella mañana entró acompañado en la sala. Tenía
el pelo blanco y esa barba a lo Robinson Crusoe, un poco más domada que la que
todos le recordamos. Sus ojos eran más azules que en las fotos, más azules que
el cielo y el mar de Santander, tal vez sean los ojos más azules que he visto
jamás. Llevaba puestas unas gafas de montura metálica que se quitaba con cierta
asiduidad, a veces para acompañar una reflexión, otras porque le debían
molestar. Caminaba con dificultad. Se deshizo de su apoyo en cuanto pudo
alcanzar la mesa y sin más prolegómenos nos anunció con una sonrisa los cambios
que había rumiado para que el curso se adaptase a nuestras necesidades vitales
y no a la inversa.
Su plan era lo
más parecido a la ley en el viejo oeste. En lugar de dos sesiones, una matinal
y otra vespertina, sólo sería una; empezaría una hora más tarde, para poder
dormir un poco más y reposar el desayuno; se prolongaría una horas más –tengo
entendido que crearon un turno de más en el restaurante sólo para esperar a
nuestro grupo– y terminaría antes de comer; esto último ya no por comodidad
sino por cuestión de principios, ya que fiel a su carácter mediterráneo, para
él hacer la siesta era un derecho irrenunciable. En suma, pensaba hacer lo que
le viniese en gana y nos invitaba a hacer lo mismo, a preguntar, a interrumpir,
a definir el guión de los próximos días en función de cómo soplara el viento.
Por supuesto nos lo presentó como una propuesta, no estaba en su naturaleza
imponer, pero como han señalado varios de sus actores, su gran talento radicaba
en saber disfrazar su determinación de sugerencia, para que aquellos que
terminásemos por elegir su camino lo hiciéramos, no obstante, reconfortados por
la ilusión de que fue fruto de nuestra propia voluntad. Como no podía ser de
otra manera, a todos nos pareció razonable, si no óptimo, y una vez más el mago
Berlanga se salió con la suya. Dieron comienzo así a cinco días de carta blanca
que transcurrieron con la misma cautivadora libertad con la que empezaron.
Cinco días improvisados de confesiones azarosas, recuerdos inconexos y
anécdotas recurrentes en la que sería una de sus últimas actividades docentes,
ya que poco después su enfermedad le llevaría a refugiarse con más ahínco en su
anhelada soledad y tan sólo cinco años más tarde, le encontraría la
muerte.
Luis, la persona y el personaje
Si bien cinco
días de taller se revelaron insuficientes para conocer a una persona de la
singularidad de Luis García Berlanga, sí bastaron para reconocer las pequeñas
idiosincrasias, manías y vicios en torno a los cuales construyó su imagen de personaje público, la que
tan pronto utilizaba para presumir de anarquista libertario como de erotómano,
de fetichista o supersticioso sin remedio; todos aquellos secretos que a lo
largo de los años no le importó dar a conocer, probablemente porque no eran
secretos, porque sin grandes alardes, eso sí, pero siempre le gustó provocar. Y
su forma de provocar cuando no tenía una cámara consigo tendía
indefectiblemente a las discusiones de orden político o sexual, frecuentemente
aliñadas con sus preferencias personales dentro de las mismas. De alguna forma
consiguió colar en una conversación sobre Franco y la censura que su género
pornográfico preferido era el sadomasoquismo, confirmar su orgullosa pertenencia
a la colección de literatura erótica La
Sonrisa Vertical, enganchar con su devoción absoluta al fetichismo y
finalizar su intervención con un soliloquio en forma de oda improvisada a los zapatos
de aguja. Negó, no obstante y categóricamente, el intento de uno de los
asistentes por ligar sus dos pasiones al sugerir que su filme aparentemente más
fetichista, Tamaño natural (Luis
García Berlanga, 1973), era una disquisición sobre las turbaciones eróticas.
Berlanga no creía que su cine hable de erotismo ni cuando el filme lo
protagoniza una muñeca hinchable –que para ser exactos, de hinchable no tenía
nada, era una reproducción perfecta de una mujer de carne y hueso: “Aquella muñeca era la única de su clase, nos
la hicieron adrede y nos costó ocho millones y medio de la época. Me habría
salido mucho más barato pagar el sueldo de una actriz–. Para él Tamaño natural
es una reflexión sobre la sociedad, esa a la que Piccoli le saca la lengua, y
consideraba puramente anecdótico el elemento sexual, tan anecdótico como la
confesión que nos regaló acto seguido sobre La
escopeta nacional (Luis García Berlanga, 1978), en la que dijo mantener a
Bárbara Rey desnuda y atada a la cama mucho más tiempo del necesario para rodar
la escena, precisando que eso sí fue fruto de su fetichismo. Y luego, tras un
momento de pausa que parecía anticipar la imposibilidad de retomar el lejano
hilo temático del que nacieron sus divagaciones sado–fetichistas, nos
sorprendió con otra anécdota que esta vez sí conseguiría la cuadratura del
círculo: Franco, censura y erotismo, todo en uno: en innumerables ocasiones,
durante la dictadura, Berlanga pasó libros eróticos por la frontera diciendo
que eran para Nicolás Franco, cuya biblioteca erótica no tenía nada que
envidiar a la de Luis, si bien nunca mostró el mismo afán que este último en
pregonar sus aficiones lectoras.
Tamaño natural
Su exacerbada
superstición era otro de los rasgos de su personalidad que no le importaba
divulgar, probablemente porque, una vez más, lo consideraba puramente
anecdótico, pero además porque le servía de distracción, de señuelo; revelar
rasgos irrelevantes de su persona le ayudaba a mantener ocultas aquellas partes
de sí mismo que le interesaba preservar. Pero la ausencia de trascendencia de
su revelaciones en modo alguno implicaba una ausencia de veracidad,
especialmente en este caso. Como le define Carandell: “Es supersticioso, de los de tocar madera y tener un pequeño vocabulario
de palabras innombrables”. Berlanga era muy, muy supersticioso. Tanto que decía llevar siempre en el
bolsillo una bolita de madera “pero sin
pintar ni barnizar”; tanto que confesaba no haber pegado ojo la
noche que le metieron en la habitación de hotel que vio morir a Primo de
Rivera; tanto, que por miedo a futuras repercusiones kármicas sólo hizo trampa
dos veces en su vida, una para aprobar latín y otra para sacarse un carnet de
conducir por el que pagó treinta mil pesetas… Sus supersticiones dieron lugar a
todo tipo de anécdotas. Así, el genial guionista Paco Beltrán cuenta: “Una vez íbamos montados en un coche e hizo
parar al conductor para tocar la madera del poste. Recuerdo que le dije: ‘Ojalá
te electrocutes, por imbécil’.” Electrocuciones al margen, cierto es que
estas obsesiones personales no vinieron sin factura, algunas incluso tuvieron
repercusión directa en sus películas, siendo entre ellas la más conocida la
presencia de la palabra ‘austrohúngaro’ en todos y cada uno de sus filmes. Lo
que muchos críticos atribuyeron a una obsesión personal de Berlanga con el
imperio austrohúngaro, es más bien otro resultado de sus muchas supersticiones.
Recordaba Berlanga cómo, tras aparecer por vez primera en Esa pareja feliz, su ópera prima con Bardem, el imperio
austrohúngaro volvió a colarse en el guión de su segundo filme, ¡Bienvenido, Mr.Marshall! (Luis García
Berlanga, 1952), sin tan siquiera
percatarse. Sin embargo, lo que habría podido quedarse en una simple
coincidencia –o a lo sumo una huella inconsciente de su latente obsesión por la
pregunta que de niño le suspendería un examen de historia– pasaría a
convertirse en su palabra fetiche. No por voluntad según él, sino por
superstición. Porque cuando alguien le señaló la azarosa coincidencia no pudo
más que atribuir el éxito de ambos filmes y de su buena estrella con la
presencia de esta palabra amuleto. Desde aquel momento la palabra
‘austrohúngaro’ se ha infiltrado en absolutamente todas sus películas y en las
formas más diversas, a veces acompañada del Imperio, otras de idilios o
suspiros, frecuentemente oculta en diálogos absurdos o intrascendentes y
finalmente escrita en un muro de París–Tombuctú
(Luis García Berlanga, 1999). Sólo
una vez olvidó incluirla. Fue en el episodio que dirigió para el filme Las cuatro verdades (Luis García Berlanga,
Alessandro Blasetti, Hervé Bromberger, René Clair, 1962) y no advirtió el despiste hasta que el
rodaje de La muerte y el leñador ya
había finalizado y aún con todo encontró la forma de meterla en la escena final
mediante el doblaje. No fue pequeña gesta, pues el encuadre final cuenta sólo
con un muerto dentro de una caja, un burro que arrastraba el carromato con el
féretro y el conductor del mismo, pero el ingenio de Berlanga no conocía
límites, en la que sería la última frase del filme pronunciada por el único
actor vivo dentro del plano, éste resuelve azuzar al burro para que eche a
andar gritando “¡Arree,
Austrohúngarooo!”.
Bienvenido Mr. Marshall
Y es que de
todos los rumores y etiquetas que le colgaron a Berlanga, las únicas que no
estaba dispuesto a aceptar eran las de orden político. Ya en el primer día de
taller alguien aprovechó su invitación a plantear lo que nos viniera en gana
para preguntarle directamente y por enésima vez, si se afilió en algún momento
al movimiento comunista o anarquista español. Su no fue rotundo. A pesar de lo
que sugieren varios historiadores del cine, él siempre defendió no haber
militado en ninguno de los dos movimientos: “Yo me describo, y siempre lo he hecho, como libertario, nunca fui nada
más”. Según Berlanga, los rumores sólo responden a las amistades y círculos
artísticos que frecuentaba en su juventud, pero la extrapolación a su parecer
era totalmente absurda, pues sin ir más lejos recordaba haber mantenido una
tertulia en la que participaron dos falangistas, el pintor Zamorano y el poeta
Pepe Hierro, comunistas ambos, y el último alcalde valenciano antes de la
guerra, anarquista en este caso como también lo era el último integrante de la
tertulia, el futuro padre de la combativa publicación Ruedo Ibérico, Pepe Martínez. Y lo cierto es que el tiempo parece
darle la razón, pues tanto los testimonios de sus amigos cercanos como el
dudoso mérito de haber sido víctima simultáneamente de la censura franquista y
de la censura comercial impuesta por el clan comunista de UNINCI, apoyan su
ausencia de afiliación a ningún movimiento político ni tan siquiera en su
juventud. De hecho, ya su segundo filme, ¡Bienvenido,
Mr.Marshall, sería objeto de ambas censuras, mientras el Ministerio de
Información y Turismo aportó las tijeras –especialmente en el sueño erótico de
la maestra, cuando un equipo de rugby se echaba sobre ella y la violaba–,
UNINCI por su parte retrasó el rodaje para rodar antes Día tras día de Antonio del Amo, aduciendo que este filme era “más seguro”. Y lo que es más, Berlanga
nunca pudo hacer carrera dentro de UNINCI a pesar de sus fundadas esperanzas
tras el éxito internacional de ¡Bienvenido,
Mr.Marshall! en Cannes. El tiempo le reveló décadas después por qué: “En UNINCI fueron entrando Bardem, Gutiérrez
Maesso, Paco Rabal, Fernando Rey, en fin, toda la intelligentsia del cine de Madrid, y se convirtió en uno de
los núcleos culturales próximos al PCE. Se empezaron a proponer películas para
que las dirigiese Juan Antonio, y mis proyectos quedaban empantanados. Con el
tiempo se ha sabido, confesado por Ricardo Muñoz Suay, que hubo un deliberado
intento de que yo no hiciese cine. Creo que se me hizo una guarrada bastante
gorda. Jorge Semprún estaba también dentro de este tinglado. Fui algo así como
un compañero de viaje aparcado”.
Bienvenido Mr. Marshall
No. Berlanga nunca fue militante comunista; al margen de algún “coqueteo” con el anarquismo, en cuanto respecta al comunismo no tardó en entender que “no podía entrar en la vida en una organización con reglamentos”. Los intentos de sus amigos por convencerle toparon con su creatividad, que se sabía demasiado libre y singular, demasiado cínica para encorsetarse o adoctrinarse, como lo relata su amigo, el escritor Luis Carandell: “me cuenta que sus amigos se empeñaron en que militara en el partido comunista (entonces llamado “El Partido”).‘Me explicaron el marxismo con pizarra’, me dice. ‘Pero no hubo modo’. El entusiasmo casi juvenil que pone en sus cosas no le impide mirarlas siempre con un punto de irónico escepticismo. ¡No terminaba de creérselo! ‘Siempre he sido un poco ácrata’, dice.”. Y es que presuponer una intención de ocultar sus tendencias políticas, como también se hizo con Buñuel, en el caso de Berlanga es a todas luces un ejercicio fútil si consideramos lo abierto que ha sido en su posicionamiento político y en su crítica a todos los partidos y dictadores que han gobernado este país. Berlanga siempre fue un ácrata: “un buen culo es más relevante que todas las ideologías” decía. Así, tan pronto recuerda con una mezcla de indignación y orgullo haber sido calificado por el mismísimo Franco como “un mal español”; tan pronto se queja de tener que soportar vivir encima de la sede del PP en Madrid –no sin antes puntualizar que ellos llegaron después gracias a las tretas de Aznar– y no obstante celebra con un placer infantil el poder bajar a gritarles ¡cabrones! cada día sin excepción. Como Groucho Marx, Berlanga nunca hubiese pertenecido a un club que le admitiera como miembro. Berlanga tenía su propio partido, sus propias ideas, no aceptaba estructura alguna que no pudiera demoler e incendiar en el desayuno el día que le viniera en gana, como dice Pedro Beltrán: “Luis se define anarquista burgués independiente porque su partido empieza y acaba con él mismo”.
Hasta aquí lo
que todos sabemos, lo que nunca le importó contar y repetir y hasta aderezar si
estaba de humor. Hasta aquí la imagen de personaje público que con sus
declaraciones, entrevistas, talleres y discursos ayudó a construir. Pero
también merece un pequeño epígrafe lo oculto, lo que nunca le interesó revelar,
los rasgos y partes de Berlanga que sólo podemos descubrir por las confidencias
azarosas que deslizó inconscientemente en conversaciones o secretos que
revelaron sus amigos íntimos. Lo que pocos saben de Berlanga, pero sabía
Beltrán, es que “Es, también, tímido, muy
tímido. Cuando tiene arranques violentos, como todo tímido, es por timidez.”, y
que “Ni bebe ni fuma. Es muy aprensivo,
siempre cree que padece una enfermedad grave”. Lo que pocos saben de
Berlanga, pero sí sabía Carandell, es que “Llena
su soledad de manías y también de miedos” y que “Tiene miedo a los aviones y a los ascensores, y no puede ver a los
caballos. Le tocó hacer la guerra con un caballo, su guerra, cuando se alistó
en la División Azul por ver si de esta forma sacaba de la cárcel a su padre,
que había sido diputado en las Cortes de la República.”. Pero ante todo, lo que pocos saben de
Berlanga, pero sí sabían sus amistades y todos los que tuvimos la fortuna de
compartir unos días de su vida con él, es que era un farsante. Lo era porque
sistemáticamente le gustaba decir y aparentar lo que no era, y no sólo por el
placer de jugar al despiste, que también, sino para guardar siempre las riendas
y proteger sus secretos. Como cuenta Pedro Beltrán “Es un hombre muy singular, muy culto y muy inteligente. Juega al
despiste pero no se le escapa nada. Tiene un memorión terrible. Cuando dice que
no se acuerda de algo, en realidad se acuerda de todo. Es muy cazurro. Por
ejemplo, él te consulta una cosa y tú se la dices. Si le gusta, se hace el loco
pero la coge. Pero si no le gusta no la pone ni en broma. Luis tiene una lidia
muy difícil porque es muy escurridizo. Jamás pierde los nervios, cuando parece
que los pierde está interpretando.”
Berlanga era un
director al que le gustaba ser actor lejos de las cámaras, interpretar su
imagen pública, el personaje que creó para sí mismo era digno de protagonizar
cualquiera de sus filmes, y lo fue perfilando, enriqueciendo y mejorando con
los años. Cuando yo lo conocí su personaje era el de un anciano director de
cine, desmemoriado y algo megalómano, fetichista y erotómano, un ácrata que
disfrazaba de cinismo sus decepciones –o frustraciones– y de sobredimensionada
modestia su incomparable talento como director de actores, si bien valoraba en
su justa medida sus contribuciones al cine español; un hombre algo desaliñado
por momentos, solitario, cuya lista de enemigos mortales la encabezaban las
navidades y los DVDs y que en treinta años sólo había vuelto a una sala de cine
para ver Torrente –pues “en su primera parte es lo mejor que se ha
hecho en España sobre el miserabilismo que hay en este país”. Pero de esta
imagen hay que creerse la mitad, o tal vez menos. No en vano apunta Beltrán que
a pesar de las apariencias “Es un hombre
que siempre va bien vestido; su desaliño es sólo aparente e incuso estudiado”,
y también el que fuera su estudiante,
Antonio Drove, señala que “De Berlanga me
han divertido siempre varias cosas. La primera es que es un farsante como una
copa de un pino. Él dice, por ejemplo, que no entiende de técnica
cinematográfica, pero es un gran técnico. Una muestra de ello es el dominio que
tiene de los planos secuencia”. Como también decía que la palabra
‘austrohúngaro’ no era más que un amuleto, cuando a nadie se le escapa que
servía deliberadamente como contrapunto cómico en sus diálogos, como toque de
humor que aligeraba el componente dramático de sus, en el fondo, durísimos
argumentos narrativos, especialmente en su primera decena de filmes –sin
mencionar el rendimiento publicitario que le sacó, dada la expectación que
generaba en el público con cada estreno cazar la palabra mágica–. Como también
dijo, en el transcurso de una conferencia de prensa que cerró nuestro taller,
no haberse autocensurado nunca, sin importarle que tan sólo tres días antes nos
contara en petit comité cómo tuvo que autocensurarse varias
referencias al OPUS en La escopeta nacional,
incluyendo “una escena en la que un
personaje se limpiaba el culo con una hoja del OPUS Dei”. Anécdota ésta que
me hace pensar que, con todo, el Berlanga más hardcore se quedó en el tintero… y en las tijeras. Pero también que
era tan complejo, tan contradictorio, tan inabarcable, que buena parte de sus
dimensiones, y ahora hablo de la persona pero sobre todo del director, también
se quedaron sin descubrir. Pues, si bien abrazaba todo lo que sonara a libertad
y trasgresión –y si podía añadir sexo a la mezcla o en su defecto, como buen
valenciano, algún elemento de orden escatológico, mejor que mejor– Berlanga, no
exploró todas sus facetas cinematográficas, de la misma forma que nunca reveló
todas las dimensiones de su personalidad; se guardó un as en la manga que nunca
se atrevió o nunca vio conveniente jugar... lástima.
En una reflexión
sobre el cine y la personalidad de Berlanga cuenta José Luis Borau que “En ese arco que nace al calor del
neorrealismo, de Tati y de Mihura, para cerrarse, por el momento, con Azcona y
un cierto desenfreno fallero, falta aún, a mi juicio, un costado, un segmento,
sin los cuales el retrato que del autor nos proporciona su filmografía ha de
considerarse infiel. Quien conozca medianamente a Luis, echa en falta en sus
películas algo –yo diría bastante– de su personalidad. El hombre no es tan poco
romántico, tan caricaturesco, ni siquiera tan popular –entiendo este concepto
en sentido dudoso, que también lo tiene– como parecen indicar su obras. Hay
también un Berlanga íntimo, culto, sofisticado, que me atrevería a calificar de
europeo (…) Un Berlanga que apunta curiosamente, en algunas de sus películas
menos aplaudidas, como pueden ser La boutique o Tamaño natural (…)
Convencido de ello, convencido igualmente de que Luis no es tan vago, ni tan
anarquista, ni tan erotómano como él mismo ha dado en calificarse sucesivamente
en un largo intento de ‘desmarcaje’, y seguro, en cambio, de que guarda una
buena baza, le propuse hace un par de años rodar algo juntos (...) Pero había
llegado tarde. Al cabo de uno de sus períodos de forzada inactividad, Luis
acababa de comprometerse otra vez con Azcona para un nuevo filme, el que habría
de llamarse Moros y Cristianos. Tras
la mala noticia –mala para mí, se entiende– Luis hizo una pausa, me miró,
vacilante: ‘Sí, yo también he pensado a veces que el éxito de Bienvenido… me empujó por un camino que antes, cuando
ingresé en el IIEC, por ejemplo, ni yo mismo habría podido prever’. No ha
habido ocasión de insistir en el asunto, ni creo que se presente ya (…) Pero
guardo, y guardaré siempre la certeza de que, con tantas películas y tantos
éxitos, Berlanga sigue, en buena medida, inédito aún”.
Moros y cristianos
Sirva como
prueba de lo que defiende Borau ese extraño accidente mediterráneo que es Calabuch (Luis García Berlanga, 1956). en una filmografía integrada por
películas de un corte temático y estilístico similar, especialmente desde que
empezó su idilio con Azcona. Y no obstante, sin alcanzar el rango de obra
maestra, como El verdugo (Luis García
Berlanga, 1963). o Plácido (Luis García Berlanga, 1961),
por insólita Calabuch es importante.
No sólo es uno de los filmes más atípicos, anticipatorios y bellos del director; además revela mucho sobre la persona que era Luis, en primer lugar, sobre su carácter valenciano;
porque Berlanga era muy valenciano, y siendo yo misma valenciana, puedo dar fe
de ello. Entre otras cosas, porque cada navidad regalaba naranjas a sus
amistades y compromisos, pero también, como relata Beltrán, porque “A la hora de comer paella, como buen
valenciano, es muy ortodoxo, se quita las gafas y examina si el grano está
suelto o no. Dice que la verdadera paella se hace con lo que está alrededor de
la barraca del hortelano, y, por lo tanto no tiene por qué llevar pescado”. Sin
embargo, más allá de los rasgos levantinos de su carácter, Calabuch es un testimonio de su alma mediterránea, habla sobre su
forma de entender la vida, de vivir, de manera muy mediterránea, es decir, sin
sentido trágico de la vida. Dice Berlanga sobre este filme que “Es una película muy valenciana, pero que, en
su origen, no nace de mí. Nace de una situación forzada por un productor que me
obliga a trabajar sobre guiones e ideas que no eran mías. Después sí, la
ubicación en el mediterráneo fue una decisión propia y el transplante que hago
de la historia hacia esa mediterraneidad
y aquel mundo que figura en la película como importante, el de la
fiesta, los fuegos artificiales, el mundo lúdico mediterráneo, todo eso sí que
es aportación mía”.
Jugar a trazar
paralelismos entre el personaje principal de este filme y su director es
todavía más fácil si consideramos que la primeras vocaciones de Berlanga fueron
la de arquitecto y pintor, pero pecaríamos de comedidos, ya que Calabuig –así, con el nombre escrito en valenciano como él quería originalmente–
no sólo habla de quién era Berlanga, sino que ofrece un decálogo de las
reivindicaciones ‘berlanguianas’ que subyacen a los diferentes argumentos de
todos y cada uno de sus filmes, como señala Javier Martín Roig: “toda una relación de derechos fundamentales
‘berlanguianos’: libertad, tranquilidad, el placer de disfrutar con lo que se
hace y de vivir en armonía con la naturaleza”. Y es que Calabuch, sin ser la película que mejor
refleja el talento de Berlanga como director, si es la que mejor revela quién
era Luis como persona, qué deseaba, en qué creía, o en palabras de Javier
Martín Roig “el contorno de su geografía
vital”, aquella que Berlanga dibujara en sus declaraciones al reflexionar
sobre el filme: “Hay un personaje, el
pintor de Calabuch, que quizás
responda a como yo quisiera vivir y trabajar. Haciendo mis ‘eses’ –películas,
por ejemplo– lentamente y a gusto, con tiempo para pararme a meditar o para no
hacer nada, que es también un método de autocriticarse; perezoso, lento,
mediterráneo, pero enamorado de mi profesión y de todo aquel paisaje que
justifique el esfuerzo de ‘mirarlo’.”. Creo que éste y no otro era el
verdadero Luis, la persona.
Calabuch
Berlanga, el director
La vocación de
Berlanga nació como espectador en una sala del cine Rialto, pero curiosamente
ésta no fue fruto de la fascinación, sino del desconcierto. Cuenta así que fue
a ver una versión de El Quijote y le
pareció tan nefasta que “a eso de la
mitad decidí que tenía que dedicarme al cine para hacerlo mucho mejor”. Y
si de aquel filme aprendió lo que no quería hacer en su cine, en Ser o no Ser (Ernest Lubitsch, To Be or Not To Be, 1942) y años después en El apartamento (Billy Wilder ,
The Apartment, 1960) –sus dos filmes preferidos– encontró el deleite cinematográfico. Sin embargo, si bien las
huellas estilísticas de Lubitsch y Wilder pueden rastrearse en el ritmo de sus
filmes así como en muchos de sus diálogos, son tan sólo los primeros de una
larga lista de influencias que abarca desde Capra, René Clair o el De Sica pero–neorrealista,
hasta Prévert, Mackendrick, Sturges, C.Crichton, Cornelius o el Tati de los
inicios, sin olvidar el cine cómico mudo americano, especialmente el de Chaplin
y por supuesto el estrecho parentesco que guardará con buena parte del cine
italiano –Antonioni, Sabattini, Totó, Fellini, Monicelli, Comencini, Dino Risi…–
con especial admiración por el cine de su coetáneo italiano Marco Ferreri
–quien sufre el impacto posterior de los planteamientos realistas de la
postguerra, muy acusados en Italia– cuyo epicentro no es otro que la crisis del
hombre contemporáneo. Ya en la actualidad, nos decía, el cine de Robert Altman
es el que sentía tener más puntos en común con el suyo.
Decía haber
cambiado mucho como director desde su primera aventura con Bardem, recién
salidos del IEEC, cuando éste le definía como “fanfarrón negativo”. Al principio de su carrera hacía lo que
gustaba llamar guiones de hierro,
guiones técnicos exhaustivos donde, para cada plano del filme, definía la
altura del trípode en centímetros, los movimientos de cámara en grados, el
ángulo del encuadre, los objetivos y hasta sus aperturas, para luego toparse
con la realidad del oficio en el rodaje de Esa
pareja feliz (Juan Antonio Bardem, Luis García Berlanga, 1951), en la que él se ocupaba de dirigir al
equipo técnico. Recuerda haberse
acercado al eléctrico para explicarle el desarrollo de la escena y cómo tenían
que fijar el trípode acorde a una altura y un ángulo determinado, “y después de diez minutos, el eléctrico,
que no entendía nada de lo que yo le estaba diciendo, acabó gritándome: ‘¿Qué
si quiere el trípode ALTO o BAJO?!’”. Siempre he pensado que esta anécdota,
extrapolando su esencia, tanto en su revelación temática como en su forma, le
inspiró la situación cómica berlanguiana por excelencia, aquella que con gran
dosis de humor confronta de forma agridulce las aspiraciones de grandeza de los
individuos con el patetismo populista de la realidad española de los 50, una
sociedad de posguerra que se subía al tren del desarrollismo sólo para
demostrar sus grandes carencias y la pobreza de sus aspiraciones… En cualquier
caso, como decía el propio Berlanga, no sin cierta melancolía, aquella era una
época distinta, también para el cine, por aquél entonces uno preguntaba “¿Cómo está tu cruz de malta? Yo la tengo
jodida” y rechazaba invitaciones diciendo “No puedo ir, estoy positivando”. Por otro lado, este vocabulario
también se perdió con los años, quizás tras innumerables experiencias como la
de Berlanga; ahora un estudiante de cine con suerte sabrá que la cruz de malta
es una insignia octogonal.
Esa pareja feliz
La predilección
de Berlanga por el cine coral nos llevó a discutir sobre la dirección de actores,
aquellos inmejorables repartos y sus formidables actuaciones en todos y cada
uno de sus filmes, ya no de los actores protagonistas sino muy especialmente de
los secundarios. Sostiene Berlanga que todo fue cuestión de suerte y de
mentalidad: “Tuve la suerte de coincidir con una generación excepcional de actores
que estaban dispuestos a trabajar en papeles secundarios sin pensar que ello
les desmerecía en ningún sentido”. Creo que es uno de los apuntes más
perceptivos que compartió con nosotros en aquellos cinco días. La imposibilidad
de encontrar actores veteranos, actores con recorrido dispuestos a aceptar
papeles secundarios, sepultó para siempre el cine coral en este país, y con ello
la supervivencia del legado de Berlanga, su singular estilo fílmico.
Eso sí, una vez
dispuestos a aceptar papeles pequeños, a la hora de atribuir méritos por sus
soberbias actuaciones Berlanga, los rechazaba todos: “No es que yo fuese buen director de actores. Yo no hacía nada, eran
ellos. Apenas les daba indicaciones ellos ya sabían qué hacer y lo que a mi me
gustaba, lo que quería de cada personaje”. Sin duda ayudaba en este proceso
el que poco a poco formase una trouppe
de actores predilectos que conocían sus gustos y manías al dedillo, pero
también el que, con los años y cada vez más, escribiese diálogos y personajes a
medida, con un actor concreto en mente: “Decíamos:
‘¡Este criado tiene que ser un Ciges!’, pero lo más importante es que luego
tuviesen la libertad para adaptarlo a su estilo, nunca escribí indicaciones de
vocalización o gestos, ni siquiera gags, los diálogos sólo pretendían
transmitirles el contenido”. Insistía en que siempre le había gustado dar
libertad y espacio a todos los integrantes del equipo, que tuviesen autonomía
para desarrollar sus propias capacidades, los testimonios de varios de sus
actores preferidos lo corroboran. José Luis Coll sostiene que “trabajar con Berlanga desde el punto
estrictamente profesional, es una delicia, puesto que, una vez elegido
físicamente el personaje, te da plena libertad de interpretación. Berlanga sabe
de antemano cómo lo va a hacer aquel que fue elegido, tras un ligero cambio de
pareceres acerca del personaje en cuestión. Nunca es déspota ni impone su
autoridad de director indiscutible e inconvencible. Jamás pierde la autoridad,
como tampoco la compostura o el ‘savoir faire’. Más que ordenar, aconseja,
sugiere, para, de esta manera, hacer en definitiva, lo que él mismo ya tenía en
mente”.
De toda esa
libertad que les daba a sus actores nacía la frescura de sus diálogos, la
naturalidad de sus interpretaciones e incluso la genialidad de los gags en sus
filmes, gran parte de los cuales, según nos confesó Berlanga, no fueron de su
propia cosecha sino fruto de la improvisación de sus mejores actores durante el
rodaje : “En El verdugo, el gag en el que Jose Luis López Vázquez le
mide el cráneo al niño, ese no estaba en el guión.. José Luis estaba jugando
con el metro y la cabeza del niño mientras esperaba para rodar una secuencia y
nos pareció una idea cojonuda, y al rodar la secuencia lo incluimos con esa
línea de diálogo de su mujer: ‘¡Que te digo que es normal!! Que lo de mi padre
no es hereditario’. Ese para mi es uno de los mejores gags de todas mis
películas”. También en ese mismo filme pero en la escena del muro blanco –como le gustaba llamarla– previa a la
ejecución “se le cae el sombrero mientras
le arrastran , y cuando ya no queda nadie el guardia vuelve a recogerlo, esto
no estaba planeado, fue fruto de la casualidad y de la improvisación del actor
que volvió a por él, pero me gustó y lo dejé”. Apuntar que Berlanga nos
relató cómo la productora le presionó para que abandonase la idea de este
plano, pues el coste que implicaba construir un muro de tales dimensiones para
un solo plano era desmesurado, pero la importancia de este plano para Berlanga
era capital, y no cedió, porque resumía en un plano la esencia del argumento y
del filme, porque fue el primer plano de la película que existió en su mente:
un gran espacio blanco e indefinido, un plano general picado en el que el
condenado y el verdugo parecen confundirse, en el que ambos son la víctima, la
misma persona.
El verdugo
En efecto, para
Berlanga la mayoría de sus actores, ante todo : “Eran grandes improvisadores, especialmente Ciges y Escobar, que
sugerían y aportaban muchas cosas. Sabían sacar las secuencias incluso si
olvidaban el texto o no se seguían estrictamente las líneas del guión… no todos
los actores saben hacerlo, recuerdo que un actor me estropeó un plano secuencia
de doce minutos quedándose callado ¡sólo porque no le dieron el pie exacto para
decir su línea! (…) Luego estaba Saza, que nunca pudo sugerir ni improvisar
nada pero que actuaba diciendo hasta las comas del guión, él se aprendía los
diálogos con perfección matemática”. Precisamente José Sazatoril –o ‘Saza’–,
contrariamente a lo que decía Berlanga, sostiene categóricamente que la mayor
parte de improvisaciones durante el rodaje de El verdugo eran fruto del ingenio del Berlanga, si bien confirma la
parte de su discurso que a él le atañe: “D.
Luis García Berlanga es esa clase de director que sabe lo que quiere cuando va
a rodar, y por supuesto, mucho antes: pero además tiene una cosa… que yo le
llamo ‘inspiración’. De la misma forma que crea esos maravillosos Planos–Secuencia,
gran especialidad suya y no superados por nadie, también crea sobre la marcha
situaciones y diálogos muy graciosos, y muchas veces, por no decir ¡siempre!,
casi más inspiradas y con más efecto que lo pensado y perfilado sobre su mesa
de trabajo. En aquel momento la ‘Inspiración’ apareció y se le ocurrieron unas
cuantas cosas verdaderamente geniales, lo reconocí y lo reconozco, y con esa
seguridad que Dios le ha dado, puso manos a la obra cambiando unos diálogos.
Quiero hacer constar que yo –y puedo presumir de ello, y presumo– soy el zoquete
más grande que se pueda imaginar cuando se producen esos casos. ¡Soy incapaz de
superarlo!.” A modo de curiosidad, señalar que el propio Berlanga aparece
en El Verdugo en el plano del barco
en la secuencia final –en sus propias palabras: “me convirtieron en extra a la fuerza”– y que la presencia del grupo
de jóvenes bailando twist en el plano
final del filme no fue más que una feliz coincidencia que Berlanga celebraba,
pues en la vida “siempre hay gente pija
que no se entera de nada”.
A nadie se le escapa
que Berlanga tuvo la suerte de coincidir con la que indiscutiblemente ha sido
la mejor generación de actores que ha dado este país, pero contrariamente a lo
que él defendía, gran parte del mérito también fue suyo. Berlanga no sólo tuvo
el acierto de juntarlos en sus filmes, sino que también supo dotarles de peso
específico y protagonismo con sus argumentos corales, supo regalarles planos
secuencia infinitos donde podían hablar simultáneamente, interrumpirse sin
cesar y desplazarse a su aire, supo darles libertad para no encorsetarlos y
confiar en sus dotes de improvisación para mejorar sus, ya de por sí,
magníficos diálogos. Con gran acierto, Antonio Ferrandis defiende que “Luis dice que él no es director de actores,
pero yo no estoy de acuerdo. Él suele decir ‘a ver qué se te ocurre, que para
eso eres actor’. Y uno se suelta y está abierto, está espontáneo y enriquece
todo lo que puede el personaje. Cuando crees que lo estás haciendo muy bien
escuchas una voz muy amable que te dice: ‘no está mal, pero verás…’ y te lleva
por el camino que él quiere. Aprovecha del actor todo su ingenio y coge lo que
le da la gana para la película. Y eso, es ser un director de actores. Los
actores lo hacemos muy mal si nos ponen corsé. Hay que dejarnos sueltos y,
muchas veces, nos pasamos y ahí está Berlanga para decir ‘esto no’, y para
aprovechar, incluso, alguna cosa de actuaciones pasadas, porque le hace falta a
la comedia. Es decir, el que de verdad dirige, lo se llama dirigir, no
encorsetar, en este país se llama Berlanga”.
El verdugo
Sobre la forma
de dirigir de Berlanga y en concreto sobre su libertad para la improvisación,
decía Ciges que: “Berlanga no va de
director. Va de no decirte nunca que has estado bien. Te partes un pie, pasa a
tu lado y ni te pregunta. Pero te deja improvisar. Siempre que sepas las
palabras claves berlanguianas, astrolabio, austrohúngaro y rotoprint, puedes
meter tu chorrada”. Así es, Berlanga les daba a sus actores toda la
libertad del mundo porque sabía que ellos siempre acabarían haciendo lo que él quería,
porque como señalan todos los que trabajaron con Berlanga, y tomando prestadas
las palabras de Beltrán, “Luis dirige en
estado de tonto angelical”, pero no tenía un pelo de tonto, por lo que
siempre conseguía lo que quería. Como cuenta Jose Luis López Vázquez: “Durante el rodaje es incansable. A los
actores les da bastante margen de improvisación pero porque los conoce y sabe
exactamente lo que éstos le pueden ofrecer. De ahí que siempre repita con los
mismos. Luis es un permanente insatisfecho. Nunca da por bueno lo que hace,
siempre está buscando la forma de mejorarlo.”. Testimonio que coincide con
el de otro de sus actores fetiche, Manuel Aleixandre: “Luis es un hombre muy extraño, muy complicado, nada sencillo. Su propia
inquietud, su propia personalidad, su búsqueda continua le convierten en una
persona especial. Unas veces no exige nada, te deja hacer y observa qué va
saliendo de ahí. Otras veces se pone muy pesado para que salga lo que él
quiere. Para el actor es enriquecedor porque por un lado exige mucho y por otro
te da la libertad por si de ti sale algo y se da el milagro que a él le gusta
que se dé. Tiene un buen gusto para saber lo que es bueno y lo que no. Es algo
que no lo he visto en ningún otro director. Cuando él dice que una toma está
bien, cosa que no sé si lo ha dicho alguna vez, es que ha quedado bien seguro”.
Cuando no
conseguía lo que quería, repetía. Repetía y repetía, a veces hasta exasperar al
actor, otras arriesgando incluso su integridad física. Sobre Plácido, recuerda Manuel Aleixandre “el día en el que rodamos el plano en que yo
recogía carbón junto a la vía del tren. Yo debía saltar de la vía en el preciso
momento en el que el tren se me echaba encima. Dado que Luis siempre rueda al
límite, la toma se repitió seis o siete veces. Como no me fiaba de Luis, le
pedí al maquillador que para salvar mi pellejo me dijese ‘Manolo’ en el momento
que considerara oportuno. En la toma 7 vino el tren, salté y éste me llevó de
las manos una botella que estaba bebiendo. Tras el susto le dije a Luis que me
negaba a repetir de nuevo la toma”. Si por Berlanga hubiese sido,
probablemente la hubiera repetido unas cuantas veces más. Y es que el que fuera
guionista de Calabuch y colaborador
en Esa pareja feliz, Bienvenido Mister Marshalll o Plácido, Florentino Soria, asegura que “Berlanga repite hasta lo indecible las
tomas, cinco, diez, quince veces, incluso las buenas. En el doblaje las
repeticiones pueden llegar a la centena, lo cual es muy difícil para el actor,
porque a veces el gesto no responde y los diálogos nuevos no encajan. A la hora
de doblar con él tiemblo”.
Plácido
La relación de
Berlanga con el doblaje daría para un libro entero. Pero si tengo que escoger,
creo que el aspecto más relevante es explicar por qué Berlanga doblaba todos y
cada uno de sus filmes, ya que a su vez es muy revelador del carácter de
Berlanga como director. Dos son las razones principales que explican su
obsesión por el doblaje, incluso cuando ya no era un práctica necesaria o
extendida en el cine español. La primera es intrínseca a su cine, más
concretamente, a la naturaleza coral del mismo, pues el ritmo frenético de sus
diálogos implicaba un grado de complejidad en la banda sonora que requería de
una precisión matemática sólo viable en la postproducción : “Luis es bastante partidario del doblaje.
Creo que siendo sus películas corales e intentando que se oiga hablar y se
entienda a todos los actores que hablaban a la vez, es la única solución, lo
que ocurre es que ello demora bastante la duración del doblaje al tenerlo que
grabar a veces en bandas separadas cada actor, por estar en términos distintos
y así evitar que unos tapen la voz de otros. Luego todas las bandas de
magnético se mezclan a una sola”. Este aspecto técnico de su cine, que
describe el que fue su montador, José Luis Matesanz, es capital a la hora de
explicar la falta de proyección y la ausencia total de distribución del cine de
Berlanga más allá de nuestras fronteras. ¿Cómo entender si no que la
filmografía del que sin duda es uno de los referentes cinematográficos de este
país no haya trascendido internacionalmente a pesar de que Bienvenido Mr.Marshall ganara el Premio Internacional de Cannes, Plácido fuese nominada para los Oscars o
El verdugo fuese nominado al León de
Oro y ganara entre otros el premio FIPRESCI en Venecia? Berlanga lo tenía muy
claro :“el problema es que mis películas
tienen una verborrea continua”, recordaba la proyección de uno de sus
filmes con traducción simultánea en Moscú en la cual la traductora al ruso se
desmayó cuando apenas habían trascurrido quince minutos. Dejando a un lado el
grado de suma ignorancia y estupidez necesarios para dar con tan absurda
ocurrencia –un filme de Berlanga en traducción simultánea– lo cierto es que el
cine de Berlanga es difícilmente adaptable a otro lengua, peculiaridades
idiomáticas y culturales a un lado –y esto ya es un gran pero– lo es por
cuestiones meramente técnicas. Las distribuidoras nunca estuvieron dispuestas a
reproducir las dificultades del proceso de doblaje de sus filmes para otros
idiomas, y la opción de subtitularlos simplemente no es factible; de hecho, en
un cálculo rápido, si consideramos que en una escena de Plácido hay hasta ocho actores hablando al mismo tiempo,
entrecortándose y cruzándose a ritmo vertiginoso, se requerirían ocho colores
distintos de subtítulos y todo el espacio del encuadre para conseguir una
cadencia aceptable de los subtítulos. Tal vez este obstáculo, infranqueable en
su cine posterior, podría ser superado en los filmes de sus inicios, pero a día
de hoy tristemente nadie lo ha creído conveniente, o, por decirlo claro,
rentable.
La segunda razón
a abordar, si bien exenta de consecuencias, es especialmente reveladora del
carácter de Berlanga como creador. Contaba Luis Escobar : “Siempre digo que Luis escribe siempre tres guiones: uno con Azcona,
otro mientras rueda y el tercero mientras hace el doblaje. Constantemente está
añadiendo cosas. Le gusta tanto su arte que nunca daría por terminada una
película suya. Es muy elocuente el gesto de desesperación cuando tiene que dar
por terminada una secuencia. Si por él fuera, la seguiría rodando
eternamente.”. A falta de poder hacerlo eternamente, continuar rodando
durante el doblaje debió parecerle el mínimo aceptable. Nos contaba Berlanga
que él nunca volvía a ver sus películas una vez terminadas porque le daba una
rabia terrible no poderlas alterar, y sostenía que incluso en los festivales
había hecho del hábito de salir de la sala antes de la proyección un principio
inviolable, que como toda buena regla sólo tenía una excepción. Fue en la gala
de homenaje con motivo del 45 aniversario de Bienvenido, Mr.Marshall –homenajes que de entrada ya no le gustaban
a Berlanga porque, como le decía a su amigo Antonio Gómez Rufo, “huelen a esquela–”. Allí, atrapado en el
centro de una fila, “a medio camino entre
el cielo y el infierno”, pues a su izquierda tenía al entonces presidente
de la Academia y amigo, José Luis Borau, y a su derecha a la entonces ministra
de cultura, Esperanza Aguirre, “me di
cuenta de que esta vez no me podría librar… se apagó la luz y tuve que
tragármela entera”. Y no es que no le gustase, le gustó, le pareció que la
primera mitad estaba muy conseguida, no así la mitad de los sueños, que, a
pesar de ser para muchos –entre los que no me incluyo– la mejor parte del
filme, por aquel 1997 Berlanga la hubiese suprimido sin dudarlo, pues según él
“la película mejora sin ella”. Esta
pequeña anécdota sirve para ilustrar que, si para todo artista y creador la
inmutabilidad de su obra siempre será un suplicio insoportable, en el caso de
Berlanga lo era mucho más. Y tal vez por ello nunca aceptó una máxima que el
resto de directores respetan como si estuviese grabada en piedra: lo que se
rueda es definitivo, no se altera en postproducción salvo desastre inesperado y
desde luego no para cambiar el diálogo o jugar con la sagrada sincronía de
imagen y sonido. Pero una vez más, Berlanga nunca creyó en someterse a reglas o
dictados de ningún tipo, ni siquiera los cinematográficos, y se reservaba el
derecho de modificarlo todo hasta el final. José Luis Matesanz explica que “También creo que a Luis le gusta doblar sus
películas porque, debido a su gran ingenio, constantemente se le ocurren nuevos
diálogos en la sala de doblaje, que trata de ‘encajar’ en la boca de los
actores a veces ante la sorpresa de estos que no ven la manera de que la nueva
frase le dé la medida de sus labios en la pantalla. Yo, a veces, así se lo digo
cuando veo que no encaja pero Luis trata de convencernos a los actores y a mí
de que lo que realmente importa al público es el diálogo, no los labios. Puede
que tenga razón”.
Plácido
La tenía, sus
películas siempre funcionaron más allá de los errores de sincronía –que
personalmente, antes de saber esto siempre atribuí a problemas técnicos–, pero
también le pasó factura entre la crítica de este país, la de cargar, por
extrapolación, con la etiqueta de un cine descuidado, de factura visual pobre y
técnica simplista. Nada más alejado de la realidad… a fin de cuentas, nadie es profeta en su tierra.
Entre la ficción y la realidad, el absurdo en la vida de Berlanga
“Mediterráneo transplantado a la meseta,
madrileño a duras penas, submarinista de la soledad, maniático, medroso,
atrevido, discreto, descocado, irónico, divertido, desconcertado,
desconcertante, ingenuo, malicioso, frugal, opulento, inesperado, Luis García
Berlanga es, ¿cómo lo diría yo? Es la mejor película de Berlanga que nunca vi.”.
Esta descripción de Luis Carandell, su frase final concretamente, me llevó
a reflexionar sobre los puntos de encuentro entre la vida y el cine de
Berlanga; porque si algo tuvieron en común las anécdotas personales que
compartió con nosotros en aquellos días, es que todas y cada una de ellas
parecían escritas por él, salidas directamente de uno de sus guiones. Hasta el
punto que uno se pregunta: ¿Qué fue berlanguiano antes, su vida o su cine?
La presencia del
absurdo en la vida de Berlanga es un hecho, pero también la de ese tufo a
patetismo nacional, semianalfabeto y pícaro, irreverente y esperpéntico, que
también es inherente a su cine. En otras palabras, la vida de Berlanga fue tan
berlanguiana como su cine, o quizás más, y puede que incluso antes... La prueba
de ello es que algunas de sus mejores escenas cómicas están directamente
inspiradas en hechos reales de su vida. Un tío de Berlanga está en el origen de
esa sublime escena de Plácido en la
que intentan casar al pobre moribundo, contra su voluntad, para evitar que
muera en pecado. Y como ya mencionó otras veces, es su propia boda la que
recreará en El verdugo: “Mi
boda fue igual que la de la película, no exagero nada. Tal y como entramos los
monaguillos empezaron a quitar toda la decoración de la boda ricachona de antes
porque nosotros no lo habíamos pagado, así que quitaron las flores y apagaron
los cirios… Recuerdo que cuando el monaguillo fue a quitar una última guirnalda
que se había olvidado, mi hermano se enfadó tanto que le pegó...”.
Transposiciones
literales al margen, dejando la ficción y volviendo a la vida real, durante el
rodaje de sus filmes Berlanga fue víctima constante de situaciones absurdas y
esperpénticas dignas de su genio inventivo; el absurdo berlanguiano perseguía a
Berlanga allí donde fuera. Hay anécdotas de todos los colores y para todas sus
películas. Empezando por su primer filme, pues Esa pareja feliz se rodó gracias al esfuerzo económico de Bardem y
Berlanga, que invirtieron casi todo su dinero en la productora Industrias
Cinematográficas Altamira, pero también y muy especialmente gracias a una
donación de trescientas mil pesetas, muestra de agradecimiento de un buen
hombre al que por aquella época un miembro de la productora salvó de morir
ahogado. En Bienvenido Mr.Marshall construyeron
un decorado de una iglesia en la plaza del pueblo que resultó ser tan perfecto,
que los visitantes daban media vuelta pensando que se habían equivocado de
pueblo… Aún más en sintonía con las situaciones propias de su cine, nos contaba
Berlanga que en el rodaje de La vaquilla
(Luis García Berlanga, 1984) la productora le trajo una grúa de construcción en
lugar de una grúa francesa para rodar los planos de grúa, lo que le impediría
rodar muchos planos como había previsto inicialmente. Y ya rozando el absurdo
esperpéntico, rescato la anécdota de Beltrán sobre uno de los muchos guiones
que escribieron y Berlanga nunca pudo rodar, El Cónsul: “El guión estaba
rodado pensando en Vittorio de Sica. Era un viejo hidalgo que vivía en un
pueblo de Alicante, no tenía un duro y era cónsul honorario de un país
sudamericano. Se lo dimos a un productor, éste nos citó en el Gijón y nos dijo que
el guión le gustaba mucho pero que veía una pega: ¿No podríamos cambiarlo un
poco y que lo hiciera Marisol? Yo me quedé estupefacto. Berlanga se quedó tan
tranquilo y dijo: “Sí, sí, eso lo arreglamos en una semana”.
La vaquilla
Y cuando
Berlanga no atraía el absurdo, lo provocaba. Ya fuese liándose a tortas con el
director de fotografía de Bienvenido Mr.
Marshall porque “me jodió la escena
del tractor y el paracaídas, no la cogió como yo le indiqué, discutimos y llegó
a las manos”; o por ironías de las que probablemente ni él mismo era
consciente… cuenta José Luis Guarner que “cuando
lo conocí (…) lucía un impertinente bigotito de señorito franquista. Justamente
hacia esa época estaba rodando su
primera película oblicua pero rabiosamente antifranquista, Plácido, una contradicción maravillosamente
berlanguiana”. Probablemente, el epítome del suceso berlanguiano en su vida
se dió en el estreno de Bienvenido, Mr. Marshall
en Cannes, donde se combina su propio hacer con el del destino : “Lo de Cannes forma parte de ese esperpento
que no sólo es nacional, sino que a veces se da en otros países y culturas
aparentemente más avanzadas. Primero fue lo de Edward G. Robinson, que era
miembro del jurado. Como en la película se veía una bandera norteamericana
arrastrada por el río, trató de que no se exhibiera. Todo tenía su explicación:
resulta que el hombre había sido
perseguido por el Comité de Actividades Antiamericanas y, acojonado como
estaba, se había vuelto más papista que el Papa, tenía miedo, y pretendió
demostrar su patriotismo. Al final la película se pasó, pero con la secuencia
del río cortada. Y otra cosa fue lo de la publicidad de la película: se nos
ocurrió reproducir unos dólares
con la cara de Lolita Sevilla y José Isbert en lugar de la de Washington, y
terminamos en comisaría por falsificación de moneda. Todo quedó en eso, en un
susto, pero recuerdo que hasta se abrió sumario”. Por si esto no fuera
suficientemente absurdo, el estreno de la película en Madrid también coincidió
con la llegada del nuevo embajador de Estados Unidos, quién al ver en la Gran
Vía un gran cartel con Bienvenido Mr. Marshall
pensó que todo aquello era una gran burla y por poco causa un incidente
diplomático. Y para más inri, hay que apuntar que el embajador en cuestión
curiosamente aparecía en el No–Do que forma parte del filme presentando
precisamente el Plan Marshall en Europa. ¿No resulta maravillosamente
berlanguiano?
Cuando uno se
pregunta si es Berlanga el que perseguía a su cine o su cine el que le perseguía
a él, creo francamente que no es posible decantarse, porque su cine y su vida
formaban un círculo perfecto: una acababa donde
empezaba el otro, y se retroalimentaban. A veces creo que la esencia
berlanguiana incluso precedía al propio Berlanga. No muchos lo saben, pero
existe una ley con su nombre. La ley Berlanga, como se la conoce, existe y aún
está en vigor. No fue Luis García Berlanga quien la dictó sino su padre, José
García Berlanga y Pardo, quien fue diputado de las Cortes en la Segunda
República. Para algunos, como Pedro Beltrán, es la ley más bonita que jamás se
ha hecho, pues es gracias a ella que los restaurantes tienen la obligación de
poner un cuartillo de vino español gratis en todo menú. No sé si es la ley más
bonita, pero sin duda es la más berlanguiana, y no porque lleve su apellido,
sino porque sus directos beneficiarios son personas que podrían habitar
cualquiera de las películas del director valenciano.
Lucha de titanes: la censura contra
Berlanga –y viceversa–
En una ocasión,
allá a finales de los cincuenta, la Censura le devolvió a Berlanga un guión sin
leer y con tan sólo la primera frase, ‘Plano general de la Gran Vía’, tachada
en lápiz rojo. Desconcertado, fue a pedir explicaciones y se las dieron: “Nada, nada, conociéndole a usted, seguro que
pone aquí a un Obispo entrando en Pasapoga”. No se equivocaban: desde aquel día, según nos confesó, “siempre he lamentado no haber metido en
ninguna de mis películas a un obispo saliendo de un puticlub”.
Puesto que
Berlanga es sin duda el director de cine más censurado durante el franquismo,
hablamos largo y tendido del impacto de la censura franquista en su cine. “El surrealismo de mis relaciones con la
señora de las tijeras era infinito” decía, “me censuraban estupideces, detalles mínimos, cosas que no me esperaba o
que además en muchos cosas no pretendían decir nada, pero los censores leían
más en ello… en cambio otras líneas de diálogo o situaciones mucho más bestias
va y a veces pasaban desapercibidas”.
La historia de
Berlanga con la censura es, en efecto, una secuencia de
victorias y derrotas, porque aunque le cortaron guiones, le mutilaron escenas y
le abortaron ideas, inexplicablemente él consiguió pasar muchas más. Películas
con críticas feroces al franquismo, ya no en una línea de diálogo o en un plano
aislado sino en el filme en su conjunto, argumentos como el de Plácido por no hablar de El verdugo son accidentes fílmicos tan
inconcebibles en el marco de la dictadura franquista que uno se pregunta si los
censores estaban de vacaciones en aquel momento o tal vez les dio una apoplejía
al leer los guiones y no alcanzaron a cortarlos. Pero la explicación es más
simple de lo que parece: carecían de la agudeza y la ironía para entender la
crítica inherente a estos proyectos, los leían literalmente y, afortunadamente,
nunca los entendieron. Pero además, a pesar de lo mucho que le censuraron –y en
verdad fue mucho–, ante todo, como explica su biógrafo, Antonio Gómez Rufo, la
censura franquista subestimó a Berlanga : “‘No
tiene problemas con el embravecido mar quien lo conoce tan bien que sabe
navegarlo sin que el mar lo descubra’. Y Berlanga, a saber por qué extraño
proceso de acumulación de ciencia infusa, conoció los envites del oleaje, supo
del horario de las mareas, notó la fuerza del viento y guardó silencio ante lo
inofensivo del trueno. Supo hacer el cine que quiso hacer, afrontando los
problemas que detectaba desde una perspectiva tan estrafalariamente social, tan
irónicamente ingenua, tan sarcásticamente inocente y tan desvergonzadamente
agresiva que lo que menos se podría cruzar por la cabeza de los censores, de
los responsables de la censura española de la época, era que aquel cine
quisiera decir algo, que tuviera alguna intención secundaria subversiva o que
contuviese dobleces que atentaran contra el fundamentalismo ideológico del
sacrosanto imperio nacional–católico imperante”. Se equivocaron,
estrepitosamente.
Supongo que la
primera incógnita es más bien por qué dejaron a alguien como Berlanga filmar
películas en los años cincuenta sabiendo que podían ser potenciales bombas de
relojería para el régimen, y que, como si de Foucault se tratase, les obligaría
a estar pendientes de él, para evidenciar su tarea real, la de vigilar y
castigar. En palabras de Gómez Rufo “el
Régimen franquista alentaba la producción de películas de naturaleza
pretendidamente histórica, de exaltación de valores patrios y de amor a las
virtudes de un Régimen autoritario–fascista e ilegítimo que había sido el
vencedor en una contienda civil contra las ‘hordas rojas’, es decir, contra la legalidad
republicana; pero que, por un cierto complejo de las autoridades políticas ante
la intelectualidad, había directores generales de Cine que se hacían los
‘progres’ y admitían ciertos experimentos de jóvenes que no consideraban peligrosos.
Se hacían los modernos, vaya, aunque no fuera más que cara a los festivales de
cine que se celebraban en el extranjero. Cannes, Venecia o Karlovy
Vary eran citas anuales del Cine en las que el franquismo no quería
estar ausente y, como es natural, a esos festivales no se atrevían a llevar su
cine oficial porque les avergonzaba. Eran fascistas, claro; pero no tontos”.
Calabuch
La carrera de
Berlanga empezó ya con una derrota, pues la censura le impidió rodar el que
habría sido su primer largometraje, La
huída, que escribió a medias con Bardem pero que nunca pudo realizar porque
el protagonista, interpretado por Paco Rabal, salía ileso de un tiroteo con la
Guardia Civil, y por absurdo que parezca “Dijeron
que la Guardia Civil no se equivocaba nunca y entonces no pudimos hacerla”. En
la década de los 50 rodaría cinco películas. La primera de ellas, Esa pareja feliz, salió relativamente
victoriosa, pues tan sólo les obligaron a suavizar algunos aspectos morbosos
como la referencia a un hijo muerto en un diálogo. Bienvenido Mr.Marshall, sin embargo, tuvo que luchar en todos los
frentes, pues como ya hemos comentado, fue víctima simultánea de la censura la
comercial de UNINCI en su producción, de la franquista en su postproducción
–obligándoles a cortar el sueño erótico de la maestra–, y hasta de la censura
americana en su exhibición a causa del plano con la dichosa bandera
estadounidense. Pero si tuviese que quedarme con una de sus anécdotas de
censura, escogería la de su tercer filme, Novio
a la vista, cuyo guión original de Neville obtuvo el visto bueno pero no
así su transposición al celuloide. La victoria de los niños en la escena de la
batalla con los generales jubilados en la playa no les pareció aceptable, ya
que “los generales españoles jamás
perdían batallas”. A Berlanga le debió parecer estar teniendo un dejà vu, pero lo más curioso de la
historia no es que lloviese sobre mojado, sino que, con la película ya
terminada y en unos estudios de Madrid, en lugar de cortar la censura obligó a
Berlanga a rodar una escena nueva en la que una de las mujeres de aquellos
señores comentaba “Parece mentira que mi
marido, que es abogado, se empeñe en decir que es general”.
A una muy
tranquila Calabuch, seguiría uno de
sus filmes más censurados con el que cerraría la década de los 50, Los jueves milagro (Luis García Berlanga,
1957). La relativa facilidad con la que Berlanga había sorteado la censura
hasta el momento, manteniendo la integridad creativa de sus obras casi intacta,
se hizo añicos cuando topó de frente con la Iglesia católica; y es que, como
dijeron mucho después los Monty Python, nadie se espera a la inquisición
española, pero siempre aparece
cuando menos te lo esperas. Los censores marcaron ochenta páginas de guión, y
la productora del Opus tampoco estuvo dispuesta a aceptar que el verdadero San
Dimas apareciese al final del filme para avergonzar a los farsantes y presentar
de paso su ficha policial. Así, entre la censura eclesiástico–gubernamental y
las imposiciones de Ullastres y su opudeísta productora, se eliminaron segmentos,
se modificaron sustancialmente varios diálogos, se añadieron escenas enteras
que Berlanga se negó a rodar y hasta se cambió el final del filme –los
farsantes confiesan por motu propio y
San Dimas vuelve pero sólo para dejar su estampilla a modo de autógrafo ¿!–.
Todo ello hizo que Berlanga rechace públicamente su película una vez estrenada,
porque no es que nosotros no la entendamos, es que “Tal y como quedó, no
la entendí ni yo mismo (…) Con la productora tuve ciertos problemas que, no
recuerdo bien, tuvieron que ver con el guión, con las continuas modificaciones
que me impusieron. Hasta llegaron a contratar a un cura, un cura censor, el
padre Garau, para que me ayudara. ¡Joder con la ayuda! El tío escribió
doscientas páginas sobre lo que debía hacer o dejar de hacer san Dimas. Ahora
no recuerdo si figura como guionista en los títulos de crédito, pero yo lo
propuse seriamente, incluso con mi abogado, que entonces era mi paisano
Vizcaíno Casas.”. Paradójicamente, su película más castigada por la censura
y la Iglesia fue también la más criticada y denostada por la progresía
intelectual izquierdista del momento considerándola una película de militancia
católica. Sin comentarios.
Los jueves milagro
Después de esto,
como cabía esperar, la censura estudió con lupa los proyectos del director
valenciano, y en este contexto se explicará ese extraño experimento –en teoría
dirigido por Juan Estelrich y tan sólo supervisado por Berlanga– que es su
mediometraje Se vende un tranvía (Juan
Esterlich, 1959); de nuevo un fracaso, como explica Julio Pérez Perucha en el
nº24 de la revista Contracampo: “El
periodo que se extiende desde comienzos de 1957 hasta bien entrado el año 1959,
resulta particularmente amargo para Berlanga. Uno tras otro, todos sus guiones
son prohibidos por la censura, sus sinopsis se ven desestimadas y los
productores se muestran progresivamente reticentes ante un director tan
conflictivo. Es en ese momento cuando Berlanga y algunos amigos (…) inician su
vehemente asalto a Televisión Española, asalto que resolverá con un fracaso.
Para ello proponen un conjunto de programas para una serie titulada Los
pícaros, y como ilustración y ejemplo de
la misma ruedan un programa piloto de veintiocho minutos de duración titulado Se
vende un tranvía. (…) los directores de Televisión Española
contemplan la película propuesta mudos de espanto y cuando se reponen del
estupor que su visión les depara, se niegan contundente e inapelablemente a
emitir el filme y rodar las serie en los términos propuestos por el equipo de
amigos de Berlanga. En consecuencia, la película es devuelta a la productora
que se ve obligada a disolverse, permaneciendo el filme en el olvido hasta
1980”.
Y entonces llegó
Azcona. Y con él el Berlanga más ácido y tremendista, el más esperpéntico y
lúcido. Y con ellos, sus obras más profundas y sombrías, las más descaradas,
las más incisivas. De su primera colaboración nace Plácido y tuvieron
problemas mínimos, pero incluso con el título, como relata Cassen : “Era una crítica bastante importante de la
sociedad de aquellos tiempos. Era una sátira de la falsa caridad. En un
principio tenía que llamarse ‘Siente un pobre en su mesa’, que era una campaña
que se hacía realmente y, claro, no permitieron que se llamara así.”. No
obstante, Berlanga consiguió guardar el vínculo con el referente real, pues la
campaña navideña a la que hacen referencia en varias ocasiones dentro del filme
parafrasea el slogan de la campaña franquista. Más o menos maltrecho, pero
Berlanga se salió con la suya, y así no es de extrañar que más tarde con El verdugo los problemas se
multiplicaran sobre todo una vez terminado el filme, una película que aunque
consiguió rodar –y eso es de por sí un milagro– en su estreno en el Festival de
Venecia pasaría por el mismo calvario que Buñuel había pasado tan sólo dos años
antes con Viridiana (Luis Buñuel,
1961). El destino quiso que el pase previo del filme aconteciese tan solo cinco
días después de las ejecuciones de dos anarquistas, Granado y Delgado, y el
aparato franquista puso todo lo que estaba en su mano por evitar el estreno,
pero como ocurriera con Buñuel, no lo consiguió. No obstante, el Código de
Censura se aprobaría tan sólo unos meses antes del estreno de El verdugo en España y le impuso catorce
cortes sumando un total de cuatro minutos y treinta segundos de material
censurado.
El verdugo
Pero no todo
fueron derrotas, las victorias de Berlanga son sonadas, todas esas escenas y
líneas de diálogo que consiguió pasar por delante de los ojos censores pero que
éstos no alcanzaron a cazar o a entender. Porque Berlanga saboreó victorias
desde el principio, las primeras incluso sin pretenderlo: “En Esa pareja feliz, el actor
José Franco, vestido de almirante, cantaba en una escena una canción que decía
algo así como ‘Me voy, dicen que voy, pero me quedo…’. La gente nos preguntaba
si eso era un alusión a Franco, y nosotros contestábamos que sí, claro que sí,
pero era pura casualidad. Después en ¡Bienvenido, mister Marshall!, hay un discurso de Pepe Isbert desde el
balcón del Ayuntamiento, y también me preguntaron si era una parodia de Franco.
No. Yo le dije a Isbert que se acordara de Mussolini. Eso de las
interpretaciones es tremendo…”. Otras pullas, como las de Novio a la vista (Luis García Berlanga,
1953), eran tan buscadas que incluso formaban parte del guión, pero los censores
estaban tan ocupados inventando escenas suplementarias y convirtiendo generales
jubilados en abogados delirantes que otros pequeños detalles les pasaron
desapercibidos : “Cuando las familias van
a buscarlos con el grupo de generales jubilados que comentaban sus batallitas y
luego fallan en el asalto al castillo, un paisano que pasa por allí les grita:
‘Ya es hora de que el poder civil tome el mando’. ¡Y los tíos por eso no me
dicen nada!”. Como tampoco le dijeron nada por la secuencia que abre el
filme, aquella en la que traen en coche al Infante para que pase un examen
oral, muy repeinado y vestido de marinerito, y cuando le preguntan por la
dinastía de los Borbones éste contesta de carrerilla terminando con “…Alfonso XII y papá” para marcharse
entre aplausos y reverencias; cuando viene el siguiente niño el bedel se
encarga de retirar el silloncito rojo tapizado del príncipe por una modesta
silla de madera. Un detalle, este último, que recuerda ostensiblemente a la
boda del propio Berlanga, la que a su vez inspiraría la escena de matrimonio de
El verdugo, cuyo argumento se revela
por sí solo como la mayor de las victorias que consiguió Berlanga contra la
Censura.
Cuando uno se
pregunta cómo fue posible ese maravilloso accidente que es el cine de Berlanga en
el contexto de la dictadura franquista, es esencial no olvidar que él siempre
fue un buen político, un lobo beligerante disfrazado de cordero complaciente, y
coincido plenamente con Gómez Rufo cuando sostiene que “Sabe parecer amable con las personas de ideología opuesta a la suya; es
hábil para comprender la intensidad de las corrientes marinas; es muy cortés y
educado (…) del compendio de sus virtudes como buen y mal político a la vez, se
pueden extraer algunas conclusiones que nos permiten comprender el hecho de que
la censura nunca amilanó a Berlanga de igual manera que Berlanga nunca terminó
de ser considerado por el poder como una auténtica amenaza.”. Como
Presidente de la Filmoteca, Berlanga intentó recuperar todo el material
censurado, a pesar de que le dijeron que se había destruido consiguió recuperar
una parte, pero como él lamentaba, las ideas y diálogos y escenas que le
impidieron rodar, esas están perdidas para siempre… Y esa es la principal razón
por la que Berlanga rechazaba de plano la posibilidad de que la censura
estimulase su creatividad o indirectamente beneficiara su filmografía, él
afirmaba con rotundidad que su relación con la censura resultó en “un balance totalmente negativo”, y
añadió “No creo en ningún caso que la
censura ayudara a que el cine fuera mejor, la censura fue una putada que a mi
entre otros me tocó vivir y que implicó una gran pérdida para el cine, tantos
minutos e ideas censuradas antes de que viesen la luz. El problema ya no era
tanto la censura sobre los filmes terminados, porque esta en muchos casos aún
se puede recuperar, sino más bien la censura previa sobre los guiones, no puedo
ni imaginar la cantidad de ideas y proyectos que habría podido realizar o que
habrían sido distintos de lo que son ahora”.
Esa pareja feliz
Paradójicamente,
sí admitía haber sentido una “gran
decepción” al ver que el final de la censura no resultara en una explosión
de creatividad, de pullas más ácidas, como el esperaba, sino más bien todo lo
contrario, “un bajón considerable en la
inventiva y la crítica del cine de este país”. Pero incluso por aquél
entonces, aún era lo suficientemente lúcido para entender que la censura, como
la energía, no se destruye, tan solo se transforma: “Ahora la censura la ejercen los productores, que dicen lo que se puede
hacer y lo que no, si en vez de Pepita tiene que salir Lolita o qué escenas hay
que suprimir”. Aunque más que censura, añadió, habría que llamarlo “cabronada de los productores”. Y es que
Berlanga siempre supo explicar realidades complejas mediante fórmulas tan de ir
por casa como irreverentemente certeras.
La incomunicación berlanguiana, el cine de
los perdedores y un humor para escapar del sentido trágico de la vida
“El mayor problema del cine español es la
incomunicación. Nadie escucha a nadie”. No deja de ser curioso que la
incomunicación sea precisamente uno de los pilares de su cine: personajes que
hablan simultáneamente, diálogos entrecruzados en espacios reducidos, un
murmullo continuo… gente que habla pero no escucha. Berlanga hizo de la
incomunicación uno de los temas subyacentes a las tramas principales de sus
filmes, especialmente aquellos en los que colaboró con Azcona, pero no
únicamente. El problema de la incomunicación es evidente en un filme como Plácido, también lo es en El verdugo, donde nadie escucha los
deseos del protagonista y le empujan poco a poco, a ritmo de pequeñas
concesiones, hasta el precipicio de sus convicciones. Pero incluso otros filmes
como Tamaño natural, que habla del
conflicto comunicativo con la sociedad, con uno mismo, o sin ir más lejos, Novio a la vista, de nuevo la falta de
diálogo y comprensión entre generaciones, y qué decir de La vaquilla, donde el problema comunicativo que presenta se hace
extensivo a varios aspectos del conflicto real, de la Historia de este país. Todo
el cine de Berlanga puede leerse en clave de incomunicación, sin embargo lo
realmente interesante es que cuando Berlanga reflexiona sobre la ausencia de
comunicación, no lo hace desde el silencio, sino todo lo contrario, desde la
saturación sonora. El resultado es el mismo, nadie sabe ni entiende la posición
del otro, pero el matiz es muy distinto, porque en el silencio hay una
condición de aislamiento de los interlocutores, de auto–anulación en el proceso
comunicativo, mientras que la saturación berlanguiana implica todo lo
contrario, sus personajes tienen una intención de comunicar, una necesidad
irrefrenable de ser emisores al tiempo que una capacidad nula para ser
receptores, Berlanga propone un diálogo de sordos, un diálogo en el que no es
posible proceso comunicativo alguno porque el ruido impide oír, porque todos
los personajes, en realidad, hablan consigo mismos. En gran parte de las
secuencias dialogadas de sus películas más corales, si uno presta atención,
puede advertir que los personajes tienen cada uno sus obsesiones, que éstas no
evolucionan con la acción, siempre son las mismas, desde el comienzo hasta el
final del filme, porque a pesar de sus interacciones con el resto de
personajes, no hacen más que jugar a intercambiarlas sin que ninguno aporte
soluciones reales al otro, lo que indefectiblemente les llevará a repetir su
fijación en la siguiente secuencia, una suerte de eterno retorno. Y es por ello
que la incomunicación de Berlanga es la más real, la más actual, aguda y a su
vez la más cómica, porque el problema de nuestra sociedad no estriba tanto en
que nadie hable, sino en que “nadie
escucha”.
Otro de los
rasgos definitorios de su estilo que considero vitales para entender su cine es
el arquetipo de los personajes perdedores, el cine de Berlanga, si no otra
cosa, es el cine de los perdedores. Decía sobre este aspecto de su cine que “Los personajes que me interesan son siempre
los perdedores, son los protagonistas de muchas de mis películas pero
especialmente de Plácido… tienen que tener los mismos defectos y pillerías que
en la novela picaresca, tienen que ser simpáticos pero también añadirles una
dimensión de picardía”. En efecto, las raíces literarias españolas de las
que bebe el estilo cinematográfico berlanguiano son todavía más obvias cuando
jerarquiza sus argumentos en torno a personajes perdedores, van desde la
picaresca hasta el realismo español de carácter moral, en la línea de Quevedo
pero también de Torres Villaroel entre muchos otros. Sin embargo, a mi parecer,
el vínculo literario más fuerte de su cine lo establece con el esperpento de
Valle–Inclán, que a su vez encuentra sus raíces en Cervantes, Quevedo o Goya. Valle–Inclán explicaba así
el esperpento: «Hay tres modos de ver el mundo artísticamente: El primero es verlo de
rodillas, es la posición antigua. El autor ve a sus héroes en una condición
superior a los seres humanos, por lo menos, superior al autor. Es la posición
clásica. Así Homero ve a sus héroes condiciones sobrenaturales. La otra forma
de ver es la de pie: ver a los personajes a la misma altura que el autor, con
las mismas virtudes y defectos que el autor, como un doble del autor. Es la
manera que más prospera. Es todo Shakespeare. La tercera forma es la que mira
al mundo desde un plano superior, viendo a los personajes como muñecos, como
seres inferiores al autor, con un punto de ironía. Así los dioses se convierten
en personajes de sainete. Es la manera muy española, la del demiurgo, que no se
cree hecho del mismo barro que sus muñecos. Así Quevedo, Goya, Cervantes.
Cervantes se cree más cabal que Don Quijote y jamás se emociona con él. Esta
consideración es la que me movió a dar un cambio en mi literatura y a escribir
los esperpentos».
Y si bien la
realidad que presenta Berlanga no está deformada, porque en verdad era muy
real, lo cierto es que tanto el autor como el espectador miramos a los
personajes desde arriba, desde la perspectiva del titiritero que mira a sus
muñecos y se burla de su mundo absurdo, de sus expectativas condenadas al
fracaso, un demiurgo que ríe ante su destino, ese final que sus personajes
intentarán evitar a toda costa, pero que siempre les alcanza… Pero Berlanga fue
más allá, retuerce el esperpento porque su cine se ríe con amargura, con
melancolía, con irónica compasión. La ingenuidad de sus argumentos, la ilusión
en sus tramas, la claudicación final, todo tiene un regusto a pérdida, a
tristeza, que hace de su estilo más magnánimo, la concesión del titiritero que,
con todo, ama a sus muñecos. Como sostiene Jose Luis Coll sobre el cine de Berlanga
“El humor siempre lleva amor consigo. La
sátira nunca es descarnada ni cruel. Berlanga la muestra tal como es, como él
no quisiera que fuera, pero que es”. En esta línea, dijo Berlanga sobre Esa pareja feliz: “Yo admiraba el cine de Capra desde muy joven: por eso, si en Esa
pareja feliz hay algo Capriano, se debe
más a mi que a Bardem, porque a Juan Antonio no le gustaba ese anarquismo de
derechas que presidía todo el cine y el mundo de Capra. Pero, aún así, yo creo
que la película no puede comparase con las de Capra: a él le gustaban las
películas alegres y optimistas, y nosotros quisimos hacer, hicimos, una
película que resaltara las contradicciones que luego han presidido mi cine: la
amargura y la tristeza de unos personajes que, hagan lo que hagan, nunca van a
poder superase”. En suma, es lo que se ha dado por llamar el ‘arco
dramático berlanguiano’ que estructura todo su cine: un planteamiento en el que
se expone una situación o problema, un momento de euforia durante el filme en
el que parece que el conflicto se resolverá favorablemente, y una resolución
que consiste en una caída libre de los personajes a una situación igual a la
del comienzo o incluso peor. De forma que Berlanga invierte el orden del climax
y el anti–climax, un filme de Capra acabaría con el primero tras pasear largo y
tendido por el segundo, una película de Berlanga hace exactamente lo contrario.
El último
aspecto inequívoco de su cine a destacar es el tratamiento cómico de sus
historias. En su cine el humor tiene reservado un preferente, es un rasgo
irrenunciable, y lo es porque Berlanga, como otros grandes creadores, sabía que
es la única forma de digerir lo trágico, lo inevitable, que es la única forma
de huir del desgarre. Basta reflexionar un minuto sobre su filmografía… a temática
más dura, tratamiento más cómico, nunca falla. Y como el humor, o la
tragicomedia, es un de los pilares estructurales de su cine, con el tiempo se
convirtió en el maestro, los ha explorado todos, desde el humor de sus comedias
costumbristas como Calabuch o la
trilogía de la escopeta nacional, hasta el humor más negro con Plácido y El verdugo. El humor es lo que permitía a Berlanga escapar del
sentido trágico de la vida, a sus personajes del sentido trágico de sus
historias, y a nosotros, los espectadores, lo que nos permite escapar de ambos.
Dice Coll : “Berlanga es uno de los grandes cronistas,
historiadores de una España lejana, pero reciente, que se avergüenza de su
propia historia. Una España con muletas, pedigüeña y timorata, semianalfabeta y
pícara –que así fue casi siempre–, enferma de sí misma”. Es cierto, nadie
como Berlanga ha sabido captar simultáneamente el patetismo de esta sociedad,
la pobreza de aspiraciones, el absurdo y el esperpento, con tanto humor, con
tanta suavidad, que apenas hace ruido el azote de sus denuncias, aunque sí
dejen huella. Como destaca Miguel Marías: “Esas
fantasías humorísticas, que en un momento pudieron parecer alejadas de una
realidad circundante, se revelan hoy, sin pretensión ni deformación ideológica
alguna, como auténticos y penetrantes documentos sobre la España de los años
50. Es más, la insumisión al imposible realismo que algunos pretendían
imponerles les confiere un alcance universal, trasladable a momento paralelos,
aunque posteriores, de la evolución económica y social de otros países. Así,
‘Bienvenido Mister Marshall’ es una película que tendría tanto que decir a los
chinos de hoy mismo como a los argelinos de hace unos años (…) Por no hablar
del ‘ecologismo’ –antes de que se pusiese de moda, antes de que circulase esa
palabra– antinuclear y campechanamente pacifista de Calabuch”.
En efecto, la
dimensión temática del cine de Berlanga desborda la realidad española de los
50, es extensiva a la sociedad moderna, a esa lucidez desencantada con la que
aceptamos el miserabilismo de la realidad que nos toca vivir. Berlanga
reflexionó sobre valores universales, sobre el conflicto entre los deseos del
individuo y las restricciones que impone la sociedad en la que vive. Y lo hizo
desde la España franquista, combatiendo y engañando a la censura con películas
que no sólo criticaban aspectos de aquella España y de aquél régimen, sino que
haciéndolo planteaba reflexiones que pueden, todavía hoy, hacerse extensivas a
otros épocas y otros lugares. Porque como defiende José Luis Guarner. “Berlanga ha sido el primer cineasta español
con intereses universales, el primero cuyas películas no se limitaron a la
simple ilustración de un tema. Cierto es que antes que él, había Luis Buñuel.
Pero Buñuel trabajaba desde lejos y Berlanga estaba con nosotros”. Cuando
yo le conocí, a sus 84 años, aún decía tener ideas para películas, si bien
descartaba rodarlas porque “biológicamente
no podría hacerlas, porque me falla la memoria y tampoco las quiero regalar”. Cuando
le preguntaban sobre qué eran todas esas ideas que nunca verían la luz, su
respuesta: “sobre lo de siempre, sobre lo
jodida que es la sociedad que nos rodea”. Una temática ésta, la suya, tan
inagotable como atemporal.
Mis últimas
anotaciones de aquel taller presagiaban su adiós: “Quise ser el hombre invisible, inventé formas de hacerme pasar por
invisible… En mi niñez el único juguete que tuve fue la soledad, una parcela
que ahora más que nunca intento recuperar”. Son ya casi tres años sin el
genial Luis García Berlanga. El 13 de noviembre del 2012, coincidiendo con el
segundo aniversario de su muerte, se inauguró el Berlanga Film Museum (berlangafilmmuseum.com), un museo por el
momento, virtual, debido a la falta de presupuesto. En él se pueden encontrar
sus guiones íntegros, decenas y decenas de fotografías –algunas impagables,
entre las que se encuentran las de la promoción de la candidatura de Plácido al Oscar en Los Ángeles, con
Angie Dickinson y Jane Mansfield pero también con Capra, von Stenberg o Wilder–,
los carteles españoles e internacionales de sus películas, un sin fin de
documentos personales que incluyen desde ensayos y poesías del propio Berlanga
y reflexiones de amigos y colaboradores sobre su obra, la cual, previo pago de
nueve euros mensuales, también puede visionarse íntegramente desde la página
web. En verdad no es mucho, no lo es porque considerando la dimensión y el
impacto de Berlanga, uno de los dos directores que han marcado el cine español
del siglo XX, un museo virtual, la verdad es que sabe a poco. Pero tampoco lo
es porque no lo contiene todo, la cueva de Alí Babá sigue cerrada: el desván de
su casa, desbordante de materiales y documentos escrupulosamente ordenados.
Cuenta su hijo José Luis: “mi padre
guardó hasta las recetas prescritas por el pediatra para mí o para mis
hermanos” y añade el director del museo y amigo y colaborador de Berlanga,
Rafael Maluenda: “yo he encontrado hasta
los recibos de sus comidas con José Luis Sampedro cuando escribieron el guión
de Los gancheros, que nunca se rodó”.
Pero ese desván
tampoco es la última incógnita que dejó atrás Luis García Berlanga. Antes de
morir cerró una caja de seguridad en la Caja de las Letras del Instituto
Cervantes, cuyo contenido es un secreto que se
llevaría a la tumba. La caja 1034 se abrirá de nuevo el 12 de julio del 2021,
en el centenario de su nacimiento, y algunos especulan que entre otras cosas,
en ella encontraremos sus cuadernos de la División Azul, una colección de
dibujos, poesías y relatos que escribió durante su adolescencia y en los años
que pasó en el frente ruso durante la Segunda Guerra Mundial. Quién sabe. Con
Berlanga todo es posible, por lo que no descarto que incluso desde la tumba nos
sorprenda a todos otra vez. Tal vez con el revuelo de tan morboso evento la
Academia de la Lengua al fin ceda a la que fue la última obsesión de Berlanga y
de una vez por todas acepte el término berlanguiano
en nuestro diccionario. Aunque a decir verdad es indiferente, porque lo acepten
o no, éste término ya existe gracias a su obra. Las situaciones berlanguianas
son eso, berlanguianas, y así lo recordaremos todos:
utilizaremos esta palabra, la acepten o no. Con su ingenio y su obra sin par
dejó huella en nuestro imaginario, en el de sucesivas generaciones de todo un
país, conformó y dio nombre a una realidad que reconocemos sólo a través de su
filmografía, no creo que pueda haber un legado más atemporal. Sólo espero que,
a pesar de todo, él lo supiese, especialmente en sus últimos años de soledad.
Epílogo (al margen): Berlanga y los Planos–Secuencia
7’32”
El Ayudante de dirección y yo cruzamos una
mirada asombrada. No era para menos. Berlanga se disponía a hacer un plano
corto. Un plano de unos pocos segundos con un actor de espaldas asomado a una
ventana. Un plano como los que se ven en las películas de los demás. ¿Qué
milagro estaba sucediendo? ¿Vendría incluso después un contraplano?
Pero la perplejidad del equipo duró poco.
Lentamente Luis empezó a caminar hacia atrás alejándose del emplazamiento
inicial de la cámara. Y todos tras él.
– ¿Y si ya que estamos aquí siguiéramos
hacia atrás…? –musitó.
Y todos asentimos con la cabeza. Se giró
sobre sí mismo con la mano alzada a modo de imaginario objetivo y barrió el
resto de la habitación. Luego, cómo no, se dirigió al salón contiguo, le
abrimos las puertas y las traspasó.
– ¿Y si siguiéramos hasta ver el salón…?
Todos mirábamos con el rabillo del ojo el
pasillo, a pocos metros, ya casi al alcance, y a ninguno nos extrañó que ya
metido en la harina, por allí se colase nuestro director espiando algún gesto
de angustia en nuestras caras. Yo intenté no darle ese gusto mientras hacía
cábalas. ¿En qué recoveco, detrás de qué columna podría esconder un proyector…?
Pero yo estaba dispuesto a no pedir árnica, al menos no todavía, y me volví a
él con cara de poker. Ya no estaba. Acerté a verle introducirse por una puerta
seguido del resto del equipo.
– Y ya que estamos aquí, entramos en la
capilla…
Y entró en la capilla, y salió de la
capilla, y volvió al pasillo y por la puerta entreabierta de otra habitación
atisbó a otros actores, y tomó curvas y, cómo no, le dio la vuelta completa al
Palacio de Linares. Y luego se fue a casa maliciosamente satisfecho. Y allí me
quedé yo, rodeado de un grupo de eléctricos solidariamente perplejos. Había
terminado la jornada y teníamos todo el día siguiente para preparar el plano
que se rodaría por la noche. Soñé que venía un hada madrina y que por la
mañana, al llegar al Palacio todo estaría primorosamente iluminado.
Evidentemente no fue así, y tuvimos que esconder proyectores, trampear, rebotar,
correr con trípodes en la mano al paso de la cámara, disimular cables… A la
noche se inició la gran ceremonia, y después de veintitantas tomas el plano se
dio por bueno a satisfacción de todos. Dura 7’32” y está en la película
“Patrimonio Nacional”. Cuando a veces, después de un mal día de rodaje, reniego
de esta profesión, me acuerdo de aquella noche y decido seguir treinta o
cuarenta años más.
Carlos Suarez, Director de fotografía (Extracto de ¡Con Berlanga hemos topado! (Coord.
Javier Martín Roig / Medios,
Taller de Comunicación – Festival Internacional de Cine de Benicarló,
Castellón, 1989), p.83)
BIBLIOGRAFÍA
¡Con Berlanga hemos topado! (Coord.
Javier Martín Roig / Medios,
Taller de Comunicación – Festival Internacional de Cine de Benicarló, Castellón,
1989)
Francisco Ruiz Ramón: Historia del Teatro Español Siglo XX,
(p. 122)
Conferencias:
“El Cine de Berlanga y la censura durante la
década de los 50”. Conferencia de Antonio Gómez Rufo (Universidad de Cádiz,
Ciclo “Arte y Crimen”, 22 de octubre, 2008)
Artículos:
– Patrimonio nacional, patrimonio digital.
(Gregorio Belinchón, El País, 13 de
noviembre de 2012)
– Luis García Berlanga: “Mi trabajo ha sido
poco reconocido fuera de España”. (Alerta,
11 de agosto de 2005)