GARCÍA CARRIÓN, Marta
Por un cine patrio. Cultura cinematográfica
y nacionalismo español (1926-1936)
Valencia: Publicacions de la Universitat de València, 2013.
POR AGUSTÍN RUBIO ALCOVER
Universitat Jaume I (Castellón)
El
último libro de Marta García Carrión, profesora de la Universitat de València,
está destinado a convertirse en un hito indiscutible de la historiografía
relativa al cine español, por razones de diversa índole: unas son intrínsecas,
y atañen a la contribución que, en conjunto, suponen para el conocimiento del
significado cultural y político del fenómeno en nuestro país, en el decenio
previo a la guerra civil española; otras, a la lección metodológica que ofrece,
y al estímulo que sin duda va a suponer para que otros investigadores encaren
otros periodos o géneros con espíritu y ambición similares.
Y
es que la lectura de pocos trabajos, como el presente, suscita tantas, tan
profundas y tan peliagudas reflexiones. Por
un cine patrio ejemplifica la rentabilidad de la historia cultural para
entender y explicar el cine español, en el marco del debate teórico-práctico,
siempre vivo, de la construcción de la identidad nacional a través de las
formas artísticas y de recreación popular. García Carrión aspira a arrojar luz,
y matizar, la tesis de la “débil nacionalización” de España –tesis propuesta
por Borja de Riquer desde las páginas de la revista L’Avenç en el año 1993–, con el cine del periodo 1926-1936 como
excusa. Siguiendo los pasos de Nuria Triana-Toribio y su Spanish National Cinema (2003) –si bien la contradice, porque para
esta última autora, dependiente de la tesis del hijo de Martín de Riquer, “there was no nation to be reborn”–, la
investigadora valenciana construye un marco teórico a prueba de bomba, propio
–o, por mejor decir, adecuado, aunque infrecuente, dada la situación actual de
la universidad española– de la tesis doctoral que en origen fue este estudio.
Es
justo señalar que García Carrión partía de una base excelente, pues, en un
libro publicado hace unos años, Sin
cinematografía no hay nación –una cita extraída de las respuestas de
Florián Rey a una encuesta, publicadas el 14 de abril de 1929 en La pantalla–, ya había probado su
solvencia para analizar una filmografía e imbricar la reflexión cinematográfica
en otra más amplia, a caballo entre la historia cultural y la de las ideas
políticas, y más concretamente de la historia de los nacionalismos en la España
contemporánea.
El
libro se compone de cuatro capítulos de extensión variable. En el primero, “La
aparición y consolidación de una cultura cinematográfica en España en el primer
tercio del siglo XX”, dibuja el contexto en el que se van a mover la praxis y
el pensamiento fílmico en nuestro país durante el periodo estudiado. Resulta
discutible que, en alguno de los apartados finales, la organización de la
información sea la idónea para el seguimiento del tema: es el caso del glosario
de nombres con que se cierra el capítulo primero, más propio de una
enciclopedia biográfica que de un ensayo monográfico. En todo caso, quien
suscribe lo señala no como un error, sino, consciente también de la dificultad
de dar con la manera más adecuada de hilvanar un discurso que admita desvíos
del tema principal a aspectos vitales, a modo de sugerencia de cara a futuras y
seguras reediciones.
Con
el segundo, “Nacionalismo en la cultura cinematográfica en los años finales de
la dictadura de Primo de Rivera”, y el tercero, “El desafío del cine sonoro:
hispanoamericanismo y nacionalismo lingüístico”, García Carrión entra en
materia, para demostrar que
“La
afirmación de los valores patrióticos del cine, la loa de las virtudes
españolas, la crítica a una cinematografía que se consideraba insuficiente para
una nación de la grandeza de España y la demanda de un cine de contenido
nacional fueron cuestiones recurrentes en la segunda mitad de los años veinte”
(p. 117).
Uno
de los acontecimientos que se estudian más a fondo el Congreso Hispanoamericano
de Cinematografía que se celebró en 1931; congreso al que se opuso, con una
beligerancia extrema, el anarquista Mateo Santos –secundado por Armand Guerra,
futuro director de Carne de fieras–,
fundamentalmente por la pretensión del comité barcelonés de apropiarse del
congreso (algo que, según García Carrión, “remite visiblemente a la oposición
de la cultura política anarquista española al nacionalismo catalán”); y por “su
contenido reaccionario y fascista”.
No
por conocidas resultan menos sorprendentes, y merecedoras de una reflexión
demorada, las innumerables apelaciones, en boca de Santos, Guerra y el no menos
llorado crítico comunista Juan Piqueras, a la raza –concepto que la autora, acertadamente, aclara
“sufrió
evoluciones semánticas e ideológicas, con un significado usual que hacía de la
raza la síntesis de los diversos elementos de una civilización, con un alcance
cultural más que biológico, y es en este sentido cultural en el que cabe situar
el discurso sobre la raza en los escritos sobre el cine” (p. 119).
Sus
invocaciones a la grandeza aglutinadora de la lengua de Castilla, y sus desembozadas declaraciones del objetivo
de “españolizar” el cine, invitan a repensar el casi unánime consenso en torno
a la proscripción de aquella palabra tabú. Argumenta García Carrión que
“Se
establecía (…) una diferencia entre la nación, entendida como una comunidad que
existe de forma natural a lo largo de la historia, un pueblo cuyo espíritu se
manifiesta en el arte, y el nacionalismo como una ideología propia de la
burguesía o el capitalismo” (p. 303).
Esto,
a mi juicio, representa una falacia. No oculto que, para mí, el nacionalismo es
lo segundo, y la nación, siempre y por definición, un producto de ese tipo de
pensamiento. Hay nacionalismo siempre que media una afirmación de una nación,
sea esta la que sea; no ha lugar a discriminar entre nacionalismos
intrínsecamente reaccionarios o progresistas –menos aún buenos y malos, salvo en
función de un criterio evidente: su carácter incluyente o excluyente. Si Manuel
Villegas López, Mateo Santos, Armand Guerra o Juan Piqueras se manifestaban
como lo hacían, no llevaban razón, sino más bien todo lo contrario, por más que
su inflamado nacionalismo, con frecuencia, no estuviera reñido con una idea de
España regionalista, como crisol de
culturas (p. e. C. Cruzado) o “mosaico de sus regiones”. Da la impresión de
que así lo siente la propia autora, cuando asevera que
“Se
hace necesario, según los desarrollos teóricos expuestos, hacer hincapié en el
carácter ‘construido’ y contingente de todo cine
nacional y en las implicaciones en términos nacionalistas que ya el propio
concepto conlleva. En tanto que construcciones culturales, es preciso analizar
su proceso de elaboración histórica a través de la compleja interrelación entre
cuestiones industriales y culturales. De este modo se evitará tomar por
evidente o aproblemática cualquier construcción discursiva o representación
cultural y reproducir el sentido de atemporalidad y autenticidad que
caracteriza las narraciones nacionales” (p. 339).
En
todo caso, el trabajo ilustra una y mil veces que de tales apelaciones
participó todo el pensamiento cinematográfico del periodo, de derecha y de
izquierda, aun la más genuina y reivindicada hoy en día –y que, en aspectos
concretos, mantuvo posiciones antagónicas–: anarquistas, como Mateo Santos; o
comunistas, como Florentino Hernández Girbal o Juan Piqueras –que, siguiendo a
un adversario ideológico, Eugenio Montes, aplicó la etiqueta de “primera gran
‘españolada’ auténtica” a Un perro
andaluz, con el beneplácito de Buñuel.
El
libro aborda detenidamente la atronadora dialéctica en torno a la noción de la
españolada. Luego, la cuarta parte –la más breve– lleva por título “El cine
nacional como problema durante los años de la República”. Sorprende la
actualidad, la contundencia y la complejidad de algunos argumentos, a favor y
en contra, de unos y de otros; y es que el debate de fondo está más que vivo, y
ahí están Blancanieves (Pablo Berger,
2012) y Lo imposible (Juan Antonio
Bayona, 2012) para ilustrar hasta qué punto el cine español vuelve a plantearse
vías de futuro, ora de un etnicismo vergonzante, ora de un virtuosismo
internacionalista, que han sido ensayadas en otras coyunturas, y que como mucho
han estado en sordina. Tómense como ejemplo las acometidas protofalangistas de
un derechista, como Mariano Cela, quien llamaba en El Cine a los capitalistas “vagos e ineptos” (“El mayor insulto a
la Humanidad es ver esos casinos llenos de señoritos gandules, tumbados en las
butacas”), a la vez que se reclamaba el levantamiento de barreras
proteccionistas y la adopción de medidas autárquicas (“En esto hay que
demostrar una xenofobia feroz”); o de Crispín,
que desde las páginas de Popular Film
reclamaba que los cineastas españoles se comportasen de manera consecuente
(“…si somos nosotros los que, por conveniencia, rica en rendimientos,
mantenemos la roja leyenda, con nuestras obras, ¿cómo queréis que nos contemplen
los demás?”).
Me
atrevo a señalar que el principal valor del trabajo de García Carrión radica en
su dimensión cívica, en la medida en que nos surte de razones contra el
maniqueísmo en un momento en el que estamos especialmente ayunos de ellas. El estudio
es tan riguroso como ameno, dada la abundancia de ejemplos, clamorosos, de
coincidencias y discrepancias, en ambos casos significativas, entre polos
opuestos; también de injustas acusaciones por parte de los espíritus
inquisitoriales, que siempre los ha habido y en todas partes: véanse al
respecto las acusaciones de antiespañolidad
y de falta de patriotismo contra un Benito Perojo –sorprendentes solo hasta
cierto punto– o contra un Juan de Orduña. Eso sí, hay una contradicción
flagrante entre la naturaleza de Por un
cine patrio, origen de su gran alcance, y sus postulados epistemológicos: en
palabras de García Carrión, la corriente de la historia cultural
“…busca
romper (radicalizando el impulso de la historia social) el privilegio del
documento impreso y del archivo de autoridades públicas como fuentes
históricas, abriéndose a todo tipo de materiales” (p. 24).
Ello
contrasta con su decantación por un profuso –seguramente, el más apabullante de
cuantos se han realizado– manejo de fuentes hemerográficas. Asimismo, representa
un desvío ideologista impertinente una aseveración como la que sigue:
“Ello
no quiere decir que haya disponible un relato alternativo completo al de la
tesis de la débil nacionalización (probablemente
tampoco sería deseable)” (p. 18. La cursiva es mía).
Dejando
a un lado que las tesis no debieran ser deseables o indeseables, sino el
resultado de los procesos intelectuales; la autora se contradice,
inmediatamente, cuando ofrece cuatro motivos, que ella misma considera de peso,
para matizarla. De hecho, su hipótesis es la culminación de ese razonamiento:
“…sería
necesario someter a una profunda revisión esta idea de la herencia de una
trayectoria fracasada teleológicamente trazada a partir del supuesto fracaso
final que sería la Guerra Civil. Así, estas cuatro décadas habría que
vincularlas a que habría sido un proceso activo y, al menos parcialmente
eficaz, de difusión de la identidad nacional española y de presencia de los
discursos nacionalistas en la esfera pública” (p. 20).
No
se merecen ni el estudio ni García Carrión aquel acientífico y paradójico
paréntesis. Quedémonos, en cualquier caso, con lo mucho bueno, y actualicemos
los eslóganes como aviso para navegantes: al igual que “sin cinematografía no
hay nación”, “sin audiovisual no hay Marca España”. Quienes me siguen saben de
mi fobia por esa dichosa etiqueta; pero, si es menester que sigamos oyéndola,
hágase como Dios manda.
Carne de fieras, Armand Guerra, 1936