COORDINADORES: MARIEL MANRIQUE - HERNÁN MARTURET
PABLO PICASSO
O MAKE A MASK ...
POR MARIEL MANRIQUE - HERNÁN MARTURET
O make me a mask and a wall to shut from your spies
Of the sharp, enamelled eyes and the spectacled claws ...
Dylan Thomas
Por consenso académico, Las Señoritas de Avignon (Pablo Picasso, 1917) es un hito del arte moderno. La imagen se libera de la representación mimética heredada del Renacimiento y la realidad estalla en múltiples planos.
Hay cinco señoritas en un ¿burdel?. Tres observan fijamente al espectador, dos parecen llevar una máscara, todas ofrecen a quien mira sus cuerpos dislocados e hipnóticos, divorciados de los parámetros de la belleza clásica. Las cinco han asesinado a la Venus de Botticelli.
Las señoritas de Avignon consuman una jugada formal que pulveriza la perspectiva “dorada”, multiplica el punto de vista y sacude la moral católica.
Picasso
no vio sus máscaras en África. Las encontró exhibidas en un museo, como un registro calcificado de otra era y un botín triunfal. Robó
dos y las colgó en su memoria, para colgarlas luego del rostro de sus señoritas.
Si, tal como se insiste en señalar, el gesto de Picasso consistiera en la incorporación de “lo otro” a su pintura para una expansión experimental de su repertorio, estaríamos ante un equivalente artístico del turista inofensivo que
viaja por viajar y compra una tarjeta postal en
territorio exótico, para enviarla o conservarla como un souvenir inerte. Pero Picasso no compró las máscaras. Se las robó al ladrón para resucitarlas.
Esta
resurrección es un gesto político.
Se dice: las señoritas de Avignon denuncian el falso puritanismo presente en el intercambio carnal remunerado. Las máscaras no funcionan, para Picasso, como un mero insumo estético destinado a escandalizar las sagradas escrituras de la academia, al incorporar a la "obra" un objeto típico de las culturas primitivas (v.gr., de Africa u Oceanía), tradicionalmente borradas del canon occidental. Son también una flecha siniestra, disparada por cinco prostitutas contra el hipócrita código sexual del buen burgués.
Se dice: las señoritas de Avignon convierten, con vocación anticolonialista, un documento de cultura groseramente transformado en un documento de barbarie (la máscara ritual ilegítimamente apropiada por las instituciones imperiales y expuesta en la vitrina como el fragmento de una civilización desvanecida y superada) en un nuevo y resignificado documento, que denuncia la ignorancia o el desprecio hacia las culturas "primitivas".
Pero estas señoritas no hablan de prostitución ni de colonialismo. Estas señoritas no hablan.
Son tan mudas como las máscaras que portan. No nos revelan un secreto, no nos transmiten un mensaje. Nos enfrentan a un enigma. Su único acto de pedagogía es trastornarnos el ojo, conducirlo a observarlas fuera de foco, desplazarlo en silencio al fuera de campo.
Una máscara oculta. No sabemos lo que está detrás. Es un recurso de los superhéroes y de los asesinos seriales para esconder su verdadera cara. El niño balbuceante juega a las escondidas con sus padres, inmóvil y tapándose la cara con las manos. Quiere que le pregunten, una y otra vez, dónde está y que se respondan a sí mismos "¡aquí está!", cuando retira las manos de su cara y se reafirma en la tranquilidad de ser reconocido y ocupar un lugar seguro. Luego la máscara se adherirá al rostro para cumplir un rol. ¿Con qué producto podrías despegarla?
En el extremo del quehacer humano, el superhéroe vuela, te rescata y te salva, te pone a buen resguardo (provisorio); el asesino se arrastra y te liquida, sin ponderar el riesgo de ser atrapado, sin temor a la bala o la pena de prisión. Ambos se abocan a su misión mesiánica. Los dos están heridos y desequilibrados.
La máscara de Batman infunde un temor reverencial; la de Mike Myers, el pánico de una celebración de Halloween vuelta un río de sangre. "Trick or treat?", preguntan los niños incautos, vestidos de calabaza viviente. Mike se calla y afila el cuchillo en su overol. Calibra la aptitud del hacha para seccionar, extremidades y cabezas. Detrás de la máscara de Batman, hay un millonario sexy. Detrás de la de Mike, un desfigurado o una bestia. Los dos están muy tristes.
Ciudad Gótica necesita un papi-boy scout que la proteja y que esté vivo aun después de estar muerto. "La gente necesita creer en Batman", dice el comisionado Gordon. Como quien cree en Dios, la misa del domingo, el líder carismático, los consejos maternos, las reseñas literarias, las mesas navideñas y las publicidades de automóviles. Prepárense. Los superhéroes no actúan a cara descubierta. Si lo hicieran, nos ahorraríamos media vida de engaño y media de psicoanálisis para recuperarnos del momento en el que caen las máscaras.
La policía de las ciudades "góticas" necesita a sus "anormalitos". Son vomitados por el orden social, en sus suburbios. "La gente necesita un serial killer", piensan las patrullas de Halloween. Se carga a las chicas de malas costumbres, a los vagos y malentretenidos, a los inocentes angelitos y a los trabajadores responsables. Consuma nuestras fantasías homicidas, nos limpia de culpa y cargo, nos hace sentir buenos frente a tanta maldad incorregible, concentra el mal en su perímetro exclusivo.
La identidad del bien y el mal vive tras la bruma de la máscara. Ni dios ni el diablo vienen, desde sus zonas fantasmáticas, a tomar el té. Aparecen y desaparecen, como ese niño que se esconde para ser descubierto tras la sábana. Su modo de comunicación es un relampagueo.
Cuando no puede discernirse la máscara del rostro, cuando el rostro fue martirizado y lleva su estigma cosido a la carne, el mal se hace presente con su pura materialidad insoportable. Quien ha perdido el rostro no tiene nada que perder, no tiene móvil. Conoce y desprecia las normas, solo quiere salir a quemar billetes. Es inmanejable para el policía, es desesperante para el superhéroe. No tiene donde esconder su identidad, porque está inscripta en una superficie atroz. No lo han obligado a enmascararse, directamente lo han dejado monstruo.
¿Qué harán contigo las señoritas de Avignon? ¿De qué lado del orden o en qué cornisa del desorden están paradas? ¿Te protegerán o te amenazan? ¿Han venido a salvarte o a hacerte pedazos?
El sexo sin vocación reproductiva escandaliza a los Papas, atemoriza a los papás. "Hija, vuelve temprano a casa" (porque el sexo se asocia, como la hechicería, a la nocturnidad). El sexo vira a juego cuando abdica del destino de prole. Cuando resuelve ser derroche de energía, semen desperdiciado y, por ende, improductivo - como el sexo de Drácula, cuyo propio rostro es una máscara.
El único sexo seguro es con condones, el resto es arena movediza y precipicio. ¿Qué respira detrás de un orgasmo? ¿Una pequeña muerte, una pulsión de vida? El sexo se tiene con extraños; con los conocidos se tiene, con suerte, algún tipo de amistad. La extrañeza, ese sinónimo de interrogación y de distancia, es inherente al placer sexual. El mercado del sexo recurre a la máscara para atizar el morbo del curioso y gatillar la ambivalencia.
Los amantes se disfrazan para convertirse en desconocidos. La máscara remite a las prácticas prohibidas, el goce orgiástico o la fantasía hardcore. Penetrar a quien lleva una máscara es penetrar, en simultáneo, a todos los amantes hipotéticos que podrían llevarla. Es un ritual perverso al que se accede con posesión de contraseña, un infierno musical.
La máscara, como los narcóticos, suspende la prohibición y las inhibiciones. Si el sexo es una interrogación, el sexo con máscaras es un ministerio, el del misterio abisal para los iniciados que ya no hacen pie. La cabeza del amante no puede controlarse. A tu lado, del lado del "otro", hay una máscara. Dentro de la cabeza de quien duerme a tu lado, las ciudades sin freno comidas por el fuego y una lluvia de azufre, las ingobernables ciudades castigadas por la maldición bíblica.
Las señoritas de Avignon están desnudas, están enmascaradas y están rígidas como estatuas. ¿Qué harán cuando se muevan, si deciden moverse? ¿Será prensil su sexo o eléctrico su clítoris, girondianamente irresistibles? ¿Te castrarán los dientes de su vagina dentata? (1)
Las máscaras que les colocó Picasso no son venecianas sino primitivas. Son la cita de un ritual de tribu y de la figura, indescifrable, del tótem. No tienen un lugar ni un tiempo definido, porque vienen desde el origen de los tiempos. De un pasado irreductible a la periodización histórica, de una bruma.
La superficie pintada por Picasso ya no es una "ventana al mundo". En un espacio estrictamente planimétrico, sin profundidad de campo, la máscara es una pared. Como fetiche ritual por excelencia, conjura el pasado remoto en el presente. La máscara calla y permanece, desde la tierra en sombras de los muertos.
Las señoritas de Avignon trastocan la noción convencional de espacio y tiempo. Descomponen la linealidad de los lugares y provocan la irrupción del pasado en un presente que ponen a trastabillar.
La fractura del espacio y el tiempo no es solo un juego formal que desenmascara el uso de la perspectiva como un "engaño" a la mirada. Las imágenes no están aquí para representar, no son un espejo. No están aquí para contar una historia ni emitir juicios morales. No hay inoculación de culpa ni mero artificio estético.
Las señoritas de Avignon pertenecen a otro mundo. Ese mundo está colmado de sentido por las máscaras rituales. Es un mundo donde no se ha escindido la religión del arte ni se ha quebrado el vínculo entre el hombre y la naturaleza.
Si la máscara evoca la figura del tótem, el tótem implica necesariamente un tabú. Es el tabú del incesto y el tabú de los muertos (que prohíbe el contacto corporal con el difunto y obliga a cambiar su nombre). El cadáver es el primer espíritu maligno. Todo muerto es un vampiro que ronda y asedia a sus sobrevivientes. (2)
Y la muerte se calza una máscara y es "la máscara de la muerte roja" - esa peste difusa finalmente encarnada en una figura extraña, que asiste sin ser invitada a un baile de máscaras, y es perseguida y "desenmascarada" en una habitación negra con vitrales rojos, gobernada por un reloj de ébano, tal como lo narra Edgar A. Poe. (3)
Sí, hay sexo y hay muerte en las señoritas de Avignon, destilados por figuras que son significantes a las que no podría atribuírseles un significado preciso. No es un sexo ni una muerte coyuntural, no es ni la prostitución ni el colonialismo. Son el sexo y la muerte como experiencias últimas e indomesticables que desafían el mundo racional y productivo y nos conectan con esos abismos a los que tememos enfrentar cara a cara, porque nos quitarían cualquier máscara que osáramos calzarnos como escudo.
Se dice: las señoritas de Avignon denuncian el falso puritanismo presente en el intercambio carnal remunerado. Las máscaras no funcionan, para Picasso, como un mero insumo estético destinado a escandalizar las sagradas escrituras de la academia, al incorporar a la "obra" un objeto típico de las culturas primitivas (v.gr., de Africa u Oceanía), tradicionalmente borradas del canon occidental. Son también una flecha siniestra, disparada por cinco prostitutas contra el hipócrita código sexual del buen burgués.
Se dice: las señoritas de Avignon convierten, con vocación anticolonialista, un documento de cultura groseramente transformado en un documento de barbarie (la máscara ritual ilegítimamente apropiada por las instituciones imperiales y expuesta en la vitrina como el fragmento de una civilización desvanecida y superada) en un nuevo y resignificado documento, que denuncia la ignorancia o el desprecio hacia las culturas "primitivas".
Pero estas señoritas no hablan de prostitución ni de colonialismo. Estas señoritas no hablan.
Son tan mudas como las máscaras que portan. No nos revelan un secreto, no nos transmiten un mensaje. Nos enfrentan a un enigma. Su único acto de pedagogía es trastornarnos el ojo, conducirlo a observarlas fuera de foco, desplazarlo en silencio al fuera de campo.
Una máscara oculta. No sabemos lo que está detrás. Es un recurso de los superhéroes y de los asesinos seriales para esconder su verdadera cara. El niño balbuceante juega a las escondidas con sus padres, inmóvil y tapándose la cara con las manos. Quiere que le pregunten, una y otra vez, dónde está y que se respondan a sí mismos "¡aquí está!", cuando retira las manos de su cara y se reafirma en la tranquilidad de ser reconocido y ocupar un lugar seguro. Luego la máscara se adherirá al rostro para cumplir un rol. ¿Con qué producto podrías despegarla?
En el extremo del quehacer humano, el superhéroe vuela, te rescata y te salva, te pone a buen resguardo (provisorio); el asesino se arrastra y te liquida, sin ponderar el riesgo de ser atrapado, sin temor a la bala o la pena de prisión. Ambos se abocan a su misión mesiánica. Los dos están heridos y desequilibrados.
La máscara de Batman infunde un temor reverencial; la de Mike Myers, el pánico de una celebración de Halloween vuelta un río de sangre. "Trick or treat?", preguntan los niños incautos, vestidos de calabaza viviente. Mike se calla y afila el cuchillo en su overol. Calibra la aptitud del hacha para seccionar, extremidades y cabezas. Detrás de la máscara de Batman, hay un millonario sexy. Detrás de la de Mike, un desfigurado o una bestia. Los dos están muy tristes.
Ciudad Gótica necesita un papi-boy scout que la proteja y que esté vivo aun después de estar muerto. "La gente necesita creer en Batman", dice el comisionado Gordon. Como quien cree en Dios, la misa del domingo, el líder carismático, los consejos maternos, las reseñas literarias, las mesas navideñas y las publicidades de automóviles. Prepárense. Los superhéroes no actúan a cara descubierta. Si lo hicieran, nos ahorraríamos media vida de engaño y media de psicoanálisis para recuperarnos del momento en el que caen las máscaras.
La policía de las ciudades "góticas" necesita a sus "anormalitos". Son vomitados por el orden social, en sus suburbios. "La gente necesita un serial killer", piensan las patrullas de Halloween. Se carga a las chicas de malas costumbres, a los vagos y malentretenidos, a los inocentes angelitos y a los trabajadores responsables. Consuma nuestras fantasías homicidas, nos limpia de culpa y cargo, nos hace sentir buenos frente a tanta maldad incorregible, concentra el mal en su perímetro exclusivo.
La identidad del bien y el mal vive tras la bruma de la máscara. Ni dios ni el diablo vienen, desde sus zonas fantasmáticas, a tomar el té. Aparecen y desaparecen, como ese niño que se esconde para ser descubierto tras la sábana. Su modo de comunicación es un relampagueo.
Cuando no puede discernirse la máscara del rostro, cuando el rostro fue martirizado y lleva su estigma cosido a la carne, el mal se hace presente con su pura materialidad insoportable. Quien ha perdido el rostro no tiene nada que perder, no tiene móvil. Conoce y desprecia las normas, solo quiere salir a quemar billetes. Es inmanejable para el policía, es desesperante para el superhéroe. No tiene donde esconder su identidad, porque está inscripta en una superficie atroz. No lo han obligado a enmascararse, directamente lo han dejado monstruo.
¿Qué harán contigo las señoritas de Avignon? ¿De qué lado del orden o en qué cornisa del desorden están paradas? ¿Te protegerán o te amenazan? ¿Han venido a salvarte o a hacerte pedazos?
El sexo sin vocación reproductiva escandaliza a los Papas, atemoriza a los papás. "Hija, vuelve temprano a casa" (porque el sexo se asocia, como la hechicería, a la nocturnidad). El sexo vira a juego cuando abdica del destino de prole. Cuando resuelve ser derroche de energía, semen desperdiciado y, por ende, improductivo - como el sexo de Drácula, cuyo propio rostro es una máscara.
El único sexo seguro es con condones, el resto es arena movediza y precipicio. ¿Qué respira detrás de un orgasmo? ¿Una pequeña muerte, una pulsión de vida? El sexo se tiene con extraños; con los conocidos se tiene, con suerte, algún tipo de amistad. La extrañeza, ese sinónimo de interrogación y de distancia, es inherente al placer sexual. El mercado del sexo recurre a la máscara para atizar el morbo del curioso y gatillar la ambivalencia.
Los amantes se disfrazan para convertirse en desconocidos. La máscara remite a las prácticas prohibidas, el goce orgiástico o la fantasía hardcore. Penetrar a quien lleva una máscara es penetrar, en simultáneo, a todos los amantes hipotéticos que podrían llevarla. Es un ritual perverso al que se accede con posesión de contraseña, un infierno musical.
La máscara, como los narcóticos, suspende la prohibición y las inhibiciones. Si el sexo es una interrogación, el sexo con máscaras es un ministerio, el del misterio abisal para los iniciados que ya no hacen pie. La cabeza del amante no puede controlarse. A tu lado, del lado del "otro", hay una máscara. Dentro de la cabeza de quien duerme a tu lado, las ciudades sin freno comidas por el fuego y una lluvia de azufre, las ingobernables ciudades castigadas por la maldición bíblica.
Las señoritas de Avignon están desnudas, están enmascaradas y están rígidas como estatuas. ¿Qué harán cuando se muevan, si deciden moverse? ¿Será prensil su sexo o eléctrico su clítoris, girondianamente irresistibles? ¿Te castrarán los dientes de su vagina dentata? (1)
Las máscaras que les colocó Picasso no son venecianas sino primitivas. Son la cita de un ritual de tribu y de la figura, indescifrable, del tótem. No tienen un lugar ni un tiempo definido, porque vienen desde el origen de los tiempos. De un pasado irreductible a la periodización histórica, de una bruma.
La superficie pintada por Picasso ya no es una "ventana al mundo". En un espacio estrictamente planimétrico, sin profundidad de campo, la máscara es una pared. Como fetiche ritual por excelencia, conjura el pasado remoto en el presente. La máscara calla y permanece, desde la tierra en sombras de los muertos.
Las señoritas de Avignon trastocan la noción convencional de espacio y tiempo. Descomponen la linealidad de los lugares y provocan la irrupción del pasado en un presente que ponen a trastabillar.
La fractura del espacio y el tiempo no es solo un juego formal que desenmascara el uso de la perspectiva como un "engaño" a la mirada. Las imágenes no están aquí para representar, no son un espejo. No están aquí para contar una historia ni emitir juicios morales. No hay inoculación de culpa ni mero artificio estético.
Las señoritas de Avignon pertenecen a otro mundo. Ese mundo está colmado de sentido por las máscaras rituales. Es un mundo donde no se ha escindido la religión del arte ni se ha quebrado el vínculo entre el hombre y la naturaleza.
Si la máscara evoca la figura del tótem, el tótem implica necesariamente un tabú. Es el tabú del incesto y el tabú de los muertos (que prohíbe el contacto corporal con el difunto y obliga a cambiar su nombre). El cadáver es el primer espíritu maligno. Todo muerto es un vampiro que ronda y asedia a sus sobrevivientes. (2)
Y la muerte se calza una máscara y es "la máscara de la muerte roja" - esa peste difusa finalmente encarnada en una figura extraña, que asiste sin ser invitada a un baile de máscaras, y es perseguida y "desenmascarada" en una habitación negra con vitrales rojos, gobernada por un reloj de ébano, tal como lo narra Edgar A. Poe. (3)
La máscara de la Muerte Roja Ilustración de Harry Clarke para el cuento de Poe 1919 |
Sí, hay sexo y hay muerte en las señoritas de Avignon, destilados por figuras que son significantes a las que no podría atribuírseles un significado preciso. No es un sexo ni una muerte coyuntural, no es ni la prostitución ni el colonialismo. Son el sexo y la muerte como experiencias últimas e indomesticables que desafían el mundo racional y productivo y nos conectan con esos abismos a los que tememos enfrentar cara a cara, porque nos quitarían cualquier máscara que osáramos calzarnos como escudo.
(1) "Contra las mujeres de sexo prensil ... casi todas las formas defensivas resultan ineficaces. Sin duda, los calzoncillos erizables y algunos otros preventivos pueden ofrecer sus ventajas; pero la violencia de honda con que nos arrojan su sexo rara vez nos da tiempo a utilizarlos, ya que antes de advertir su presencia nos desbarrancan en una montaña rusa de espasmos interminables y no tenemos más remedio que resignarnos a una inmovilidad de meses, si pretendemos recuperar los kilos que hemos perdido en un instante.
Entre las creaciones que inventa el sexualismo, las mencionadas, sin embargo, son las menos temibles. Mucho más peligrosas, sin discusión alguna, resultan las mujeres eléctricas, y esto, por un simple motivo: las mujeres eléctricas operan a distancia.
Insensiblemente, a través del tiempo y del espacio, nos van cargando como un acumulador, hasta que de pronto entramos en un contacto tan íntimo con ellas que nos hospedan sus mismas ondulaciones y sus mismos parásitos.
Es inútil que nos aislemos como un anacoreta o como un piano. Los pantalones de amianto y los pararrayos testiculares son iguales a cero. Nuestra carne adquiere, poco a poco, propiedades de imán. Las tachuelas, los alfileres, los culos de botella que perforan nuestra epidermis, nos emparentan con esos fetiches africanos acribillados de hierros enmohecidos. Progresivamente las descargas que ponen a prueba nuestros nervios de alta tensión nos galvanizan desde el occipucio hasta las uñas de los pies. En todo instante se nos escapan de los poros centenares de chispas que nos obligan a vivir en pelotas. Hasta que el día menos pensado, la mujer que nos electriza intensifica tanto sus descargas sexuales que termina por electrocutarnos en un espasmo lleno de interrupciones y de cortocircuitos" (Oliverio Girondo, Espantapájaros, 1932).
(Adviértase la conexión entre las mujeres surrealistas descriptas por Girondo y las mujeres cubistas pintadas por Picasso. Convergen en el género de las mujeres imaginadas por los artistas de vanguardia de principios del S. XX).
(2) Ver, en este sentido, Sigmund Freud, Tótem y tabú, 1913.
(3) Edgar A. Poe, La máscara de la muerte roja, 1842.
Imágenes
Batman, el Caballero de la Noche (Batman, the Dark Knight, Christopher Nolan, 2008).
Ojos bien cerrados (Eyes Wide Shut, Stanley Kubrick, 1999).
(2) Ver, en este sentido, Sigmund Freud, Tótem y tabú, 1913.
(3) Edgar A. Poe, La máscara de la muerte roja, 1842.
Imágenes
Batman, el Caballero de la Noche (Batman, the Dark Knight, Christopher Nolan, 2008).
Ojos bien cerrados (Eyes Wide Shut, Stanley Kubrick, 1999).