Febrero 2013
LOS LÍMITES DE LA UTOPÍA
El balance de 2012 –y nos hemos tomado el tiempo de reflexión mínimamente adecuado- no ha podido ser más negativo, desde el punto de vista social y político. Esta situación, que no es patrimonio de nuestro país, sí se ha convertido aquí en un mal endémico. Cuando las cosas están como están, bajo la dictadura de los mercados y de los económicamente poderosos (no elegidos democráticamente, pero efectivos en su depauperación de la sociedad -y nos hacemos eco de las palabras nada sospechosas de Iñaki Gabilondo-), se dan las circunstancias adecuadas para que surja, frente a la desesperación, la utopía. Desafortunadamente, la historia no se repite, aunque sí los estragos en el entorno ciudadano.
El cúmulo de males (y maldades) llenaría
páginas: la mentira de los gobernantes, el incumplimiento, la corrupción, la
desregulación, la falta de libertad, las carencias más elementales, los famosos
”recortes” (sangrantes en sanidad, educación y, ¿por qué no decirlo?, cultura)…
no son sino la punta de lanza de un proyecto global que apunta hacia la
suspensión y eliminación de la sociedad del bienestar (no alcanzada en nuestro
país y ahora desmantelada para muchos años). Los beneficios sociales, para
quien se los pueda pagar; eliminada la sanidad, la educación, la cultura y la
justicia para los más necesitados… En la película El capital (Le capital,
Costa-Gavras, 2012), de la que hablamos en nuestra pasada entrega y que resulta
un panfleto oportuno y necesario, pese a sus carencias discursivas
cinematográficas, el personaje principal concluye con una frase que se hace eco
de la situación-balance de 2012: “seguiremos como hasta ahora: robándoles los
recursos a los pobres para entregárselos a los ricos”.
Históricamente las convulsiones sociales han
acontecido cuando los límites de la depauperación han resultado inasumibles
para las capas sociales más desfavorecidas. Y este podría ser uno de esos
momentos. Movidos por la utopía revolucionaria, los seres humanos han cambiado
la historia, por mucho que más tarde esta haya vuelto a sus cauces de
explotación sistematizada del que menos tiene. Lo que a todas luces parece evidente
es que vivimos en una situación de extrema violencia, física y simbólica. La
utopía existe siempre, y, cuando el poder se desboca, aquélla se reactiva de
manera directamente proporcional. Pero conviene no llamarnos a engaño: la
utopía, por su propia esencia, es un objetivo inalcanzable, pese a que resulte
necesaria para abrir un camino hacia el progreso y el futuro de la sociedad.
Las utopías revolucionarias han tenido protagonismos esenciales en el pasado:
la revolución francesa, la soviética, las insurgencias latinoamericanas, etc.
Se da el caso de que coinciden en nuestras pantallas dos títulos vinculados a
sendas utopías, que ambos firmantes trataremos en nuestro apartado
personalizado. Nos referimos a Los
miserables (Les Misérables, Tom
Hooper, 2012) y a La noche más oscura
(Zero Dark Thirty, Kathryn Bigelow,
2012). Estos títulos y los tratamientos individualizados del poder, que muy
probablemente constituyan la esencia de nuestra siguiente entrega, The Master (Paul Thomas Anderson, 2012)
y Lincoln (Steven Spielberg, 2012),
nos obligan a preguntarnos por algo que habitualmente se deja de lado al hablar
de utopías: ¿existen límites para la utopías y, en consonancia, para sus
representaciones?
Lo indiscutible es que hay utopías y utopías:
por ejemplo, la religiosa (caso de la Jihad)
pasa por la pretensión de imponer una idea del paraíso en la Tierra, y pisotear
a quienes no comulgan del credo. También que otros proyectos más nobles, como la
revolución francesa acabaron, después de mucho terror y guillotinas, muy
manipulados por el estamento en alza (la burguesía). En ambos casos, el sobrepasamiento
vino por el lado de la violencia. Intentando contrarrestar una violencia institucional
opresora, se convirtieron en máquinas de matar e hicieron así un flaco servicio
a sus objetivos de fondo, que acababan siendo tergiversados (otro tanto para la
revolución soviética, pese a nuestras simpatías, y para el nacionalismo).
Si bien es cierto que la situación actual
pide a gritos un cambio social y de modo económico (el capitalismo está
superado y su agonía puede ser fatal para todos), en tanto se reproducen los
viejos cánones que hacen cada vez más poderoso al poderoso, el conflicto entre
realidad y utopía se plasma muy bien en la serie de Batman realizada por Nolan
(el Jocker y Batman son complementarios y ambos contribuyen a la producción del
caos). El cine, pues, es una herramienta esencial para la producción de
discursos sobre nuestro entorno y, al mismo tiempo, para poder comprenderlo;
esto es así tanto desde la perspectiva personal como desde la del imaginario
colectivo que engrasa las arterias de las ideologías.
Violencia en el cine –reflejo de la sociedad–
la hay a raudales. Lo que diferencia una reflexión sólida de otra irrelevante o
manipuladora es la solidez discursiva. Así, un abismo separa Battle
of the Pacific (Oba: The Last Samurai, Hideyuki
Hirayama, 2011) de Seal Team Six The Raid
on Osama Bin Laden (Code Name:
Geronimo, John Stockwell, 2012); en tanto la primera es una buena recreación de hechos heroicos con
visión de ambas partes y aportación de la cultura japonesa, muy en la línea del
dueto de Clint Eastwood pero sin sus medios económicos, la segunda no pasa de
ser pura propaganda militarista y, aunque no está mal hecha, pretende ser una
crónica que se queda en ese habitual "somos los mejores” de tal forma que
su alma panfletaria impide que el espectador avisado aguante todo el metraje.
Battle of the Pacific, Hideyuki Hirayama, 2011
Seal Team Six The Raid on Osama Bin Laden, John Stockwell, 2012
Entre tales dos límites, la violencia desborda en películas tan insulsas como Dredd (Pete Travis, 2012), que no es mala sino peor, haciendo bueno al anterior Stallone y enarbolando la bandera de la gratuidad y la chatarra, con esos malos malencarados, que resultan impagables de puro irrisorios; o la prescindible Venganza: Conexión Estambul (Taken 2, Olivier Megaton, 2012), nula cinta de acción y nada más, producida por Luc Besson (lo cual ya lo dice todo), maniquea, con enemigos vengativos que se mueven por la sangre (casualmente, mulsulmanes albaneses). Y, si de violencia gratuita hablamos, encaja aquí ese mamotreto de tres horas de duración que amenaza con otras dos partes añadidas de “batallitas” que es la aburridísima y desvergonzada El hobbit (The Hobbit, Peter Jackson, 2012), que busca repetir tal cual la jugada de la trilogía de El Señor de los Anillos; está, eso sí, en el extremo opuesto de El legado de Bourne (The Bourne Legacy, Tony Gilroy, 2012), cuya violencia resulta efectiva por su ritmo y el juego con la serie de Jason Bourne que es cuanto menos curioso.
Dredd, Pete Travis, 2012
Venganza: Conexión Estambul, Olivier Megaton, 2012
El hobbit, Peter Jackson, 2012
El legado de Bourne, Tony Gilroy, 2012
Sin embargo, las fechas navideñas, plagadas
de estrenos, no son muy susceptibles de aportar materiales de gran calidad, nos
tememos, y al margen de las consabidas “animaciones y amabilidades” varias, el
tono desciende de manera alarmante (aunque ya venimos constatando que el “tono”
está en caída libre desde hace algún tiempo, quizás por contagio de la crisis y
la carencia ética dominante). Esto no quiere decir que no hayamos podido
visionar películas de interés, sea cual sea su procedencia, como es el caso de De
óxido y hueso (De rouille et d´os, Jacques Audiard, 2012), una película que corre el riesgo de resultar
incomprendida e infravalorada, en la que hay una mirada electrizante sobre el
mundo; un mundo "otro", en el que los seres humanos intentan salir
adelante como pueden. La cámara no es usada como testigo, sino como taladro
(atención a los múltiples planos de espaldas y nucas, como si se las quisiera
penetrar): no es la realidad, sino la transmisión de un concepto de realidad.
Audiard crea un mundo y traspasa sus sensaciones al nuestro.
De óxido y hueso, Jacques Audiard, 2012
También nos sorprendió agradablemente Magic
Mike (Steven Soderbergh,
2012), una honesta visión del
mundo de los boys, sin moralinas ni juicios de valor, pero con una
denuncia implícita de la voluntad individual y las posibilidades de enfrentarse
o no a una vida que arrastra al abismo cuando no se gestiona con dignidad. Se
trata de una película mucho menos ampulosa de lo que es habitual en el cine de
Soderbergh, con pocas pretensiones, atenta a la realidad, divertida y elegante
(a pesar del asunto), lo cual se agradece. The Scapegoat (Charles Sturridge, 2012) es un magnífico ejemplo de un cine inglés de
la línea orientada por corte televisivo que es un exponente de la calidad en la
puesta en escena, la corrección gramatical y la brillantez en la adaptación de
una historia relativamente clásica, firmada por Daphne du Maurier, y que ya
conoció otra versión, Donde el círculo termina (The Scapegoat,
Robert Hamer, 1959), con Alec Guinness como protagonista. Fantasea con la
posibilidad de vivir otra vida, mejorando al predecesor, como una opción ética
y esto se coloca en línea con el cambio de reinado en 1952 y los avatares de la
postguerra.
Magic Mike, Steven Soderbergh, 2012
The Scapegoat, Charles Sturridge, 2012
Y pare usted de contar… Hemos visto temas
mundanos con perspectiva suave y edulcorada, como Amor y Letras (Liberal Arts,
Josh Radnor, 2012), película "amable" que pretende dar una visión
sobre el viaje experiencial con el paso de la adolescencia a la madurez y de
esta a la vejez, sin conseguirlo; salvo algunos diálogos con cierta altura
resulta un film fofo y, hasta cierto punto, convencional y poco relevante, en
el que los personajes aparecen y desaparecen como si estuvieran de paso para
formar parte de un escaparate vivencial. Shuffle
(Kurt Kuenne, 2011) va tomando peso a medida que avanza; en blanco y negro,
supone una especie de híbrido (o al menos bebe de las fuentes) de Las cosas de la vida (Les choses de la vie, Caude Sautet,
1970) y Atrapado en el
tiempo (Groundhog Day, Harold Ramis, 1993), con la ventaja de
que la reconstrucción del rompecabezas de una vida cobra sentido por la
inevitabilidad de los acontecimientos y la necesidad de continuar viviendo el
presente en un "tono" familiar un tanto desmedido. Si
de verdad quieres… (Hope Springs, David Frankel, 2012) se ve ennoblecida por unas interpretaciones
excelentes, pero es, por lo demás, una película muy convencional, vista ya una
y mil veces. Tampoco Untitled (Jonathan Parker, 2009) nos aportó gran cosa: según parece, el mundo del arte en Nueva
York es un pañuelo de intelectuales y snobs
en el seno de una la sociedad para la que el mundo es una balsa de aceite y
felicidad que solamente se preocupa por si su arte es o no comprendido por las
minorías; película que parece querer reflexionar sobre el arte y cae en lo
mismo que trama, en sentido literal.
Shuffle, Kurt Kuenne, 2011
Si de verdad quieres…, David Frankel, 2012
En la parcela del terror, tampoco ausente en
las fechas cercanas a los finales de año, Sinister
(Scott Derrickson, 2012) ni siquiera asusta; es más de lo mismo que en tantas
ocasiones, con toques de El resplandor
(The Shining, Stanley Kubrick, 1980)
y las consabidas casas ocupadas por seres de ultratumba que se rigen por
extrañas divinidades del mal. Y casi de terror podríamos calificar a We Are Legion: The Story of the Hacktivists
(Brian Knappenberger, 2012), un reportaje de estilo televisivo sobre los hackers de Anonymous, que tiene interés periodístco y es revelador de los
problemas legales y sobre Wikileaks, pero no aporta nada cinematográficamente.
Sinister, Scott Derrickson, 2012
We Are Legion: The Story of the Hacktivists, Brian Knappenberger, 2012
Para concluir, conviene mencionar la
aportación de cierta magia “aparente” con ropaje poético que se vislumbra en Il cuore grande delle ragazze (Pupi
Avati, 2011), comedia italiana de época con toques de realismo mágico, que no
es redonda, pero sí resulta simpática y tierna; y, por otra parte, La belle endormie (Catherine Breillat,
2010), una especie de cuento mágico hermoso pero intranscendente. Afortunadamente,
lo políticamente incorrecto se abre paso en High School (John Stalberg, 2010), que no es la típica comedia gamberra de
universitarios anglosajones, aunque lo único que puede decirse en su honor es
que no hay moralina y las situaciones, por la extravagancia, llegan a resultar
divertidas y dejan entrever la perversión de la educación y de la considerada
"normalidad adulta". De otra parte, las buenas intenciones y lo
“políticamente correcto” se abren paso en Y ahora, ¿a dónde vamos? (Et
maintenant on va ou, Nadine Labaki, 2011), intento en clave de comedia de suturar la herida entre cristianos y
musulmanes que es a todas luces insuficiente.
Il cuore grande delle ragazze, Pupi Avati, 2011
La belle endormie, Catherine Breillat, 2010
High School, John Stalberg, 2010
Y ahora, ¿a dónde vamos?, Nadine Labaki, 2011
El cine español que hemos visto está
representado por dos títulos. Una pistola
en cada mano (Cesc Gay, 2012) constituye un híbrido entre el cine catalán
de burgueses modernos (En la ciudad,
Cesc Gay, 2003) y la comedia madrileña (El
otro lado de la cama, Emilio Martínez Lázaro, 2002). Como tal, resulta
ingenioso, y contiene interpretaciones soberbias; pero solo la primera
situación, con Eduard Fernández y Leonardo Sbaraglia, es sincera y valiente; y
el planteamiento de atizar a los hombres por lo tontos que son (somos) resulta
irritante, por tópico y fácil. El otro título, más interesante, es El cuerpo (Oriol Paulo, 2012), giallo español actual que hace honor al
género, a base de giros inverosímiles; si se entra en el juego (no es para
todos), resulta muy disfrutable.
Una pistola en cada mano, Cesc Gay, 2012
El cuerpo, Oriol Paulo, 2012
Así pues, nos ocuparemos acto seguido ambos
firmantes de sendos títulos, como hemos anticipado: Los Miserables y La noche más
oscura.
INFIERNO SON LOS
OGROS:
LOS MISERABLES y LA NOCHE MÁS OSCURA
El
pasado diciembre, Televisión Española emitió el telefilm El asesinato de
Carrero Blanco (Miguel Bardem, 2012). La emisión, que conmemoraba el nada
redondo trigésimo noveno aniversario, desató especulaciones acerca de la aviesa
intención que podía latir detrás de la producción (que, todo sea dicho, fue
aprobada por la anterior dirección, bajo mandato socialista).
A
diferencia de la versión de Operación Ogro, la cinta vibrante (y
proetarra) que Gillo Pontecorvo filmó en 1979, el largometraje televisivo
llamaba la atención por su ambivalencia ideológica, ya que adoptaba el punto de
vista de los terroristas, pero ofrecía un retrato más que humanizado del
presidente del gobierno, y tampoco la imagen del aparato de la dictadura
(político, militar y policial…) parecía demasiado feroz. No en vano, el
auténtico enemigo no era otro que el Gran Satán. El asesinato de Carrero
Blanco abonaba la tesis conspiranoica (en absoluto inverosímil) de que la
CIA teledirigió a los activistas vascos para inducirlos al asesinato, en lugar
de al secuestro; y luego, al igual que se habían quitado de encima al principal
obstáculo para una transición democrática (tutelada y minúscula), se
desembarazó de ellos, no fuera la cosa a irse de las manos y se montara aquí
una revolución. Un discurso, en fin, más que coherente, en el hijo de Juan
Antonio Bardem, militante comunista de los tiempos en que el Partido propugnaba
la reconciliación nacional.
Viene
esto a cuento de lo dubitativo que el audiovisual actual se está mostrando en
relación a la legitimidad del bando propio y a la villanía del ajeno. Tanto la
versión hollywoodiense del musical Los Miserables, como la crónica de la
venganza contra Osama Bin Laden, constituyen sendos relatos de caza y captura.
En aquélla predomina el punto de vista del prófugo, Jean Valjean (Hugh
Jackman), al de Jabert (Russell Crowe), que representa el lado de la ley, se le
otorga peso. La noche más oscura, en cambio, se centra en la progresiva
alienación de una agente, Maya (Jessica Chastain), en su persecución de quien
es definido como “un fantasma”.
Los Miserables es, primeramente, eficaz y
emocionante, aunque carece de aliento cinematográfico. Más allá del
desconcierto que produce que un film de gran espectáculo sea tan poco sensual,
lo más sintomático radica en la simpatía con la causa perdida de los
revolucionarios, que no es óbice para que se planteen dudas tanto acerca de su
coherencia, como de la legitimidad de la parte contraria. A este respecto, la
parte contraria no tiene rostro: nótese que no hay ni un solo pudiente malo,
que el sistema (¿la monarquía, el estado burgués…?) no está ni siquiera
mínimamente delineado, y que los soldados son meros ejecutores, dignos de
lástima en algún caso y con atisbos de piedad.
En
su juego parabólico con la actualidad, las elipsis de Los miserables
recalcan que la revolución primera y genuina fracasó, y que entre la población
ha cundido el escepticismo en relación a la posibilidad de un cambio del statu
quo, como tal. En uno de los números secundarios, sobre el papel, el niño
Gravroche (Daniel Huttlestone), dice expresamente que en 1789 derrocaron a Luis
XIV, pero ahora tienen un nuevo rey, y que entonces aspiraban a todo, mientras
que en el presente se conforman con sobrevivir. De hecho, el colofón en la
barricada, apelando al espectador a unirse a la revolución (con la frase
“aunque la noche sea oscura, al final siempre sale el sol”, en el colmo de las
rimas, por cierto…), desvela el sentido de la jugada: todos los héroes
comparecen ya como difuntos; la vida, pues, como un infierno, y la muerte como
una liberación. El paraíso está en los ideales. (Que a Fantine la haya
interpretado Anne Hathaway, una notoria musa del movimiento Occupy Wall
Street antaño comprometida con un multimillonario que resultó ser un
defraudador a gran escala, redondea la guasa.)
La
cinta de Kathryn Bigelow posee más enjundia, pero no es en absoluto menos
ambigua. Su apertura a las dobles lecturas, antagónicas, está
consustancialmente aparejada al hecho de que la protagonista sea un miembro
femenino de la CIA, captada en los días previos al 11-S, que reconoce no haber
hecho en sus doce años de carrera profesional otra cosa más que buscar
infructuosamente el rastro del autor de los atentados contra las Torres
Gemelas. A la joven se la intuye una persona sensible e inteligente, a la que
(como aguda que sería, pero antes como ser humano) debería repugnar el recurso
a la tortura, y hacerle reflexionar acerca de lo infantil e inútil de
personalizar una amenaza tan vasta y escurridiza.
La noche más oscura coloca al espectador en la
tesitura de identificarse con alguien que, siendo consciente de lo evidente,
escoge cerrar los ojos, apretar los dientes y poner cara de palo en nombre del
país (“Por Dios y por la patria”, sentencian los ejecutores del líder de Al
Qaeda). La interpretación de Jessica Chastain es, en efecto, inexpresiva, pero
excelente, en la medida en que pone rostro a una mujer que opta por colocarse
una máscara y, desproveerse, progresivamente, de todos los instintos y todos
los frenos que caracterizan a la especie: se muestra asexuada y carece de
amigos (como denota su silencio cuando una compañera la interroga al respecto),
y convierte en tal a los muertos (como ilustra la fotografía precisamente con
aquélla, fallecida en acto de servicio, que tiene como fondo de pantalla del
ordenador, y que alimenta su odio); se alimenta detestablemente, a base de
sandwiches, y rechaza hacerlo fuera de la oficina, por falta de seguridad)…
Astutamente,
Bigelow pone en entredicho incluso la identificación de Bin Laden que hace la
protagonista, a través de que el soldado que transmite la información indique
que así lo ha hecho, “al 100%”, cuando ella era la única que, antes, apostaba
ese porcentaje (aun reconociendo que exageraba) a la hipótesis de la
localización del líder islamista. Cuando, en el epílogo, Maya rompe a llorar,
con unas tiras rojas a su espalda que la visualiza como atrapada por las barras
de la bandera estadounidense, el espectador es invitado a leerlo como que, por
fin, se ha quitado la careta para dar rienda suelta a sus sentimientos; que
está abrumada por haber mentido, puesto que no el muerto no era el objetivo; o
que, en un arrebato de lucidez, se arrepiente, al darse cuenta de que la
eliminación del malvado no ha cambiado nada.
Y es que el cine contemporáneo parece tenerlo
claro: las utopías son irrenunciables… como tales.
LOS (AUTO)LÍMITES
DE LA REPRESENTACIÓN: LOS MISERABLES y
LA NOCHE MÁS OSCURA
Francisco Javier Gómez Tarín
Vivimos en la Historia, mal que nos pese, y
alimentamos nuestro imaginario con lo que vemos y lo que creemos (habitualmente
engañados, por cierto). Así pues, vivimos en la Historia, pero nos nutrimos de
historias… somos historia. Uno de estos nutrientes es el cine, paradigma de las
representaciones iconográficas en general. Y hete aquí que las historias se
cuentan y se transmiten. Las representaciones parten siempre de posiciones
ideológicas, de concepciones de mundo. Por tanto, podemos decir que nuestra
visión de la Historia la imponen las diferentes representaciones de la misma.
En 1832 tiene lugar en París una insurrección
(la rebelión de junio) que pretende
el derrocamiento del Rey Luis Felipe, títere al servicio de los intereses de la
burguesía victoriosa de la Revolución Francesa aparentemente traicionada con el
regreso de la monarquía (no olvidemos que incluso Napoleón llegó a proclamarse
emperador). Victor Hugo escribiría un impresionante relato de aquellos
momentos, Les Misérables (1862), en
el que se colocaban las piezas en su lugar y se desvelaba cómo la (nueva)
sociedad postrevolucionaria no había sido fiel a sus principios y la ruina de
las clases populares se había acelerado: una vez los principios de libertad, igualdad y fraternidad
perdidos, burguesía y aristocracia hacían
negocio (esto sonará al lector porque sigue, y sigue, y sigue… Recordemos:
“quitárselo a los pobres para dárselo a los ricos”)
Nunca he defendido que una adaptación deba
ser fiel a la pieza original, puesto que se trata de medios diferentes y, por
tanto, de diferentes productos. Ahora bien, cuando la ruptura de la fidelidad
es un elemento puesto al servicio de la limitación en los objetivos, algo huele
a podrido. Los espectadores que hayan visto el tráiler de Los Miserables
habrán podido hacerse cruces con la frase: “a partir del musical que ha
triunfado en todo el mundo” (como se puede observar, Victor Hugo is missing) Claro está, un musical
original que ya deja de lado muchas cuestiones esenciales de la obra del
escritor francés, ahora pasada por el filtro de una nueva espectacularidad, con
actores famosos y brillantes (y emotivas) escenas que le dan una nueva cara y
reducen, una vez más, los objetivos ideológicos y morales del producto inicial.
Tenemos mala conciencia de nuestra Historia
y, en consecuencia, tenemos mala conciencia de las representaciones que sobre
ella hacemos; de ahí que se imponga un ejercicio de reducción-reducción que
aboca finalmente a un puro espectáculo. Ni por un momento se mantiene la utopía
revolucionaria, salvo en esa escena final, repleta de banderas rojas (¡menos
mal!) en la que la vida (en imágenes) se abre paso; otra vida no es posible
porque los personajes son fantasmas, han sido ya aniquilados. La Historia
posterior nos enseña que los republicanos conseguirían finalmente acabar con la
monarquía, pero no con la pobreza, ya que la república que llegaría sería la de
la burguesía. Al pueblo, como siempre, ¡que le den!...
No es Los
Miserables una mala película, pero sí es una película tramposa. A Hooper
hay que reconocerle que ha asumido un riesgo esencial: poner en escena en
nuestros días un musical casi al cien por cien cantado. Eso tiene mérito. Pero
los jóvenes revolucionarios son pequeño burgueses y niñatos; las clases
populares parecen no existir, e incluso el propio Gravroche entra y sale sin
convicción (no digamos nada de Cosette, absolutamente desdibujada) Si pensamos
en Victor Hugo, nos echamos a temblar. Para más inri, todos los personajes, como el propio filme, se mueven por
sentimientos honrosos (son de una pieza, acartonados en su honestidad); ni
siquiera Jabert es malvado: es un monstruo que ha seguido ciegamente la ley a
lo largo de toda su vida, y descubre que -¡vaya novedad!- la ley no es la
justicia, por lo que debe morir y él mismo cumple su propia sentencia (conste
que este descubrimiento de Jabert está hoy a la orden del día, con el agravante
de que nosotros ya lo sabíamos y no hicimos nada)
Y hablando de monstruos, La noche más oscura pasa de puntillas por la Historia y enfrenta
dos individualidades, Bin Laden y Maya, que son nuevos monstruos de nuestra
época. El primero ha transformado la utopía revolucionaria, reivindicadora de
libertad para los menos afortunados, en un constante acto irracional de
violencia extrema que solamente conduce a la muerte y a la aniquilación (véase,
por otro lado, de lo poco que han servido las primaveras árabes). El segundo,
la agente de la CIA reclutada tras el 11S, se ha alimentado de odio y mantiene
un único objetivo: el asesinato de Bin Laden; para ello, aunque la procesión
vaya por dentro, no duda en torturar, masacrar, etc.; incluso llega a decir que
lo ideal es una bomba para acabar con el espacio en que se encuentra el enemigo
y cuanto contiene (mujeres y niños incluidos, claro) No le tiembla la mano, es
un monstruo impasible e implacable (por cierto, pese al llanto final, el
personaje real sigue trabajando para la CIA).
Pero, ¿qué pasa con las torturas, las
cárceles clandestinas esparcidas por medio mundo, la propia invasión del
territorio paquistaní para el acto final de crimen selectivo? Porque, es
evidente, todo esto son actos terroristas, se revistan de las justificaciones
que se revistan, y, de alguna forma, legitiman los de sus adversarios. El
problema del terrorismo de estado no es otro que el de la legitimación del
“otro”. Todo esto está en el filme pero mostrado en un tono de crónica
desapasionada, fría, como si se tratara de poner en escena solamente “los
hechos”. Claro que esto, pese a la brillantez y calidad cinematográfica, que no
dudamos y que alcanza cotas muy altas en la parte final del filme, es una buena
justificación para no decir más de lo necesario y, en el fondo, para “no
mojarse”.
Porque el problema de ambos filmes y de otros
muchos que siguen sus pasos, es la autolimitación, la autocensura, el “mirar
hacia otro lado” para contentar a públicos con diferentes aspiraciones
hermenéuticas. La noche más oscura
es, pues, un brillante ejercicio cinematográfico al que le falta fuerza moral.
Ya se sabe: los monstruos no se comen entre ellos.
Francisco Javier Gómez Tarín
Agustín Rubio Alcover
Universitat Jaume I de Castellón
Esta entrega de La mirada esquinada se publicó
en la revista El Viejo Topo nº 301, febrero 2013.
Agracedemos a El Viejo Topo la autorización
para reproducir e incluir la sección con el mismo título en
Textos en red (Shangrila Textos Aparte).
para reproducir e incluir la sección con el mismo título en
Textos en red (Shangrila Textos Aparte).