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5.3.13

LA MIRADA ESQUINADA: DOBLE(S) SENTIDO(S). LECTURAS Y REFLEXIONES SOBRE EL CINE Y EL MUNDO: LOS LÍMITES DE LA UTOPÍA.

COORDINADORES: FRANCISCO JAVIER GÓMEZ TARÍN / AGUSTÍN RUBIO ALCOVER



Febrero 2013

LOS LÍMITES DE LA UTOPÍA




El balance de 2012 –y nos hemos tomado el tiempo de reflexión mínimamente adecuado- no ha podido ser más negativo, desde el punto de vista social y político. Esta situación, que no es patrimonio de nuestro país, sí se ha convertido aquí en un mal endémico. Cuando las cosas están como están, bajo la dictadura de los mercados y de los económicamente poderosos (no elegidos democráticamente, pero efectivos en su depauperación de la sociedad -y nos hacemos eco de las palabras nada sospechosas de Iñaki Gabilondo-), se dan las circunstancias adecuadas para que surja, frente a la desesperación, la utopía. Desafortunadamente, la historia no se repite, aunque sí los estragos en el entorno ciudadano.

El cúmulo de males (y maldades) llenaría páginas: la mentira de los gobernantes, el incumplimiento, la corrupción, la desregulación, la falta de libertad, las carencias más elementales, los famosos ”recortes” (sangrantes en sanidad, educación y, ¿por qué no decirlo?, cultura)… no son sino la punta de lanza de un proyecto global que apunta hacia la suspensión y eliminación de la sociedad del bienestar (no alcanzada en nuestro país y ahora desmantelada para muchos años). Los beneficios sociales, para quien se los pueda pagar; eliminada la sanidad, la educación, la cultura y la justicia para los más necesitados… En la película El capital (Le capital, Costa-Gavras, 2012), de la que hablamos en nuestra pasada entrega y que resulta un panfleto oportuno y necesario, pese a sus carencias discursivas cinematográficas, el personaje principal concluye con una frase que se hace eco de la situación-balance de 2012: “seguiremos como hasta ahora: robándoles los recursos a los pobres para entregárselos a los ricos”.

Históricamente las convulsiones sociales han acontecido cuando los límites de la depauperación han resultado inasumibles para las capas sociales más desfavorecidas. Y este podría ser uno de esos momentos. Movidos por la utopía revolucionaria, los seres humanos han cambiado la historia, por mucho que más tarde esta haya vuelto a sus cauces de explotación sistematizada del que menos tiene. Lo que a todas luces parece evidente es que vivimos en una situación de extrema violencia, física y simbólica. La utopía existe siempre, y, cuando el poder se desboca, aquélla se reactiva de manera directamente proporcional. Pero conviene no llamarnos a engaño: la utopía, por su propia esencia, es un objetivo inalcanzable, pese a que resulte necesaria para abrir un camino hacia el progreso y el futuro de la sociedad. Las utopías revolucionarias han tenido protagonismos esenciales en el pasado: la revolución francesa, la soviética, las insurgencias latinoamericanas, etc. Se da el caso de que coinciden en nuestras pantallas dos títulos vinculados a sendas utopías, que ambos firmantes trataremos en nuestro apartado personalizado. Nos referimos a Los miserables (Les Misérables, Tom Hooper, 2012) y a La noche más oscura (Zero Dark Thirty, Kathryn Bigelow, 2012). Estos títulos y los tratamientos individualizados del poder, que muy probablemente constituyan la esencia de nuestra siguiente entrega, The Master (Paul Thomas Anderson, 2012) y Lincoln (Steven Spielberg, 2012), nos obligan a preguntarnos por algo que habitualmente se deja de lado al hablar de utopías: ¿existen límites para la utopías y, en consonancia, para sus representaciones?

Lo indiscutible es que hay utopías y utopías: por ejemplo, la religiosa (caso de la Jihad) pasa por la pretensión de imponer una idea del paraíso en la Tierra, y pisotear a quienes no comulgan del credo. También que otros proyectos más nobles, como la revolución francesa acabaron, después de mucho terror y guillotinas, muy manipulados por el estamento en alza (la burguesía). En ambos casos, el sobrepasamiento vino por el lado de la violencia. Intentando contrarrestar una violencia institucional opresora, se convirtieron en máquinas de matar e hicieron así un flaco servicio a sus objetivos de fondo, que acababan siendo tergiversados (otro tanto para la revolución soviética, pese a nuestras simpatías, y para el nacionalismo).

Si bien es cierto que la situación actual pide a gritos un cambio social y de modo económico (el capitalismo está superado y su agonía puede ser fatal para todos), en tanto se reproducen los viejos cánones que hacen cada vez más poderoso al poderoso, el conflicto entre realidad y utopía se plasma muy bien en la serie de Batman realizada por Nolan (el Jocker y Batman son complementarios y ambos contribuyen a la producción del caos). El cine, pues, es una herramienta esencial para la producción de discursos sobre nuestro entorno y, al mismo tiempo, para poder comprenderlo; esto es así tanto desde la perspectiva personal como desde la del imaginario colectivo que engrasa las arterias de las ideologías.

Violencia en el cine –reflejo de la sociedad– la hay a raudales. Lo que diferencia una reflexión sólida de otra irrelevante o manipuladora es la solidez discursiva. Así, un abismo separa Battle of the Pacific (Oba: The Last Samurai, Hideyuki Hirayama, 2011) de Seal Team Six The Raid on Osama Bin Laden (Code Name: Geronimo, John Stockwell, 2012); en tanto la primera es una buena recreación de hechos heroicos con visión de ambas partes y aportación de la cultura japonesa, muy en la línea del dueto de Clint Eastwood pero sin sus medios económicos, la segunda no pasa de ser pura propaganda militarista y, aunque no está mal hecha, pretende ser una crónica que se queda en ese habitual "somos los mejores” de tal forma que su alma panfletaria impide que el espectador avisado aguante todo el metraje.



Battle of the Pacific, Hideyuki Hirayama, 2011


Seal Team Six The Raid on Osama Bin Laden, John Stockwell, 2012


Entre tales dos límites, la violencia desborda en películas tan insulsas como Dredd (Pete Travis, 2012), que no es mala sino peor, haciendo bueno al anterior Stallone y enarbolando la bandera de la gratuidad y la chatarra, con esos malos malencarados, que resultan impagables de puro irrisorios; o la prescindible Venganza: Conexión Estambul (Taken 2, Olivier Megaton, 2012), nula cinta de acción y nada más, producida por Luc Besson (lo cual ya lo dice todo), maniquea, con enemigos vengativos que se mueven por la sangre (casualmente, mulsulmanes albaneses). Y, si de violencia gratuita hablamos, encaja aquí ese mamotreto de tres horas de duración que amenaza con otras dos partes añadidas de “batallitas” que es la aburridísima y desvergonzada El hobbit (The Hobbit, Peter Jackson, 2012), que busca repetir tal cual la jugada de la trilogía de El Señor de los Anillos; está, eso sí, en el extremo opuesto de El legado de Bourne (The Bourne Legacy, Tony Gilroy, 2012), cuya violencia resulta efectiva por su ritmo y el juego con la serie de Jason Bourne que es cuanto menos curioso.



Dredd, Pete Travis, 2012



Venganza: Conexión Estambul, Olivier Megaton, 2012


El hobbit, Peter Jackson, 2012


El legado de Bourne, Tony Gilroy, 2012


Sin embargo, las fechas navideñas, plagadas de estrenos, no son muy susceptibles de aportar materiales de gran calidad, nos tememos, y al margen de las consabidas “animaciones y amabilidades” varias, el tono desciende de manera alarmante (aunque ya venimos constatando que el “tono” está en caída libre desde hace algún tiempo, quizás por contagio de la crisis y la carencia ética dominante). Esto no quiere decir que no hayamos podido visionar películas de interés, sea cual sea su procedencia, como es el caso de De óxido y hueso (De rouille et d´os, Jacques Audiard, 2012), una película que corre el riesgo de resultar incomprendida e infravalorada, en la que hay una mirada electrizante sobre el mundo; un mundo "otro", en el que los seres humanos intentan salir adelante como pueden. La cámara no es usada como testigo, sino como taladro (atención a los múltiples planos de espaldas y nucas, como si se las quisiera penetrar): no es la realidad, sino la transmisión de un concepto de realidad. Audiard crea un mundo y traspasa sus sensaciones al nuestro.



De óxido y hueso, Jacques Audiard, 2012


También nos sorprendió agradablemente Magic Mike (Steven Soderbergh, 2012), una honesta visión del mundo de los boys, sin moralinas ni juicios de valor, pero con una denuncia implícita de la voluntad individual y las posibilidades de enfrentarse o no a una vida que arrastra al abismo cuando no se gestiona con dignidad. Se trata de una película mucho menos ampulosa de lo que es habitual en el cine de Soderbergh, con pocas pretensiones, atenta a la realidad, divertida y elegante (a pesar del asunto), lo cual se agradece. The Scapegoat (Charles Sturridge, 2012) es un magnífico ejemplo de un cine inglés de la línea orientada por corte televisivo que es un exponente de la calidad en la puesta en escena, la corrección gramatical y la brillantez en la adaptación de una historia relativamente clásica, firmada por Daphne du Maurier, y que ya conoció otra versión, Donde el círculo termina (The Scapegoat, Robert Hamer, 1959), con Alec Guinness como protagonista. Fantasea con la posibilidad de vivir otra vida, mejorando al predecesor, como una opción ética y esto se coloca en línea con el cambio de reinado en 1952 y los avatares de la postguerra.



Magic Mike, Steven Soderbergh, 2012


The Scapegoat, Charles Sturridge, 2012


Y pare usted de contar… Hemos visto temas mundanos con perspectiva suave y edulcorada, como Amor y Letras (Liberal Arts, Josh Radnor, 2012), película "amable" que pretende dar una visión sobre el viaje experiencial con el paso de la adolescencia a la madurez y de esta a la vejez, sin conseguirlo; salvo algunos diálogos con cierta altura resulta un film fofo y, hasta cierto punto, convencional y poco relevante, en el que los personajes aparecen y desaparecen como si estuvieran de paso para formar parte de un escaparate vivencial. Shuffle (Kurt Kuenne, 2011) va tomando peso a medida que avanza; en blanco y negro, supone una especie de híbrido (o al menos bebe de las fuentes) de Las cosas de la vida (Les choses de la vie, Caude Sautet, 1970)  y Atrapado en el tiempo (Groundhog Day, Harold Ramis, 1993), con la ventaja de que la reconstrucción del rompecabezas de una vida cobra sentido por la inevitabilidad de los acontecimientos y la necesidad de continuar viviendo el presente en un "tono" familiar un tanto desmedido. Si de verdad quieres… (Hope Springs, David Frankel, 2012) se ve ennoblecida por unas interpretaciones excelentes, pero es, por lo demás, una película muy convencional, vista ya una y mil veces. Tampoco Untitled (Jonathan Parker, 2009) nos aportó gran cosa: según parece, el mundo del arte en Nueva York es un pañuelo de intelectuales y snobs en el seno de una la sociedad para la que el mundo es una balsa de aceite y felicidad que solamente se preocupa por si su arte es o no comprendido por las minorías; película que parece querer reflexionar sobre el arte y cae en lo mismo que trama, en sentido literal.



Shuffle, Kurt Kuenne, 2011


Si de verdad quieres…, David Frankel, 2012


En la parcela del terror, tampoco ausente en las fechas cercanas a los finales de año, Sinister (Scott Derrickson, 2012) ni siquiera asusta; es más de lo mismo que en tantas ocasiones, con toques de El resplandor (The Shining, Stanley Kubrick, 1980) y las consabidas casas ocupadas por seres de ultratumba que se rigen por extrañas divinidades del mal. Y casi de terror podríamos calificar a We Are Legion: The Story of the Hacktivists (Brian Knappenberger, 2012), un reportaje de estilo televisivo sobre los hackers de Anonymous, que tiene interés periodístco y es revelador de los problemas legales y sobre Wikileaks, pero no aporta nada cinematográficamente.



 Sinister, Scott Derrickson, 2012


We Are Legion: The Story of the Hacktivists, Brian Knappenberger, 2012


Para concluir, conviene mencionar la aportación de cierta magia “aparente” con ropaje poético que se vislumbra en Il cuore grande delle ragazze (Pupi Avati, 2011), comedia italiana de época con toques de realismo mágico, que no es redonda, pero sí resulta simpática y tierna; y, por otra parte, La belle endormie (Catherine Breillat, 2010), una especie de cuento mágico hermoso pero intranscendente. Afortunadamente, lo políticamente incorrecto se abre paso en High School (John Stalberg, 2010), que no es la típica comedia gamberra de universitarios anglosajones, aunque lo único que puede decirse en su honor es que no hay moralina y las situaciones, por la extravagancia, llegan a resultar divertidas y dejan entrever la perversión de la educación y de la considerada "normalidad adulta". De otra parte, las buenas intenciones y lo “políticamente correcto” se abren paso en Y ahora, ¿a dónde vamos? (Et maintenant on va ou, Nadine Labaki, 2011), intento en clave de comedia de suturar la herida entre cristianos y musulmanes que es a todas luces insuficiente.



Il cuore grande delle ragazze, Pupi Avati, 2011

La belle endormie, Catherine Breillat, 2010


High School, John Stalberg, 2010


Y ahora, ¿a dónde vamos?, Nadine Labaki, 2011


El cine español que hemos visto está representado por dos títulos. Una pistola en cada mano (Cesc Gay, 2012) constituye un híbrido entre el cine catalán de burgueses modernos (En la ciudad, Cesc Gay, 2003) y la comedia madrileña (El otro lado de la cama, Emilio Martínez Lázaro, 2002). Como tal, resulta ingenioso, y contiene interpretaciones soberbias; pero solo la primera situación, con Eduard Fernández y Leonardo Sbaraglia, es sincera y valiente; y el planteamiento de atizar a los hombres por lo tontos que son (somos) resulta irritante, por tópico y fácil. El otro título, más interesante, es El cuerpo (Oriol Paulo, 2012), giallo español actual que hace honor al género, a base de giros inverosímiles; si se entra en el juego (no es para todos), resulta muy disfrutable.



Una pistola en cada mano, Cesc Gay, 2012


El cuerpo, Oriol Paulo, 2012


Así pues, nos ocuparemos acto seguido ambos firmantes de sendos títulos, como hemos anticipado: Los Miserables y La noche más oscura.


INFIERNO SON LOS OGROS:
LOS MISERABLES y LA NOCHE MÁS OSCURA
 Agustín Rubio Alcover



Los miserables, Tom Hooper, 2012

La noche más oscura, Kathryn Bigelow, 2012


El pasado diciembre, Televisión Española emitió el telefilm El asesinato de Carrero Blanco (Miguel Bardem, 2012). La emisión, que conmemoraba el nada redondo trigésimo noveno aniversario, desató especulaciones acerca de la aviesa intención que podía latir detrás de la producción (que, todo sea dicho, fue aprobada por la anterior dirección, bajo mandato socialista).

A diferencia de la versión de Operación Ogro, la cinta vibrante (y proetarra) que Gillo Pontecorvo filmó en 1979, el largometraje televisivo llamaba la atención por su ambivalencia ideológica, ya que adoptaba el punto de vista de los terroristas, pero ofrecía un retrato más que humanizado del presidente del gobierno, y tampoco la imagen del aparato de la dictadura (político, militar y policial…) parecía demasiado feroz. No en vano, el auténtico enemigo no era otro que el Gran Satán. El asesinato de Carrero Blanco abonaba la tesis conspiranoica (en absoluto inverosímil) de que la CIA teledirigió a los activistas vascos para inducirlos al asesinato, en lugar de al secuestro; y luego, al igual que se habían quitado de encima al principal obstáculo para una transición democrática (tutelada y minúscula), se desembarazó de ellos, no fuera la cosa a irse de las manos y se montara aquí una revolución. Un discurso, en fin, más que coherente, en el hijo de Juan Antonio Bardem, militante comunista de los tiempos en que el Partido propugnaba la reconciliación nacional.

Viene esto a cuento de lo dubitativo que el audiovisual actual se está mostrando en relación a la legitimidad del bando propio y a la villanía del ajeno. Tanto la versión hollywoodiense del musical Los Miserables, como la crónica de la venganza contra Osama Bin Laden, constituyen sendos relatos de caza y captura. En aquélla predomina el punto de vista del prófugo, Jean Valjean (Hugh Jackman), al de Jabert (Russell Crowe), que representa el lado de la ley, se le otorga peso. La noche más oscura, en cambio, se centra en la progresiva alienación de una agente, Maya (Jessica Chastain), en su persecución de quien es definido como “un fantasma”.

Los Miserables es, primeramente, eficaz y emocionante, aunque carece de aliento cinematográfico. Más allá del desconcierto que produce que un film de gran espectáculo sea tan poco sensual, lo más sintomático radica en la simpatía con la causa perdida de los revolucionarios, que no es óbice para que se planteen dudas tanto acerca de su coherencia, como de la legitimidad de la parte contraria. A este respecto, la parte contraria no tiene rostro: nótese que no hay ni un solo pudiente malo, que el sistema (¿la monarquía, el estado burgués…?) no está ni siquiera mínimamente delineado, y que los soldados son meros ejecutores, dignos de lástima en algún caso y con atisbos de piedad.

En su juego parabólico con la actualidad, las elipsis de Los miserables recalcan que la revolución primera y genuina fracasó, y que entre la población ha cundido el escepticismo en relación a la posibilidad de un cambio del statu quo, como tal. En uno de los números secundarios, sobre el papel, el niño Gravroche (Daniel Huttlestone), dice expresamente que en 1789 derrocaron a Luis XIV, pero ahora tienen un nuevo rey, y que entonces aspiraban a todo, mientras que en el presente se conforman con sobrevivir. De hecho, el colofón en la barricada, apelando al espectador a unirse a la revolución (con la frase “aunque la noche sea oscura, al final siempre sale el sol”, en el colmo de las rimas, por cierto…), desvela el sentido de la jugada: todos los héroes comparecen ya como difuntos; la vida, pues, como un infierno, y la muerte como una liberación. El paraíso está en los ideales. (Que a Fantine la haya interpretado Anne Hathaway, una notoria musa del movimiento Occupy Wall Street antaño comprometida con un multimillonario que resultó ser un defraudador a gran escala, redondea la guasa.)

La cinta de Kathryn Bigelow posee más enjundia, pero no es en absoluto menos ambigua. Su apertura a las dobles lecturas, antagónicas, está consustancialmente aparejada al hecho de que la protagonista sea un miembro femenino de la CIA, captada en los días previos al 11-S, que reconoce no haber hecho en sus doce años de carrera profesional otra cosa más que buscar infructuosamente el rastro del autor de los atentados contra las Torres Gemelas. A la joven se la intuye una persona sensible e inteligente, a la que (como aguda que sería, pero antes como ser humano) debería repugnar el recurso a la tortura, y hacerle reflexionar acerca de lo infantil e inútil de personalizar una amenaza tan vasta y escurridiza.

La noche más oscura coloca al espectador en la tesitura de identificarse con alguien que, siendo consciente de lo evidente, escoge cerrar los ojos, apretar los dientes y poner cara de palo en nombre del país (“Por Dios y por la patria”, sentencian los ejecutores del líder de Al Qaeda). La interpretación de Jessica Chastain es, en efecto, inexpresiva, pero excelente, en la medida en que pone rostro a una mujer que opta por colocarse una máscara y, desproveerse, progresivamente, de todos los instintos y todos los frenos que caracterizan a la especie: se muestra asexuada y carece de amigos (como denota su silencio cuando una compañera la interroga al respecto), y convierte en tal a los muertos (como ilustra la fotografía precisamente con aquélla, fallecida en acto de servicio, que tiene como fondo de pantalla del ordenador, y que alimenta su odio); se alimenta detestablemente, a base de sandwiches, y rechaza hacerlo fuera de la oficina, por falta de seguridad)…

Astutamente, Bigelow pone en entredicho incluso la identificación de Bin Laden que hace la protagonista, a través de que el soldado que transmite la información indique que así lo ha hecho, “al 100%”, cuando ella era la única que, antes, apostaba ese porcentaje (aun reconociendo que exageraba) a la hipótesis de la localización del líder islamista. Cuando, en el epílogo, Maya rompe a llorar, con unas tiras rojas a su espalda que la visualiza como atrapada por las barras de la bandera estadounidense, el espectador es invitado a leerlo como que, por fin, se ha quitado la careta para dar rienda suelta a sus sentimientos; que está abrumada por haber mentido, puesto que no el muerto no era el objetivo; o que, en un arrebato de lucidez, se arrepiente, al darse cuenta de que la eliminación del malvado no ha cambiado nada.

Y es que el cine contemporáneo parece tenerlo claro: las utopías son irrenunciables… como tales.


LOS (AUTO)LÍMITES DE LA REPRESENTACIÓN: LOS MISERABLES y LA NOCHE MÁS OSCURA
Francisco Javier Gómez Tarín



Los miserables, Tom Hooper, 2012


La noche más oscura, Kathryn Bigelow, 2012


Vivimos en la Historia, mal que nos pese, y alimentamos nuestro imaginario con lo que vemos y lo que creemos (habitualmente engañados, por cierto). Así pues, vivimos en la Historia, pero nos nutrimos de historias… somos historia. Uno de estos nutrientes es el cine, paradigma de las representaciones iconográficas en general. Y hete aquí que las historias se cuentan y se transmiten. Las representaciones parten siempre de posiciones ideológicas, de concepciones de mundo. Por tanto, podemos decir que nuestra visión de la Historia la imponen las diferentes representaciones de la misma.

En 1832 tiene lugar en París una insurrección (la rebelión de junio) que pretende el derrocamiento del Rey Luis Felipe, títere al servicio de los intereses de la burguesía victoriosa de la Revolución Francesa aparentemente traicionada con el regreso de la monarquía (no olvidemos que incluso Napoleón llegó a proclamarse emperador). Victor Hugo escribiría un impresionante relato de aquellos momentos, Les Misérables (1862), en el que se colocaban las piezas en su lugar y se desvelaba cómo la (nueva) sociedad postrevolucionaria no había sido fiel a sus principios y la ruina de las clases populares se había acelerado: una vez los principios de libertad, igualdad y fraternidad perdidos, burguesía y aristocracia hacían negocio (esto sonará al lector porque sigue, y sigue, y sigue… Recordemos: “quitárselo a los pobres para dárselo a los ricos”)

Nunca he defendido que una adaptación deba ser fiel a la pieza original, puesto que se trata de medios diferentes y, por tanto, de diferentes productos. Ahora bien, cuando la ruptura de la fidelidad es un elemento puesto al servicio de la limitación en los objetivos, algo huele a podrido. Los espectadores que hayan visto el tráiler de Los Miserables habrán podido hacerse cruces con la frase: “a partir del musical que ha triunfado en todo el mundo” (como se puede observar, Victor Hugo is missing) Claro está, un musical original que ya deja de lado muchas cuestiones esenciales de la obra del escritor francés, ahora pasada por el filtro de una nueva espectacularidad, con actores famosos y brillantes (y emotivas) escenas que le dan una nueva cara y reducen, una vez más, los objetivos ideológicos y morales del producto inicial.

Tenemos mala conciencia de nuestra Historia y, en consecuencia, tenemos mala conciencia de las representaciones que sobre ella hacemos; de ahí que se imponga un ejercicio de reducción-reducción que aboca finalmente a un puro espectáculo. Ni por un momento se mantiene la utopía revolucionaria, salvo en esa escena final, repleta de banderas rojas (¡menos mal!) en la que la vida (en imágenes) se abre paso; otra vida no es posible porque los personajes son fantasmas, han sido ya aniquilados. La Historia posterior nos enseña que los republicanos conseguirían finalmente acabar con la monarquía, pero no con la pobreza, ya que la república que llegaría sería la de la burguesía. Al pueblo, como siempre, ¡que le den!...

No es Los Miserables una mala película, pero sí es una película tramposa. A Hooper hay que reconocerle que ha asumido un riesgo esencial: poner en escena en nuestros días un musical casi al cien por cien cantado. Eso tiene mérito. Pero los jóvenes revolucionarios son pequeño burgueses y niñatos; las clases populares parecen no existir, e incluso el propio Gravroche entra y sale sin convicción (no digamos nada de Cosette, absolutamente desdibujada) Si pensamos en Victor Hugo, nos echamos a temblar. Para más inri, todos los personajes, como el propio filme, se mueven por sentimientos honrosos (son de una pieza, acartonados en su honestidad); ni siquiera Jabert es malvado: es un monstruo que ha seguido ciegamente la ley a lo largo de toda su vida, y descubre que -¡vaya novedad!- la ley no es la justicia, por lo que debe morir y él mismo cumple su propia sentencia (conste que este descubrimiento de Jabert está hoy a la orden del día, con el agravante de que nosotros ya lo sabíamos y no hicimos nada)

Y hablando de monstruos, La noche más oscura pasa de puntillas por la Historia y enfrenta dos individualidades, Bin Laden y Maya, que son nuevos monstruos de nuestra época. El primero ha transformado la utopía revolucionaria, reivindicadora de libertad para los menos afortunados, en un constante acto irracional de violencia extrema que solamente conduce a la muerte y a la aniquilación (véase, por otro lado, de lo poco que han servido las primaveras árabes). El segundo, la agente de la CIA reclutada tras el 11S, se ha alimentado de odio y mantiene un único objetivo: el asesinato de Bin Laden; para ello, aunque la procesión vaya por dentro, no duda en torturar, masacrar, etc.; incluso llega a decir que lo ideal es una bomba para acabar con el espacio en que se encuentra el enemigo y cuanto contiene (mujeres y niños incluidos, claro) No le tiembla la mano, es un monstruo impasible e implacable (por cierto, pese al llanto final, el personaje real sigue trabajando para la CIA).

Pero, ¿qué pasa con las torturas, las cárceles clandestinas esparcidas por medio mundo, la propia invasión del territorio paquistaní para el acto final de crimen selectivo? Porque, es evidente, todo esto son actos terroristas, se revistan de las justificaciones que se revistan, y, de alguna forma, legitiman los de sus adversarios. El problema del terrorismo de estado no es otro que el de la legitimación del “otro”. Todo esto está en el filme pero mostrado en un tono de crónica desapasionada, fría, como si se tratara de poner en escena solamente “los hechos”. Claro que esto, pese a la brillantez y calidad cinematográfica, que no dudamos y que alcanza cotas muy altas en la parte final del filme, es una buena justificación para no decir más de lo necesario y, en el fondo, para “no mojarse”.

Porque el problema de ambos filmes y de otros muchos que siguen sus pasos, es la autolimitación, la autocensura, el “mirar hacia otro lado” para contentar a públicos con diferentes aspiraciones hermenéuticas. La noche más oscura es, pues, un brillante ejercicio cinematográfico al que le falta fuerza moral. Ya se sabe: los monstruos no se comen entre ellos.

Francisco Javier Gómez Tarín
Agustín Rubio Alcover
Universitat Jaume I de Castellón





Esta entrega de La mirada esquinada se publicó
en la revista El Viejo Topo nº 301, febrero 2013.


Agracedemos a El Viejo Topo la autorización
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Textos en red (Shangrila Textos Aparte).