BENET, Vicente J.
El cine español. Una historia cultural,
Barcelona: Paidós, 2012
El cine español. Una historia cultural,
Barcelona: Paidós, 2012
POR AGUSTÍN RUBIO ALCOVER
UNA MODERNIDAD SÓLIDA
Vicente Benet, colega de quien suscribe en la Universitat Jaume I de
Castellón, es un profesor dedicado, y muy apreciado por los alumnos. Autor de La
cultura del cine, una suerte de
manual de historia mundial del medio desde la óptica cultural también editada
por Paidós en 2000, con El cine español. Una historia cultural Benet ha querido poner el foco en nuestro
cine, con vistas a ofrecer a la comunidad científica y al estudiantado un
trabajo equivalente al anterior, pero específicamente centrado en la
trayectoria de este arte/espectáculo en España. El propósito que anima el
presente trabajo es clara, tal y como Benet declara con sencillez en la
introducción: “Detrás de las páginas que siguen se ha buscado una tesis
articuladora. Expresada brevemente, se defiende que la idea de que el cine
español revela las tensiones de la instauración de la modernidad en nuestro
país a lo largo del siglo XX” (p. 16).
Sus bondades más destacables son, a mi juicio, la identidad y la
coherencia, que le proporcionan la autoría única y un eje discursivo fuerte.
También, a buen seguro, su amenidad va a ser muy agradecida por los alumnos
(los de Benet y los que opten por su obra), así como por los lectores en
general. Sin embargo, como debe de ser, las aspiraciones del texto trascienden
el mero (aunque muy complicado) afán de complacer a, con perdón, su parroquia o
clientela. De hecho, Benet polemiza de manera tan abierta como frontal con
otras corrientes historiográficas, tal y como (de nuevo, ya en la introducción)
plantea: “Una antigua tesis nacionalista de inspiración romántica que, puesta
al día, sigue vigente (e incluso diría que domina) en los estudios de historia
del cine español actuales. Expresada de manera simple, la base del más
interesante cine español se debería remitir a unas fuentes imperecederas, a
‘savias nutricias’, ‘humus’ y otras metáforas tan intemporales como atávicas,
que se plasman en rasgos evocadores indistintamente del realismo de Velázquez,
del humor negro, de los cartones para tapices de Goya o de la literatura
picaresca y la mística de la edad de oro literaria. Pero ésta no es una idea nueva.
Está latente desde las declaraciones que defendían el papel cultural y estético
del cine mediante un nacionalismo trasnochado en la época primorriverista, se
encuentra en el llamamiento a las Conversaciones de Salamanca (…) y, como acabo
de decir, sigue vigente en muchas obras académicas recientes” (pp. 18-19).
Tanto la nada favorecedora genealogía que esta última oración
establece, como la contundencia con que está formulada, van a exaltar los ánimos
de los historiadores que se sientan aludidos. No obstante, conviene, por
diversas razones (incluido el imperativo ético), evaluar los argumentos del
profesor Benet. Y lo cierto es que, tanto por
el acierto de numerosas apreciaciones y cuestiones, acerca de las que ha
arrojado una luz nueva con respecto a las perspectivas de que hasta ahora se
disponía, como por el rigor y la habilidad con que estructura su recorrido
(eminentemente, pero no exclusivamente cultural) por nuestro cine, su labor merece reconocimiento y
consideración. Si se excluyen la introducción y los apartados de notas,
bibliografía e índices, el volumen se compone de ocho capítulos, consagrados a
analizar el devenir de la representación y las ideas cinematográficas en España
desde una doble perspectiva, cronológico-temática. Así, se va desgranando el
modo en que tuvo lugar “El choque de la modernidad (1896-1922)”, se
consolidaron las “Formas de distracción (1923-1936)”; se desarrolló el debate
“En torno a la España negra (1931-1940)”; el régimen se embarcó en un “Viaje al
interior (1939-1958)”, pero, en los últimos años, se sorprendió a sí mismo
“Mirando al exterior (1951-1970)”; simultáneamente, los vanguardistas,
independientes y experimentalistas trazaron “Vías excéntricas (1925-1980)”;
cristalizó “El asentamiento de la modernidad (1968-1996)”; y, por fin,
desembocamos en “El presente transformado (1992-2010)”.
El principal reparo que cabe oponerle (huelga decir que para mí)
consiste en que, en ocasiones, la defensa de la importancia de la modernidad en
la definición del cine español, deviene en defensa de la instauración de la
modernidad misma (o de sus signos) en el propio cine. Lo cual, integrado en una
cadena semántica y lógica que tiende a una homologación total de la modernidad
con la sociedad de consumo, lo urbano y las influencias cosmopolitas, conduce,
por momentos, a un alineamiento en antitradicionalista o antiesencialista que
trasciende el ámbito historiográfico, al minimizar la presencia real,
perfectamente contrastada, de esos sentimientos en la cultura española de finales
del XIX, el XX y lo que va de XXI. Quizás suene como una banalidad así dicho,
pero la historia del cinematógrafo en nuestro país no se entiende sin el debate noventayochista (que, no en balde, casi coincide con los primeros pasos
del aparato en la península), sus réplicas y sus secuelas, que se prolongan y
complican hasta el día de hoy.
Es por este motivo que, cuando el autor se refiere a “la doble dinámica
que se extiende en el desarrollo cinematográfico en España, que no es demasiado
diferente al de otros países: por un lado, el recurso a productos de
distracción y ocio modernos locales fácilmente asimilables por el cine. Por
otro, el molde del estilo internacional que desde Hollywood establece las
fórmulas narrativas y de puesta en imágenes que se han validado como las más
eficaces” (p. 77); valdría la pena mencionar que siempre ha actuado como contrapeso o
en contradicción un sentido
de la herencia, que funciona ora como conciencia, ora como voluntad, ora como
auténtica maldición; un legado (imaginario o inventado en parte, según la atribución de Hobsbawm)
que las gentes del cine español pocas veces han manejado de manera congruente
con respecto a sus propias premisas ideológicas, ni en las películas
consideradas una por una, ni mucho menos a lo largo de sus filmografías,
entrecruzadas entre sí y con los convulsos avatares del país. Exactamente igual
que, tal y como se desprende de la periodización de Benet, en el seno del
franquismo se solaparon, en los cincuenta, los impulsos retardatarios
(protagonizados por familias y por individuos entre los que se daban choques,
fricciones, tiranteces, estrepitosas caídas del caballo y algún precoz baile de
la yenka) con los renovadores (ídem de lienzo).
Quede claro que comparto al cien por cien su apuesta por un concepto de
la pertenencia y de la ciudadanía inequívocamente progresista, incluyente (lo cual implica, también, convivir con el conservadurismo sin hostigarlo, con el cortafuegos de la aceptación de las reglas de juego democrático),
ponderado y responsable, hasta las últimas implicaciones. De hecho, considero
un gesto de valentía, en el actual contexto de crispación y de antipolítica,
disentir respecto a las voces que deniegan que la Transición tuviera lugar.
Benet lo hace (disiente, quiero decir) de manera implícita, en los dos últimos
capítulos (así, en la p. 373, afirma: “Pocos momentos hay más intensos de
vuelta al pasado en los productos culturales, precisamente, como estos años de
la Transición. Sin embargo, esta idea se instaló de manera progresiva en los
noventa…”; y en la p. 409, “…gran parte de esta producción reivindicativa o
evocadora de la memoria apunta hacia otro tema: la relectura crítica de la
Transición a la democracia desde una actitud totalmente opuesta a la que se desprende de Carne
trémula [Pedro Almodóvar, 1997].
Nos hallamos, en suma, ante una idea extendida tanto entre determinadas
organizaciones civiles como en púlpitos académicos según la cual los vencedores
de la Guerra Civil habrían ganado también la Transición, consiguiendo un pacto
de silencio aceptado por todos”).
Volviendo a su paradigma epistemológico, muy raramente deja el libro flancos débiles para achacarle el defecto más habitual (para el firmante de estas líneas, el único
legítimo) del enfoque
culturalista: una cierta tendencia al anacronismo, fruto del intento de poner en contexto el tratamiento cinematográfico de ciertos temas, que suelen coincidir con las preocupaciones de la agenda ideológica y académica del momento desde el que se
escribe. A este
respecto, la seriedad, el conocimiento de primera mano y la capacidad de interrelación
que Benet acredita de la Historia política, social, económica y de las artes en
España, previenen contra el peligro de caer en la simplificación. Hago notar un único ejemplo de
discrepancia, a propósito de su interpretación de La familia de Pascual
Duarte, de Camilo José Cela (“Su
tono exacerbado y bronco, relatando la historia de un campesino iracundo que
cometía varios asesinatos, legitimaba, en parte, la visión política franquista
sobre un país brutal que había que domesticar con mano dura”; p. 261). A mi
entender, lo que complica las cosas (y constituye, en definitiva, una (o la) virtud de la obra literaria, y de un
novelista acerca de cuya absoluta falta de ejemplaridad moral hay muestras
sobradas; sin ir más lejos, el perfil que se desprende de los documentos que
aireó Andrés Trapiello en Las armas y las letras) es que a pesar de la enteramente repugnante actitud de Cela
en los años en que escribió su primera gran novela, dicha creación se presta a
una amplia (no infinita, pero sí muy diversa, y hasta antitética) variedad de
lecturas. Convalidar
solo una de las posibles lecturas (la menos halagüeña) de La familia de Pascual Duarte, daría pábulo a quienes rebajan a
su autor a la condición de “un Nobel franquista”, al cual se premió
interesadamente para consagrar una Transición tramposa. La realidad fue harto
más compleja, y evitaré al personal el intento de hacer un resumen de la
trayectoria vital e intelectual de Cela en el marco de la España de la segunda
mitad del XX (Papeles de Son Armadans, etcétera), que estaría condenado
a ser una labor torpe, propia de un aficionado. Especialistas hay al respecto, pero
subrayo con la idea de que las personas, las organizaciones humanas y sus obras
tenemos capas (algunas, más conchas que un galápago); y el tiempo y las
circunstancias son dos agentes externos que inciden directamente en la
composición de nuestro tejido moral. No en vano, vale la pena añadir, para no incurrir en una injusticia,
que la aseveración de Benet se apoya en sendas citas de dos personalidades de
primera fila en las letras españolas actuales, que gozan de tanto respeto intelectual como polémicos son, a veces: Javier Cercas y Jordi Gracia.