EL LADO BUENO DE LAS COSAS
(SILVER LININGS PLAYBOOK, DAVID O. RUSSELL, 2012)
Y SIN EMBARGO ...
POR MARIEL MANRIQUE
El Ministerio del Amor reserva a los disidentes del régimen totalitario de Big Brother un castigo diseñado a la medida individual de sus espantos. Ha investigado minuciosamente a cada ciudadano y detectado el elemento específico que lo aterroriza. Cuando el disidente es enfrentado a lo que no puede soportar en ese gabinete de tortura psicológica que es la Habitación 101 imaginada por George Orwell en 1984, el disidente se derrumba, se rinde y declara su lealtad al régimen. Afirma, ante los burócratas ministeriales, que 2 más 2 es igual a 5. Pide, a gritos, que el dolor que le asestan le sea infligido a quien más ama. El Ministerio del Amor convierte a los disidentes en traidores.
Lo insoportable se enuncia o se intuye como un balbuceo o una bruma pero su origen es un hecho tan material como una piedra, que lega algo tan desesperadamente inasible como un trauma y se dispara ante la irrupción del elemento que oficia de gatillo.
A Winston Smith lo espera, en la Habitación 101, una jaula con ratas. A Pat Solatano Jr. lo desespera, en "El lado bueno de las cosas" (Silver Linings Playbook, David O. Russell, 2012), que empiece a sonar My chérie amour, esa canción soñada y luminosa de Stevie Wonder. Para Pat Solatano Jr., los primeros acordes de My chérie amour desencadenan una pesadilla que suele terminar a los golpes.
Los papás de Pat también golpean, tácita y explícitamente. Lo grave de papá no es que se entregue a las cábalas sino que use a su hijo de amuleto y haga del mundo una competencia que divide, al mundo entero (hijos incluidos), en ganadores que acumulan capital, material y simbólico, y perdedores que terminan recluidos en un psiquiátrico. Lo grave de mamá no es que viva con el delantal puesto sino esa sensación de que seguiría cocinando, sonriente e impávida, mientras la casa estalla y el delantal se le prende fuego.
Los papás de Pat son, también, maravillosos. El papá lo impulsa a correr a la loca del barrio antes de que se le escape para siempre, porque sabe que esa chica lo quiere de verdad y ciertos trenes no pasan dos veces. La mamá se hace responsable de la cabeza perturbada de Pat ante los tribunales y abraza esa cabeza. Y el oficio de abrazar, a muchos les lleva una vida o no les sale, mientras los que esperan el abrazo se mueren de sed.
Todos son ambivalentes en Silver Linings Playbook. Los vemos casi continuamente en primer plano y, aun así, es como si los viéramos fuera de foco. La cámara los acompaña sin interrogarlos. El guión los muestra pero no los glosa. Los espacios en los que circulan parecen negar el concepto de "puesta en escena" y haber estado allí, con su rusticidad absoluta (como la bolsa de basura en la que Pat se envuelve maniáticamente para correr y sudar más y mejor), desde antes de que alguien decidiera filmarlos.
Silver Linings Playbook convoca todos los tópicos aptos para un naufragio fílmico (la familia disfuncional, el rescate emocional por la sagrada institución de "la familia", el personaje minusválido o en crisis que supera la adversidad a fuerza de voluntarismo, la omnipresencia de la banda de sonido y el abanico completo del manual de autoayuda).
Y sin embargo... se hace cargo de cada uno de esos tópicos para desplazarlos hacia zonas mentalmente inciertas y físicamente despojadas de cualquier tipo de alambicamiento y por esa razón, por el simple y rarísimo hecho de hacerse cargo de los riesgos que asume, es un acto de justicia que tenga un final feliz.
Que el happy end de la comedia romántica se imponga al melodrama familiar, con ese travelling hacia atrás con el que la cámara decide alejarse de un dúo protagónico que ya no necesita cámaras a la vista, porque se ha ganado, al decidir bailar, modestas bombitas de colores a su alrededor.
Tiffany Maxwell (esa Jennifer Lawrence de belleza atemporal, con su piel de alabastro y su rostro de párpados ocultos) es el otro sujeto del dúo, la que convoca al baile. Es "sujeto", no "mitad" que viene a completar a Pat y equilibrarlo.
Silver Linings Playbook contradice el tópico amoroso de la "media naranja" para hacer de Tiffany una mujer que no funciona para Pat como opuesto complementario en un juego de encastre sino como un espíritu afín que puede, precisamente desde la afinidad, elegirlo y comprenderlo.
Hacer que la música gire sobre sí misma para evolucionar de instrumento de tortura a bote de salvación (la ambivalencia del film atraviesa, también, el significado -personal- de la música) y hacer de la competencia un territorio festivo en el que aspiramos a un 5, conscientes de nuestra medianía irremediable, de nuestro amateurismo terminal.
El 5 al que se desafían Pat y Tiffany en la pista de baile, y con el que lloran de emoción para perplejidad de los jueces, competidores y auditorio para los que un 5 es una humillación pública, es el reverso exacto del 5 irreal exigido y arrancado por el Ministerio del Amor.
Quien está en paz con un 5 le ha ganado, aunque sea por un rato, al Big Brother instalado en su psiquis. Se ha liberado de la obsesión por la recuperación de lo perdido, del dolor paralizante de la pérdida, del 10 estampado en la camiseta y de los mandatos que consumen y ahogan a las parejas e hijos de los envenenados y reconfortantes retratos domésticos.
Como Tiffany y Pat, Silver Linings Pack no tiene pretensiones. Allí reside su estado de gracia. Creer en los finales felices no es una idiotez sino una pulsión de vida. Hay derecho a esperarlos y a enfurecerse con los autores que los niegan. ¿Por qué, por qué Hemingway tiene que matar a Catherine en el final de Adiós a las armas?
Será porque la vida es así. Tiene su Hemingway cuya mano no guiamos y esa mano primero promete y, después, destroza. En el botiquín de primeros auxilios están, subestimadas y beatíficas, las comedias románticas. Y el baile, esa continuación del psicoanálisis por otros medios. Hasta que llegue el final, bailemos. Como se pueda y con el resto que nos quede, en este mientras tanto, soberanos y mucho más hermosos que nosotros mismos.
A Winston Smith lo espera, en la Habitación 101, una jaula con ratas. A Pat Solatano Jr. lo desespera, en "El lado bueno de las cosas" (Silver Linings Playbook, David O. Russell, 2012), que empiece a sonar My chérie amour, esa canción soñada y luminosa de Stevie Wonder. Para Pat Solatano Jr., los primeros acordes de My chérie amour desencadenan una pesadilla que suele terminar a los golpes.
Los papás de Pat también golpean, tácita y explícitamente. Lo grave de papá no es que se entregue a las cábalas sino que use a su hijo de amuleto y haga del mundo una competencia que divide, al mundo entero (hijos incluidos), en ganadores que acumulan capital, material y simbólico, y perdedores que terminan recluidos en un psiquiátrico. Lo grave de mamá no es que viva con el delantal puesto sino esa sensación de que seguiría cocinando, sonriente e impávida, mientras la casa estalla y el delantal se le prende fuego.
Los papás de Pat son, también, maravillosos. El papá lo impulsa a correr a la loca del barrio antes de que se le escape para siempre, porque sabe que esa chica lo quiere de verdad y ciertos trenes no pasan dos veces. La mamá se hace responsable de la cabeza perturbada de Pat ante los tribunales y abraza esa cabeza. Y el oficio de abrazar, a muchos les lleva una vida o no les sale, mientras los que esperan el abrazo se mueren de sed.
Todos son ambivalentes en Silver Linings Playbook. Los vemos casi continuamente en primer plano y, aun así, es como si los viéramos fuera de foco. La cámara los acompaña sin interrogarlos. El guión los muestra pero no los glosa. Los espacios en los que circulan parecen negar el concepto de "puesta en escena" y haber estado allí, con su rusticidad absoluta (como la bolsa de basura en la que Pat se envuelve maniáticamente para correr y sudar más y mejor), desde antes de que alguien decidiera filmarlos.
Silver Linings Playbook convoca todos los tópicos aptos para un naufragio fílmico (la familia disfuncional, el rescate emocional por la sagrada institución de "la familia", el personaje minusválido o en crisis que supera la adversidad a fuerza de voluntarismo, la omnipresencia de la banda de sonido y el abanico completo del manual de autoayuda).
Y sin embargo... se hace cargo de cada uno de esos tópicos para desplazarlos hacia zonas mentalmente inciertas y físicamente despojadas de cualquier tipo de alambicamiento y por esa razón, por el simple y rarísimo hecho de hacerse cargo de los riesgos que asume, es un acto de justicia que tenga un final feliz.
Que el happy end de la comedia romántica se imponga al melodrama familiar, con ese travelling hacia atrás con el que la cámara decide alejarse de un dúo protagónico que ya no necesita cámaras a la vista, porque se ha ganado, al decidir bailar, modestas bombitas de colores a su alrededor.
Tiffany Maxwell (esa Jennifer Lawrence de belleza atemporal, con su piel de alabastro y su rostro de párpados ocultos) es el otro sujeto del dúo, la que convoca al baile. Es "sujeto", no "mitad" que viene a completar a Pat y equilibrarlo.
Silver Linings Playbook contradice el tópico amoroso de la "media naranja" para hacer de Tiffany una mujer que no funciona para Pat como opuesto complementario en un juego de encastre sino como un espíritu afín que puede, precisamente desde la afinidad, elegirlo y comprenderlo.
Hacer que la música gire sobre sí misma para evolucionar de instrumento de tortura a bote de salvación (la ambivalencia del film atraviesa, también, el significado -personal- de la música) y hacer de la competencia un territorio festivo en el que aspiramos a un 5, conscientes de nuestra medianía irremediable, de nuestro amateurismo terminal.
El 5 al que se desafían Pat y Tiffany en la pista de baile, y con el que lloran de emoción para perplejidad de los jueces, competidores y auditorio para los que un 5 es una humillación pública, es el reverso exacto del 5 irreal exigido y arrancado por el Ministerio del Amor.
Quien está en paz con un 5 le ha ganado, aunque sea por un rato, al Big Brother instalado en su psiquis. Se ha liberado de la obsesión por la recuperación de lo perdido, del dolor paralizante de la pérdida, del 10 estampado en la camiseta y de los mandatos que consumen y ahogan a las parejas e hijos de los envenenados y reconfortantes retratos domésticos.
Como Tiffany y Pat, Silver Linings Pack no tiene pretensiones. Allí reside su estado de gracia. Creer en los finales felices no es una idiotez sino una pulsión de vida. Hay derecho a esperarlos y a enfurecerse con los autores que los niegan. ¿Por qué, por qué Hemingway tiene que matar a Catherine en el final de Adiós a las armas?
Será porque la vida es así. Tiene su Hemingway cuya mano no guiamos y esa mano primero promete y, después, destroza. En el botiquín de primeros auxilios están, subestimadas y beatíficas, las comedias románticas. Y el baile, esa continuación del psicoanálisis por otros medios. Hasta que llegue el final, bailemos. Como se pueda y con el resto que nos quede, en este mientras tanto, soberanos y mucho más hermosos que nosotros mismos.