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26.1.13

LA MIRADA ESQUINADA: DOBLE(S) SENTIDO(S). LECTURAS Y REFLEXIONES SOBRE EL CINE Y EL MUNDO: BURBUJAS INTELECTUALES Y LETANÍAS DEL CAOS

COORDINADORES: FRANCISCO JAVIER GÓMEZ TARÍN / AGUSTÍN RUBIO ALCOVER



Diciembre 2012

BURBUJAS INTELECTUALES Y LETANÍAS DEL CAOS




Hemos venido constatando en las últimas entregas de este vistazo que echamos cada mes al mundo, cómo los discursos audiovisuales apocalípticos se están adueñando de nuestras carteleras. En todas las épocas se han representado augurios del final de todas las cosas (el statu quo), casi siempre evitado in extremis por héroes individuales (rara vez colectivos). Sin embargo, parece interesante hacer notar que, en estos momentos, el cine, que está de un pesimista subido, ya no tanto amenaza con el apocalipsis como lo anticipa. Así, con plagas de zombis, explosiones nucleares y meteoritos (en la ficción), o con los ataques especulativos de un sistema financiero anónimo e inhumano y con desastres climáticos (en la realidad: Sandy, que, a tenor del los informativos, parece haber tocado solamente la costa este norteamericana), el cumplimiento de la vuelta al caos primigenio se antoja la manifestación de un estado de ánimo dominante, ante una crisis que parece abocarnos a la destrucción. Hay una tendencia a representar el final de todas las cosas sin salvación posible.

Lo nuevo, y preocupante, es que el escenario empieza a resultar asumible y hasta deseable por la población, entre la que nos contamos. Países y personas han emprendido rumbo hacia ninguna parte, y dan insensatos bandazos, cuando no directamente retroceden. Los resultados electorales (salvo, por una vez, en los Estados Unidos: Obama dista de ser el dios que muchos quisieron ver, pero es preferible, de todas todas, a su oponente) entronizan por igual a populistas que a quienes incumplen sus programas y se dedican a desmontar el sistema de bienestar. Ante el chantaje de “yo o el caso”, los ciudadanos invariablemente se tapan la nariz y votan miedo; pero la quina tragada está alcanzando tales niveles que amenaza con envenenarnos. Lo podemos percibir, día tras día, a nuestro alrededor y en nosotros mismos, lo señalamos como un pésimo síntoma en sí, y apuntamos que algún factor inesperado, como esas redes sociales gestionadas por tantos usuarios de manera frívola, está jugando un papel acelerador clave para magnificar el calentón antipolítico.

¿Cómo afrontar y revertir una eventual quiebra social? La palabra clave es cultura. Un pueblo instruido es sabio en la elección de sus representantes y exige a estos que sean responsables y cumplan sus compromisos; por el contrario, uno desinformado, aun en las democracias formales que camuflan en su seno impulsos dictatoriales, se deja arrastrar por el demagogo de turno o simplemente por la inercia. En España se impone una reflexión a fondo acerca del sistema educativo, en tanto en cuanto de su eficacia depende el nivel cultural de la ciudadanía. El ministro Wert, que en ello está reforma que te reforma, ha hecho gala de su nulidad semántica y política, al dejarse enredar por una típica zancadilla de filibusterismo parlamentario y afirmar que es deseo del gobierno “españolizar” a los niños catalanes. Leña al fatuo fuego (o fuego fatuo) de un independentismo que, por cierto, se ufana de una catalanización que, curiosamente, resulta que es mot et fait accompli.

En materia educativa, la situación no puede ser más desastrosa. Los proyectos legislativos se solapan entre sí, se contradicen y no arrojan más resultados que papel apilado que, paradójicamente, acredita que los niveles de aprendizaje del estudiantado sigue bajo mínimos. El profesorado está poco y mal formado, y la cacareada “calidad” se basa en una serie de ratings que se fundamenta en un empirismo galopante (amén de absurdo en el terreno de las Ciencias Humanas y Sociales), promovido por entidades de calificación que reducen los curricula, formalizados en plantillas ad hoc, con afán cuantitativo, y por inflacionadas revistas en las que la gente se da de tortas por publicar no por lo que valen, sino por lo que cuentan (mutatis mutandis, las agencias financieras).

No va precisamente a contribuir a cambiar esto el proyecto de privatizar y minimizar lo público, única garantía para la calidad y la construcción de una ciudadanía responsable. Por lo que respecta a la universidad, las medidas que se vienen adoptando desde la entrada en vigor del infausto Plan Bolonia tienden a satisfacer los intereses del mercado laboral para conformar trabajadores dóciles y pragmáticos. Con honrosas excepciones, el perfil medio del alumno que accede a la enseñanza superior posee una cultura parva, escasa capacidad reflexiva ni argumentativa, nula tolerancia a la frustración y, lo peor de todo, mentalidad de cliente. La lógica sugiere que, con estos mimbres, no hay remedio; mas siempre podemos imitar a la visionaria Fátima Báñez y encomendarnos a la Virgen del Rocío para que la cosa pública tenga algún porvenir.

Afortunadamente, el cine, además de para constatar cómo el espíritu fatalista que recorre el mundo se traspone en metáforas, sirve también para generar alternativas de facto: es, al fin y al cabo, la lección de dónde están y cómo se generan las oportunidades que ofrecen algunas películas que le echan imaginación o ganas. Las películas sugestivas, de las más diversas procedencias, se han sucedido este mes: en la línea apocalíptica ya antes mencionada podemos citar Seeking a Friend for the End of the World (Lorene Scafaria, 2012), una cinta un tanto irregular pero con una fuerte dimensión humana; una road movie sin efectos y en la que los personajes van a la búsqueda de sí mismos, con momentos brillantes y sensibles, frente a otros que se dejan avasallar por fondos musicales que los rebajan de sentido. Safety Non Guaranteed (Colin Trevorrow, 2012) es otro título agradable, que parte de una premisa en el polo opuesto, el viaje en el tiempo; prioriza las relaciones entre personas sobre la trama de acción, prácticamente inexistente, y también aquí molestan algunos apuntes musicales, como canciones de fondo, algo que parece ser una nueva moda que no ayuda en nada a la fluidez discursiva.


Seeking a Friend for the End of the World, Lorene Scafaria, 2012

Safety Non Guaranteed, Colin Trevorrow, 2012


También nos gustó ¡Atraco! (Eduard Cortés, 2012), en una línea clasicista modélica, pues funciona a todos los niveles y emociona; no dice nada original ni trascendente, pero es cine español más que digno, muy preferible al resto de películas de reconstrucción histórica que se han estrenado últimamente. Jitters (Órói, Baldvin Zophoníasson, 2010) es otro film honrado sobre el despertar en adolescentes de 16 años de la homosexualidad, del sexo, el amor, las drogas en general; un viaje iniciático que es muy limitado por momentos, pero tiene otros brillantes y sensibles, apoyados por el exotismo de su procedencia islandesa, que le da cierto morbo adicional; insuficiente pero exenta de moralina. Taped (Diederik Van Rooijen, 2012) es el descenso a los infiernos de un matrimonio que pasa una crisis sentimental y se ve implicado en un asesinato cometido por la policía argentina; el uso de la cámara en mano, los planos rodados en cámara familiar y la cámara fija es muy inteligente y mantiene un ritmo trepidante, pero el problema es que no hay un claro equilibrio entre acción y tensión humana. Somos la noche (We are the Night, Denis Gansel, 2010) da una vuelta de tuerca sobre el mundo de los vampiros (en este caso femeninos, con vocación feminista) que tienen sentimientos y sufren la inmortalidad y el paso del tiempo sobre sus seres queridos dejados atrás; la espectacularidad de algunas imágenes y la receta de "formato anglosajón", por momentos videoclipero, quedan un poco al margen si ponemos en la balanza los aspectos positivos. Finalmente, Sound of My Voice (Zal Batmanglij, 2011) narra con tono inquietante pero con excesiva ambigüedad; al final es indiferente que la película trate sobre sectas o sobre un viaje en el tiempo: ambos elementos se anulan entre sí.




¡Atraco!, Eduard Cortés, 2012

Taped, Diederik Van Rooijen, 2012


De los Estados Unidos nos ha llegado cine independiente estimable: Bernie (Richard Linklater, 2011), por ejemplo, constituye una reflexión muy interesante acerca de la América profunda y su doble moral, con cinismo y en tono pseudodocumental, que pone en escena un hecho real espeluznante. Ruby Sparks (Jonathan Dayton y Valerie Faris, 2012) es una aproximación al acto creativo del escritor y a las consecuencias del deseo y la posesión de la pareja; tono muy suave al principio, pero va tomando pulso, aunque no acaba de cuajar. Excision (Richard Bates Jr., 2012), que narra un proceso de degradación mental de una adolescente y está a medio camino de nada pero con una brillante puesta en escena y excelente interpretación; la película queda corta, pero visible, y no tiene nada que ver con el cine de terror aunque pretenda venderse como tal. Salvajes (Savajes, Oliver Stone, 2012), otra vuelta de tuerca a la violencia de los cárteles de la droga y a la corrupción, con historia de amor incluida, es una película más cuidadosa con la forma que con el contenido de su discurso, que no llega a despuntar. En el lado de la decepción, un producto mainstream, Desafío total (Total Recall, Len Wiseman, 2012), ha conseguido eliminar los aspectos más interesantes de la versión de Verhoeven para servir un amasijo de acción ininterrumpida.



Bernie, Richard Linklater, 2011


Excision, Richard Bates Jr., 2012


Mención aparte merecen, desde el lado de la comedia, Starbuck (Ken Scott, 2011), que es un buen ejemplo de que se pueden hacer cosas interesantes con sencillez, sin pretensiones; la película, en tono “amable” hace gala de buenas intenciones y crea ambientes sensibles y divertidos, a la par que pone de relieve como superar un fracaso personal en lo material pero no en lo humano; y Ted (Seth MacFarlane, 2012) juega con la “mala leche” para, con su cinismo, desmontar muchos lugares comunes, al tiempo que aprovecha el saber cotidiano, incluso audiovisual, de forma metadiscursiva.



Starbuck, Ken Scott, 2011


Ted, Seth MacFarlane, 2012


Entre tanto cine, algunos chascos nos hemos llevado, claro: Looper (Ryan Johnson, 2012) es onanismo cinematográfico; eso sí, de alto standing, jugando a rizar el rizo. Wild Bill (Dexter Fletcher, 2011) ejemplifica que las buenas intenciones no consiguen por sí mismas los resultados de calidad que se quieren obtener; hecha en tono cuasidocumental, a lo Ken Loach, con realismo, pero con música en plan "canción de fondo" –y van…–, contiene momentos de cierta intensidad desbaratados por el sentimentalismo y el buscado final feliz con regeneración para todos. Scary Or Die (Michael Emanuel, 2012) es otra tópica y típica película de “sustos” basada en fragmentos que nada sorprenden, al igual que ocurre con 360 (Fernando Meirelles, 2011), que se salva por el elenco de empaque. De tono menor es Cockneys vs Zombies (Matthias Hoene, 2012), una nueva entrega del estilo de Attack the Block (Joe Cornish, 2011) con muertos vivientes en este caso pero sin abandonar el tono de comedia, que se deja ver, aunque empieza a intuirse una saga que será con el tiempo poco recomendable por lo repetitivo. Y otro tanto acontece con Grabbers (Jon Wright, 2012), humor irlandés de poca monta en que la idea de combatir al monstruo mediante la ebriedad es interesante, pero no llega a buen puerto porque es muy tópica en todos los aspectos por sus situaciones ya conocidas y previsibles; los ecos de El irlandés (The Guard, John Michael McDonagh, 2011) apuntan hacia lo mismo que en el caso anterior: la repetición de una fórmula de éxito. Por su parte, El fraude (Arbitrage, Nicholas Jarecki, 2012) representa una nueva entrega de un producto al hilo de los tiempos con denuncia de corrupción empresarial, moral, social e incluso policial, que teje un nudo de relaciones en plena descomposición, pero no pasa de ser correcta, incluso si deja un regusto de sociedad a la deriva que provoca el malestar del espectador. Del mismo modo, aunque se ve con agrado, Outrage (Takeshi Kitano, 2010) no nos deja de provocar una cierta sensación de fuegos artificiales a mayor gloria de su impasible autor/actor.



Cockneys vs Zombies, Matthias Hoene, 2012


Outrage, Takeshi Kitano, 2010


Para el colofón de este editorial hemos dejado tres obras mayores: Una vida mejor (Une vie meilleure, Cédric Kahn, 2011) es un buen ejemplo del cine francés de realismo social, poco efectista y muy necesario, que supone una crónica de un proceso de degradación precipitado por los problemas económicos, pero, al mismo tiempo, una puerta abierta a la esperanza; película sensible, pero no sensibilera, que da cuenta del mundo en que vivimos y sus desajustes sociales. La polaca Róza (Rose, Wojciech Smarzowski, 2011), sin hacer concesiones, se constituye en un relato de la identidad de un pueblo que ha sido sojuzgado primero por los alemanes y después por los polacos-soviéticos al final de la guerra; en los tiempos que corren, películas así son necesarias, a la par que constituyen un alegato sobre el sacrificio humano. Por último, la rumana Aurora (Cristi Puiu, 2010) tiene un excelente trabajo de cámara testimonial que no muestra más que lo que tiene delante, encerrada entre puertas o con elementos interpuestos para crear una inquietante sensación sobre una trama muy indeterminada en la que el propio director es el protagonista y actúa de la misma forma que lo hace la cámara, indeciso, frío y calculador, mecánicamente; ausencia de contraplanos y planos fijos constantes como método narrativo, que edifican una obra compleja y brillante, pero sin concesiones al placer del espectador.



Una vida mejor, Cédric Kahn, 2011


Róza, Wojciech Smarzowski, 2011


Aurora, Cristi Puiu, 2010


Dando un giro novedoso a las fórmulas empleadas en nuestras anteriores entregas, en esta ocasión nos vamos a ocupar individualmente de dos títulos cada uno, ejemplificadores de sendos acercamientos a la realidad del momento: la crisis y las situaciones límite, habilitadas en Lo imposible (Juan Antonio Bayona, 2012) y Argo (Ben Affleck, 2012); la educación y la cultura social, vía César debe morir (Cesare deve morire, Paolo y Vittorio Taviani, 2012) y El profesor (Detachment, Tony Kaye, 2011).


A GRANDES MALES, SOLIDARIDAD SIN APELLIDOS: ARGO Y LO IMPOSIBLE
Agustín Rubio Alcover



Argo, Ben Affleck, 2012


Lo imposible, Juan Antonio Bayona, 2012



Hacer pedagogía cultural, cívica y política se está poniendo muy complicado últimamente, porque casi cualquier cosa razonable se está volviendo heterodoxa e incorrecta; incluso, en el colmo del retorcimiento, defender los planteamientos de izquierdas de toda la vida se antoja, parafraseando a Mariló Montero, “oxidado”. Los resultados de las elecciones en Venezuela, en Galicia y en el País Vasco, y los que se anuncian en Cataluña, predisponen al derrotismo o al “cuanto peor, mejor”. Pero no deberíamos felicitarnos por la inexorable reducción a la insignificancia del PSOE, como representante de la socialdemocracia española, como tampoco de la crisis de El País, como referente de la prensa progresista. Ahí están los resultados del descrédito de la izquierda integrada: un gobierno de derechas con mayoría absoluta en el Estado, otro tanto en Galicia, y la carcundia en el PNV y CiU sajando a mansalva, inclinándose hacia el independentismo y poniendo en jaque al central, al que cuesta apoyar.

No contribuye a salvar las distancias con nuestra “clientela” ni invitarla a una reflexión ceniza acerca de su propia conversión en carne de cañón de lo más entretenida (y ahí está la tragedia del Madrid Arena), ni que mostremos más que reservas ante ciertas películas-acontecimiento. Tanto Lo imposible como Argo lo son: tienen un acabado imponente y un manejo de los resortes fílmicos incuestionable, pero muy distintas calidades éticas. Las dos se acogen, también, al socorrido y escamante rótulo de “basado en un hecho real”. Lo imposible, que es a la historia de la deshonestidad cinematográfica lo que Paolo Gabriele, “el Cuervo del Papa”, a la Vaticana (eso que ya nos olíamos que existía, pero que cuando lo constatamos no deja de sorprendernos), cuenta la odisea de una familia occidental (padre, madre y tres niños varones), españoles en origen pero anglos en el film, para reunirse después de que la ola gigante del sureste asiático los separe.

Bayona y su guionista (el mismo de El orfanato, Sergio G. Sánchez) hacen trampas hasta para negar que las hacen y revestir de dignidad el producto, manipular al espectador para convencerle de que se emocione con aquello de “va, tontito, que sí que quieres” y arrancarle el llanto poco menos que a punta de pistola. En todo caso, lo ilustrativo del conservadurismo impío y salvaje del engendro radica en la moraleja: Lo imposible habla en cifra de la crisis, a propósito de la que nos endilga el consabido “mensague” constructivo y esperanzador. Pero, claro, como el desastre es incontrovertible, las expectativas de éxito se rebajan: así, el happy end de “salvarnos todos” se convalida por “salvarnos unos pocos”, y esto, a su vez, equivale a “salvarnos nosotros”. Presunta vía altruista a la par que creíble, frente a la inverosimilitud del buenismo humanitario-internacionalista: “La solidaridad bien entendida empieza por uno mismo”, cantan sirenas por estos pagos a diestra y a siniestra. ¿A que suena próximo?

La campaña de lanzamiento ha estado a la altura: el reportaje de El País Semanal para preparar el terreno a la película, ilustrado con una fotografía del personaje verídico, con un grueso lagrimón corriéndole por las mejillas y consolada por la actriz que la ha interpretado, proporcionaba argumentos para que nos temiéramos una película perversa. Pero la algarabía triunfalista de los medios ante su “arrasador” paso por las taquillas ha acabado de destapar de manera inequívoca cuál era el objetivo de la apuesta, y el jueguecito de palabras con el tsunami recurrente demuestra hasta qué punto la ejecución, la promoción y la recepción (es decir, un fenómeno en el que, con distintos grados de responsabilidad, participa y es afectada toda la sociedad) de la cinta, han sido de una frivolidad abyecta. Vaya desperdicio de talento, qué birria de milagros y cuánta miseria autosatisfecha.

Por su parte, Argo cuenta el descabellado plan de rescate que diseña un agente de la CIA, Tony Mendez (Ben Affleck), para “traer a casa” a seis empleados de la embajada de los Estados Unidos en Irán cuando la crisis de los rehenes de 1979-1981, acogidos en asilo secreto en la embajada de Canadá. No menos arteramente que Lo imposible, Argo se abre con un prólogo animado en el que se admiten todas las culpas de las administraciones norteamericanas en la tutela de la corrupta dictadura del Sha de Persia, para, a continuación, adoptar el punto de vista de los individuos, unos atrapados y otros empeñados en sacarlos del atolladero; todos, pues, merecedores de nobles sentimientos: conmiseración o admiración. La solución es mesiánica, propia de un salvapatrias: el propio protagonista se refiere, en el argot de “los rescatadores” de la CIA a la figura del guía de la expedición como “un Moisés” para los elegidos; un grupito de seis que representa a la nación, nada más que a la nación, pero a la toda nación; solo por su destino se reza, únicamente en su supervivencia se cifra el triunfo de la misión, y cuando aquella se confirma adviene el final feliz.

También Argo habla desde y para la actualidad, en concreto para intervenir en la campaña de las presidenciales a favor del Partido Demócrata. Los USA (Affleck por Jimmy Carter, el último mandatario demócrata que no fue reelegido por dar imagen de blandura en política exterior, y a quien, por eso, sobre los créditos epilogales, se concede la palabra para que explique por qué no reclamó el mérito, aunque tenía razones y podría legítimamente haberlo hecho; y Carter por Obama) son retratados como un padre amoroso arrancado de su familia por un sentido del deber que le abruma; inevitablemente taciturno porque, cuando vuelve a casa, “la mierda no sale” (de ahí la pérdida de brillo del primer presidente afroamericano, tanto más íntegro cuanto que aguanta, según el discurso de la película).

En efecto, cada cual tiene lo suyo. En nuestro caso, como docentes y como ciudadanos que desmenuzan para desvelar el porqué de las representaciones y que expresan en alto sus ideas, el ejemplo consiste en no desfallecer. Personalmente, entiendo que, desde una posición de izquierdas es absolutamente necesario, por razones de moral y de supervivencia (de la propia sociedad y de la ideología que más piensa en ella), señalar que retirarse al Priorato a hacer caldos (de alta gama) tiene de progresista el blanco de los ojos, y solo bajo la premisa de una formidable mixtificación es posible compatibilizar ambas cosas. Proyectos como el walden.cat que se está fraguando es defendible en un marco democrático, pero por nosotros que no quede a la hora de señalar sus fallas. Y es que no basta con que la gente, o los intelectuales, piensen que piensan, ni que digan que piensan, como sucede demasiado a menudo; hace falta que piensen, que piensen lo que dicen y que digan lo que piensan. Mientras tanto, desde este casino decimonónico en el que se está convirtiendo el país, tomamos nota del pedido. Lo del “café para todos” sonaba mal, pero en lo que no parece caer nadie es en que lo contrario es el café para pocos, por más señas para los de siempre. Pero ya está marchando: ahora va ese café irlandés.


CULTURA O PERVERSIÓN: CESAR DEBE MORIR Y EL PROFESOR
Francisco Javier Gómez Tarín



Cesare deve morire, Paolo y Vittorio Taviani, 2012



El profesor, Tony Kaye, 2011


Sabido es que las manifestaciones artísticas tienen poca o nula capacidad para transformar el mundo, y el cine, suponiendo que formara parte de semejante tipo de creación, todavía menos. Pero, si aspirar a transformar es utópico, no lo es la asunción de cierto nivel de modelización: el cine hegemónico consiguió durante décadas imbuir a los espectadores modos y maneras de entender el mundo y actuar en su seno; desde las espinacas a las rebecas, desde la moda a los criterios éticos que le aliaban junto a  los “buenos” (vaqueros) frente a los “malos” (indios), el cine y la televisión han ido marcando la hoja de ruta que el espectador se ha limitado, en los más de los casos, a seguir dócilmente. El programa resultó, pero venía envenenado y, con la modernidad cinematográfica, estalló en los propios rostros de sus adalides. Aunque la inmensa mayoría de las películas se empeñan en mantener el statu quo, con su más de lo mismo, los intersticios son múltiples y las fugas constantes.

Frente a tal situación, que conlleva el riesgo mayúsculo para los gobiernos títeres de que la población pueda pensar y tomar sus propias decisiones, la osadía ha rebasado todos los límites: se trata hoy de acabar con la cultura (en su seno la educación y la información) y mantener a las masas en el mínimo común denominador, cuando no directamente en el analfabetismo. Basta con que se renueve cada cuatro años el pacto social democrático, que, a fin de cuentas, ni siquiera es vinculante: a eso le denominan democracia (y demos gracias, que hay peores). Privatizar, silenciar, manipular, anular, sojuzgar, corromper… tenemos maestros en nuestro país. Actitud perversa donde las haya que solamente puede ser combatida a través de la cultura, la información, la educación. ¿Pero quién le pone el cascabel al gato?

Es verdad que las películas no pueden cambiar el mundo, pero sí pueden, y de hecho lo hacen con cierta frecuencia, posicionarse ante él, dar testimonio y, en última instancia, actuar sobre pequeñas parcelas. A fin de cuentas, el cine es cultura y no perversión, mal que les pese a muchos. Es por ello que nos ha parecido interesante traer a colación dos títulos muy significativos, anclados ambos en el esquema formal de la modernidad: César debe morir y El profesor (nefasta traducción para lo que significa en origen desapego o separación).

Los Hermanos Taviani actúan directamente sobre la realidad al montar una versión de Julio César en el interior de una prisión, utilizando condenados de larga duración y vinculando la preparación y representación de la obra a sus vidas cotidianas y a la experiencia de redención a través del arte. La prisión vibra con la actividad teatral, pero no es una cárcel ficcional, sino real; tal vibración es vívida, tiene consecuencias sobre el mundo real. El paralelismo entre la obra de Shakespeare y la cotidianidad de la privación de libertad, que deja de lado cualquier tipo de moralina, coloca sobre la mesa un punto de reflexión esencial: el asesinato de César se concibe como una necesidad para que se mantenga la democracia frente a la anulación de esta por la autoproclamación del nuevo emperador, pero los resultados son una vuelta al origen porque su muerte desemboca en la guerra fratricida y, al final, en una nueva experiencia dictatorial. ¿Hace falta decir que la doble significación y su vinculación con los tiempos que corren es clara? ¿Es necesario plantear que Bruto obra por el bien social pero la manipulación de las masas a través del discurso falaz de Marco Antonio desencadena la tragedia y la nueva dictadura? ¿Hay alguien confiable, un líder o un movimiento que no mire hacia sí mismo y sólo mueva sus fichas en aras del bien común? Preguntas que no precisan respuesta por su evidencia. Para quien ande despistado todavía, las declaraciones de Donald Trump tras el triunfo de Obama no tienen desperdicio (democracia si me sirve pero no si no me sirve).

Sin embargo, el film de los Taviani tiene un efecto directo sobre la sociedad: la inmersión de los actores-presidiarios en el mundo real, en el arte (sea cine o teatro) aunque deban cada noche regresar a sus celdas, y esta redención ha seguido su curso en el tiempo más allá de la propia película. En esencia, y aquí el vínculo entre ambos títulos, lo que se hace patente es que no es posible cerrar los ojos a la realidad y desvincularse de ella: el desapego (detachment) solamente posibilita una caída en el vacío y contribuye al mal de los otros.

Profesores al borde de la histeria; alumnos sin voluntad, arrastrados por la inercia de una sociedad sin objetivos; responsables institucionales preocupados por el “negocio” y que establecen planes de estudios imposibles; padres despreocupados, niñas prostitutas, carne de cañón para el lumpenproletariado y la drogadicción; límites tolerables frente a la frustración; suicidio de vidas inocentes… Vidas rotas. No es posible el desapego. Detachment aborda en un gran collage todas estas cuestiones, puntuadas por dibujos infantiles, a través de una realización que inserta declaraciones, flashes de vivencias, y un estilo cercano al documental. Película, pues, testimonial que no incide sobre el mundo real sino que nos lo presenta, nos lo describe e intenta que, como espectadores, tomemos partido: esto tiene que cambiar, pero ¿cómo?

Si a nadie le importa la cultura, si la educación de nuestros jóvenes está abandonada a su suerte, ¿qué futuro nos espera? Los Taviani han podido cambiar el curso de la vida de algunas personas; Tony Kaye nos ha puesto ante los ojos un panorama bastante desalentador, aunque no por ello menos real. ¿Nosotros, qué acción llevaremos a cabo? El camino tiene solamente dos posibilidades: la cultura o la perversión. Nuestros gobernantes han elegido la segunda, pero no tenemos por qué seguirles en este suicidio colectivo que parecen haber programado para nosotros.






Francisco Javier Gómez Tarín
Agustín Rubio Alcover
Universitat Jaume I de Castellón



Esta entrega de La mirada esquinada se publicó
en la revista El Viejo Topo nº 299, diciembre 2012.

Agracedemos a El Viejo Topo la autorización
para reproducir e incluir la sección con el mismo título en
Textos en red (Shangrila Textos Aparte).