Botonera

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17.1.13

DERIVAS Y FICCIONES - LA VIDA TÁCTIL


COORDINADORES: MARIEL MANRIQUE - HERNÁN MARTURET



LA VIDA TÁCTIL






POR MARIEL MANRIQUE


Podría hacer un film con todas las imágenes que pueblan mi mente, que recuerdo y que no he usado ... Rara vez miro un cuadro. Si voy a la National Gallery y miro uno de esos grandes cuadros que me atraen, no es tanto el cuadro lo que me atrae sino el hecho de que desencadene en mí todo tipo de sensaciones internas que me devuelven 
violentamente a la vida. 

Francis Bacon, en Interviews with Francis Bacon, David Sylvester.



Tu película: que se sienta en ella el alma y el corazón, 
 pero que esté hecha como un trabajo de las manos. 

Robert Bresson, Notas sobre el cinematógrafo.  




Tomás no cree en la herida de Cristo. Con su mano derecha, Cristo aparta la túnica que cubre su cuerpo y revela la herida abierta en su costado, como un surco en la carne. Con su mano izquierda, guía la mano de Tomás hacia esa herida, drástica y tangible. Y el índice de Tomás penetra en ella y la inspecciona, ante la mirada curiosa y fascinada de los otros dos apóstoles que comparten la escena. El índice de Tomas se adentra en un tajo quirúrgico; Cristo observa dulcemente con indulgencia. La escena pertenece a ese índice incrédulo que explora la carne perforada, violándola por segunda vez. Sucede en un espacio indeterminado, sin localización precisa; se recorta sobre un fondo indefinido y oscuro; y hace que el tiempo fluya, de manera directa, en la propia imagen. Violentamente física, alcanza una belleza espiritual desgarradora. San Juan cita las palabras de Cristo en los versículos 20:29 de su Evangelio: “Porque me has visto, Tomás, crees; bienaventurados aquellos que creen sin haber visto”. 

Esta escena la pintó un hombre, irascible e intenso, del que la historia del arte guarda un puñado de imágenes estremecedoras y los expedientes policiales que registran sus delitos: Michelangelo Merisi, nacido en 1573 en Lombardía, adolescente hambriento en las calles de Roma, protegido y condenado por las jerarquías eclesiásticas, reiteradamente detenido por portación de armas, insultos callejeros y muerte en duelo de uno de sus modelos y posible amante, prófugo de la justicia, perdonado, aceptado y expulsado de la Orden de Malta, refugiado en Siracusa y Mesina, herido en Nápoles y detenido y encarcelado por error en Porto Ercole. Liberado cuando su barco, y sus pocas pertenencias, ya habían zarpado. Muerto pocos días después, a los 37 años, de fiebres malignas. Conocido como “Caravaggio”, trasgresor sistemático de los principios académicos y pintor de modelos no profesionales rescatados de los barrios bajos. Criatura profana asomada a los abismos del espíritu en su pintura de cuerpos. Y de manos como la de Tomás hurgando en las heridas divinas. 

Del mismo modo que la pintura religiosa de Caravaggio es una pintura física, las películas de Robert Bresson respiran espiritualidad en su puesta en escena de cuerpos ascéticos. Una espiritualidad dolorosa a la que no se arriba por la vía del símbolo, aunque muchas escenas de Bresson contengan claras referencias evangélicas, sino a través de datos físicos irrevocables. Una filiación misteriosa y subterránea pareciera ligar las telas de Caravaggio y los filmes de Bresson: una impresión de realidad visceral y primitiva nacida de la acción de los cuerpos, animada simultáneamente de una inasible religiosidad. Caravaggio y Bresson pintan y filman -quizás los términos sean casi intercambiables- evidencias físicas desterritorializadas, que nos envían delicadamente al país del espíritu y a aquello que no puede pronunciarse. El significado, en ambos casos, solo puede intuirse y esa intuición funciona siempre de la mano de un significante carnal. 


Un cuerpo cualquiera 

La muerte de la Virgen (1605, Louvre, Paris) pintada por Caravaggio fue rechazada por los padres de Santa Maria della Scala que la habían comisionado y retirada de la iglesia, porque la virgen parecía “una cortesana”. Las fascinantes criticas de la época convergen en juzgar “indecoroso” el hecho de que Caravaggio mostrara esa muerte “como el cadáver de una mujer cualquiera” (Estudios sobre Caravaggio, Walter Friedlander, Alianza Forma, 1982). Según las crónicas, sería precisamente una mujer cualquiera y “demasiado” muerta (una prostituta ahogada en el Tíber cuyo cuerpo habría oficiado de modelo) la que Caravaggio quiso pintar. Y su muerte (en minúscula) se impone con una potencia desoladora y terrenal, sin vestigios de resurrección. Es difícil, en Bresson, hablar de “personaje”; sus criaturas pertenecen, como la Virgen de Caravaggio, a una zona espiritual profunda, pese a su carácter ordinario y anónimo y gracias al mismo. El propio Bresson habló de su repudio por la “interpretación”, razón de su elección recurrente de actores no profesionales a los que calificaba de “modelos” (Notas sobre el cinematógrafo, Gallimard, Paris). 




Como los modelos rescatados de la calle por Caravaggio, en abierta violación de las convenciones académicas de su tiempo, los modelos de Bresson no recitan, no dicen; no actúan, son. Mas aún, captados casi constantemente por una lente neutral de 50 mm, bordean la inexpresividad. André Bazin habla de las máscaras bressonianas que, más que expresar emociones contingentes y efímeras, muestran la permanencia del ser (Qué es el Cine, Rialp, 1990). No hay, en Bresson, ni carcajadas ni llantos convulsos. Tampoco en Caravaggio. Los rostros hieráticos de sus criaturas, suspendidos en una expresión reconcentrada, son rostros anclados en los que persiste, colocados más allá del gesto e impregnados hasta el último centímetro de piel de la misma esencialidad que los constituye. Estos seres bien podrían prescindir hasta del nombre. Parecen habitar ese territorio del espíritu anterior a la designación de las cosas. Cuando Bresson los dota de palabras, esas palabras se divorcian del cuerpo y la distancia progresiva que asumen alcanza su expresión más pura en el discurso indirecto libre: el cura de la aldea, el carterista, el criminal, el condenado a muerte narran en off lo que les sucede, como si solo ese registro discursivo pudiera expresar las pulsiones más íntimas. Esta voz “blanca” es, en última instancia, la lectura de un diario personal y privado (el que escriben Michel en Pickpocket o el párroco adolescente de Ambricourt en Diario de un cura rural, el que cada uno de nosotros escribe en tinta invisible al intentar nombrar lo que nos sucede). 

El realismo de Caravaggio, con su exclusión de los códigos de belleza manierista, está muy lejos del “naturalismo” que copia la realidad. Ese realismo áspero y crudo constituye un rechazo del “mundo poético” de la pintura clásica y un intento de traducción en imágenes impiadosamente físicas del flujo espiritual y el tormento interior. Es un realismo concentrado en los mínimos detalles de los objetos y los cuerpos ordinarios, en los que se revela el soplo divino. Bresson realiza en sus películas una operación equivalente: la profundización de la realidad hasta su nivel inefable y último, mediante la declinación constante en el espacio de figuras y objetos empecinadamente materiales. Ese espacio, tanto en Caravaggio como en Bresson, es usualmente un espacio cualquiera, privado de referencias geográfico-temporales concretas e imbuido así de un carácter trascendente. La carnadura evangélica de los seres de Bresson (desde Juana de Arco en El proceso de Juana de Arco hasta Yvon en El Dinero) deriva de un doble movimiento: su pertenencia a un mundo despojado y austero de individuos anónimos y la reducción de los acontecimientos a la mecánica del gesto cotidiano, donde la mano asume un rol crucial. 

Ya Gilles Deleuze señaló brevemente que, en Bresson, la mano sustituye al rostro y los “opsignos” y “sonsignos” son reemplazados por auténticos “tactisignos”, como modos de construcción del espacio (La imagen-tiempo, Paidós, 1986). Si en Carl T. Dreyer la espiritualidad emana de un rostro en primer plano, la cámara de Bresson parece hacer uso del recurso de la fragmentación del cuerpo para confiar a la mano la tarea de enlazar las imágenes y conducirnos al territorio de lo irrepresentable. Porque su cine habla de lo que no puede mostrarse, de lo que solo puede presentirse. Su belleza reside exactamente en la capacidad de creer en lo que no se ha visto. 


Las líneas de la mano 

El realismo riguroso no implica en este caso verosimilitud superficial, sino la actualización de lo invisible a través de lo táctil: así como el índice de Tomás toca para creer, quizá sea la naturaleza de “experiencia táctil” de las imágenes de Caravaggio y Bresson lo que nos permite aspirar su perfume sagrado. Los dos entregan a las manos las llaves de sus imágenes. Aun en los lienzos de mayores dimensiones de Caravaggio, las manos absorben la atención del espectador como un plano detalle incandescente y crean circuitos internos de recorridos de la imagen. No solo desencadenan la acción o expresan sentimientos, sino que concentran una potencia simbólica que atrae centrífugamente el resto de la escena. Según Alfred Moir, las manos en la pintura de Caravaggio no son objetos sino “símbolos” que reivindican para sí, dentro del contexto general de la tela, el estatuto de un pequeño retrato (Caravaggio, Thames and Hudson, 1989). 

El índice (esta vez de Jesús) en La elección de San Mateo (1600, capilla Contarelli, San Luigi dei Francesi, Roma) señala en una taberna en claroscuro a Mateo, el recaudador de impuestos, como uno de sus elegidos. La delicada curvatura de ese índice suspendido en el aire traza el puente entre los dos mundos de la tela, el horizontal y profano, el vertical y sacro. 


Vibrando en paralelo a través de los siglos, el ballet de manos de los carteristas de Pickpocket en la estación de Lyon se hermana con las manos caravaggiescas que engañan y roban en La decidora de suertes (1594, Louvre, Paris, aquí en detalle) y Los jugadores de naipes (1595, Kimbell Art Museum, Forth Worth). 





En las películas de Bresson, las manos superan su originaria función motora y prensil para encadenar espacios desconectados, sobre-encuadrados y desencuadrados, enhebrados vía falsos raccords. Son manos hermanas de las que circulan en El sacrificio de Isaac (1603, Galleria degli Uffizi, Florencia, aquí en detalle)al borde la inmolación y del desastre; de las angelicales manos que inspiran a San Mateo (San Mateo y el ángel - 1602, capilla Contarelli, San Luigi dei Francesi, Roma, aquí en detalle); de las que imploran clemencia ante el ataque (La conversión de San Pablo - 1601, capilla Cerasi, Santa Maria del Popolo, Roma, aquí en detalle); y de las que buscan inspiración frente al papel, ante la calavera que les recuerda su fragilidad y su finitud (San Jerónimo escribiendo - 1606, Galleria Borghese, Roma, aquí en detalle). Manos que se condenan robando billetes y relojes (Pickpocket) y que condenan circulando billetes falsos (El dinero); manos condenadas que se salvan (Un condenado a muerte se escapa); manos que humillan y ultrajan, alivian y tienden trampas (Mouchette). Manos de las que sale el mundo.









En El proceso de Juana de Arco, el cuerpo ha consumado sus fines y se somete a proceso. Sus acciones se narran al narrar lo que hicieron las manos de Juana. La ejecución de las escasas y rotundas acciones del film se muestran con manos: manos que juran sobre la Biblia, apresan muñecas y tobillos con cadenas, deslizan la pluma sobre el papel de la sentencia, clavan los maderos de la cruz, apilan leña a los pies de la hoguera y arrojan las pequeñas posesiones de Juana en una bolsa rústica, para después arrojar esa pequeña bolsa al fuego. Caravaggio y Bresson liman con persistencia la superficie de las cosas y los hechos, hasta alcanzar la textura del hueso y su brillo conmovedor y extraño de diamante en bruto. El nudo indescifrable de su cine y su pintura podría condensarse en un catálogo de manos. 




El espíritu en fuera de campo 

Tanto en Bresson como en Caravaggio, un “fuera de campo” inapresable integra e impregna la imagen en forma continua. Si el “fuera de campo” existe siempre (porque el marco-límite del plano es también un marco-ventana inquietante hacia ese mundo exterior que lo rodea y que se percibe aunque no pueda verse), no es solamente en este caso la zona empírica a la que nos reenvía lo mostrado (a través del juego de las miradas, la dirección del gesto o los planos inferiores abismales en Caravaggio, o las referencias acústicas en Bresson). Es sobre todo un “fuera de campo” constante del espíritu, esa cuarta dimensión de la imagen que alumbra cuerpos y nos coloca en el umbral de lo inexplicable, donde un viento misterioso, ese mismo viento providencial que sopla donde quiere, nos acariciará la frente como al condenado a muerte que ha logrado cruzar los muros de la cárcel. 

En Diario de un cura rural, una de las películas más bellas que el cine ha podido darnos, Bresson parece querer borrar hasta la imagen en la última toma. En el momento de morir, el cura de Ambricourt -ese cura frágil de rostro infantil que hemos visto andar en bicicleta y vomitar sangre, tropezar en el barro y aferrarse a su fe en un mundo de cínicos y desesperados- pide ser bendecido por un amigo que ya no cree en Dios. Murmura: “todo es Gracia”. Lo cuenta la voz en off de ese mismo amigo, mientras vemos, clavada en la pared, la cruz desnuda de la parroquia de la aldea. Que seamos agnósticos o ateos no nos ahorrará la luminosidad doliente de ese instante. 

Se ha hablado de la existencia de una implacable predestinación jansenista en los filmes de Bresson, semejantes a la ejecución de una trama fatal. Pero sus personajes, es justo recordarlo, eligen siempre; o al menos eligen ser elegidos, entregándose por completo a la consumación de sus actos. ¿Cuántos planes de fuga concibe noche y día el condenado a muerte, cuántas veces se niega apasionadamente a abjurar Juana de Arco, cuántas veces se arroja Mouchette al lago hasta desaparecer en el agua? Es esa coherencia incorruptible de Bresson, esa consistencia extrema que anuda todas sus películas, lo que ennoblece su cine hasta la médula. Y ese presagio de lo espiritual, difuminado al azar en los intersticios de sus espacios y cuerpos fragmentados. 

Quizá Francis Bacon esté en lo cierto y lo que nos cautive en ciertos cuadros (y ciertas películas) sea su capacidad de devolvernos violentamente a la vida. Lo que hagamos con ella será después asunto nuestro. Gracias a Dios, o a quien sea, algunos hombres nos entregan señales de su inquietante y radical belleza. Las manos concebidas por Caravaggio y Bresson guardan esas señales, para quien quiera recogerlas. Como se recoge, en silencio, el amor que el viento sopló y posó en el pelaje mudo de los burros. 






Texto originalmente publicado en español en la revista El Amante N° 82 (Buenos Aires, Argentina) y en Revista Cinemais N° 30 (San Pablo, Brasil) y, en portugués, en "Robert Bresson" (CINUSP, San Pablo, Brasil, 2002).