Banda Aparte
está compuesto por una selección de artículos aparecidos en
Banda Aparte. Revista de cine - Formas de ver (1994 - 2001)
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Banda Aparte. Revista de cine - Formas de ver (1994 - 2001)
ENTRE LA CELDA Y LA MUERTE*
POR HILARIO J. RODRÍGUEZ
POR HILARIO J. RODRÍGUEZ
La parte oscura, y
peculiar, de la obra de Robert Bresson, en realidad aquello hacia lo que
conducen todas sus películas, sin llegar nunca a tocarlo, es, en definitiva,
una verdad de tipo espiritual, místico, de ahí el retraimiento del director,
que no busca ir demasiado lejos –o por lo menos no tan lejos que el regreso se
presente a la sazón impracticable-, parándose perentoriamente una vez está a
punto de hacer tangible ante el espectador y ante él mismo la esencia de cuanto
trata. No solo la muerte cercena la posibilidad de ir más allá dialéctica o
cinematográficamente, pues, como dijo Ludwing Wittgenstein, “no se trata de un
hecho de la vida” y desde este lado de la existencia cualquier aserto en torno
a tal taumaturgia valdría tanto como decir ni palanbra; también las cosas más
simples son harto complejas si uno ha de creer en ellas porque se presentan al
término de algo, aun sin guardar relación en absoluto con sus antecedentes. De
hecho, nada se puede asegurar de forma rotunda acerca de las últimas palabras
de Agnès (Elina Labourdette) en Las damas
del bosque de Bolonia (Les dames du
bois de Bologne, 1945), cuando esta le dice a Jean (Paul Bernard) que lucha
por su vida y, contradiciendo sus palabras, cierra los ojos; ni sobre la
ambigua sombra de la cruz en El diario de
un cura rural (Le Journal d’un curé
de campagne, 1950); ni mucho menos sobre la misteriosa desaparición del
cuerpo de Juana (Florence Carrez) tras disiparse el humo de la hoguera en El proceso de Juana de Arco (Le proces de Jeanne d’Arc, 1961). Esto
es así por que no hay una relación causa/efecto entre las mentadas películas y
sus respectivas conclusiones; en ellas el fin no guarda una relación directa
con el inicio, introduciendo una dimensión desconocida que quedará suspendida
al interrumpirse las historias de pronto.
Si el cine de Robert
Bresson se vuelve tan obsesivo y recalcitrante es a causa de la transparencia
de lo narrado y la opacidad de dicha transparencia. (Para Franz Kafka, “la
claridad de todas las cosas las hace misteriosas”). Además, al privar a la
superficie de belleza o exuberancia, Bresson convence al espectador de que lo
esencial se halla detrás de la imagen. Consec uentemente, la música en sus
filmes, a excepción de las composiciones de Jean-Jacques Grunewald en Los ángeles del pecado (Les anges du peché, 1948) y Las damas del bosque Bolonia, jamás se
utiliza para subrayar ni para explicar, sin tampoco prodigar su presencia a lo
largo del metraje, si acaso el ostinato
monocorde de Phillipe Sarde en la banda sonora de Lanceloc du Lac (1973). En Un
condenado a muerte se ha escapado (Un
condamné a mort s’est echappé, 1956), por poner un ejemplo, el fragmento de
la Misa en do menor de Wolfgang
Amadeus Mozart suena casi siempre cuando los prisioneros vacían en el patio de
la prisión los cubos con sus excrementos, con lo cual las imágenes, totalmente
normales, sin estridencias, nos pueden parecer más o menos patéticas. Y por lo
que respecta a la fotografía o los decorados, en ningún caso aportan a la
película sino lo necesario, evitando sobresalir por encima de otros elementos.
Los trabajos de Léonce-Henry Burel en la primera parte de la filmografía
bressoniana, desde El diario de un cura rural hasta El proceso de Juana de Arco,
y luego de Ghislain Cloquet a partir de Al
azar Baltasar (Au Hazard Balthazar,
1966) o el posterior relevo de Pasqualino de Santis, con quien el director
trabajó en sus tres últimas películas, se han apartado siempre, fuese en blanco
y negro, fuese en color, del contraste o de la pirotecnia, dando una pátina
fría, un tanto cristalina, a las imágenes. En cuanto a los decorados, es de
sobra elocuente la persistencia de Pierre Charbonnier, cuyos ocho trabajos con
Bresson han contribuido a hacer reconocible el mundo del director, en continúa
búsqueda de lo esencial.
De cualquier forma, lo más
característico de Robert Bresson, o al menos lo que, en mi opinión, convierte
sus películas en experiencias irrepetibles, es ese final que lleva a sus
personajes a una suerte de conclusión que queda vetada al espectador, pues nada
la hace prever en las imágenes que la anteceden y nada la continúa después. Una
historia de amor suele presentar a un chico y una chica cuyos destinos se unen
merced a un amor compartido, luego se separan, por el más prosaico de los
motivos, para en última instancia volver a reencontrar el amor primigenio; da
igual si después de lo que se presenta como fin, la historia continua como al
principio; la verdad es que el final se hace previsible a tenor del inicio, y
en medio apenas importan las partes mientras se sigan unas a otras con cierta
lógica, si bien se deben buscar las derivaciones menos trilladas para que la
historia sea lo menos convencional y tópica posible. Sin embargo, Robert
Bresson opera de manera diferente al no crear tensiones en sus personajes y
limitarse a seguirlos hasta apartarlos de su normalidad, haciéndolos penetrar en una realidad ajena a la de la
pantalla, ya sea a través del amor, caso de Pickpocket
(1959), ya sea a través del suicidio, caso de Mouchette (1966). A fuer del inopinado devenir de Michel (Martin
LaSalle) o de Mouchette (Nadie Nortier), sus propias historias se trascienden
visto que algo les apartará para siempre de sus anteriores vidas. Incluso el
teniente Fontaine (François Leterrier) en Un condenado a muerte se ha escapado,
pese a que el mismo título parece restarle a la película el menor ápice de
imponderabilidad, al huir de la prisión es literalmente absorbido por una noche
en la que no se dibuja horizonte alguno, entre otras cosas porque no se dan en
ningún momento durante la cinta datos sobre su vida en libertad, quedando esta
como el verdadero misterio.
Asimismo, no pasa
desapercibida la austeridad espartana en la que viven los personajes del
peculiar mundo de este cineasta. Basta con prestar atención a su manera de
componer encuadres para darse cuenta de que Bresson obvia lo ornamental, lo
repudia, y se refugia en una austeridad reminiscente de la poesía de San Juan
de la Cruz, el alumbramiento del maestro Eckhart o Jacob Böhme, el vacío
cósmico de Samuel Beckett, la inmóvil disposición de los objetos en los grandes
bodegones, desde Zurbarán a Chardin, pasando por Sánchez Cotán, sin olvidar la
combinatoria contumaz de Giorgio Morandi hacia el final de sus días o las
impresionantes visiones de la celda que todavía hoy recoge Cristino de Vera en
sus dibujos a plumilla. “La pintura me ha enseñado a no crear imágenes bella
sino necesarias”, sostiene Bresson; y su obra da fe de ello a cada plano, a
cada segmento, en una sempiterna elusión del símbolo, concentrando su mundo en
torno a un espacio cerrado, bien sea el de una celda factual, física, pétrea,
visible, bien sea un vértice en el cual convergen las imágenes, repetidas y
vueltas a repetir hasta que algo, casi siempre la muerte, corta radicalmente
con lo anterior sin mediar explicaciones.
Ese modo de ruptura, el
momento de la transformación, necesario, según Bresson, para que el arte se
produzca, ha impregnado parte de la filmografía de Paul Schrader, en la cual se
puede entender a la perfección el marchamo que una sola escena puede darle a
una película. Al término de American
Gigolo (1979), Julian Kay (Richard Gere), en el locutorio de la prisión
donde está confinado, le dice a Michelle Stratton (Lauren Hutton): “Qué extraño
camino he tenido que atravesar para llegar a ti”. Entre ambos un cristal les
impide hacer una comunión de sus carnes, pese a lo cual Julian apoya su cabeza
en dirección a las manos de Michelle, negando la existencia de la barrera que
les separa, dado que su lazo es ahora superior al de sus cuerpos. Varios
lustros más tarde, en 1992, la escena se repite al final de Posibilidad de escape (The Lightsleeper), aunque en esta
ocasión es Ann (Susan Sarandon) quien le dice a Jon Le Tour (Willem Dafoe), al
visitar a este último en prisión, “qué extraño es el mundo en el que vivimos”.
Ya nada les separa y John puede sentir el contacto de su carne con la de Ann
cuando apoya su rostro en sus manos. A tenor de lo dicho, se podría colegir que
tanto Julian como John son trasuntos de una misma persona, pero existe una
diferencia sustancial capaz de diferenciarlos, es cierto que los dos son
personajes marginados, uno un gigoló y el otro un camello; y de alguna forma se
ven implicados en un asesinato y a partir de entonces deben encarar su soledad
real. También los apartamentos de ambos se caracterizan por atenerse a lo
estrictamente necesario, en especial el de John. Por el contrario, John escribe
un diario, al igual que Travis Bickle (Robert De Niro) en Taxi Driver (1975) de Martin Scorsese, basada en un guión de Paul
Schrader; mientras Julian se conforma con seguir lecciones de sueco con un
radiocasete en su apartamento, siendo este su único solaz. Sus respectivas
edades son distintas: Julian no es mayor sobremanera, quizá en torno a la
treintena, lo suficientemente viejo como para sentir próximo su relevo en su
profesión; y John, por su parte, es un personaje entrado en los cuarenta y ve
cercana la disolución del grupo para el cual ha estado vendiendo droga durante
años. Ninguno ha previsto antes la posibilidad de verse abocado a vivir de un
modo diferente. Pero si el problema de Julian reside en no poder expresar, a
causa de su trabajo, verdadero amor; John busca desesperadamente el amor porque
ha vivido demasiado tiempo solo, sin darse cuenta de que algún día ni siquiera
podría seguir viviendo. En las dos películas el final da un giro completo a la
trama, al presentarle a sus personajes un destino en las antípodas de sus
derroteros en la pantalla. Julian ya no será un gigoló nunca más y amará por
primera vez; y John podrá amar a
Ann, en quien no había sabido ver antes sino a su jefa. Paradójicamente, la
salvación se les presenta en forma de celda, de prisión, como suele sucederle a
bastantes personajes de Robert Bresson. En concreto, la idea visual de las
escenas de las dos películas de Paul Schrader proviene de la postrera escena de
Pickpocket, cuando Michel le dice a
Jeanne (Marika Green) las mismas palabras que luego le diría Julian a Michelle:
“qué extraño camino he tenido que recorrer para llegar a ti”.
El tema de la prisión o de
la celda, cuya apoteosis en la obra de Robert Bresson sería Un condenado a muerte se ha escapado,
aparece asimismo en las celdas de las monjas de Los ángeles del pecado, la celda tras la cual acaba Michel en Pickpocket, en la celda donde confinan a
Juana en los intersticios de El proceso
de Juana de Arco o años después en ese magistral canto de cisne que
constituye El dinero (L’argent, 1982), donde Yvon Targe
(Christian Patey) acaba entregándose a la policía,e sto es, a su celda, para
frenar la maldad desatada en su interior, que le degrada más y más sin que la
muerte pueda frenarle, pues intenta suicidarse infructuosamente; cuando a un
personaje no se da la posibilidad de la celda, este prefiere la muerte. Así, el
suicidio es la liberación total para Mouchette en el filme homónimo, para Ella
(Dominique Sanda) es Une femme douce
(1969) y para Charles (Antoine Monnier) en El
diablo probablemente (Le diable
probablement, 1977), sin contar con los aboretados intentos de Marthe
(Isabelle Weingarten) en Cuatro noches de
un soñador (Quatre nuits d’un reveur,
1971) o el mencionado caso de Yvon en El
dinero. Quien no puede sobrellevar el mundo d ela celda, o no quiere
aceptarlo, ha de afrontar, por el contrario, el de la muerte. A Agnès, la joven
de Las damas del bosque de Bolonia,
su nuevo piso, después de mudarse a instancias de Hélène (Maria Casares), le
parece “una prisión”; sus paredes están completamente desnudas (aunque en su
anterior casa tampoco hubiese cuadros colgados y se vieran varios marcos vacíos
apoyados en el suelo) y la única nota de belleza son las flores de Jean, es
decir, las pruebas del amor. Las palabras de Agnès: “prefiero un destino propio
a aquel que se nos impone”, son especialmente esclarecedoras, a la par que
ambiguas, en torno a los temas de la celda y la muerte. En El proceso de Juana de Arco, poco antes de su muerte, a Juana los
miembros del tribunal casi le suplican: “someteos, solo así podréis salvaros”;
tal sometimiento, claro está, supone en el caso de la joven, y en el de otros
personajes bressonianos, aceptar su celda de por vida.
En líneas generales el cine
de Robert Bresson sigue la progresión de un alma libre hacia una celda o
viceversa. El viaje de Michel en Pickpocket
es hacia la celda, no así el del teniente Fontaine en Un condenado a muerte se ha escapado, donde se sigue un itinerario
de dentro hacia fuera. No obstante, el espacio de la celda no es un espacio
acotado y cerrado al mundo exterior, ni mucho menos; antes al contrario, en el
apartamento de Michel, sin ir más lejos, Jacques (Pierre Laumarie), el Policía,
entra cuando quiere, porque la puerta siempre está abierta, como curiosamente
ocurre en la película norteamericana Manos
peligrosas (Pickup on South Street,
1953) de Samuel Fuller, donde la policía también entra a capricho en la casa de
Skip McCoy (Richard Widmark). En la obra de Robert Bresson la presencia de
puertas, muchas de ellas abiertas, es constante. Si mcuhos de sus personajes
viven en una celda, ello no obsta para que todo el mundo tenga acceso a su
interior, de similar guisa, se sobreentiende que quienes viven dentro podrían,
si quisieran, salir, no por otra cosa se ve esposado a Fontaine en su celda y a
Juana le ponen grilletes sus carceleros. El “Yo” tiene su sublimación en la celda, pues nada ajeno a él
interfiere en su devenir. Solo a la sazón se entiende la importancia de los
primerísimos planos de manos y piernas que recorren la obra de Bresson,
insistiendo en la importancia de las extremidades para poder obrar a voluntad
aun en la misma celda. En Pickpocket,
por ejemplo, Michel vive una vida casi entregada al lenguaje de sus manos con
la realidad; de alguna forma, esas manos le mantienen cerca de cuanto ha
perdido o cuanto nunca tuvo; con ellas le roba incluso a su madre. No conviene
olvidar quew a menudo los personajes de Bresson están sumidos en su incapacidad
para salir de sí y han de actuar en términos “extra-dialécticos”. El modélico comienzo de Un condenado a muerte se ha escapado lo pone de manifiesto en ese
juego de miradas entre Fontaine y el otro prisionero, este esposado, en la
parte trasera de un coche, haciendo hincapié la cámara en las intenciones de
huir de Fontaine, lo cual anticipa el leitmotiv
del resto de la cinta, centrada en el metódico plan del teniente para huir de
la prisión antes de ser fusilado por los alemanes. Unas veces son las manos y
otras los pies, como al inicio de El
proceso de Juana de Arco, con ese plano de las piernas de la madre de Juana
escoltada por dos prelados, o en los numerosos planos en que los carceleros le
ponen los grilletes a Juana, por no referirme a la observación del médico
cuando Juana enferma y él comprueba sus manos, aconsejando librarla de sus
cadenas.
El cuerpo como todo desaparece
para dar paso a las partes. Según Bresson, “la fragmentación es imprescindible
si no quiere caerse en la representación”, de ahí su insistencia en el montaje
en detrimento de casi todos los restantes mecanismos inherentes al
cinematógrafo (por utilizar un vocablo caro al director). Nadie, además de él,
ha prescindido con tanto denuedo de la dramatización, utilizando siempre a
actores no profesionales y evitando repetir película con ninguno de ellos, y
haciendo caso omiso de cuestiones argumentales o estéticas. Por así decirlo,
Bresson ha concentrado su esfuerzo en ceñir al cine a su propio lenguaje,
negándole ciertos añadidos, supuestamente necesarios, en su opinión hueros. Sus
historias, como explica en Un condenado a
muerte se ha escapado, las presenta tal como son, “sin ornamentos”. Para
él., se debe “habituar al público a adivinar el todo allí donde solo se le da
una parte”. Por eso las relaciones entre sus planos tienen un valor primordial,
lo cual le llevó durante su carrera a supervisar el montaje de forma estrecha,
amén de repetir en bastantes ocasiones con Raymond Lamy, en especial en sus
obras más complejas cinematográficamente, como sería Un condenado a muerte se ha escapado o Pickpocket. Ya decía con anterioridad que el último interés de Bresson
es representar; antes bien, sus imágenes se ciñen al establecimiento de series
de planos, algunos sin aparente hilazón con los demás, hasta lograr
convertirlos en partes de un todo inconcreto que solo tiene sentido en tanto
prepara al espectador para un final invisible, donde se alcanza la plenitud
precisamente por su alejamiento. Jamás habría en sus películas un momento de
mayor tensión hecho a base de un “crescendo”.
Fuego Fatuo (Le Feu follet, 1963) de Louis Malle, filme basado en la novela
homónima de Pierre Drieu La Rochelle, pone de manifiesto desde el principio el
deseo de Alain LeRoy (Maurice Ronet) de morir, de ese modo la película desde el
inicio tiene el mismo aire de adiós, previniendo al espectador para lo
ineluctable. En cualquier película de Bresson, sin embargo, nunca se puede
concluir nada antes de su término, pues su término no es ni una conclusión ni
una solución, sino un misterio; sus personajes pueden ser suicidas, pero al
carecer de propósitos no hacen de la muerte un proceso. Charles en El diablo probablemente reconoce que su
“enfermedad consiste en ver claro”, no obstante esa claridad no se trasluce en
su discurrir durante la película. Casi podría decirse que el destino, o una
mano ajena a los personajes, es el mecanismo que incoa los acontecimientos, que
suceden uno tras otro sin ningún motivo en absoluto, simplemente porque son
piezas adyacentes de la existencia. Un simple billete falso en El dinero puede ser tan pernicioso como
la peor de la fuerzas ocultas de la Naturaleza. En el hombre su propio destino
se halla agazapado tras sus actos, sin poder establecerse una suerte de
dirimente matemático. “Diré lo que sé, pero no todo”, son las palabras de Juana
ante los miembros del tribunal.
Este desconocimiento del
destino es la vida en la celda, es la vida en la imposibilidad de trascender el
mero existir y ver en la muerte. Eso, y no otra cuestión, es lo que determina a
Robert Bresson a utilizar en muchas ocasiones a personajes marginales,
ladrones, campesinos, o a un burro en Al
azar Baltasar, siendo además siempre jóvenes. Fácilmente se puede
comprender la incapacidad de un joven para entender la vida, porque en
principio esta ni siquiera le tiene en cuenta y apenas le presenta la sumisión
como única manera de ser aceptado. Al principio de El proceso de Juana de Arco, la madre de Juana pregunta ante la
Iglesia por qué han matado a su hija si ella la había educado según los
preceptos cristianos. ¿Cuál fue el error en su caso? Quizá ninguno o quizá se
trató de un deseo divino; la pregunta queda irresuelta en la película. Sin
embargo, el mayor problema de los jóvenes suele ser su confusa libertad, llena
de certidumbres, como la de Michel en Pickpocket,
cuya certeza de saberse por encima de la ley se basa en preguntarse a sí mismo,
en hablar consigo mismo antes que con los demás. La madre de Agnès (Lucienne
Bogaert) en Las damas del bosque de
Bolonia le dice a esta: “yo soy muy sencilla; acepto las cosas tal como se
presentan y no busco en ellas más de lo que me dan. Estas flores me dan su
perfume; lo respiro”. Pero para el joven acatar esa falta de volición, esa
actitud sumisa, acentuada por la cercanía a la muerte, no es posible. Cuando el
destino está lejos, la vida no se plantea de cara a la prisión, donde la
comunidad se impone al individuo. De buenas a primeras, la juventud ha de
cuestionar las diferentes férulas estamentales, las diferentes “leyes” y a sus representantes; aceptar
sin más sirve para perpetuar, en absoluto cambia o modifica. La vida no se
registra en la atonalidad abúlica del devenir “per se”, sino en el conflicto, el choque, la ruptura. En cuanto uno
piensa, reflexiona, se entrega, se encierra. Ninguno de los verdaderos
culpables de los hechos de El dinero
acaba siendo castigado, porque sus actos no se rigen por la razón y Bresson
sería incapaz de dar una razón vital (o cinematográfica) a lo que él persigue;
él muestra, como verdadero director, y no como urdidor de ficciones, las cosas
tal cual se presentan en la realidad. En cierto sentido, el arte juega a la
blasfemia al exponer sin el menor recato aquello que conforma la esencia de los
hechos, evitando dar pábulo a la existencia a mantener su idiosincrasia divina,
pues acaba midiendo por igual rasero prácticamente todo. Ante tal estado de
cosas, el cine de Bresson recupera la calidad de ofrenda de los objetos
dispuestos en un bodegón, tributo al vacío, si se quiere, aunque no se les
pueda negar su esencia espiritual, merced a su consideración de objetos
expuestos delante de una fuerza o una presencia superior a la que se pliegan en
tanto objetos inútiles, acaso de valor para la divinidad, cuyos ojos no
distinguen valores diferentes entre las cosas del mundo.
El momento de afrontar el
cambio, es a la vez un momento de madurez, pero también un momento de
espiritualidad, pues ni se puede considerar intelectual ni se puede considerar
necesario. Todo joven ha de intentar la huida como parece predecir la primera
escena de Un condenado a muerte se ha
escapado, donde Fontaine, todavía joven, puede usar sus manos para
liberarse, ya que no está esposado, al ir con su compañero, bastante más mayor,
en el coche. Como en La evasión (Le trou, 1959) de Jacques Becker, Un condenado a muerte se ha escapado
sigue metódicamente los pasos de un preso hasta su huida final, atendiendo al
particular lenguaje entre la gente confinada, a base de gestos y miradas,
parecidos a los de los defensores de Juana de Arco durante su proceso o a las
manos del carterista para penetrar en los bolsillos de los demás, gestos que
van a lo esencial, a lo verdadero, eludiendo la palabra, para insistir en la
parte menos prosaica del ser humano, capaz, cuando es necesario, de luchar por
una quimera aunque a él no le vaya a tocar beneficiarse de sus consecuencias.
*Este texto se publicó en
Banda Aparte. Revista de cine –
Formas de ver nº 6
Valencia: Ediciones de la Mirada, febrero 1997