Botonera

--------------------------------------------------------------

15.11.12

LA MIRADA ESQUINADA: DOBLE(S) SENTIDO(S) - LECTURAS Y REFLEXIONES SOBRE EL CINE Y EL MUNDO: PASEO POR EL AMOR Y LA MUERTE

COORDINADORES: FRANCISCO JAVIER GÓMEZ TARÍN / AGUSTÍN RUBIO ALCOVER




Octubre 2012
PASEO POR EL AMOR Y LA MUERTE






En el momento de escribir estas líneas, el calor hace sus habituales estragos veraniegos en un mundo desquiciado aniquilado por el cambio climático y la mediocridad –obsérvese la finura de la palabra para no poner letra tras letra el pensamiento real, quizás obsceno para el lector– institucional que recorta allá donde la vida más peligra (léase en los recursos de los más débiles, en educación y/o sanidad, pero también en la prevención de incendios). Y así nos va: medio país arde, sin metáforas, en tanto los ciudadanos estamos a punto para la combustión espontánea.

Puestos a apretarnos el cinturón, pasamos en casa las vacaciones, sufrimos las embestidas del calor asfixiante, y vemos películas, muchas películas, de todo orden, procedencia y condición, mientras nuestros pensamientos y reflexiones vuelan a territorios utópicos cada día más lejanos. En esas estábamos cuando por pura casualidad una noche de agosto pudimos ver Dead Creatures (Andrew Parkinson, 2001) en la televisión (cosas de la afición al género de terror) Y, ciertamente, cuando uno no espera nada es fácil sorprenderle, porque, ¡hete aquí!, en una película de ínfimo presupuesto, aparece por fin una nueva y enriquecedora versión del “no muerto”: aquel ser que ha sido contagiado y necesita matar para alimentarse, pero, a su vez, es solidario con los de su especie y construye una sociedad marginal que pretende aislarse del mundo que les amenaza para poder morir en paz a través de un proceso de decrepitud acelerado. Ni efectos especiales, ni casquería… el “no muerto” en pleno “mal de vivir”, solidario con los suyos, se oculta de una sociedad en plena descomposición, insolidaria y brutal (sí, efectivamente, nuestra sociedad)


Dead Creatures, Andrew Parkinson, 2001



Y, como el pensamiento es libre, le vienen a uno a la mente aquellos cruces semióticos que proponía Greimas al estilo amor/no amor vs odio/no odio; o vida/muerte vs no vida/no muerte… Dos cuadros que se pueden vincular con facilidad ligando el amor a la vida y el odio a la muerte. Esos personajes de Dead Creatures están en la no muerte frente a los seres humanos que viven sin saberlo en la no vida. Bueno, digamos que no sabían que vivían en la no vida, porque ahora ya empezamos a ser conscientes de que la manipulación que se ha ejercido durante siglos sobre nosotros nos arrinconaba a ese espectro del mapa vital.

Siguiendo con esa libertad de volar para el pensamiento, es evidente que nuestra vida puede llenarse a través del amor, físico o no, en tanto relación privilegiada con nuestros semejantes. Pero cuando se da el odio estamos abocados al territorio de la muerte. Sabemos que quienes nos empujan a la no vida no están situados en el odio hacia nosotros, sino en el no amor: gobernantes y burócratas lacayos del imperio anónimo de los mal llamados mercados, que no son, a fin de cuentas, sino seres no muertos, vampiros engendrados por el mal extremo y habitantes de la no vida. No es que nos odien, es que nos necesitan para alimentar su codicia cuando las fuentes habituales pretéritas (materias primas, industria), controladas mediante la esclavitud y el imperialismo o las guerras, se comienzan a agotar.

Tampoco nosotros los odiamos, y esto es así porque el sentimiento de odio, en tanto opuesto al de amor, es inequívocamente inseparable de este (algo así como el bien y el mal: uno necesita la existencia del otro para poder manifestarse y/o medirse); y no los odiamos porque nos situamos en relación a ellos en una posición de no amor / no odio = desprecio. Sin embargo, el deseo, también libre y vinculado al amor y a la vida, nos llevaría a manifestar nuestra voluntad de que el no muerto descanse por fin y deje al mundo en paz: un buen entierro se convierte así en un acto de amor para celebrar el último pasaje del no muerto a su estatuto final de muerto. En resumidas cuentas: el desprecio está muy bien pero no convierte al no muerto en muerto ni insufla vida al no vivo; la acción, sí.

Claro está que sentados ante una buena pantalla, sea del televisor, del ordenador o del cine, y viendo películas, obtenemos un catálogo de posicionamientos que evidencian lo que ocurre en el mundo y cómo el amor y la muerte se han convertido en sentimientos, si no únicos, dominantes. Se podría decir que esto siempre ha sido así, que ya el melodrama, amalgama y compactación de todo tipo de cine casi desde los primeros tiempos, ejercía su impecable labor sobre tramas y personajes dotándoles de coherencia y complejidad. Es cierto. Sin embargo, algo está cambiando cuando cada vez es más habitual que nos enfrentemos a tramas insulsas y vacías en las que personajes sin un mínimo de coherencia (flat characters en términos de E.M. Forster) edifican una loa ora al amor, ora a la muerte, mediante un ritual de gratuitad argumental y banalidad estética. Y este ritual, mal que nos pese, es violento porque ejerce violencia moral e ideológica sobre el espectador al inculcar en su mente que este es el signo de los tiempos y debe ser asumido como normal y lógico (cual las sentencias de los mercados).

En el paseo por el amor (banal y mal entendido, lacrimógeno y estúpido) ahí tenemos ese pastel vomitivo que es La delicadeza (La délicatesse, David y Stéphane Foenkinos, 2011), tan insoportable que hace buenos todos los demás títulos insípidos de esta corriente en auge (¿será que nuestra sociedad se ve necesitada de apoyos vivenciales para poder encaminar la no vida cotidiana?). En una línea similar se sitúa Heartbeats (Xavier Dolan, 2010), que, francamente, resulta poco soportable en toda su extensión; insulsa y pretenciosa, quiere aparentar algo profundo y no es sino un "chico busca chica pero encuentra chico, o a la inversa": muy superficial. A vueltas con el amor, Pollo con ciruelas (Poulet aux prunes, Vicent Paronnaud y Marjane Satrapi, 2011), salvada in extremis por Almaric, es otra más de la saga de películas puzzle que tan de moda se han puesto tras Amélie, donde el aparato estético se hunde en la línea trazada por la banalidad del discurso de fondo. Dejaremos para más tarde la irregular Café de Flore (Jean-Marc Vallée, 2011). En el polo opuesto destaca esa representación cuasiteatral, hecha para televisión, que es The Song of Lunch (Niall MacCormick, 2010) con un relato literario al que se superpone la imagen y que condensa el dolor por el tiempo perdido en una comida; lo cual quiere decir que hay excepciones y deben ser reivindicadas, aunque sus estrenos cada día se nos escapen más de las pantallas de los cines. Del amor y el odio con mayúsculas nos habla Majka asfalta (Mother of Asfalt, Dalibor Matanic, 2010), donde los malos tratos son enfocados desde una perspectiva radical y vivencial con una sobriedad estética envidiable.


 Pollo con ciruelasPoulet aux prunes, Vicent Paronnaud y Marjane Satrapi, 2011

Majka asfaltaMother of Asfalt, Dalibor Matanic, 2010



En el paseo por la muerte se multiplican los sinsentidos gratuitos y violentos a ultranza. El cine oriental, frente a sus títulos de innegable calidad, viene dando muestras de un lado excesivo que cada día tiene menos sentido; es el caso de dos productos del japonés Gô Ohara, An Assassin (Asashin, 2011) y Gothic & Lolita Psycho (Gosuroki shokeinin, 2010), o de las coreanas Helpless (Hoa-cha, Young-Joo Byun, 2012), que se deja ver pero poco más, y Nameless Gangster Rules of Time (Bumchoiwaui junjaeng, Jong-bin Yun, 2012), intranscendente y con poca gracia pese a que se le supone un tono de comedia. Tampoco el cine occidental es una excepción, con títulos tan nefastos como Battleship: Batalla naval (Battleship, Peter Berg, 2012) o Vacaciones en el infierno (Get the Gringo, Adrian Grunberg, 2012). Pese a todo, nos dan un respiro, en esta línea de violencia pseudogratuita, Some Guy Who Kills People (Jack Perez, 2011) aunque al final se convencionalice, o Los cazadores (The Hunters, Chris Briant, 2011) por su brillante realización.


 HelplessHoa-cha, Young-Joo Byun, 2012

Los cazadoresThe Hunters, Chris Briant, 2011


La muerte y el terror van muchas veces de la mano, si bien sus frutos fílmicos suelen ser escasos. Hemos tenido ocasión de ver algunos films de los que se pueden rescatar aspectos de interés: The Revenant (D. Kerry Prior, 2009), divertida y con mucho juego privado, cuya "mala leche" final permite pasar un buen rato; A Ghost of a Chance (Sutekina kanashibari, Kôki Mitani, 2011), un disparate esperpéntico que se deja ver más por las buenas intenciones que otra cosa; Claustrophobia (Bobby Boermans, 2011), tópica y previsible a más no poder pero con el morbo de ver como le cortan el cuello a un personaje con un iPad (por fin una verdadera utilidad práctica); Die Tür (The Door, Anno Saul, 2009), que, pese a los tópicos inevitables, tiene un "qué se yo que no sé qué": una vuelta atrás puede empeorar más que solucionar las cosas; Pure (Till det som är vackert, Lisa Langseth, 2009), falta de profundidad pero hecha con honestidad, al igual que Fortidens Skygge (Birger Larsen, 2011); Burning Bright (Carlos Brooks, 2010), cine trash hecho con desparpajo que tiene cierto ritmo y crea tensión, pero no deja de ser un producto banal y previsible; o, finalmente, The Tall Man (Pascal Laudier, 2012), una buena idea que se desperdicia por no jugar más que al escondite con el espectador de cara a meterlo en una intriga de género.


A Ghost of a ChanceSutekina kanashibari, Kôki Mitani, 2011


The Tall Man (Pascal Laudier, 2012



En esa tierra de nadie entre la vida y la muerte, hemos podido ver una serie de películas cuya dignidad está fuera de toda sospecha y que lamentablemente tenemos serias dudas de que lleguen en tiempo y forma a nuestras pantallas comerciales. Es el caso de A Better Life (Chris Weitz, 2011), abordaje sin concesiones del problema de la inmigración mexicana en Estados Unidos y sus formas de vida, teniendo de fondo el problema de las pandillas; de In the Seed Doesn´t Die (Daca bobul un moare, Sinisa Dragin, 2010), trama multicultural y multirracial en los Balcanes en que, pese a lo disparatado de la trama y los conflictos internos, se refleja un submundo, lumpen y marginal, que encaja muy bien con otras obras eslavas y tiene un toque mágico nada despreciable; de Atmen (Karl Markovics, 2011), potente proceso de maduración personal de un adolescente que se redime a través de su relación con entornos de muerte y prisión; de Código azul (Code Blue, Urszula Antoniak, 2011), formalmente brillante, sobria y minimalista, pero da la impresión de querer abarcar demasiado: eutanasia como acto de amor, soledad personal, frustración, sueños incumplidos, vivencia de las vidas de otros…; de Sebbe (Babak Najafi, 2010), sobria y brutal, sin aportar la imagen de la destrucción, pero marcando los precedentes, con puntos de conexión tanto formales como de contenido con Elephant; de Silenced (Do-ga-ni, Dong-hyuk Hwang, 2011), crónica de los abusos de poder en una escuela de niños sordomudos que son violados y apaleados y que funciona como alegoría de la sociedad de doble moral y corrupción en que vivimos; de Tomboy (Céline Sciamma, 2011), relato minimalista sobre el despertar de la definición sexual en una niña que pretende hacerse pasar por niño; de la turca Av Mevsimi (Yavuz Turgul, 2010), un tanto dispersa, entre al crónica policial y familiar, sirviendo un poco los cánones occidentales, pero hecha con honestidad; o de Süskind (Rudolf van den Berg, 2012), film al que podríamos aplicar gran parte de los comentarios hechos en la entrega anterior sobre In Darkness.


 A Better Life, Chris Weitz, 2011

Sebbe, Babak Najafi, 2010


En la cartelera de lo insólito hemos podido ver Casa de mi padre (Matt Piedmon, 2012), disparate paródico con bastante poca gracia e ínfulas políticas de discurso antiamericano y pro-mexicano "honrado"; Cleanskin (Hadi Hajaig, 2012), contra todo pronóstico, un film correcto y que deja libertad interpretativa al espectador con un margen ideológico suficiente; El dictador (The Dictator, Larry Charles, 2012), en donde lo mejor es esa especie de "digo lo que quiero y no me limito" que echa al traste la sempiterna y odiosa política de lo correcto, con un discurso sobre lo que sería una dictadura como gobierno ideal que define a la perfección la política USA (recuerda a Les Luthiers), de forma que, entre línea y línea, se cuela lo divertido y lo sarcástico; The Three Stoges (Bobby y Peter Farrelly, 2012), payasada que solamente tiene como interés el recuerdo de un cierto tipo de reality-shows de los tiempos arcaicos de la TV americana, como revisitación está conseguida, pero, ¿basta eso?, evidentemente no; y Footnote (Hearat Shulayim, Joseph Cedar, 2011), curiosa película israelí que aborda cuestiones de relaciones interpersonales entre padre e hijo con un especial interés por la concepción de la ciencia.


 Cleanskin, Hadi Hajaig, 2012

Footnote, Hearat Shulayim, Joseph Cedar, 2011


Más allá del recorrido por el amor y la muerte, algunos títulos aportan una visión de mundo que entroncan con la vida misma, incluso desde una perspectiva metafísica, como es el caso de Prometheus (Ridley Scott, 2012), interesante por su excelente factura pero que tiene demasiadas servidumbres a Alien. El octavo pasajero (Alien, 1978) (como precuela que, aunque niega, es) y unas pretensiones de transcendencia que empobrecen el resultado. Sin embargo, a veces con un aparente tono menor, surgen materiales cuya dignidad los eleva a primera línea: Elefante blanco (Pablo Trapero, 2012), sincera y sólida como película política, honesta, contundente y nada demagógica, con una puesta en escena y planificación en perfecta consonancia muy lejos del esteticismo gratuito de Meirelles, de la que nos hacemos cargo en esta entrega, o Brave (Indomable) (Brave, Mark Andrews y Brenda Chapman, 2012), que riza el rizo de la Pixar disneyzada y consigue lo que a la marca del ratón Mickey le resultó imposible: encantar a todo el mundo y que a nadie, grande o chico, conservador o progresista, le reviente que le guste un producto tan tramposo. A eso llaman la magia del cine…


 Prometheus, Ridley Scott, 2012

Brave (Indomable)Brave, Mark Andrews y Brenda Chapman, 2012


Y, para concluir, la joya de la corona es, evidentemente, El caballero oscuro: la leyenda renace (The Dark Knight Rises, Christopher Nolan, 2012), que cierra de manera más que digna la trilogía de Nolan sobre Batman: desarrolla la tentación de abandonarlo todo para volver a empezar que tanto obsesiona al director de forma coherente, en un relato que no da tregua y que está a la altura de la anterior de la trilogía y engarza muy bien con ella, de tal forma que la espectacularidad no se siente como un elemento gratuito.



El caballero oscuro: la leyenda renaceThe Dark Knight Rises, Christopher Nolan, 2012


Así pues, en esta ocasión nos repartimos los conceptos de vida y muerte, de no vida y no muerte, y aplicamos dos perspectivas claramente dispares que entendemos son complementarias. Las sombras del abismo de la no vida fluyen en torno a Elefante Blanco, en tanto que las dificultades del amor-desamor, en la no muerte, se revelan en toda su cotidianidad en Martes, después de Navidad (Marti, dupa craciun, Radu Muntean, 2010).



LA TEORÍA DE LA YUGULACIÓN: ELEFANTE BLANCO Agustín Rubio Alcover


Elefante Blanco, Pablo Trapero, 2012


Díganme si la cosa no es como para echarse a llorar: Siria, hecha un polvorín; la Rusia de Putin (“el Gremlin” en vez del Kremlin, según un lapsus del programa de subtitulado automático de Televisión Española mejor que cualquier parodia de Muchachada Nui) un cenagal, con las Pussy Riot en la trena; y España calcinada en buena medida como consecuencia de la irresponsabilidad de los recortes; y el gobierno ecuatoriano, adalid de las libertades, metiendo la pata hasta el corvejón, dando asilo “político” (¡!) a Julian Assange. A todo esto, no hacía falta ser adivino (y la prueba es que lo adivinamos: véase esta sección de abril) para anticipar la convergencia entre este icono de los tiempos y Baltasar Garzón, cual si la composición del final de Persona de Ingmar Bergman (1966), o el del cartel-homenaje de Los idus de marzo (The Ides of March, George Clooney, 2011), se tratara. ¿Por alguna de esas nobles causas por las que presuntamente están perseguidos, como las revelaciones de Wikileaks, el procesamiento y extradición de Pinochet o la Memoria Histórica? No: de la acusación de abuso sexual contra no una, sino dos mujeres, por parte del primero. Precisamente quienes más radicales se muestran a propósito de la defensa de los derechos de la mujer y propugnan los avances del modelo nórdico, en este caso, callan, o encuentran esos mil matices, resumibles en el fondo en que “ya se sabe que los suecos son demasiado estrictos y sacan estas cosas de quicio”, que cuando los otros esgrimen les valen anatemas por complicidad y reaccionarismo.

A propósito de coacciones machistas, hablemos del tristemente célebre empellón a la cajera del supermercado en la incautación de alimentos; incautación defendida por algunos como “simbólica”. Y es que algo falla cuando se invoca el carácter ejemplar de las representaciones, a modo de disculpa; pero se descuidan precisamente las formas, y entonces uno se escuda en que el poder siempre retuerce las imágenes. Algo falla, y nos hará perder la partida, cuando estas impresentables acciones y discursos se convierten en la serpiente del verano que comparte espacio con la chapucera restauración de un Ecce Homo en el programa que es perverso heredero de La noria de Telecinco, El gran debate, con el título de “La revolución Sánchez Gordillo”: aplausos demagógicos del público en el plató; y la sensación, por parte del espectador, a solas en su casa, de que la plebe está afilando las guadañas, con la repulsión y el miedo consiguientes. Y eso sí es la estrategia de la derecha, en la que se siente en su salsa, ante la que pedirán que cierre filas toda persona “decente” y “de orden”; “con razón”…

Marinaleda es el síntoma de que, en la sociedad del espectáculo, estamos en los antípodas de la Teoría de la Liberación, cuyos rescoldos trata Elefante blanco. La película está tan soberbiamente rodada como suele ocurrir en las cintas de Trapero: Carancho (2010), ya contenía planos-secuencia de una duración, una complicación formal y una densidad discursiva impresionante; pero en aquella película sobre un abogado que buitrea entre las víctimas de los accidentes de tráfico, navegaba entre el género policiaco y la denuncia. Con Elefante blanco aborda palabras mayores: el problema de las barriadas que proliferan (y siguen: naciendo y creciendo) en Sudamérica, al margen de la legalidad, y el conflicto personal e institucional de los religiosos que encarnan hoy la filosofía emancipatoria acerca de qué postura adoptar al respecto: distanciada y pasiva (o sea, teórica) o participante o activa (ergo práctica): “No podemos ser solo sacerdotes. Tenemos que implicarnos cada vez más”, afirma el Padre Julián (Ricardo Darín) en una escena muy expositiva. Pero el final de este personaje (que no destriparé, aunque es previsible), no hace sino iluminar a su compañero, Nicolás (Jéremie Renier), acerca de que el camino del simple martirologio no es el adecuado, porque nada soluciona; de ahí que en el desenlace, que queda en suspenso, este permanezca en la penumbra moral, crucifijo en mano, entre el rezo, la renuncia y la vuelta al trabajo.

Mientras escribo estas líneas, los informativos dan la noticia de la matanza de la mina de Marikana, en Sudáfrica, en la que la protesta de un grupo de trabajadores acaba en un baño de sangre. Y los paralelismos me hielan la sangre antes caliente. El resto de la emisión consiste en los coletazos del culebrón de un Sánchez Gordillo que adopta posturas crísticas (no son robados de fotorreporteros malintencionados, porque el interesado le hace los montajes facciosos de La Razón); en la enésima secuela (acabáramos, ojalá que literalmente) del de Ruiz Mateos, que proclama sin venir a cuento la importancia del amor a Dios; y la típica banalidad acerca de que Europa está importando de América del Sur la moda de las “cristotecas”, donde, según parece, las hay como setas.

Válgame el cinismo: ruego que alguien convoque un Concilio; a ser posible racional, laico y de izquierdas. Pero no nos encerremos en San Pedro del Vaticano, porque, al paso que vamos, para cuando haya fumata blanca, la humareda negra habrá alcanzado tal magnitud que seguramente alguna cadena privada dará la alarma porque ha empezado otra vez la quema de iglesias.

Excusatio non petita: Leo a Vargas Llosa (ubi sunt Pantaleón y las visitadoras? Ubi est la tía Julia? Y, sobre todo, ubi coño, con perdón, est el escribidor?) y compruebo con alivio que todavía no me he vuelto neoliberal: su visión de los seráficos agentes occidentales en el paredón, por culpa de las revelaciones de Assange, sí que producen hilaridad. Pues nada: al santoral con ellos.



MUERTE COTIDIANA Y SOMNÍFEROS: MARTES, DESPUÉS DE NAVIDAD
Francisco Javier Gómez Tarín


Martes, después de Navidad, Radu Muntean, 2010


La dignidad no es suficiente, tanto en la vida como en la muerte. Así se demuestra con un título, cuya entidad paradigmática explicaremos acto seguido, como Café de Flore, película con interés pero un tanto confusa. Aunque propicia una extraña mezcla entre historias paralelas y reencarnación, procurando la transmisión del sentimiento amoroso y creando momentos de sensaciones relativamente potentes, según avanza se va vaciando por el desagüe de la ambigüedad y se deja dominar por una trama que salta desordenadamente para hacernos comulgar con el sentido profundo del amor perfecto, como si tal cosa fuera posible (e incluso deseable). Es por eso que, olvidándonos de la banal Delicadeza, tanto el film que acabamos de mencionar como Pollo con ciruelas y sus fuegos artificiales, se ven anulados ante la coherencia y radicalidad de Martes, después de Navidad, que, a fin de cuentas no es sino una magnífica crónica de ruptura familiar que disecciona los sentimientos a través de una planificación rígida en la que los hechos son expuestos fríamente, sin moralinas ni juicios de valor.

En los tiempos de crisis –y aquí viene la explicación prometida– los productos de consumo tienden hacia la idealización, camino eficaz para mantener nuestras mentes pensando en utopías más o menos racionales, en un sueño que se enmarca más allá de la vida real. Pero, para que ese sueño tenga lugar, hacen falta somníferos que eviten la preeminencia de las preocupaciones cotidianas; ¿y qué mejor somnífero que una promesa de felicidad? Obsérvese la proliferación de películas híbridas que apuntan hacia la vida de pareja y sus supuestos “problemas de enjundia”: el dolor de una separación, la enfermedad de un hijo, el hombre ideal para la mujer ideal y viceversa… Si a eso le unimos, como hace Café de Flore, unas dosis de mundos paralelos (léase exotismo), tenemos edificada una atalaya para el espectador que le mantiene en duermevela (no vivo – no muerto) Esta operación no puede ser gratuita en modo alguno, sirve unos intereses, y estos no son otros que los de procurar la asunción como norma de un planteamiento utópico: el amor mueve el mundo y es posible encontrar la pareja ideal, esa con la que compartiremos nuestra vida, nuestras penas y alegrías, de tal forma que nos acorace frente a cualquier realidad perversa que, lógicamente, se mantiene en un campo oscuro, en el olvido. En resumidas cuentas, se trata de imponer una doxa mediante un proceso de idealización. Y, a la vista de las taquillas, tragamos… como siempre hemos hecho y, aparentemente, seguiremos haciendo.

Frente a tal idealización, un film como Martes, después de Navidad se convierte en una lección moral y vital, incluso estética. La operación que lleva a cabo Radu Muntean es significativamente diferente a la avalancha de productos amoroso-intranscendentes que nos envuelve porque sus personajes tienen vida real y parecen haber sido extraídos directamente de nuestro entorno cotidiano. Lo más complejo de esta operación es saber poner en relación los aspectos formales y el desarrollo de la trama para que la cámara no sea un impedimento para la ejecución ejemplar de los actores y, al mismo tiempo, la capacidad crítica del espectador no se vea perjudicada por los habituales sistemas de transparencia en aras de la identificación (léase idealización o, si se quiere, normativización).

Con estas premisas, Martes, después de Navidad se convierte en un film-testigo de una vivencia inscrita en el tiempo del amor-desamor en el más puro entorno familiar (la Navidad, aquí, no es gratuita y lo que se cuenta es una sucesión de momentos, y punto) La pareja que se deshace y la que se consolida constituyen una terna de personajes que son parte de la vida misma y son observados fríamente mediante planos fijos sin contracampo que obligan a nuestra mirada a pensar más allá de la propia imagen. Pudiera decirse que estamos ante un cine materialista frente al idealismo imperante: el film es una prueba fehaciente de cómo la relación entre la historia que se cuenta y la forma de contarla es algo absolutamente esencial y marca a la perfección las concepciones de base tanto sobre el cine como sobre la vida. Una vez más, la forma es el contenido.

La secuencia que precede al final da el protagonismo a los actores (magníficos, por cierto) y les hace estallar ante las cámaras para mostrar al habitualmente engañado espectador que no existe un amor ideal, ni la pareja de los sueños, ni la felicidad compartida, que el mundo está construido sobre ladrillos de distintos componentes y matices, que en el amor se sufre, que no hay vencedores ni vencidos... Esta vez, sí, una lección ética en el extremo opuesto de la moral normativa al uso. Así, casi sin pretenderlo, Martes, después de Navidad nos deja ver el mundo real a través de su ficción y desmonta la idealización utópica que nos duerme en el sueño de los no vivos. Dicho llanamente: nos despierta.





Francisco Javier Gómez Tarín
Agustín Rubio Alcover
Universitat Jaume I de Castellón


Esta entrega de La mirada esquinada se publicó en la revista El Viejo Topo nº 297, octubre 2012.

Agracedemos a El Viejo Topo la autorización para reproducir e incluir la sección con el mismo título en Textos en red
(Shangrila Textos Aparte).