Julio - Agosto 2012
DAME PAN Y TOMA PALO
Ahora bien, este apocalipsis capaz de hacer mella en las propias carnes del individuo se ha podido comprobar también en títulos como Womb (Benedek Fliegauf, 2010) y en otros que hemos reciclado recientemente: Dans Ma Peau (Marina De Van, 2002), Trouble Every Day (Claire Denis, 2001) o el griego, o a la vista de los resultados marciano, Attenberg (Athina Rachel Tsangari, 2010). A fin de cuentas, nuestra sociedad está enferma y no se buscan ya explicaciones sobrenaturales. Asimismo, películas como la inepta pero ilustrativa en su desconcierto La sombra de la traición (The Double, Michael Brandt, 2011), o The Lady (Luc Besson, 2011), retrato tan potente como tramposo de la carismática líder birmana Aung San Suu Kyi en su pugna contra la impresentable y asesina junta militar, traslucen la nostalgia occidental de un enemigo a nuestra altura: un comunista auténtico, fanático y despiadado, y no los perroflautas, tan denostados que al final (para desgracia del establishment) en este primer aniversario del 15-M ya no han asustado a nadie ni dado pie para fantasear y agitar el espantajo del miedo a una revolución.
No ha habido sorpresas en el terreno de la mediocridad (para ser suaves y lo políticamente correctos que los usos –y abusos– sociales demandan), al frente del cual cabe mencionar Esto es la guerra (This Means War, McG, 2012), absolutamente banal y siguiendo los cánones de lo peor del cine mainstream, y también Infiltrados en clase (21 Jump Street, Phil Lord y Chris Miller, 2012), otra muestra de descerebrados, pero con algún apunte cómico que juega a la metadiscursividad y acaba dejándose ver con bastantes reparos. Por otro lado, en esa tierra de nadie que adjudicamos a producciones de ambigua procedencia o de escaso presupuesto, aparecen destellos: Los diarios del ron (The Rum Diary, Bruce Robinson, 2011), con cierto interés pese a su insuficiencia; Les Lyonnais (A Gang Story, Olivier Marchal, 2011), un intento de recuperar la esencia del mejor negro francés de los 50 y 60 que se consigue en parte in extremis (amistad, honor), pero que tiene una realización eficaz pero muy de nuestra época, demasiado televisiva y grandilocuente; Los Vengadores (Marvel´s The Avengers, Joss Whedon, 2012), un tanto aburrida pero con un final muy espectacular y que políticamente, como siempre en estos casos, tiene bastante miga; Amistad (Os 3, Nando Olival, 2011), con algún pequeño hallazgo metafílmico (ficción y realidad que se mezclan en un programa rodado mediante webcams), no aporta nada y supone un buen ejemplo de los derroteros del cine brasileño y sus estereotipos más comercializables, vía Warner; la esperada última película de Mia Hansen-Love, Un amour de jeunesse (2011), bonita pero escamantemente idealista (eso de que los protagonistas tengan los mismos cuerpos a los quince que a los treinta huele a romanticismo en su peor versión: en España la han titulado Primer amor, pero no le vendría mal una traducción más literal y perversa, como Un amor de eugenesia); la decepcionante Apflickorna (Lisa Aschan, 2011), con algunos apuntes sobre el despertar del sexo lésbico; o, finalmente, las tópicas, por típicas, pero con brotes de originalidad en sus segundas mitades, Babycall (Pal Sletaune, 2011) y Midnight FM (Sim-ya-eui FM, Kim Sang-man, 2010).
No obstante, disciplina obliga, vamos a continuación a colocarnos en el lado más pesimista (o realista, según se mire) para enfrentarnos a los dos títulos que nos permiten ilustrar, de una parte, que también al inmigrante se le ha utilizado, ha contribuido a enriquecer nuestras sociedades, nos ha alimentado en el pasado y ahora le pagamos con la marginación y la muerte; y, de otra, que ese pago se le da también a las capas populares y a los trabajadores de las sociedades supuestamente avanzadas. Para entendernos: el tercer mundo está contenido en el primero, basta observar y tomar conciencia de ello, cosa que hacen de forma exquisita ambos títulos, cada cual en su dimensión y condición narrativa, con limitaciones pero sin concesiones.
Lo ha destacado casi todo el que la ha visto, entre otros el también cineasta David Trueba en su columna sobre la actualidad del mundo de la comunicación en El País: Los Vengadores hace expresamente propaganda de la nostalgia de las barras y las estrellas, y el parecido evidente entre la Torre Stark atacada por alienígenas en el film y el recién inaugurado World Trace Center, simboliza el miedo al afán de sus enemigos por derribar un símbolo del imperialismo yanqui que ya hizo caer las Torres Gemelas, y la consiguiente estrategia desafiante para sobreponerse a él. La paranoia de los USA ante una eventual violación del espacio exterior, merced en la ficción a la apertura de un pasaje intergaláctico que se demuestra un coladero de unos bichos a cuál más horripilante y negro, no es ni más ni menos que una proclama a favor del cierre de fronteras y de la construcción del escudo antimisiles.
Me uno al consejo de mi colega para apoyar vivamente la necesidad de visión de Terraferma, esperando que el contagio de la mirada de Crialese sobre la mala conciencia en nuestra sociedad abra la veta positiva de la solidaridad “de clase”. Porque, con toda evidencia, lo que une los dos títulos que en esta ocasión abordamos es el despertar de la solidaridad entre aquellos que poco o nada pueden porque han sido sojuzgados y marginados por la sociedad hedonista y basada en la cultura del dinero con la que deben lidiar cada día. El despertar de esa solidaridad (como en Kaurismaki) no es baladí y, en los tiempos que corren, se convierte en una necesidad e incluso en una forma de resistencia (ya que la revolución la venimos posponiendo ya tantos años que ha pasado al recuerdo nostálgico de unos pocos).
DAME PAN Y TOMA PALO
Se están
acumulando tantos acontecimientos en estos últimos tiempos, y son tan
trascendentales para la vida de los ciudadanos, que resulta difícil mantener el
deseable equilibrio y sensato razonamiento al redactar esta sección. La reforma
financiera ha dejado en evidencia, una vez más, quién tiene la sartén y el
mango y a quiénes obedecen los poderes públicos de medio mundo (no nos
cansaremos de repetirlo: son los mismos perros con los mismos collares). Entre
tal marasmo de decretos a favor de los pudientes y en contra de las clases
populares, se está perdiendo el sentido de algo esencial: las consecuencias que
afectan a la vida de las personas, es decir, la realidad. Y es que todos
estaremos de acuerdo en afirmar que los “mercados financieros” (por cierto, no
elegidos democráticamente por nadie y ¡vaya usted a saber qué nombres y
apellidos individuales colocarles!), con sus exigencias, lo único que están
haciendo es explotar más y más los restos de las economías depauperadas de la población
mundial hasta arruinarla, atada de pies y manos por un no se sabe qué cuento de
la necesidad de austeridad (ahora que pensábamos que Blancanieves y los siete
enanitos eran una fábula, resulta que la Bruja sí que existe… y narra la
historia… no es casual, pues, que Blancanieves (Mirror, Mirror,
Tarsem Singh, 2012) tenga un punto de perversión lúdica, aunque no deje de ser
una obra convencional e intrascendente que no llega a cuajar, incluso con las
continuas referencias a la cultura popular de los cuentos que resultan un déjà
vu cuyo filón viene ya muy explotado de lejos). En fin, nosotros caminamos
hacia la miseria, con dignidad pero sin posibilidades de reacción, pero son
ellos los miserables.
En casa, estamos a veces tentados de pensar que Monsieur Rajoy ha visto el último Moretti, y se ha contagiado de la inseguridad del Papa Michel Piccoli: ¿Habemus Presidente? La respuesta es sí, para lo que quiere (y la decisión de fulminar a Rodrigo Rato y sanear Bankia con fondos públicos así lo demuestra); claro que el sucesor, Ignacio Goirigolzarri, en un golpe de yudoka cinturón negro quinto dan, se ha tomado el brazo de la mano que le tendían y se ha atizado una inyección de veinticinco mil millones de euros, sin despeinarse y con el cuajo de advertir que “no son para devolver”.
En casa, estamos a veces tentados de pensar que Monsieur Rajoy ha visto el último Moretti, y se ha contagiado de la inseguridad del Papa Michel Piccoli: ¿Habemus Presidente? La respuesta es sí, para lo que quiere (y la decisión de fulminar a Rodrigo Rato y sanear Bankia con fondos públicos así lo demuestra); claro que el sucesor, Ignacio Goirigolzarri, en un golpe de yudoka cinturón negro quinto dan, se ha tomado el brazo de la mano que le tendían y se ha atizado una inyección de veinticinco mil millones de euros, sin despeinarse y con el cuajo de advertir que “no son para devolver”.
Esto, sobre el
papel (como ahora lo ve el respetable lector), resulta cómico; pero la manera de
proceder, que se ajusta como un guante a la expresión que entre Milton
Friedman, luego Naomi Klein y con ella Michael Winterbottom ha hecho fortuna de
“doctrina del shock”, tiene un coste humano incalculable: el debate acerca de
la responsabilidad directa en los reciente suicidios en Grecia y en Italia como
consecuencia de la crisis de los “maravillosos mercados que nos van a salvar
del mal” está, literalmente, sobre la mesa: quienes firmamos esta sección no
nos ponemos de acuerdo al respecto, aunque ambos nos hacemos eco de una
discusión a sabiendas peligrosa, adoptamos nuestros puntos de vista y seguimos
dialogando. Y es que tildar no solamente al poder financiero de miserable, sino
de asesino, aunque no empuñe armas, conduce a tacharlo de terrorista, y a sus
lacayos, poderes que aceptan comulgar con ruedas de molino a cambio de 30
monedas de hojalata, de responsables directos de esas muertes; acusar a la
Europa civilizada y moral de practicar el terrorismo de estado aboca,
ideológicamente, a lo que aboca: es un callejón sin salida en el que nuestras
sensibilidades difieren, pero ahí estamos, en la honradez del debate abierto y
no excluyente ni por exceso ni por defecto. Mientras tanto, esperamos que algo
cambie con Hollande, pero resulta difícil creerlo cuando lo que intentamos reconstruir
es un sistema corrupto y caótico que ya no sirve a nada ni a nadie sino al
poderoso caballero don dinero.
Como no es el
momento ni el lugar de una revisión de normas y decretos que acaban con lo más
necesario de nuestra civilización y nos despojan del estado de bienestar, tengamos
en esta ocasión como elemento significativo el atraco que ha supuesto reducir
los presupuestos en sanidad y educación para entregar los fondos a otro tipo de
saneamiento: el de los bancos. Pero la innegable quiebra de prestaciones en
sanidad que acontecerá desde este mismo momento tiene un estafado supremo: el
inmigrante sin papeles, abocado ahora a la enfermedad y a la muerte (parece ser
que los números no contabilizados, no cuentan).
Es por eso que, a
sabiendas de lo mucho que podemos utilizar como leit motiv para nuestra
sección, lo más terrorífico nos parece el recorte que implica la muerte. La
elección de dos películas muy significativas en este sentido, Las nieves
del Kilimanjaro (Les neiges du Kilimandjaro, Robert
Guédiguian, 2011) y Terraferma (Emanuele
Crialese, 2011), pensamos que es muy oportuna, habida cuenta de que, por una
vez, al espectador se le transmite la corresponsabilidad y se le suministra el
camino que lleva a la toma de conciencia.
Pero en estas semanas hemos podido visionar otra serie de
materiales, dentro y fuera de las carteleras, que ejemplifican muy bien la
deriva de esta absurda sociedad capitalista en trance de muerte pero que desea
morir matando. ¿Qué otra cosa, si no, nos sugiere Los Juegos del Hambre (The
Hunger Games, Gary Ross, 2012), que, aunque se deja ver, es a todas luces
conformista con ese mundo apocalíptico que se diseña en el porvenir? Tiempo ha,
Ives Boisset abordó una cuestión similar, con mayor profundidad, en El precio del peligro (Le prix du danger, 1983), lo que dio
lugar a no pocas versiones posteriores. ¿Y La pesca del salmón en Yemen
(Salmon Fishing in Yemen, Lasse Hallström, 2011), con ese alambicado
discurso entre ecologista y acomodaticio con un jeque árabe iluminado pero
munífico?
Los juegos del hambre, Gary Ross, 2011
La pesca del salmón en Yemen, Lass Hallström, 2011
Ahora bien, este apocalipsis capaz de hacer mella en las propias carnes del individuo se ha podido comprobar también en títulos como Womb (Benedek Fliegauf, 2010) y en otros que hemos reciclado recientemente: Dans Ma Peau (Marina De Van, 2002), Trouble Every Day (Claire Denis, 2001) o el griego, o a la vista de los resultados marciano, Attenberg (Athina Rachel Tsangari, 2010). A fin de cuentas, nuestra sociedad está enferma y no se buscan ya explicaciones sobrenaturales. Asimismo, películas como la inepta pero ilustrativa en su desconcierto La sombra de la traición (The Double, Michael Brandt, 2011), o The Lady (Luc Besson, 2011), retrato tan potente como tramposo de la carismática líder birmana Aung San Suu Kyi en su pugna contra la impresentable y asesina junta militar, traslucen la nostalgia occidental de un enemigo a nuestra altura: un comunista auténtico, fanático y despiadado, y no los perroflautas, tan denostados que al final (para desgracia del establishment) en este primer aniversario del 15-M ya no han asustado a nadie ni dado pie para fantasear y agitar el espantajo del miedo a una revolución.
Womb, Benedek Fliegauf, 2010
La sombra de la traición, Michael Brandt, 2011
No ha habido sorpresas en el terreno de la mediocridad (para ser suaves y lo políticamente correctos que los usos –y abusos– sociales demandan), al frente del cual cabe mencionar Esto es la guerra (This Means War, McG, 2012), absolutamente banal y siguiendo los cánones de lo peor del cine mainstream, y también Infiltrados en clase (21 Jump Street, Phil Lord y Chris Miller, 2012), otra muestra de descerebrados, pero con algún apunte cómico que juega a la metadiscursividad y acaba dejándose ver con bastantes reparos. Por otro lado, en esa tierra de nadie que adjudicamos a producciones de ambigua procedencia o de escaso presupuesto, aparecen destellos: Los diarios del ron (The Rum Diary, Bruce Robinson, 2011), con cierto interés pese a su insuficiencia; Les Lyonnais (A Gang Story, Olivier Marchal, 2011), un intento de recuperar la esencia del mejor negro francés de los 50 y 60 que se consigue en parte in extremis (amistad, honor), pero que tiene una realización eficaz pero muy de nuestra época, demasiado televisiva y grandilocuente; Los Vengadores (Marvel´s The Avengers, Joss Whedon, 2012), un tanto aburrida pero con un final muy espectacular y que políticamente, como siempre en estos casos, tiene bastante miga; Amistad (Os 3, Nando Olival, 2011), con algún pequeño hallazgo metafílmico (ficción y realidad que se mezclan en un programa rodado mediante webcams), no aporta nada y supone un buen ejemplo de los derroteros del cine brasileño y sus estereotipos más comercializables, vía Warner; la esperada última película de Mia Hansen-Love, Un amour de jeunesse (2011), bonita pero escamantemente idealista (eso de que los protagonistas tengan los mismos cuerpos a los quince que a los treinta huele a romanticismo en su peor versión: en España la han titulado Primer amor, pero no le vendría mal una traducción más literal y perversa, como Un amor de eugenesia); la decepcionante Apflickorna (Lisa Aschan, 2011), con algunos apuntes sobre el despertar del sexo lésbico; o, finalmente, las tópicas, por típicas, pero con brotes de originalidad en sus segundas mitades, Babycall (Pal Sletaune, 2011) y Midnight FM (Sim-ya-eui FM, Kim Sang-man, 2010).
Esto es la guerra, McG, 2012
Los Vengadores, Joss Whedon, 2012
Un amour de jeunesse, Mia Hansen-Love, 2011
Babycall, Pal Sletaune, 2011
En el lado
más positivo de la balanza, en primer lugar Milagro
(Kiseki, Hirokazu Kore-Eda, 2011), película claramente emparentada con el cine
de Ozu y con otras previas del mismo autor, como Nadie sabe (Daremo shiranai,
2004), donde a partir de un "tono" aparentemente amable e ingenuo,
Kore-Eda consigue transmitir una mirada inocente sobre el mundo sin hacer
concesiones a la "llantina" ni a la ingenuidad; las cosas no se
pueden cambiar, pero se pueden ver de otro modo, y esa mirada optimista no es
sino la infantil. La grandeza del film es haber sabido transmitir esa mirada
infantil al espectador, que se queda pegado a su butaca con la sensación de
haber perdido algo que nunca más podrá recuperar: un viaje iniciático en toda
regla. En segundo lugar Beli, beli svet
(Oleg Novkovic, 2010), película rigurosa que parece una mezcla rabiosa entre
Kaurismaki y Ripstein, sin olvidar a Fassbinder e incluso al Resnais de On connaît la chanson (1997), se trata
de una coproducción alemana, sueca y serbia, donde los actores cantan vinculando
sus textos a la acción, y que resulta un melodrama trágico pero nada
lacrimógeno; un acercamiento al mundo lumpen, a las pasiones, con metáfora
incluida de tipo social, que sorprende e impresiona. Y hablando de Resnais,
¡cómo no!, Las hierbas salvajes (Les herbes folles, 2009), absolutamente
deliciosa como tributo que es al cine, a la vida y al azar. Lecturas todas
ellas en positivo, ahora que las cosas pintan tan mal. Rayos de esperanza. Igualmente,
no sabemos si son brotes verdes, pero tienen sustancia y buen sabor, tanto Seis puntos sobre Emma (Roberto Pérez
Toledo, 2011) como Los niños salvajes (Patricia Ferreira, 2011), ambas
sencillas pero sinceras, humanas y reconocibles. Y no olvidemos, en el lado
pesimista, Miss Bala
(Gerardo Naranjo, 2011), magnífica y típica muestra de cine latinoamericano
comprometido.
Milagro, Hirokazu Kore-Eda, 2011
Beli, beli svet, Oleg Novkovic, 2010
Los niños salvajes, Patricia Ferreira, 2011
Miss Bala, Gerardo Naranjo, 2011
No obstante, disciplina obliga, vamos a continuación a colocarnos en el lado más pesimista (o realista, según se mire) para enfrentarnos a los dos títulos que nos permiten ilustrar, de una parte, que también al inmigrante se le ha utilizado, ha contribuido a enriquecer nuestras sociedades, nos ha alimentado en el pasado y ahora le pagamos con la marginación y la muerte; y, de otra, que ese pago se le da también a las capas populares y a los trabajadores de las sociedades supuestamente avanzadas. Para entendernos: el tercer mundo está contenido en el primero, basta observar y tomar conciencia de ello, cosa que hacen de forma exquisita ambos títulos, cada cual en su dimensión y condición narrativa, con limitaciones pero sin concesiones.
PESCADORES DE HOMBRES: Terraferma
Lo ha destacado casi todo el que la ha visto, entre otros el también cineasta David Trueba en su columna sobre la actualidad del mundo de la comunicación en El País: Los Vengadores hace expresamente propaganda de la nostalgia de las barras y las estrellas, y el parecido evidente entre la Torre Stark atacada por alienígenas en el film y el recién inaugurado World Trace Center, simboliza el miedo al afán de sus enemigos por derribar un símbolo del imperialismo yanqui que ya hizo caer las Torres Gemelas, y la consiguiente estrategia desafiante para sobreponerse a él. La paranoia de los USA ante una eventual violación del espacio exterior, merced en la ficción a la apertura de un pasaje intergaláctico que se demuestra un coladero de unos bichos a cuál más horripilante y negro, no es ni más ni menos que una proclama a favor del cierre de fronteras y de la construcción del escudo antimisiles.
En la Europa
mediterránea nuestras serpientes de verano son las mismas, aunque más prosaicas
[A todo esto, prueben a mentarle a un romano la estación por la palabra en
castellana, y verán que le dan sudores fríos: “Verano” es el nombre del
cementerio de la capital italiana, y la etimología acierta, porque para muchos
el estío es cruel.]: ya empiezan a arribar a nuestras costas pateras,
últimamente rebautizadas cayucos, repletas de
inmigrantes; eso, cuando no naufragan, se ahogan y nos obligan a asistir a un
penoso espectáculo de cadáveres en las orillas, con el consiguiente perjuicio
para el negocio del turismo, cuando, ¡válgame Dios!, el sector terciario es al
que lo fiamos todo, por el que se devastaron las costas; tan culpable, por
tanto, de la burbuja inmobiliaria de nuestros desvelos.
Con la apoteosis
de la crisis y los rigores del calor, se suceden en la cartelera Las nieves del Kilimanjaro y Terraferma, francesa e
italiana respectivamente, que representan la vuelta a unas ingenuas,
simplistas, esquemáticas, maniqueas, ¡benditas! soluciones solidarias, propias
de mentes simples (de “pobres gentes”, como reza el título del poema de Victor
Hugo que inspira Las nieves…), pero que sabe
vivir la vida sin complicársela tanto porque sabe que, en sí, lo es mucho menos
de lo que nos la hemos acabado haciendo y convenciendo de que es,
intrínsecamente. Y suponen, al mismo tiempo, el regreso a un cine más apacible,
menos pretencioso, menos formalista; a un concepto de la autoría de izquierdas,
comprometida, que se basta y se sobra para atraer al público a las salas y
pagar una entrada solo por el placer de asistir a un relato, de emocionarse y
de identificarse. Sin coartadas ni adornos; sin sacar los cuartos a nadie que
no participe de las premisas ni contemporizar.
La película de
Guédiguian que analiza mi colega y amigo recuerda mucho a la última de
Kaurismäki, Le Havre; tanto que,
cuando uno lee entrevistas en las que el director galo resalta la feliz
coincidencia temática, ambiental y discursiva con la finlandesa, y habla de una
“fraternidad internacional de cineastas socialistas”, en absoluto nos
sorprende: otra vez los niños como carga para unas generaciones, las de los que
hoy se mueven entre la veintena y la cuarentena, perdidas, no tanto por una ley
natural o de vida como maleadas por
cuatro décadas de educación esquizofrénica, postsesentayochista y neoliberal
(no es casual que los protagonistas, proletarios coherentes, hayan cometido un
error: criar a unos vástagos que se rebelan cuando se les toca el derecho a
comportarse como unos pijos); como esperanza para otra, la de los abuelos, con
los valores correctos, los de la dignidad y las liberté, égalité, fraternité incólumes.
“Perro no come perro”, al fin y al cabo, es la conclusión a la que llega el optimista Guédiguian. Crialese, en cambio, es más cínico: cuenta la historia de una familia de isleños, hijo, madre, tío y abuelo, que capean como buenamente pueden (aunque con desiguales resultados y sentido de la moral) el bajón del trabajo en la mar a la que su existencia, desde tiempo inmemorial, ha estado ligado. El protagonista y su abuelo se resisten a dejar de faenar, aunque ya casi no pescan otra cosa que lo que llaman “cristianos” y que no lo son, a menudo muertos; la madre acoge en casa (y para ello traslada a la familia con todos los bártulos al garaje) a unos turistas, para reunir algo de dinero y marcharse definitivamente después de la temporada alta; y el tío intenta arrastrarlos con él hacia la organización de actividades lúdicas para los visitantes. Cuando salven y den cobijo clandestinamente a una madre y a sus dos criaturas, se harán cargo de la magnitud de la tragedia a la que se enfrentan y, en el punto culminante, se verán obligados a adoptar una postura que los defina.
“Perro no come perro”, al fin y al cabo, es la conclusión a la que llega el optimista Guédiguian. Crialese, en cambio, es más cínico: cuenta la historia de una familia de isleños, hijo, madre, tío y abuelo, que capean como buenamente pueden (aunque con desiguales resultados y sentido de la moral) el bajón del trabajo en la mar a la que su existencia, desde tiempo inmemorial, ha estado ligado. El protagonista y su abuelo se resisten a dejar de faenar, aunque ya casi no pescan otra cosa que lo que llaman “cristianos” y que no lo son, a menudo muertos; la madre acoge en casa (y para ello traslada a la familia con todos los bártulos al garaje) a unos turistas, para reunir algo de dinero y marcharse definitivamente después de la temporada alta; y el tío intenta arrastrarlos con él hacia la organización de actividades lúdicas para los visitantes. Cuando salven y den cobijo clandestinamente a una madre y a sus dos criaturas, se harán cargo de la magnitud de la tragedia a la que se enfrentan y, en el punto culminante, se verán obligados a adoptar una postura que los defina.
En línea con su
anterior y hermosísima El nuevo mundo (Nuovomondo, 2006), Crialese teje Terraferma a base de
retazos neorrealistas (La terra trema, de
Luchino Visconti, 1948, vibra claramente tras ella), e imágenes de impacto que
riman entre sí: planos cenitales o ángulos nadir, desde la perspectiva divina o
desde las profundidades del mar, de zambullidas hedonistas y voluntarias
contrapuestas con cuerpos condenados a hundirse; referencias trascendentales, a
la religión católica en varios casos, para demostrar el sangrante desfase entre
las gentes sencillas, laicas pero con los principios fundamentales bien
puestos, y el fariseísmo de las autoridades (los carabinieri, a los
que pone de chupa de dómine). Permítanme el consejo y vean Terraferma, sobre todo por dos razones: porque,
cinematográficamente es muy hermosa; y porque constituye la vacuna de recuerdo
para que este verano, los que vengan y en invierno, cuando estemos poniendo en
remojo nuestras neuras, pensemos y hagamos algo por quienes, literalmente, no
hacen pie a nuestro lado. Menudo cenizo, dirán algunos. No estoy de acuerdo,
porque la lucidez no está reñida con la alegría. Y si así fuera, a lo mejor no
es tan malo: a ver si acabamos de una vez con el discurso infantil y egoísta en
que como sociedad estamos instalados, de que allá cada cuál con los clavos ardiendo
a los que se agarra porque, como predijo Godard, sauve qui peut (la vie).
INFIERNOS RECUPERADOS: LAS NIEVES DEL KILIMANJARO
Me uno al consejo de mi colega para apoyar vivamente la necesidad de visión de Terraferma, esperando que el contagio de la mirada de Crialese sobre la mala conciencia en nuestra sociedad abra la veta positiva de la solidaridad “de clase”. Porque, con toda evidencia, lo que une los dos títulos que en esta ocasión abordamos es el despertar de la solidaridad entre aquellos que poco o nada pueden porque han sido sojuzgados y marginados por la sociedad hedonista y basada en la cultura del dinero con la que deben lidiar cada día. El despertar de esa solidaridad (como en Kaurismaki) no es baladí y, en los tiempos que corren, se convierte en una necesidad e incluso en una forma de resistencia (ya que la revolución la venimos posponiendo ya tantos años que ha pasado al recuerdo nostálgico de unos pocos).
Sobre el cine de Guédiguian se han lanzado
acusaciones de todo tipo: clásico, panfletario, demasiado ideológico,
insuficiente formalmente, discursivo… A la vista de Las nieves del Kilimanjaro uno se pregunta qué es lo que resulta
molesto en este realizador para los críticos de izquierdas (ya sabemos que los
de derechas, afortunadamente pocos, rabian en cuanto cualquier brote
progresista aparece en las pantallas). Me recuerda la polémica con Michael
Moore, al que se acusa de panfletario: pero, señores, es que Moore hace
panfletos y así los define directamente; en consecuencia, quede claro que no
engaña quien indica su posición ideológica con claridad; quien engaña es quien
la diluye (como la famosa falacia: “así son las cosas y así se las hemos
contado”).
Me explico y entono un mea culpa: desde el punto de vista cinematográfico, en cuanto a la
formalización de su discurso, Guédiguian siempre me ha parecido, a mi también,
un poco, digamos, “corto”. Practica un clasicismo formal que entronca
perfectamente con el tono melodramático de las historias que narra,
habitualmente ancladas en su depauperada Marsella; pero esta es una apuesta
que, aunque no compartamos, tiene mucho que ver con una posición ideológica que
sitúa por delante el contenido político del discurso y entiende que las capas
populares están vinculadas a ciertos modos de representación que pueden servir
de vehículos para la diatriba progresista, claramente de izquierdas,
definitivamente socialista (realmente, no psoeísta,
puesto que su posición es mucho más próxima al PCF), muy cercana al fracasado
realismo socialista, de tan ingrato recuerdo, promovido por el estalinismo.
Pero esto, que en general se pega como una lapa a su cine, adquiere un punto de
inflexión en Las nieves del Kilimanjaro,
porque el propio Guédiguian mira hacia el pasado con nostalgia y revisita los
conceptos trasnochados para ponerlos al día y, sin renunciar a su visión de la
creación cinematográfica, impregnar a su film de fuerza y claridad pedagógica.
Por ejemplo, no duda en introducir frases
altamente ideologizadas en referencia a la situación de crisis actual, que pone
en boca de ese grupo de personajes explotados durante años por la sociedad y
anclados en la marginación (el paro) y en el abandono de la lucha. Diríase que
estas personas no pueden hablar así, que no es creíble; sin embargo, la
introducción de poemas y de canciones populares, la dimensión sindical, el
“tono” del film, hacen viables estas incursiones en lo que de otra forma serían
“salidas de tono”. Y esto es algo que indudablemente ha aprendido Guédiguian
para no limitar su discurso y dejar que fluya con la misma radicalidad
didáctica que antes en pos de la lectura de las capas populares que, eso sí,
deberán identificarse con estos personajes.
Ítem más, el film se enraíza en las capas
populares: sindicalistas despojados de su condición, parados, trabajadores del
muelle, prejubilados… Y la apuesta es aquí definitiva: lo que Guédiguian
establece es la necesidad de mantener el concepto de clase y, con él, la
solidaridad imprescindible para luchar contra el embate del capital. Esto, que
no deja lugar a dudas, no solamente lo coloca en el relato a través de diálogos
y acciones sino que lo resuelve muy brillantemente con la expulsión de la
imagen de cualquier tipo de representante de las capas pudientes (el policía,
único vínculo con el nivel institucional, es un mero ejecutor-trabajador de las
tareas de su cargo) oponiendo a esta desaparición del mundo odiado y rechazable
la contingencia de un espacio esencial: el mar (lugar para el placer y para la
búsqueda de raíces familiares, como anclaje en el lugar de nacimiento) y el
puerto, los astilleros, como el espacio laboral del pasado y el presente.
Imágenes pregnantes que nos dicen por sí mismas de la existencia de una clase
social que igual ya no se compone de los mismos rasgos que antaño, pero está
ahí y demanda la solidaridad de su miembros.
En consecuencia, la juventud desclasada y que
mira hacia los pudientes envidiando y deseando sus pertenencias, se convierte
en enemigo radical de una lucha que conquistó en el pasado las mejoras sociales
ahora cuestionada y en franco retroceso. Pero Guédiguian culpa al capital, sí,
pero también a las generaciones que no han sabido recoger la bandera de la
lucha de clases, que para él resulta, a todas luces, esencial. El personaje
protagonista, etiquetado como héroe por su familia y compañeros, es un héroe de
la cotidianidad y, como él mismo señala: “fatiga vivir como un héroe”. El joven
atracador, educado en la violencia, vinculado al protagonista por el McGuffin
del comic, responde a un tipo de cultura desclasada propia de los discursos de
la extrema derecha mediática, efectivos por su repetición, que nos recuerdan a
los de Interecomonía y otros nefastos exponentes actuales en nuestro país, cuando
pregunta al sindicalista: “¿cuánto te pasan por debajo de la mesa?”. Discurso
que llega a salpicar también a los amigos progresistas que demandan una
venganza a todas luces desproporcionada.
La solidaridad, se convierte en el único espacio
para la esperanza y los protagonistas, incluso considerándose a sí mimos como
pequeño burgueses, casi sin haberlo notado con el paso de los años, retoman el
punto necesario para volver a pelear (“Incluso en la lucha, los patrones nos
dividen”). Ya no estamos ante paraísos perdidos, sino ante infiernos
recuperados, pero, en ellos, en su condición de saber-el-lugar-de-cada-uno-en
la historia está la lucha… y la lucha continúa… Siendo así, no llega a molestar
el discurso final, pese a su evidencia; diría más, ¡ya iba haciendo falta!
Francisco Javier Gómez Tarín
Agustín Rubio Alcover
Universitat Jaume I de Castellón
Esta entrega de La mirada esquinada se publicó en la revista El Viejo Topo nº 294-295, julio-agosto 2012.
Agracedemos a El Viejo Topo la autorización para reproducir e incluir la sección con el mismo título en Textos en red
(Shangrila Textos Aparte).
(Shangrila Textos Aparte).