Mayo 2012
CAÍDA LIBRE
Los sindicatos españoles promueven una huelga general frente al agravio que supone la reforma laboral llevada a cabo sin miramientos por el Partido Popular, en el poder desde las últimas elecciones y al servicio rastrero e inequívoco de la Europa del capital, de los mercados financieros y del auténtico poder, el económico, en la sombra. Nosotros creemos que la huelga es una respuesta equivocada, únicamente testimonial, porque no tiene contundencia, salvo que fuera indefinida, y, además, no pagar un día de salario supone un beneficio para las arcas de entidades públicas y privadas, ya que el bienestar de los ciudadanos no les preocupa en absoluto. Pero, siendo este un hecho importante, suceden otros acontecimientos no menos relevantes: los adolescentes que se manifiestan en Valencia, son reprimidos brutalmente por la policía; los casos de corrupción (Valencia, Mallorca, Sevilla…) se multiplican y a nadie parecen importar; las sentencias judiciales rayan en la esquizofrenia; la extrema derecha mediática sigue con su “erre que erre” e insultos habituales sin que nadie se querelle contra ella; el estado del bienestar –nunca concluido en España– se desmonta a marchas forzadas. Por si esto fuera poco, en Francia, un “iluminado” asesina a militares y niños, en tanto la violencia se desata en los países de siempre, en los que los intereses económicos del “mundo civilizado” quieren hacer primero sangre y después negocios (puesta en práctica evidente de la doctrina del shock para la transferencia de fondos de las arcas públicas a las privadas).
Ante estos y otros muchos acontecimientos similares, uno se pregunta: ¿en qué mundo vivimos? Y es que, reconozcámoslo, estamos desde hace tiempo –y seguramente durante años por venir– en caída libre, en beneficio de quienes detentan el poder y la economía, y cuyos recursos siguen creciendo a nuestra costa. Estamos viviendo un periodo de decadencia social y moral, individual y privada. Lo colectivo y lo personal, absolutamente vinculados e interrelacionados, reflejan un proceso degenerativo frente al que, como comprobamos en nuestras propias carnes, hacer un diagnóstico catastrofista y tacharlo de disoluto nos pone en peligro de asumir uno de los latiguillos de la reacción. Y otro tanto ocurre con el cine, puesto que es evidente que los discursos audiovisuales reflejan el contexto en que son producidos, y que el punto de vista que los interpreta recorre los asuntos que el arte trata desde la preocupación por el presente, bajo las mismas premisas, con las mismas obsesiones.
Por todo lo anterior, en esta ocasión ampliamos el abanico de este espacio para abordar dos películas cada uno, cuyo hilo conductor no es otro que el declive en que estamos inmersos. Los idus de marzo (The Ides of March, George Clooney, 2011) y En tierra de sangre y miel (In the Land of Blood and Honey, Angelina Jolie, 2011) ejemplifican bien los aspectos socio-políticos de tal decadencia, lo colectivo, lo público; Take Shelter (Jeff Nichols, 2011) y Shame (Steve McQueen, 2011) cumplen su parte en lo referente a los aspectos personales, lo individual, lo privado. Nos han parecido títulos cuya relevancia nos obliga a no dejarlos para otra ocasión, ni a descartarlos.
Pero, con independencia de estos filmes, las carteleras se han poblado de otros que, como siempre, traemos brevemente a colación. La decadencia parece haber dado sus frutos también en el caso de los niños problemáticos, como la protagonista de Dictado (Antonio Chavarrias, 2012), película que tiene un buen arranque pero que va paulatinamente haciendo aguas hasta llegar a un desenlace final absolutamente previsible y en exceso explicativo que no es compensado por los momentos inquietantes servidos con anterioridad; otra cosa es Tenemos que hablar de Kevin (We Need to Talk About Kevin, Lynne Ramsay, 2011) que, si salvamos algunas incoherencias –y no es poca la propia secuencia inicial, ¡ambientada en la Tomatina de Buñol!–, consigue momentos potentes a nivel de interpretación y puesta en escena, aunque se han sobrevalorado en exceso por la crítica al uso; cabe reivindicar, eso sí, cierto juego con la temporalidad que resulta interesante, sin más, y una utilización de los colores como pluses de significación que, sin resultar novedosa, dota de coherencia al discurso formal.
Otros niños muy diferentes son los de Tan fuerte, tan cerca (Extremely Loud & Incredibly Close, Stephen Daldry, 2011) y La invención de Hugo (Hugo, Martin Scorsese, 2011). En el primer caso, como ya viene siendo habitual en Daldry, la pirotecnica impide que los aspectos más brillantes de la idea a desarrollar cobren auténtica dimensión dramática, aspecto en el que incide también el toque sensibilero; con todo, la desorientación de un mundo traumatizado por la tragedia del 11-S se traduce bien en imágenes. En el segundo caso, Scorsese traza un recorrido metadiscursivo sobre el cine de los primeros tiempos, a partir del ocaso de un Georges Méliès que intenta olvidar su etapa de gloria, y utiliza como elemento focalizador el niño educado entre los relojes de la estación (el tiempo como elemento esencial, tanto de la vida como de la representación cinematográfica); por primera vez, el uso del 3D resulta coherente y permite expresar la vinculación del espectáculo actual con el de los orígenes, sobre todo en los momentos en que las películas de Mèliés son presentadas como una elaboración a través de superposición de capas. Lo contrario sucede en John Carter 3D (Andrew Stanton, 2012), que como film de acción y aventura tradicional funcionaría solventemente y en el que los cebos tridimensionales son pegotes que descompensan el conjunto y lo acaban por arruinar.
Otros títulos accesibles a través de los circuitos nos han ido llevando de la decepción a la agradable sorpresa. Comenzando por el final, Curling (Denis Coté, 2010) es una brillante aproximación minimalista a la sociedad rural canadiense, en tanto que de Third Star (Hattie Dalton, 2010) nos enternece ese grupo de amigos que ayuda a morir a uno de ellos, el ubicuo Benedict Cumberbatch, enfermo terminal de cáncer; en ambos casos, las formas, sobrias y decididamente abocadas a transmitir una emoción contenida, son sugerentes y aportan coherencia a la representación de vidas encaminadas al vacío. Sigue habiendo vida, y aire fresco, en la red; hallamos incluso un poco de optimismo en la manera original y oscurísima con que se refieren a la encrucijada axiológica en que vivimos, en la que los adultos nos sentimos como niños grandes desorientados, títulos como Detachment (2011), de Tony Kaye, el director de aquel hit hoy algo olvidado American History X (1998); o This Must Be the Place (Paolo Sorrentino, 2011), con un Sean Penn bastante irritante y canelo pero que depara momentos de emoción e inteligencia. Ir de genialoide tiene intrínsecamente pros y contras: lo corrobora la también canadiense, para cerrar el círculo, Café del Flore (Jean-Marc Vallée, 2011): basura New Age, de un ultramontanismo ideológico atroz si se la analiza en frío, pero que resulta innegable que entra por el ojo y por el oído.
Mientras tanto, a las pantallas comerciales acceden films más anodinos, como La mujer de negro (The Woman in Black, James Watkins, 2012), compendio de lugares comunes que ni siquiera logra asustar, o Infierno blanco (The Grey, Joe Carnahan, 2012), cuyo inicio prometedor se quiebra al tiempo que la propia trama con el accidente de aviación, ya que, a partir de ese momento, podemos anticipar escena a escena cuanto acontece que, todo hay que decirlo, no es demasiado ni con interés real. Y es que la previsibilidad en cine es una cualidad que en ocasiones juega a favor, como sucede en la muy británica Mi semana con Marilyn (My Week with Marilyn, Simon Curtis, 2011), que por su solidez deja un sabor de boca agradable, o en contra, como en la cinta “española-que-no-lo-parece” Luces rojas/Red Lights (Rodrigo Cortés, 2011), que promete mucho y al final sólo despaga porque ha vendido humo de máquina.
La etiqueta de Sokurov no logra tampoco desenpolvar del tedio su versión de Fausto (Faust, Aleksandr Sokurov, 2011), que resulta farragosa y por momentos pretenciosa, si bien es un producto diferente y eso, en estos tiempos, ya es de agradecer. Lo “no diferente” es, una vez más, Underworld: el despertar (Underworld: Awakening, Mans Marlind y Björn Stein, 2012), auténtico repertorio de fuegos artificiales no por explosivos menos redundantes. Y, hablando de desempolvar, Los Muppets (The Muppets, James Bobin, 2011) ha conseguido colarse entre parte de la crítica como un producto de culto, con guiños a las formas discursivas audiovisuales, como si los chistes tipo “¿de donde proviene esa música?” justificaran por sí mismos la calidad de un producto; en algunos momentos divertida, en otros soporífera y banal, la película tiene algo, pero ese algo es totalmente insuficiente para hacernos despegar en nuestra calidad de espectadores. Casi en los antípodas situaríamos Intocable (Intouchables, Olivier Nakache y Eric Toledano, 2011), una de esas películas-fenómeno que dan tanta pereza como dentera a la crítica por su planteamiento sensiblero, pero que al final a todos, también a nosotros, nos la cuela; eso sí, que quede por escrito que comulgar con sus ruedas de molino es aceptar por enésima vez que los ricos también lloran y que los pobres no lo son tanto, porque de ellos es el reino de los cielos… sobre todo cuando les alegran la vida a aquéllos.
Como puede colegirse, degradación, pues, en todos los niveles. Si hay un límite para esta caída sería bueno que alguien lo indicara.
CAÍDA LIBRE
Los sindicatos españoles promueven una huelga general frente al agravio que supone la reforma laboral llevada a cabo sin miramientos por el Partido Popular, en el poder desde las últimas elecciones y al servicio rastrero e inequívoco de la Europa del capital, de los mercados financieros y del auténtico poder, el económico, en la sombra. Nosotros creemos que la huelga es una respuesta equivocada, únicamente testimonial, porque no tiene contundencia, salvo que fuera indefinida, y, además, no pagar un día de salario supone un beneficio para las arcas de entidades públicas y privadas, ya que el bienestar de los ciudadanos no les preocupa en absoluto. Pero, siendo este un hecho importante, suceden otros acontecimientos no menos relevantes: los adolescentes que se manifiestan en Valencia, son reprimidos brutalmente por la policía; los casos de corrupción (Valencia, Mallorca, Sevilla…) se multiplican y a nadie parecen importar; las sentencias judiciales rayan en la esquizofrenia; la extrema derecha mediática sigue con su “erre que erre” e insultos habituales sin que nadie se querelle contra ella; el estado del bienestar –nunca concluido en España– se desmonta a marchas forzadas. Por si esto fuera poco, en Francia, un “iluminado” asesina a militares y niños, en tanto la violencia se desata en los países de siempre, en los que los intereses económicos del “mundo civilizado” quieren hacer primero sangre y después negocios (puesta en práctica evidente de la doctrina del shock para la transferencia de fondos de las arcas públicas a las privadas).
Ante estos y otros muchos acontecimientos similares, uno se pregunta: ¿en qué mundo vivimos? Y es que, reconozcámoslo, estamos desde hace tiempo –y seguramente durante años por venir– en caída libre, en beneficio de quienes detentan el poder y la economía, y cuyos recursos siguen creciendo a nuestra costa. Estamos viviendo un periodo de decadencia social y moral, individual y privada. Lo colectivo y lo personal, absolutamente vinculados e interrelacionados, reflejan un proceso degenerativo frente al que, como comprobamos en nuestras propias carnes, hacer un diagnóstico catastrofista y tacharlo de disoluto nos pone en peligro de asumir uno de los latiguillos de la reacción. Y otro tanto ocurre con el cine, puesto que es evidente que los discursos audiovisuales reflejan el contexto en que son producidos, y que el punto de vista que los interpreta recorre los asuntos que el arte trata desde la preocupación por el presente, bajo las mismas premisas, con las mismas obsesiones.
Por todo lo anterior, en esta ocasión ampliamos el abanico de este espacio para abordar dos películas cada uno, cuyo hilo conductor no es otro que el declive en que estamos inmersos. Los idus de marzo (The Ides of March, George Clooney, 2011) y En tierra de sangre y miel (In the Land of Blood and Honey, Angelina Jolie, 2011) ejemplifican bien los aspectos socio-políticos de tal decadencia, lo colectivo, lo público; Take Shelter (Jeff Nichols, 2011) y Shame (Steve McQueen, 2011) cumplen su parte en lo referente a los aspectos personales, lo individual, lo privado. Nos han parecido títulos cuya relevancia nos obliga a no dejarlos para otra ocasión, ni a descartarlos.
Pero, con independencia de estos filmes, las carteleras se han poblado de otros que, como siempre, traemos brevemente a colación. La decadencia parece haber dado sus frutos también en el caso de los niños problemáticos, como la protagonista de Dictado (Antonio Chavarrias, 2012), película que tiene un buen arranque pero que va paulatinamente haciendo aguas hasta llegar a un desenlace final absolutamente previsible y en exceso explicativo que no es compensado por los momentos inquietantes servidos con anterioridad; otra cosa es Tenemos que hablar de Kevin (We Need to Talk About Kevin, Lynne Ramsay, 2011) que, si salvamos algunas incoherencias –y no es poca la propia secuencia inicial, ¡ambientada en la Tomatina de Buñol!–, consigue momentos potentes a nivel de interpretación y puesta en escena, aunque se han sobrevalorado en exceso por la crítica al uso; cabe reivindicar, eso sí, cierto juego con la temporalidad que resulta interesante, sin más, y una utilización de los colores como pluses de significación que, sin resultar novedosa, dota de coherencia al discurso formal.
Dictado, Antonio Chavarrias, 2012
Tenemos que hablar de Kevin, Lynne Ramsay, 2011
Otros niños muy diferentes son los de Tan fuerte, tan cerca (Extremely Loud & Incredibly Close, Stephen Daldry, 2011) y La invención de Hugo (Hugo, Martin Scorsese, 2011). En el primer caso, como ya viene siendo habitual en Daldry, la pirotecnica impide que los aspectos más brillantes de la idea a desarrollar cobren auténtica dimensión dramática, aspecto en el que incide también el toque sensibilero; con todo, la desorientación de un mundo traumatizado por la tragedia del 11-S se traduce bien en imágenes. En el segundo caso, Scorsese traza un recorrido metadiscursivo sobre el cine de los primeros tiempos, a partir del ocaso de un Georges Méliès que intenta olvidar su etapa de gloria, y utiliza como elemento focalizador el niño educado entre los relojes de la estación (el tiempo como elemento esencial, tanto de la vida como de la representación cinematográfica); por primera vez, el uso del 3D resulta coherente y permite expresar la vinculación del espectáculo actual con el de los orígenes, sobre todo en los momentos en que las películas de Mèliés son presentadas como una elaboración a través de superposición de capas. Lo contrario sucede en John Carter 3D (Andrew Stanton, 2012), que como film de acción y aventura tradicional funcionaría solventemente y en el que los cebos tridimensionales son pegotes que descompensan el conjunto y lo acaban por arruinar.
Tan fuerte, tan cerca, Stephen Daldry, 2011
Hugo, Martin Scorsese, 2011
John Carter 3D, Andrew Stanton, 2012
Otros títulos accesibles a través de los circuitos nos han ido llevando de la decepción a la agradable sorpresa. Comenzando por el final, Curling (Denis Coté, 2010) es una brillante aproximación minimalista a la sociedad rural canadiense, en tanto que de Third Star (Hattie Dalton, 2010) nos enternece ese grupo de amigos que ayuda a morir a uno de ellos, el ubicuo Benedict Cumberbatch, enfermo terminal de cáncer; en ambos casos, las formas, sobrias y decididamente abocadas a transmitir una emoción contenida, son sugerentes y aportan coherencia a la representación de vidas encaminadas al vacío. Sigue habiendo vida, y aire fresco, en la red; hallamos incluso un poco de optimismo en la manera original y oscurísima con que se refieren a la encrucijada axiológica en que vivimos, en la que los adultos nos sentimos como niños grandes desorientados, títulos como Detachment (2011), de Tony Kaye, el director de aquel hit hoy algo olvidado American History X (1998); o This Must Be the Place (Paolo Sorrentino, 2011), con un Sean Penn bastante irritante y canelo pero que depara momentos de emoción e inteligencia. Ir de genialoide tiene intrínsecamente pros y contras: lo corrobora la también canadiense, para cerrar el círculo, Café del Flore (Jean-Marc Vallée, 2011): basura New Age, de un ultramontanismo ideológico atroz si se la analiza en frío, pero que resulta innegable que entra por el ojo y por el oído.
This Must Be the Place, Paolo Sorrentino, 2011
Café del Flore, Jean-Marc Vallée, 2011
Mientras tanto, a las pantallas comerciales acceden films más anodinos, como La mujer de negro (The Woman in Black, James Watkins, 2012), compendio de lugares comunes que ni siquiera logra asustar, o Infierno blanco (The Grey, Joe Carnahan, 2012), cuyo inicio prometedor se quiebra al tiempo que la propia trama con el accidente de aviación, ya que, a partir de ese momento, podemos anticipar escena a escena cuanto acontece que, todo hay que decirlo, no es demasiado ni con interés real. Y es que la previsibilidad en cine es una cualidad que en ocasiones juega a favor, como sucede en la muy británica Mi semana con Marilyn (My Week with Marilyn, Simon Curtis, 2011), que por su solidez deja un sabor de boca agradable, o en contra, como en la cinta “española-que-no-lo-parece” Luces rojas/Red Lights (Rodrigo Cortés, 2011), que promete mucho y al final sólo despaga porque ha vendido humo de máquina.
Mi semana con Marilyn, Simon Curtis, 2011
La etiqueta de Sokurov no logra tampoco desenpolvar del tedio su versión de Fausto (Faust, Aleksandr Sokurov, 2011), que resulta farragosa y por momentos pretenciosa, si bien es un producto diferente y eso, en estos tiempos, ya es de agradecer. Lo “no diferente” es, una vez más, Underworld: el despertar (Underworld: Awakening, Mans Marlind y Björn Stein, 2012), auténtico repertorio de fuegos artificiales no por explosivos menos redundantes. Y, hablando de desempolvar, Los Muppets (The Muppets, James Bobin, 2011) ha conseguido colarse entre parte de la crítica como un producto de culto, con guiños a las formas discursivas audiovisuales, como si los chistes tipo “¿de donde proviene esa música?” justificaran por sí mismos la calidad de un producto; en algunos momentos divertida, en otros soporífera y banal, la película tiene algo, pero ese algo es totalmente insuficiente para hacernos despegar en nuestra calidad de espectadores. Casi en los antípodas situaríamos Intocable (Intouchables, Olivier Nakache y Eric Toledano, 2011), una de esas películas-fenómeno que dan tanta pereza como dentera a la crítica por su planteamiento sensiblero, pero que al final a todos, también a nosotros, nos la cuela; eso sí, que quede por escrito que comulgar con sus ruedas de molino es aceptar por enésima vez que los ricos también lloran y que los pobres no lo son tanto, porque de ellos es el reino de los cielos… sobre todo cuando les alegran la vida a aquéllos.
Fausto, Aleksandr Sokurov, 2011
Los Muppets, James Bobin, 2011
Como puede colegirse, degradación, pues, en todos los niveles. Si hay un límite para esta caída sería bueno que alguien lo indicara.
BELLEZAS DESCOMPUESTAS: LOS IDUS DE MARZO Y EN TIERRA DE SANGRE Y MIEL
Agustín
Rubio Alcover
Varias cualidades y circunstancias hermanan Los idus de marzo con En tierra de sangre y miel: ambas han sido dirigidas por dos de las más rutilantes, y glamourosas (con todo lo que de vacuidad conlleva la etiqueta), stars cinematográficas del momento, pertenecientes ambas al Hollywood liberal; aunque hombre y mujer, ambos cuentan ya casi con un par de décadas de carrera a sus espaldas, son miembros de sendas sagas de alcurnia, tuvieron comienzos difíciles (a la loca manera que por tal se entiende en la meca del cine), explotaron relativamente tarde, se han mostrado inquietos y se han involucrado en actividades políticas y reivindicaciones humanitarias con el Tercer Mundo (Darfour) incluso en sus etapas más frívolas, y ahora que se asoman a la madurez han decidido definitivamente ponerse trascendentes.
Los idus de marzo, George Clooney, 2011
En tierra de sangre y miel, Angelina Jolie, 2011
Varias cualidades y circunstancias hermanan Los idus de marzo con En tierra de sangre y miel: ambas han sido dirigidas por dos de las más rutilantes, y glamourosas (con todo lo que de vacuidad conlleva la etiqueta), stars cinematográficas del momento, pertenecientes ambas al Hollywood liberal; aunque hombre y mujer, ambos cuentan ya casi con un par de décadas de carrera a sus espaldas, son miembros de sendas sagas de alcurnia, tuvieron comienzos difíciles (a la loca manera que por tal se entiende en la meca del cine), explotaron relativamente tarde, se han mostrado inquietos y se han involucrado en actividades políticas y reivindicaciones humanitarias con el Tercer Mundo (Darfour) incluso en sus etapas más frívolas, y ahora que se asoman a la madurez han decidido definitivamente ponerse trascendentes.
Reconozco que me aproximé a estas dos películas con
prevención, desde el prejuicio y con bastante antipatía: me cae bien Clooney y
me parece un buen intérprete, aunque su aura de tipo con encanto me tira para
atrás, y sus anteriores trabajos como director, salvo por lo que respecta a una
sorprendente opera
prima, Confesiones de una mente peligrosa (Confessions of a Dangerous Mind, 2002),
me han parecido cargantes y sobrevaloradas, tanto Buenas noches y buena suerte (Good Night, and Good Luck, 2005) como Ella es el partido (Leatherheads, 2008), ese amago de screwball comedy retro con tan mala pata y que
casi nadie ha visto; en cuanto a la Jolie, que debuta con su película sobre la
violación como parte de la estrategia genocida en la guerra de los Balcanes,
amén de una actriz limitada y un icono representativo del inhumano canon
vigente y, por eso mismo, dañino, su posible compromiso con causas serias se me
antojaba inevitablemente cosmético.
Sin
embargo, y por fortuna, la vida depara sorpresas: por méritos propios, el uno y
la otra se han ganado el aprecio de este crítico, encallecido y cínico muy a mi
pesar. Uno de los factores que ha modificado rápidamente mi disposición es algo
tan relajante y simpático como que ni una ni otra sean, ni aspiren, a la
categoría de obras maestras; y es que la conciencia de Clooney y de Jolie de
ser modelos, tanto de imagen como de conducta, resulta incuestionable;
perfectamente comprensible, si nos ponemos en su lugar, pero por la misma regla
de tres repelente desde la mía.
No
obstante, quiero tratar de objetivar el porqué del paralelismo profundo que
encuentro entre ellas, y, más aún, lo que en esas coincidencias hay de
iluminador del mundo actual: y es que, para empezar, Clooney titula su film
sobre unas elecciones primarias demócratas con un latinajo que guiña el ojo a
un clásico literario y referente moral, como es Thornton Wilder, uno de los
máximos exponentes del género americana –suya es Nuestra ciudad,
en la que se basó la Sinfonía de la vida (Our Town, 1940) de Sam
Wood–, cuya razón de ser consiste en endilgar parábolas acerca de los valores
de su patria, y por más señas pone cara al candidato ganador, seductor, que
proyecta y tiene de sí mismo un concepto idealista e idealizado, pero (o por
ese motivo) más falso y peligroso que nadie; por su parte, Angelina, contra
todo pronóstico, se descuelga metiéndose en el berenjenal del avispero y, en un
prurito de respeto y de purismo, emplea actores locales, totalmente
desconocidos para el público global: un conflicto que ella misma ha reconocido
que le trajo sin cuidado cuando sucedió, en su agitada juventud, cuando pasó
por Europa un verano en el que Yugoslavia se desangraba y ella se dedicaba a la
farra y al autoconocimiento. O sea, que ambos saben que nos están sermoneando,
lo cual es en sí, espinoso, disuasorio casi siempre y, por ser ellos quien son,
tiene un punto de engolamiento ridículo.
El
parecido anterior, muy abstracto y general, se atiene estrictamente a las
premisas; y se da en los planos temático y discursivo, lo cual, teniendo en
cuenta las distancias geográficas y temporales que median entre ambas, empieza
a resultar sospechoso y elocuente: en las dos, hay en las relaciones entre sus
protagonistas ambigüedad entre el abuso sexual y el deseo limpio; abortos o
asesinatos de niños inocentes resultantes de la realización de esa atracción
pecaminosa de origen; héroes en principio que experimentan la alienación al
contacto con el otro (el ser amado, el progenitor terrible o el ídolo bajado
del pedestal), y luego mutan a peor (la venganza y la perversión consiguiente)…
Pero la similitud más llamativa
es de orden expresivo, y consiste en el motivo que tanto Clooney como Jolie, al
fin y al cabo obsesionados con el poder de un rostro hermoso, eligen como plano
final: Los idus de marzo acaba con un primerísimo primer plano del joven
arribista Stephen Meyers (Ryan Gosling), triunfante pero moralmente devastado,
quien tantas veces ha comparecido emblemáticamente recortado sobre la bandera
de los Estados Unidos para identificarlo con los principios de los padres
fundadores, y, por la gracia de una iluminación muy contrastada, con rasgos
asimétricos hasta la deformidad, en una cita de la Persona de Ingmar
Bergman (1966) para denunciar la radical escisión del sujeto de forma tan sutil
como inteligente; En tierra de sangre y miel termina con el legado de la
protagonista, Ajla (Zana Marjanovic): un autorretrato inmisericorde,
(des)compuesto a base de violentos brochazos de colores, identificada a lo
largo de la película con la madre patria Yugoslavia reventada, después de
perpetrar una venganza que precipita una muerte con visos de suicidio, para
fundir a un rótulo sobre negro que informa del destino de Bosnia-Herzegovina.
La corrupción de la belleza, entonces, se revela como la conclusión que estas
dos películas (¿o una única alegoría ignorada por sus artífices?) nos transmiten
sobre el estado de las cosas.
EL INDIVIDUO Y SUS LÍMITES: TAKE
SHELTER Y SHAME
Francisco Javier Gómez Tarín
Take Shelter, título que podría traducirse por “resguardarse”, y Shame, que podríamos leer como “vergüenza”, tienen múltiples aspectos en común: la propia traducción nos prepara ya para una combinación evidente en torno a la ocultación, a la marginalidad (autoconsciente o social); los dos excelentes actores que encarnan a los personajes protagonistas, Michael Sannon y Michael Fassbender, les dan vida en el límite de la fisicidad; ambos filmes son el segundo largometraje de sus directores (Jeff Nichols y Steve McQueen, respectivamente); pero, sobre todo, los dos relatos nos hablan de un proceso de degradación personal que no puede desligarse del mundo en que vivimos y que es, a todas luces, fruto directo del entorno en descomposición (moral y social) y de la carencia actual de objetivos o valores, si se prefiere tal expresión.
Take Shelter, Jeff Nichols, 2011
Shame, Steve McQueen, 2011
Take Shelter, título que podría traducirse por “resguardarse”, y Shame, que podríamos leer como “vergüenza”, tienen múltiples aspectos en común: la propia traducción nos prepara ya para una combinación evidente en torno a la ocultación, a la marginalidad (autoconsciente o social); los dos excelentes actores que encarnan a los personajes protagonistas, Michael Sannon y Michael Fassbender, les dan vida en el límite de la fisicidad; ambos filmes son el segundo largometraje de sus directores (Jeff Nichols y Steve McQueen, respectivamente); pero, sobre todo, los dos relatos nos hablan de un proceso de degradación personal que no puede desligarse del mundo en que vivimos y que es, a todas luces, fruto directo del entorno en descomposición (moral y social) y de la carencia actual de objetivos o valores, si se prefiere tal expresión.
Al hablar de valores no nos situamos en una
concepción pseudocristiana del término (¡qué escalofrío!), sino en una más
amplia que proviene de la necesidad de tener modelos y niveles de coherencia en
nuestras vidas. Se quiere decir con esto que un “valor” implica un “todo
coherente” que algunos vinculan a aspectos positivos y otros a negativos –todo
es cuestión de criterios– y que nunca establece una verdad inamovible que, a
todas luces, no puede ni debe existir. Desde este punto de vista, el ser humano
necesita sustentar su visión de mundo y la actuación personal y social en su
seno en valores concretos que rigen la comprensión que tiene del entorno, su
imaginario.
Pues bien, los tiempos actuales, dominados
por la destrucción del bienestar social a favor del enriquecimiento ilimitado
de los poderosos, que paulatinamente van aniquilando a las capas populares y
diezmándolas, han provocado una descomposición absoluta de los anclajes en
valores que parecían guiarnos y sostenernos. Este proceso de degradación, que
se va trasladando de lo público a lo privado y regresa de lo privado a lo
público en una itinerancia dialéctica e ilimitada, afecta a los individuos
incluso en su nivel más íntimo y personal.
Así, por diferentes vías, los protagonistas
de Take Shelter y de Shame viven una total ausencia de
perspectivas, autoinfringiendo un castigo permanente sobre sí mismos y su
entorno más cercano (el familiar); se alejan de una salida posible a través de
un cambio cómodamente aportado, como acontece en Intocable, o incluso de otro de nivel más profundo, como ocurre en This
Must Be the Place (Paolo
Sorrentino, 2011), porque en sus vidas no hay salida, la pérdida de
referentes es absoluta. La huida de estos personajes es, literalmente, una
huida hacia delante que está muy en el signo de los tiempos y que observamos
constantemente en nuestros entornos más cercanos (quien no haya sido testigo de
ello, que arroje la primera piedra).
Tal huida se pone
de manifiesto en las tramas argumentales, que escenifican abiertamente el
proceso de degradación, pero también en su formalización: ejemplar es, en este
sentido, el largo travelling que sigue por la ciudad al protagonista de Shame
cuando huye de la apropiación que su hermana ha hecho del espacio familiar al
traer a la casa a un individuo para acostarse con él; con ese travelling
se produce un plus de significación que quiebra la trama y se superpone a ella
(algo similar ocurría con el plano del pasillo de la cárcel en Hunger,
el anterior film de Steve McQueen, producido en 2008, cuya morosidad concluía
en un travelling sobre la suciedad en el suelo que tenía como fondo un
discurso de la Tatcher) Por su parte, Take Shelter se sirve de la puesta
en escena y de los sonidos, incluida la banda sonora musical, para crear un
clima de indeterminación, inquietante y siniestro, que responde muy bien a las
inquietudes del personaje pero sin verbalizarlas en ningún momento, de ahí el
empeño en retomar las pesadillas hasta el límite de la comprensión de la trama,
de forma que el espectador pierde pie para situarse y resulta poco evidente el
lugar de la focalización: ¿estamos en un estrato verosímil o en la mente del
personaje?
La huida en Take
Shelter es hacia el interior, hacia la destrucción de la mente, pero esto
tiene consecuencias: desestructuración familiar, pérdida del trabajo,
enfrentamiento con la comunidad, tormenta destructora y gran ola final. El
recuerdo de la película de Peter Weir, La última ola (The Last Wave,
1977), se hace patente, pero los objetivos perseguidos son muy diferentes
porque la ola del 77 acababa con las esperanzas de un núcleo familiar en
armonía; sin embargo, en el caso que nos ocupa, las esperanzas se han esfumado
por completo. En resumidas cuentas, la pérdida de valores que quiebra la mente
del individuo repercute en su entorno y genera consecuencias de todo tipo,
sociales e incluso físicas, hasta el hecho de que la propia naturaleza se
rebele y haga justicia. No creemos, como algunos críticos han señalado, que se
metaforice un fin del mundo, pero sí, como referencia destructora, la
imposibilidad de huir de algo que nosotros mismos hemos hecho posible a partir
de la destrucción ecológica individual, llevada al unísono con la de la
naturaleza. La metáfora, que nos permite pensar en el Katrina, consuma nuestra
propia vaciedad. La gestión del relato visual mediante la indeterminación entre
realidad y sueño, con largos planos y sempiternas miradas perdidas hacia el
infinito (¿en las alturas?) no puede ser más adecuada.
En Shame es
otra la huida; se trata, en este caso, de una descomposición física que busca
en el sexo una salida inexistente, puesto que el eje determinante no es otro
que la frustración de un deseo incestuoso que queda por ver si fue consumado en
algún momento previo. Lo cierto es que las vidas de sus protagonistas no tienen
un futuro personal separado y se deben resolver con la muerte por la vía del
suicidio (la hermana) o por la vía de la descomposición (el sexo pagado,
extremo, en el caso del protagonista) La presencia del dolor, su búsqueda, no
es sino un castigo autoimpuesto; el placer no existe, solamente la frustración.
Steve McQueen consigue también un alto grado de indeterminación al utilizar con
frecuencia núcleos temporales interconectados que provocan una deriva de la
sensación de presencia, a lo que se una mirada testimonial que aparentemente no
juzga ni toma partido.
Dos películas, pues, que
consiguen situarnos en el punto exacto en que nos encontramos: ya no hay
esperanzas, pese a los resultados electorales en Asturias y Andalucía, porque
nadie parece querer entender que nuestra estructura social se desmorona y el
sistema hegemónico no puede seguir reproduciéndose hasta el infinito.
Francisco Javier Gómez Tarín
Agustín Rubio Alcover
Universitat Jaume I de Castellón
Agracedemos a El Viejo Topo la autorización para reproducir e incluir la sección con el mismo título en Textos en red
(Shangrila Textos Aparte).
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