ABRIL 2012
DEL ANARQUISMO ENMASCARADO
Se nos ha echado encima –a la fecha que escribimos– el tiempo de los premios y el panorama sigue siendo caótico: de la quema solo se salvan minifenómenos de temporada que la gente prefiere ver en sala por el impulso gregario de salir de casa, ver, emocionarse y hablarlo: el de este mes es Declaración de guerra (La guerre est declarée, Valérie Donzelli, 2011), caracterizada por esa hiperemotividad, muy parecida a la que aqueja y explica el éxito de The Artist (Michel Hazanavizius, 2011), que resulta de buen tono poner automáticamente en cuarentena. Pero quizás vaya siendo hora de reivindicar algo que hace tres décadas los discursos progresistas tenían meridianamente claro: que en el cine comercial y narrativo, de los grandes estudios y para el gran público, siempre ha habido y sigue habiendo margen para la creación inteligente. Eso es lo que procuran Criadas y señoras (The Help, Tate Taylor, 2011), el Caballo de batalla de Steven Spielberg (War Horse, 2011), la citada The Artist y, nos atravemos a añadir, pese a su etiqueta indie, Restless (Gus Van Sant, 2011) por su impecable canto a la alegría de la vida situando el punto de vista en la pulsión de muerte.
Pues bien, en una defensa de una visión del cine gozosa pero crítica, ni alelada ni permanentemente ceñuda, estaremos nosotros. Desde tal posición, podemos reivindicar aspectos parciales en dos títulos que los Oscars de este año acreditarán sin duda; nos referimos a Albert Nobbs (Rodrigo García, 2011) y La dama de hierro (The Iron Lady, Phyllida Lloyd, 2011), películas que se dejan ver con agrado, con una magnífica interpretación de sus estrellas femeninas, pero que siembran aspectos dignos de reflexión: el nunca suficientemente discutido género, en el primer caso, y la estructura discursiva, en el segundo (puesto que el retrato de la Thatcher es lo peor, por su ambigüedad).
Algo también sucede en España cuando, una por una, se estrellan tanto en la taquilla como en el frente crítico las apuestas de todas las promesas de la generación con pretensiones de autoría de los noventa: así ha ocurrido con las cuatro primeras grandes esperanzas blancas del año, ya se trate de esa La chispa de la vida (2011) de la que lo mejor que se puede decir es que se trata de una película inconfundiblemente de Álex de la Iglesia: de veras fulgurante por momentos, y desaseada y grosera sin solución de continuidad; del Silencio en la nieve de Gerardo Herrero, escandalosamente infraproducida; de Katmandú. Un espejo en el cielo (Iciar Bollain, 2011), otra vez malograda por el ubicuo guionista Paul Laverty; Lo mejor de Eva (Mariano Barroso, 2012), bien por lo que respecta a la dirección de actores, como cabía esperar del firmante de Éxtasis (1996), pero floja como thriller y técnicamente indigente (¡por momentos, qué sonido!)… En un panorama de capa caída libre, los únicos títulos nacionales que a lo tonto colean son las apuestas menores pero que se demuestran de más largo alcance que aquéllas, como Medianeras (Gustavo Taretto, 2011) u Open 24H (Carles Torras, 2011), y, en su modestia (una animación muy mejorable y una comicidad más bien siesa), las Arrugas de Paco Roca en versión de Ignacio Ferreras aguantan los tirones de la calidad y de la taquilla con dignidad.
Puede que con estos vaivenes tenga bastante que ver la supuesta descomposición interna de la industria que ha provocado la piratería: hace tiempo que circulan, a través del incontrolable tráfico de archivos entre particulares, estimulantes rarezas como Boy Wonder (Michael Morrissey, 2010); marcianadas como Notre jour viendra (Romain Gavras, 2010), que perpetra el homenaje más coherente posible al Godard más gamberro, el de Pierrot el loco (Pierrot le fou, 1965); éxitos de festival indie como Declaración de guerra, Redención (Tyrannosaur, Paddy Considine, 2011) –por cierto, muy por encima de la sobrevalorada Te doy mis ojos (Icíar Bollaín, 2003), con la que una comparación podría arrojar bastante luz– o Take Shelter (Jeff Nichols, 2011); los últimos films de esos cineastas europeos más o menos consolidados pero desconectados del gran público por la cobardía de las grandes distribuidoras, como This Must Be the Place (2011) de Paolo Sorrentino o El monje (Le moine, 2011) de Dominik Moll o Tres (Three, 2012) de Tom Tykwer. Pero, como bien reza el dicho popular, en el pecado llevan la penitencia: por codicia, las grandes empresas han provocado una aceleración de la tecnología que ha calado en la población en forma de culto; y el becerro de oro ha acabado por cargarse la gallina –que ha puesto un huevo, sí: el de la serpiente. Así que, aparte de esos films despreciados por insignificantes, imposibles de rentabilizar, como Kosmos (Reha Erdem, 2010), Pure (Gillies MacKinnon, 2002), The Day He Arrives (Sang-soo Hong, 2011) o We Need to Talk About Kevin (Lynne Ramsay, 2011), el usuario puede acceder sin dificultad y a coste cero a los grandes estrenos de la temporada, como War Horse, con la que su director enarbola la bandera de un cine pobre pero honrao que no tiene nada ni de una cosa ni de la otra, con toda la sensiblería del mundo, sí, pero de auténtica delicatessen, que en cine también han existido siempre las clases; Los descendientes (The Descendants, Alexander Payne, 2011), valiosa pero un tanto sobrevalorada, como todo el cine de su director; Moneyball. Rompiendo las reglas (Moneyball, Bennet Miller, 2011), que tiene en el guión su principal fuerza, lo que no es de extrañar, pues es el resultado de la suma de los talentos de Steven Zaillian y Aaron Sorkin, y está muy en la línea con La red social (The Social Network, David Fincher, 2010), del segundo; Los idus de marzo (The Ides of March, George Clooney, 2011), nuevo intento de desvelar los sucios entresijos de la política americana; Young Adult (Jason Reitman, 2011), que agudiza hasta extremos insoportables el ritornello de la adultescencia… Y ésas sí que le suponen un quebranto a Hollywood, al que le duele el bolsillo tanto que ha habido que tomar cartas en el asunto y cerrar Megaupload (ya se sabe: cuando el dolor del bolsillo es del que detenta el poder económico, la ley se rinde a sus pies y le construye un camino dorado; el dolor del que sufre en sus carnes los embates de la crisis, no cuenta, salvo para extraerle un poco más de su jugo).
¿Se frenará con esta medida la implosión? Con toda modestia, somos muy escépticos a ese respecto, porque para explicar algunas cosas la denostada fórmula de las “contradicciones del sistema” sigue siendo válida: el dilema nos atañe a todos, y en conciencia queremos hacer pública nuestra postura al respecto: abominamos del prohibicionismo que, en este caso, además, se revelará inútil; pero que una red activista se arrogue la facultad de hacer recaer “toda su ira” sobre quien disiente a propósito de las leyes del copyright hiela la sangre: si estamos de veras en contra del delito de opinión hemos de empezar nosotros por respetar al prójimo; y eso, a veces, claro, cuesta mucho. Pero si cada cual se lo salta a la torera cuando estima oportuno ya no vale, es solo palabrería que enmascara la misma intolerancia que la del fascismo. No ser respetados por quien tiene la sartén y el mango, no implica ni justifica que una ética del que se siente víctima de terrorismo de Estado se vengue vulnerando la intimidad de los individuos.
Como estimamos que los ecos de este caso, y las posibilidades y los peligros de las más heterodoxas puestas al día del ideario anarquista que se están haciendo con el concurso de las nuevas tecnologías, son una de las cuestiones sociopolíticas más relevantes que sobrevuelan el cine actual –y ahí está para demostrarlo esa El invitado (Safe House, Daniel Espinosa, 2011) que nada tiene que ver con el Guest de José Luis Guerin (2010), y en la que lo mejor es la descripción de Ryan Reynolds como un “varón blanco de complexión media” (¡!); el resto ya lo habíamos visto cien veces, ambiguo discurso con paralelismos con Wikileaks incluido–, nos hemos decantado este mes por una aproximación doble-doble: ambos autores hemos escrito sendos textos acerca de J. Edgar (Clint Eastwood, 2011) y Millenium 1. Los hombres que no amaban a las mujeres (Millenium 1. The Girl with the Dragon Tatoo, David Fincher, 2011), que tocan ese tema con maneras, posturas y perspectivas solo en apariencia antagónicas.
DEL ANARQUISMO ENMASCARADO
Se nos ha echado encima –a la fecha que escribimos– el tiempo de los premios y el panorama sigue siendo caótico: de la quema solo se salvan minifenómenos de temporada que la gente prefiere ver en sala por el impulso gregario de salir de casa, ver, emocionarse y hablarlo: el de este mes es Declaración de guerra (La guerre est declarée, Valérie Donzelli, 2011), caracterizada por esa hiperemotividad, muy parecida a la que aqueja y explica el éxito de The Artist (Michel Hazanavizius, 2011), que resulta de buen tono poner automáticamente en cuarentena. Pero quizás vaya siendo hora de reivindicar algo que hace tres décadas los discursos progresistas tenían meridianamente claro: que en el cine comercial y narrativo, de los grandes estudios y para el gran público, siempre ha habido y sigue habiendo margen para la creación inteligente. Eso es lo que procuran Criadas y señoras (The Help, Tate Taylor, 2011), el Caballo de batalla de Steven Spielberg (War Horse, 2011), la citada The Artist y, nos atravemos a añadir, pese a su etiqueta indie, Restless (Gus Van Sant, 2011) por su impecable canto a la alegría de la vida situando el punto de vista en la pulsión de muerte.
Declaración de guerra, Valérie Donzelli, 2011
Criadas y señoras, Tate Taylor, 2011
Caballo de batalla, Steven Spielberg, 2011
Restless, Gus Van Sant, 2011
Pues bien, en una defensa de una visión del cine gozosa pero crítica, ni alelada ni permanentemente ceñuda, estaremos nosotros. Desde tal posición, podemos reivindicar aspectos parciales en dos títulos que los Oscars de este año acreditarán sin duda; nos referimos a Albert Nobbs (Rodrigo García, 2011) y La dama de hierro (The Iron Lady, Phyllida Lloyd, 2011), películas que se dejan ver con agrado, con una magnífica interpretación de sus estrellas femeninas, pero que siembran aspectos dignos de reflexión: el nunca suficientemente discutido género, en el primer caso, y la estructura discursiva, en el segundo (puesto que el retrato de la Thatcher es lo peor, por su ambigüedad).
Albert Nobbs, Rodrigo García, 2011
La dama de hierro, Phyllida Lloyd, 2011
Algo también sucede en España cuando, una por una, se estrellan tanto en la taquilla como en el frente crítico las apuestas de todas las promesas de la generación con pretensiones de autoría de los noventa: así ha ocurrido con las cuatro primeras grandes esperanzas blancas del año, ya se trate de esa La chispa de la vida (2011) de la que lo mejor que se puede decir es que se trata de una película inconfundiblemente de Álex de la Iglesia: de veras fulgurante por momentos, y desaseada y grosera sin solución de continuidad; del Silencio en la nieve de Gerardo Herrero, escandalosamente infraproducida; de Katmandú. Un espejo en el cielo (Iciar Bollain, 2011), otra vez malograda por el ubicuo guionista Paul Laverty; Lo mejor de Eva (Mariano Barroso, 2012), bien por lo que respecta a la dirección de actores, como cabía esperar del firmante de Éxtasis (1996), pero floja como thriller y técnicamente indigente (¡por momentos, qué sonido!)… En un panorama de capa caída libre, los únicos títulos nacionales que a lo tonto colean son las apuestas menores pero que se demuestran de más largo alcance que aquéllas, como Medianeras (Gustavo Taretto, 2011) u Open 24H (Carles Torras, 2011), y, en su modestia (una animación muy mejorable y una comicidad más bien siesa), las Arrugas de Paco Roca en versión de Ignacio Ferreras aguantan los tirones de la calidad y de la taquilla con dignidad.
Medianeras, Gustavo Taretto, 2011
Open 24H, Carles Torras, 2011
Arrugas, Paco Roca, 2011
Puede que con estos vaivenes tenga bastante que ver la supuesta descomposición interna de la industria que ha provocado la piratería: hace tiempo que circulan, a través del incontrolable tráfico de archivos entre particulares, estimulantes rarezas como Boy Wonder (Michael Morrissey, 2010); marcianadas como Notre jour viendra (Romain Gavras, 2010), que perpetra el homenaje más coherente posible al Godard más gamberro, el de Pierrot el loco (Pierrot le fou, 1965); éxitos de festival indie como Declaración de guerra, Redención (Tyrannosaur, Paddy Considine, 2011) –por cierto, muy por encima de la sobrevalorada Te doy mis ojos (Icíar Bollaín, 2003), con la que una comparación podría arrojar bastante luz– o Take Shelter (Jeff Nichols, 2011); los últimos films de esos cineastas europeos más o menos consolidados pero desconectados del gran público por la cobardía de las grandes distribuidoras, como This Must Be the Place (2011) de Paolo Sorrentino o El monje (Le moine, 2011) de Dominik Moll o Tres (Three, 2012) de Tom Tykwer. Pero, como bien reza el dicho popular, en el pecado llevan la penitencia: por codicia, las grandes empresas han provocado una aceleración de la tecnología que ha calado en la población en forma de culto; y el becerro de oro ha acabado por cargarse la gallina –que ha puesto un huevo, sí: el de la serpiente. Así que, aparte de esos films despreciados por insignificantes, imposibles de rentabilizar, como Kosmos (Reha Erdem, 2010), Pure (Gillies MacKinnon, 2002), The Day He Arrives (Sang-soo Hong, 2011) o We Need to Talk About Kevin (Lynne Ramsay, 2011), el usuario puede acceder sin dificultad y a coste cero a los grandes estrenos de la temporada, como War Horse, con la que su director enarbola la bandera de un cine pobre pero honrao que no tiene nada ni de una cosa ni de la otra, con toda la sensiblería del mundo, sí, pero de auténtica delicatessen, que en cine también han existido siempre las clases; Los descendientes (The Descendants, Alexander Payne, 2011), valiosa pero un tanto sobrevalorada, como todo el cine de su director; Moneyball. Rompiendo las reglas (Moneyball, Bennet Miller, 2011), que tiene en el guión su principal fuerza, lo que no es de extrañar, pues es el resultado de la suma de los talentos de Steven Zaillian y Aaron Sorkin, y está muy en la línea con La red social (The Social Network, David Fincher, 2010), del segundo; Los idus de marzo (The Ides of March, George Clooney, 2011), nuevo intento de desvelar los sucios entresijos de la política americana; Young Adult (Jason Reitman, 2011), que agudiza hasta extremos insoportables el ritornello de la adultescencia… Y ésas sí que le suponen un quebranto a Hollywood, al que le duele el bolsillo tanto que ha habido que tomar cartas en el asunto y cerrar Megaupload (ya se sabe: cuando el dolor del bolsillo es del que detenta el poder económico, la ley se rinde a sus pies y le construye un camino dorado; el dolor del que sufre en sus carnes los embates de la crisis, no cuenta, salvo para extraerle un poco más de su jugo).
Notre jour viendra, Romain Gavras, 2010
¿Se frenará con esta medida la implosión? Con toda modestia, somos muy escépticos a ese respecto, porque para explicar algunas cosas la denostada fórmula de las “contradicciones del sistema” sigue siendo válida: el dilema nos atañe a todos, y en conciencia queremos hacer pública nuestra postura al respecto: abominamos del prohibicionismo que, en este caso, además, se revelará inútil; pero que una red activista se arrogue la facultad de hacer recaer “toda su ira” sobre quien disiente a propósito de las leyes del copyright hiela la sangre: si estamos de veras en contra del delito de opinión hemos de empezar nosotros por respetar al prójimo; y eso, a veces, claro, cuesta mucho. Pero si cada cual se lo salta a la torera cuando estima oportuno ya no vale, es solo palabrería que enmascara la misma intolerancia que la del fascismo. No ser respetados por quien tiene la sartén y el mango, no implica ni justifica que una ética del que se siente víctima de terrorismo de Estado se vengue vulnerando la intimidad de los individuos.
Como estimamos que los ecos de este caso, y las posibilidades y los peligros de las más heterodoxas puestas al día del ideario anarquista que se están haciendo con el concurso de las nuevas tecnologías, son una de las cuestiones sociopolíticas más relevantes que sobrevuelan el cine actual –y ahí está para demostrarlo esa El invitado (Safe House, Daniel Espinosa, 2011) que nada tiene que ver con el Guest de José Luis Guerin (2010), y en la que lo mejor es la descripción de Ryan Reynolds como un “varón blanco de complexión media” (¡!); el resto ya lo habíamos visto cien veces, ambiguo discurso con paralelismos con Wikileaks incluido–, nos hemos decantado este mes por una aproximación doble-doble: ambos autores hemos escrito sendos textos acerca de J. Edgar (Clint Eastwood, 2011) y Millenium 1. Los hombres que no amaban a las mujeres (Millenium 1. The Girl with the Dragon Tatoo, David Fincher, 2011), que tocan ese tema con maneras, posturas y perspectivas solo en apariencia antagónicas.
¿INSIDE JOBS, o INSIDE HOBBES?
Agustín
Rubio Alcover
Tres pinceladas contextuales, para empezar: el exmagistrado Baltasar Garzón se convierte, a su pesar, en la última encarnación del cazador cazado, y suelta una perla que en boca de un (con perdón) inquisidor reo de prevaricación suena a guasa, en forma de cita por Immanuel Kant: “El tribunal de un hombre es su conciencia”. Steve Jobs es canonizado por el verdadero pensamiento único del mundo globalizado: una suerte de pseudoanarquismo pirata, heredero directo del individualismo estadounidense más acendrado (el antiestatalismo de David Thoreau), y que se ha pasado de un extremo al otro, o sea, del ludismo a hacerle la guerra al Sistema volviendo contra él las armas de su intervencionismo: la tecnología. Y, a la espera de juicio, Julian Assange se postula como modelo del mes… en la portada de Rolling Stone.
J. Edgar, Clint Eastwood, 2011
Millenium 1. Los hombres que no amaban a las mujeres, David Fincher, 2011
Tres pinceladas contextuales, para empezar: el exmagistrado Baltasar Garzón se convierte, a su pesar, en la última encarnación del cazador cazado, y suelta una perla que en boca de un (con perdón) inquisidor reo de prevaricación suena a guasa, en forma de cita por Immanuel Kant: “El tribunal de un hombre es su conciencia”. Steve Jobs es canonizado por el verdadero pensamiento único del mundo globalizado: una suerte de pseudoanarquismo pirata, heredero directo del individualismo estadounidense más acendrado (el antiestatalismo de David Thoreau), y que se ha pasado de un extremo al otro, o sea, del ludismo a hacerle la guerra al Sistema volviendo contra él las armas de su intervencionismo: la tecnología. Y, a la espera de juicio, Julian Assange se postula como modelo del mes… en la portada de Rolling Stone.
Aquí
pasa algo, ¿no?
Resulta,
oh casualidad, que estas tres cosas coinciden con el estreno de J. Edgar y del Millenium de Stieg Larsson en versión de David Fincher: la primera,
un biopic del fundador del FBI,
Hoover, según Clint Eastwood; la segunda, una adaptación hollywoodiense que
carga las tintas en un personaje, Lisbeth Salander, cuyo poder de fascinación
más dice de por dónde van los tiros en este mundo nuestro: una hacker con síndrome de Asperger,
anoréxica y bisexual.
Sobre
el papel, Eastwood y Fincher, republicano el uno e hipermoderno y transgresor
el otro, son polos opuestos, incluso en su actitud en el plató: el primero es
famoso por rodar rápido y no repetir apenas planos; el otro, por someter a los
actores a tomas y más tomas. Mas a ambos les gustan las lámparas de mesa, el
mobiliario de madera, las luces tenues y los movimientos de cámara flotantes,
vaporosos, aunque no le hacen ascos a la steady cam cuando las cosas se
ponen movidas… Y, sobre todo, sus trayectorias son mucho más convergentes de lo
que a primera vista parece: la maduración del mucho más joven, a ratos tan
redicho como en la por lo demás genial El curioso caso de Benjamin Button (The Curious Case of Benjamin Button,
2008), demuestra que, en su calculada y exitosa estrategia de
consagración, el trazado de varias retorcidas imposibles vueltas atrás han sido
necesarias para que el hombre a quien conocemos por ese nombre haya acabado
siendo David Fincher: alguien que mantiene una relación ambivalente con los
padres del thriller moderno, y ahí está Zodiac (2007) para
demostrarlo, en la que, por cierto, ajusta cuentas con la perniciosa ética
mitificadora del vigilante en la escena en que los protagonistas asisten
al estreno de Harry el sucio (Dirty
Harry, Don Siegel, 1971), cuyo protagonista y cuyo caso principal se
inspiran en la figura y la pesquisa de David
Toschi (Mark Ruffalo) en pos del chapucero asesino en serie que da título a la
cinta.
Pero
es que el propio Eastwood no ha hecho, desde que se puso tras la cámara, otra
cosa que deconstruir mitos, y el suyo propio para empezar; y un análisis
mínimamente atento al repertorio de formas, temas y discursos del veterano
cineasta revela que la atribución del calificativo de clásico no puede andar
peor encaminada. Otro dato paratextual hermana a Fincher, tan postmoderno él,
con el tan –presuntamente– clasicista o clasicón Eastwood: que yo recuerde,
todas las películas –al menos, todas las de madurez– de ambos son crepusculares
también en sentido literal: quiero decir que desde siempre se han estrenado,
cuanto menos, en otoño; y últimamente y cada vez más en lo más crudo del crudo
invierno. Contrariamente a lo que pueda parecer, no es un dato baladí: como se
sabe, los estudios determinan las fechas de lanzamiento de la película en razón
de sus géneros; y, al igual que los blockbusters
son para el verano, los títulos que ruedan estos dos tipos, tanto si se trata
de piezas de encargo como si son apuestas personales, se sitúan en los
antípodas: para empezar, son carne potencialmente oscarizable, luego acceden a
las pantallas poco antes de la temporada de premios; y, además, no tienen nada
de frívolas: son densas, melancólicas y oscuras, idóneas para que se las
consuma en las tardes largas de lluvia y frío, a resguardo, rodeados de esas
almas gemelas anónimas que tanta compañía hacen y que constituyen lo que en la
economía tradicional del cine es el bendito y respetable público.
La
lectura que Fincher hace de Larsson no puede ser más congruente con el otro y
consigo mismo, quizás por la tendencia natural a reafirmarse en los propios
postulados que trae la madurez, o porque el eco de sus dos voces, tan próximas,
hace de caja de resonancia: después de unos apabullantes créditos, en los que
los espermatozoides y los latiguillos se homologan, Los hombres que no amaban a las mujeres hace una adaptación pulcra
y expeditiva, cuya filosofía cristaliza en las escenas de cana, una de
violación (con su correspondiente venganza), y otra de sexo consentido en la
que no se sabe quién penetra a quién, si el macho a la hembra o al contrario.
La película viene a decir que, si el hombre es un lobo para el hombre –entendido
transgenéricamente, oséase, como una pauta de comportamiento dirigida contra el
único verdadero género que hay: el humano–, es tan de justicia (y rigor) como
de cajón que la mujer se conduzca como una…
Hay
otro paralelismo entre el director de Se7en y su, digámoslo ya, hermano
mayor o padre putativo: al principio del film, como en todas sus últimas
películas, el viejo maestro reivindica su entronque con la tradición más noble
de la Warner mostrando el logotipo antiguo, en blanco y negro; y luego muestra
la trayectoria mitificadora, a cuál más falsa, con que la casa trató las
figuras del gángster y del policía, primero haciendo irrisión de las fuerzas de
la ley (El enemigo público, The Public Enemy, William A. Wellman, 1931) y luego tomando partido por ellas (G-Men,
William Keighley, 1935) a cuyo estreno asiste Hoover, en una escena que incluye
una confrontación del personaje real con su sosias en la gran pantalla y un
encuentro con Shirley Temple en el vestíbulo que rima con la de Zodiac):
del sensacionalismo al oportunismo.
La
escena de la Biblioteca del Congreso en J. Edgar, en que Hoover hace
ostentación del sistema métrico decimal ante su futura secretaria, puede
perfectamente verse como el germen de la esquizofrenia fincheriana a propósito
de la letra escrita, de la palabra registrada, de la imagen: de hecho, Hoover
sabe (y su voz over lo dice
expresamente) que la información es poder, y de ahí a la paranoia de que
siempre exista algo oculto más sórdido y comprometedor, para los otros y para
los demás, hay un paso. La idea axial de J. Edgar es precisamente ésa:
que el personaje simboliza la trastienda de la trastienda de América, o el
proceso en virtud del cual los Estados Unidos dieron ese salto: Hoover, pues,
como icono trágico: verdugo y víctima de un Estado que recurrió a la ilegalidad
de manera irreversible; culpable sin darse cuenta de estar facultando y
legitimando a cualquiera que viniera después (Nixon y sus escuchas a los
periodistas; los hackers, hoy) a hacer lo propio.
Y es que Eastwood deja de contar en el punto en el que Fincher
se reengancha a la historia: antes del Watergate. No es casualidad que el ocaso
de Hoover, tan virtuoso que es un no fumador en una época en que todo hombre
debe de hacerlo: hasta su madre le aconseja que lo haga para cultivar esa
apariencia que tanto lo obsesiona (el mal que ahí anida: auténtico huevo de la
serpiente de la contemporaneidad), sea cuando su maquiavelismo (alguien nuevo
vendrá que bueno te hará) es ampliamente superado por el Presidente electo Trickie
Dick Nixon. Todos los hombres del presidente (All the President´s Man, Alan J. Pakula, 1976) es una de las
películas fetiche de Fincher, y el film que representa el vuelco antisistema en
el uso de todos los medios, y de las nuevas tecnologías, contra el poder
excesivo de un Estado que tiende a entrometerse demasiado, cada vez más,
insoportablemente al fin.
Nota Bene: Jobs era un narcisista
patológico de cuya paternidad sobre las patentes pesan más que dudas
razonables; filtración de secretos aparte, Assange está acusado nada menos que
de violación; a Garzón aquí cada cual lo ha ensalzado o machacado según el
momento, pero acaba de ser condenado por prevaricación de manera unánime.
Pues eso.
EL HUEVO DE LA SERPIENTE
Francisco
Javier Gómez Tarín
Millenium 1. Los hombres que no amaban a las mujeres, David Fincher, 2011
Casi podría continuar a la línea la reflexión de Agustín Rubio: “un Estado que tiende a entrometerse demasiado, cada vez más, insoportablemente al fin”… Ese entrometimiento del que habla mi colega y amigo no es el de la influencia benéfica sobre la sociedad –la famosa “intervención” keynesiana, tan criticada por los “Chicago Boys” desde su palestra a favor de la liberalización a ultranza– sino la que establece hoy día en gran parte del mundo un sistema de control y gestión -y legislación, si se quiere- a favor de los mercados financieros, en los que el dinero se amasa a cambio de la destrucción de países y personas, donde se practica, digámoslo con claridad, el más rabioso terrorismo de Estado (al lanzar al paro a miles de familias, se está cometiendo un homicidio masivo). La intervención, pues, es en favor del poder económico, a cuyo favor se legisla (ahí está la famosa reforma laboral en nuestro país) y en cuyas aguas del beneficio económico, a costa del hundimiento de las capas populares, se regodean los más poderosos.
J. Edgar, Clint Eastwood, 2011
Millenium 1. Los hombres que no amaban a las mujeres, David Fincher, 2011
Casi podría continuar a la línea la reflexión de Agustín Rubio: “un Estado que tiende a entrometerse demasiado, cada vez más, insoportablemente al fin”… Ese entrometimiento del que habla mi colega y amigo no es el de la influencia benéfica sobre la sociedad –la famosa “intervención” keynesiana, tan criticada por los “Chicago Boys” desde su palestra a favor de la liberalización a ultranza– sino la que establece hoy día en gran parte del mundo un sistema de control y gestión -y legislación, si se quiere- a favor de los mercados financieros, en los que el dinero se amasa a cambio de la destrucción de países y personas, donde se practica, digámoslo con claridad, el más rabioso terrorismo de Estado (al lanzar al paro a miles de familias, se está cometiendo un homicidio masivo). La intervención, pues, es en favor del poder económico, a cuyo favor se legisla (ahí está la famosa reforma laboral en nuestro país) y en cuyas aguas del beneficio económico, a costa del hundimiento de las capas populares, se regodean los más poderosos.
Pero
todo esto tiene un principio y una orquestación en la que abundan los filmes
que aquí abordamos en esta ocasión, que puede documentarse con mucha mayor
información y concreción en el documental La
doctrina del shock (The Shock
Doctrine, Michael Winterbottom
y Mat Whitecross, 2009) según el libro de Naomi Klein, guionista del filme, The Shock Doctrine: The Rise of Disaster
Capitalism.
En
la película de Fincher, situada temporalmente en la actualidad, un hombre
honrado es víctima de una trampa gestada desde la más despreciable corrupción.
Se diría que Fincher pensaba en el Garzón de la memoria histórica (no
“resbalemos” en otros derroteros más conflictivos), pero es pura casualidad
porque Millenium apunta a una
corrupción global, gestada en el pasado, en la que hay connivencia entre
espionaje, corrupción económica y Estado. Por su parte, J. Edgar, a través de la sucesión de pinceladas aparentemente
caóticas que configuran lo que desde luego no me atrevería a llamar un biopic, establece a partir de la
megalomanía de un nefasto personaje en la historia los principios de esa intervención
de que antes hablábamos: se trata de conseguir fichar a todos, tener la
información de todos, poder chantajear a todos, ser una especie de dios en un
mundo de hombres en el que solamente el superhombre tiene acceso a las llaves
del poder. La política del terror en sus inicios: la información es poder.
Tanto
Fincher como Eastwood siguen reafirmando el tono lúgubre de sus decorados y
personajes, en consonancia con un mundo al que no puede dejarse de hacer
referencia: el nuestro, el actual, para el que los tiempos de Hoover
significaron la puesta de ese “huevo de la serpiente” que ahora ha tomado
cuerpo en un desastre económico y social cuyas bases fueron previstas y predichas
(Milton Friedman como cerebro gris de la operación). Si Fincher coloca sobre el
tapete el estado de la cuestión, Eastwood desvela los orígenes (no es nada
casual la llegada de Nixon a la Casa Blanca como punta de lanza del posterior
liberalismo a ultranza, que ni siquiera el propio Nixon se atrevió a poner en
vigor).
También
Fincher insiste en los límites de la representación y de la narratividad, lo
que recuerda con fuerza a Zodiac,
aunque la segunda parte de Millenium
se convierta en excesivamente explícita en cuanto a las resoluciones de tramas
argumentales (¿imposiciones del estudio?) No podemos dejar de establecer una
comparación entre este Millenium y el
previo sueco; Fincher gana en brillantez, pero el sueco era más sugerente; en
ambos podemos encontrar razones para una preferencia. Lo que es evidente es que
el de Fincher no desentona con el resto de su cine, salvo por, como hemos
dicho, la parte final, y, en cualquier caso, es un acierto situar en Suecia la
acción, aspecto que lo hace todo más creíble.
Fincher
nos muestra una sociedad descompuesta en la que el control de las tecnologías
es lo único que posibilita un cierto grado de libertad individual, ya que es el
camino para luchar contra los grandes conglomerados financieros (claro que es
ficción, ya quisiéramos que esto se produjera en la realidad). Es una sociedad
tan descompuesta que los más corruptos son en ella los administradores públicos
(¡caramba, qué coincidencia con otras latitudes!).
Eastwood,
por su parte, va perfilando, saltando en el tiempo hacia delante y hacia atrás,
el proceso de autoedificación de un monstruo doble: Hoover y el FBI. Las
patologías personales son recicladas hacia la sociedad, frente a los enemigos
(reales y/o ilusorios) Uno se pregunta –y obtiene la respuesta– sobre cuál ha
sido la utilización de los recursos del FBI después del 11S (e incluso quizás
antes) y a partir de ese momento hasta el presente. En consecuencia, lo que
parece un filme sobre el pasado nos da pistas sobre nuestro día a día y
posibilita una actitud crítica sobre el mundo. ¿No debiera ser esta la esencia
de todo discurso audiovisual?
Por
otra parte, está el sexo, de fuerte presencia en ambos filmes y coincidente en
el sentido de la ambigüedad. Otro elemento que nos remite a nuestro contexto
social y la necesidad de entender las relaciones de una forma más abierta y
libre. Hoover, con ese componente homosexual prácticamente explícito en el
filme, supone el punto álgido de una doble moral, falsa, que caracteriza hoy
más que nunca nuestras sociedades, pero, una vez más, que se estaba gestando en
el pasado representado. En Millenium,
por su parte, el sexo se convierte en una herramienta de poder en las manos del
corrupto en tanto que es algo gozoso y liberador, sin trabas, para la visión
abierta sobre el mundo.
La
joven protagonista de Millenium es
una hacker, una pirata informática
que utiliza la información para desvelar los entresijos de una sociedad
podrida. Quizás ahí es donde podríamos establecer el punto de llegada y de
partida para aquellos grupos que, rechazando las normas absurdas de las grandes
compañías y las leyes gestadas por sus lacayos, intentan evidenciar aspectos
que a nadie le importan y que son del dominio personal. En esencia, para luchar
contra la corrupción, hay que desvelarla; para luchar contra el capital y la desregulación,
hay que informar. Dar datos personales no es útil ni rentable en ninguno de los
aspectos, pero, desde luego y sobre todo, tampoco es ético.
Por encima de todas estas reflexiones, Millenium y J. Edgar son,
y esto es importante, dos solventes obras cinematográficas que salen de los
grandes estudios. Nos alegramos de encontrar esta contradicción insalvable en
los tiempos que corren.
Francisco Javier Gómez Tarín
Agustín Rubio Alcover
Universitat Jaume I de Castellón
Agracedemos a El Viejo Topo la autorización para reproducir e incluir la sección con el mismo título en Textos en red
(Shangrila Textos Aparte).
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