Marzo 2012
PALABRA Y SILENCIO
PALABRA Y SILENCIO
Como todos los años, las fechas
navideñas hacen estragos. Los hay físicos, que aquejan a la salud por esos
despropósitos culinarios que todavía tienen la marca de la granja familiar o,
lo que es lo mismo, engordar a cualquier precio; otros son económicos, que
también hacen daño, pero al bolsillo, y contribuyen a enriquecer a algunos
comerciantes –infelizmente, los más cebados– dejando al resto a dos velas; los
hay políticos, sobre todo en este año de elecciones en fecha infame que han
dado a luz a un gobierno dicen que de tecnócratas que nos sacarán de la crisis
(lo creemos a pie juntillas, ya que al frente de la economía hay ni más ni
menos que uno de los que fueron responsables para Europa de Lehman Brothers);
los hay sociales, con el aumento del paro, cuyo límite permisible ya ha sido
rebasado hace años y que, a la vista de las medidas adoptadas, seguirá
aumentando hasta que, si existe algún dios nos oiga, la indignación acabe con
lo indignante…
También se producen estragos
culturales, como el inevitable discurso del rey (¡asómbrense!, en pleno siglo
XXI todavía hay países regidos por monarquías… si no lo viéramos, no lo
creeríamos) que acapara los canales televisivos para separarnos de la cómoda
programación navideña –la verdad es que, en este caso, nos hace un favor–
aunque sea para decir más bien poco y ya sabido. Pero desde el punto de vista cultural,
que aquí nos atañe especialmente, el mayor de los problemas es la consabida
fórmula de estrenos navideños que tienen, además, vocación de permanecer en
cartel durante meses. Su aparición en las carteleras desplaza las posibilidades
de otros materiales más interesantes, aunque tampoco sean estos excesivamente
frecuentes.
Lo cierto es que, ante esta
avalancha de títulos festivos y/o conmemorativos, nos quedamos mudos, sin
palabras, en silencio. Vean, si no, los direccionamientos a un target concreto, el infantil, de
películas, bien navideñas o bien con niño o bien de animación: Copito de Nieve (Floquet de Neu, Andrés G. Schaer, 2010), El Cascanueces 3D (The
Nutcracker, Andrei Konchalovsky, 2010), El
hombre cerilla (L´uomo fiammifero,
Chiarini Marco, 2009), El Rey León 3D (The Lion King 3D, Roger Allers y Rob
Minkoff, 1994), Alvin y las Ardillas 3
(Alvin and the Chipmunks, Mike
Mitchell, 2011), Arthur Christmas:
Operación Regalo 3D (Arthur Christmas,
Barry Cook y Sarah Smith, 2011), Happy
Feet 2 (George Miller, 2011), Vicky
el Vikingo y el Martillo de Thor (Wickie
auf grosser Fahrt, Christian Ditter, 2011), El Gato con Botas (Puss in
Boots, Chris Miller, 2011), Winx 3D:
La Aventura Mágica (Winx Club 3D:
Magic Adventure, Iginio Straffi, 2010)… Las fechas indican bien a las
claras cómo estos productos se piensan exclusivamente para el fin de año.
Afortunadamente, salvo excepciones más o menos honrosas, son pocas las
películas que permanecen en cartel algunas semanas adicionales. No obstante, en
este caso la extravagante Rare Exports,
un cuento gamberro de Navidad (Rare
Exports, Jalmari Helander, 2010) fue una variante de aire fresco para una
cartera anquilosada; la película, sin ser digna de mención por sus cualidades
fílmicas, resulta insólita, cómica y provocadora, lo cual no viene nada mal,
para variar, ya que nos presenta a un Santa Claus monstruoso y asesino al que
hay que aniquilar antes de que acabe con todos los niños.
Copito de Nieve, Floquet de Neu, Andrés G. Schaer, 2010
El Gato con Botas, Chris Miller, 2011
La Aventura Mágica, Iginio Straffi, 2010
También la fábrica de sueños pretende hacernos dormir mal con materiales que aparecen al calor de las buenas intenciones o la bondad universal de las traumáticas navidades blancas, cual es el caso de Un lugar para soñar (We Bought a Zoo, Cameron Crowe, 2011), Noche de fin de año (New Year´s Eve, Garry Marshall, 2011) o Maktub (Paco Arango, 2011), si bien hay otros directamente orientados a generar pesadillas (ya se sabe: la buena respuesta habitual para las películas de terror): XP3D (Paranormal Sperience 3D, Sergi Vizcaíno, 2011), No tengas miedo a la oscuridad (Don´t Be Afraid of the Dark, Troy Nixey, 2010) o Premonición (Afterwards, Gilles Bourdos, 2008).
Y si nos han invadido los éxitos
de taquilla previsibles, como esos Immortals (Tarsem Singh, 2011) que
prometen artisticidad y entregan artisterío, o Misión: Imposible. Protocolo Fantasma (Mission: Impossible Ghost Protocol, Brad
Bird, 2011), no es menos cierto que han aparecido títulos relevantes y dignos
de tener en cuenta, siquiera o precisamente para polemizar. Es el caso de George Harrison: Living in the Material
World (Martin Scorsese, 2011), nueva entrega documental rigurosa sobre el
mejor de los Beatles; y de El Futuro (The Future, Miranda July, 2011), que,
con un tono minimalista, penetra en la cotidianidad de una joven pareja. El
cine USA de todo signo –empezando por la película de la July y acabando en El
cambiazo (The Change-Up, David Dobkin, 2011)– sigue a lo suyo; o
sea, a que los peterpanes se saquen del ombligo las pelotillas elucubrando
acerca de la paternidad responsable. Pero The French Kissers –todo un
detalle, esto de que un film francés, originalmente titulado Les beaux
gosses (Riad Sattouf, 2009), se estrene en estos lares traducido… al
inglés: y es que parece como si la crítica que lo está encumbrando no se diera
cuenta de que no es sino una relectura retrechera de Porky’s (Bob Clark,
1982) en la banlieu, con todo lo que ello implica– da a aquellos dos
sopas con onda en ese ejercicio de consagración de la adolescencia.
A la espera de que los distribuidores se pongan las pilas, se nos agota la paciencia y vemos por nuestros medios films europeos o hechos por europeos a los que se les va pasando el arroz, como el durísimo alegato polaco Lincz (Krzysztof Lukaszewicz, 2010). Los ciclos dedicados a cinematografías nacionales que circulan por las filmotecas del territorio español pretenden divulgar y demuestran la vitalidad de la citada Polonia, de Rumanía y de los países escandinavos. De allí procede el fenómeno Millenium: Los hombres que no amaban a las mujeres (The Girl with the Dragon Tattoo, David Fincher, 2011), la trilogía de Stieg Larssonn que ahora adapta un equipo de yanquis e ingleses haciéndose los suecos, y que abordaremos en profundidad en el próximo número; mientras la natural de ese país –oriunda de España, todo sea dicho– y primera intérprete de Lisbeth Salander, Noomi Rapace, hace las Américas/Británicas en esa secuela de Sherlock Holmes según Guy Ritchie (2009), ahora subtitulada Juego de sombras (Sherlock Holmes: A Game of Shadows, 2011) de la que a saber qué diría el espiritista Arthur Conan Doyle si se montara una sesión de ouija.
Al tiempo que tienen lugar estos apareamientos transnacionales, ni los ingleses químicamente puros y puristas ni los cineastas españoles se desvían de sus respectivos caminos previsibles: el potencial equivalente español de los megaéxitos derivativos de la novela negra, el sargento Bevilacqua creado por Lorenzo Silva, languidece en una serie de telefilms que TVE vergonzantemente emite en madrugadas laborables; y la Route Irish de Ken Loach (2010) lo (des)acredita como el auténtico conejito de Duracell del viej(un)o cine comprometido. Claro que cuando alguien se sale de la senda trillada, casi sería preferible que no hubiera hecho el esfuerzo, porque se descuelga con reivindicaciones tan acordes con el re-repliegue moral que se nos come como La dama de hierro (The Iron Lady, Phyllida Lloyd, 2011): vibrante y cinematográficamente irreprochable: pero uno no puede sentir un retortijón ante una operación cinematográfica que pretende y logra que se le remuevan las tripas, de emoción, ante los seniles padecimientos de la bicha.
El fenómeno de la temporada es sin duda The Artist (Michel Hazanavicius, 2011): un succes d’estime, que dirían los franceses; o un sleeper, en palabrejas de los americanófilos; pero es que, como presunto film galo, colonizado por el imaginario hollywoodiense, su acción se desarrolla en la meca del cine durante los años dorados del studio system, con varios rostros estadounidenses conocidos de relumbrón, y concebido, diseñado y ejecutado para la taquilla internacional para competir en igualdad de condiciones con el blockbuster estándar, es obvio que tanto dan unos términos como los otros. The Artist homenajea al cine de la época no sonora hecho con gran delicadeza y sin palabras, aunque con una rica banda sonora que, en uno de los momentos esenciales, no duda en usar la de Bernard Herrmann para De entre los muertos (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958) y establecer un plus de significación que vincula la figura del doble recreado, cual fantasma, invirtiendo la función de Pigmalión de hombre a mujer (en este sentido, el plano en que el cuerpo del protagonista se refleja sobre el escaparate de un establecimiento en el que hay expuesto un smoking y su cabeza se sitúa a la altura del cuello del traje para ocupar fantasmagóricamente el lugar que le corresponde, es ejemplar). Así pues, el film supone, finalmente, la cuadratura del círculo: respeto por parte del público e incluso relativo éxito, valoración positiva por parte de la crítica y, lo más importante, una película contracorriente (banco y negro, sin diálogos) que es capaz de dejar huella. Lo cual demuestra que el cine de acción no es el único que puede ser del agrado de los espectadores y que estos responden ante los productos de calidad si se les da la oportunidad –lo que no es nada habitual, por cierto–. Así pues, frente a la acción desaforada y los efectos especiales, hay otro cine que merece ser tenido en cuenta y valorado debidamente, sea un cine de la palabra o sea un cine del silencio. El primer caso lo representa El topo (Tinker, Tailor, Soldier, Spy, Tomas Alfredson, 2011); el segundo, El Havre (Le Havre, Aki Kaurismäki, 2011) En ambos, la acción deja paso al diálogo y al silencio, respectivamente, porque nos encontramos ante ficciones que desmontan las falsas apariencias de la realidad.
George Harrison: Living in the Material World, Martin Scorsese, 2011
El Futuro, Miranda July, 2011
A la espera de que los distribuidores se pongan las pilas, se nos agota la paciencia y vemos por nuestros medios films europeos o hechos por europeos a los que se les va pasando el arroz, como el durísimo alegato polaco Lincz (Krzysztof Lukaszewicz, 2010). Los ciclos dedicados a cinematografías nacionales que circulan por las filmotecas del territorio español pretenden divulgar y demuestran la vitalidad de la citada Polonia, de Rumanía y de los países escandinavos. De allí procede el fenómeno Millenium: Los hombres que no amaban a las mujeres (The Girl with the Dragon Tattoo, David Fincher, 2011), la trilogía de Stieg Larssonn que ahora adapta un equipo de yanquis e ingleses haciéndose los suecos, y que abordaremos en profundidad en el próximo número; mientras la natural de ese país –oriunda de España, todo sea dicho– y primera intérprete de Lisbeth Salander, Noomi Rapace, hace las Américas/Británicas en esa secuela de Sherlock Holmes según Guy Ritchie (2009), ahora subtitulada Juego de sombras (Sherlock Holmes: A Game of Shadows, 2011) de la que a saber qué diría el espiritista Arthur Conan Doyle si se montara una sesión de ouija.
Los hombres que no amaban a las mujeres, David Fincher, 2011
Juego de sombras, Guy Ritchie, 2011
Al tiempo que tienen lugar estos apareamientos transnacionales, ni los ingleses químicamente puros y puristas ni los cineastas españoles se desvían de sus respectivos caminos previsibles: el potencial equivalente español de los megaéxitos derivativos de la novela negra, el sargento Bevilacqua creado por Lorenzo Silva, languidece en una serie de telefilms que TVE vergonzantemente emite en madrugadas laborables; y la Route Irish de Ken Loach (2010) lo (des)acredita como el auténtico conejito de Duracell del viej(un)o cine comprometido. Claro que cuando alguien se sale de la senda trillada, casi sería preferible que no hubiera hecho el esfuerzo, porque se descuelga con reivindicaciones tan acordes con el re-repliegue moral que se nos come como La dama de hierro (The Iron Lady, Phyllida Lloyd, 2011): vibrante y cinematográficamente irreprochable: pero uno no puede sentir un retortijón ante una operación cinematográfica que pretende y logra que se le remuevan las tripas, de emoción, ante los seniles padecimientos de la bicha.
Route Irish, Ken Loach, 2010
La dama de hierro, Phyllida Lloyd, 2011
El fenómeno de la temporada es sin duda The Artist (Michel Hazanavicius, 2011): un succes d’estime, que dirían los franceses; o un sleeper, en palabrejas de los americanófilos; pero es que, como presunto film galo, colonizado por el imaginario hollywoodiense, su acción se desarrolla en la meca del cine durante los años dorados del studio system, con varios rostros estadounidenses conocidos de relumbrón, y concebido, diseñado y ejecutado para la taquilla internacional para competir en igualdad de condiciones con el blockbuster estándar, es obvio que tanto dan unos términos como los otros. The Artist homenajea al cine de la época no sonora hecho con gran delicadeza y sin palabras, aunque con una rica banda sonora que, en uno de los momentos esenciales, no duda en usar la de Bernard Herrmann para De entre los muertos (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958) y establecer un plus de significación que vincula la figura del doble recreado, cual fantasma, invirtiendo la función de Pigmalión de hombre a mujer (en este sentido, el plano en que el cuerpo del protagonista se refleja sobre el escaparate de un establecimiento en el que hay expuesto un smoking y su cabeza se sitúa a la altura del cuello del traje para ocupar fantasmagóricamente el lugar que le corresponde, es ejemplar). Así pues, el film supone, finalmente, la cuadratura del círculo: respeto por parte del público e incluso relativo éxito, valoración positiva por parte de la crítica y, lo más importante, una película contracorriente (banco y negro, sin diálogos) que es capaz de dejar huella. Lo cual demuestra que el cine de acción no es el único que puede ser del agrado de los espectadores y que estos responden ante los productos de calidad si se les da la oportunidad –lo que no es nada habitual, por cierto–. Así pues, frente a la acción desaforada y los efectos especiales, hay otro cine que merece ser tenido en cuenta y valorado debidamente, sea un cine de la palabra o sea un cine del silencio. El primer caso lo representa El topo (Tinker, Tailor, Soldier, Spy, Tomas Alfredson, 2011); el segundo, El Havre (Le Havre, Aki Kaurismäki, 2011) En ambos, la acción deja paso al diálogo y al silencio, respectivamente, porque nos encontramos ante ficciones que desmontan las falsas apariencias de la realidad.
The Artist, Michel Hazanavicius, 2011
EL TOPO: DE QUELONIOS Y HOMBRES
Agustín
Rubio Alcover
El topo, Tomas Alfredson, 2011
Corren tiempos extraños, confusos –a todo
esto, abro un inciso, y me pregunto yo: eso que llaman hibridaciones, ¿no será
una gran mixtificación?–, en los que, en efecto, los espectros recorren el
mundo, aunque no queda claro de quién son y qué pretenden: a la revolución
cubana le están creciendo unos ambiguos zombies, con Juan de los Muertos
(Alejandro Brugués, 2011); y la fantasía heroica de El señor de los anillos
(The Lord of the Rings, Peter Jackson, 2001-2003) está escorándose hacia
pesadillas cavernarias que barruntan una vuelta a la pestilencia oscurantista
del Medievo –véase al respecto la cavernaria y cuasigore Black Death
(Christopher Smith, 2010), que marida trazas de la best-serie del año, Juego
de tronos (Game of Thrones), actor protagonista incluido, con
convenciones del extreme–; y a muchos les come el coco si The Artist
es futurista o retardatario, cuando precisamente la gracia está en su radical
ambivalencia retroevolucionista, acerca de la disyuntiva entre el pasado y el
presente, los valores (ético-morales y políticos, pero también
cinematográficos) pretéritos y los de los tiempos que están por venir.
A lo mejor no está de más decir que, si
alguien había hecho un cine acreedor al calificativo de mudo contemporáneo, ese
es sin duda Aki Kaurismäki, quien acaba de entregar El Havre: un
ejercicio rel(a)icario con su característica emotividad a palo seco, que
demanda para hoy los códigos de actuación –solidaria– e iconográficos –con
policías de opereta– universales e inmarchitables y los finales felices,
milagrosos incluso, sin necesidad de más intervención divina que la del
demiurgo. [Que el estreno haya coincidido con el ciclo que en España se le está
dedicando al cómico de la Nouvelle Vague Pierre Étaix, quien interpreta
en la pieza de Kaurismäki un papel secundario pero precioso, confirma por la
vía de los hechos cómo se está trenzando eso de que un cierto cine vuelve por
sus fueros.] En El Havre, los personajes, por momentos, se muestran
sorprendentemente locuaces y elocuentes; como por los codos, en este caso de
manera previsible, hablan por no callar –incluso para recordarse los unos a los
otros que por la boca muere el pez– las criaturas de El topo.
Mencionábamos más arriba el ciclo rumano que
está girando por el país: en 12:08 al este de Bucarest (A fost sau
n-a fost, Corneliu Porumboiu, 2006), la trama gira en torno a una discusión
horaria: en qué minuto, antes o después de la huída de Ceacescu, el pueblo se
concentró en la plaza; el debate trasciende lo nominal, claro, porque de cuál
de las dos cosas sucediera antes o después depende que hubiera o no una
revolución. A vueltas –nunca mejor dicho– con esta misma cuestión han de leerse
las peleas entre los personajes de esta anacrónica El topo, que se
interroga sobre quién la ganó; el acierto de principios y de estética de las
tomas de partido, y la justicia y la bondad del orden postsoviético; si el
final de la Historia tuvo de veras lugar, si es posible reiniciarla de manera
distinta a la de la farsa que según el sarcasmo de Marx invariablemente
sucedía, y si en caso de que exista esa opción es deseable que ocurra…
Porque lo que está aquí es la Guerra Fría
rediviva y coleante; y en esta nueva glaciación un cineasta surgido del otro
lado del Telón de Acero, director a la sazón de la estruendosamente celebrada Déjame
entrar (Låt den rätte komma in, 2008), ha liderado una inesperada
resurrección del John Le Carré de antes de la caída del Muro. El topo se
apunta al subgénero que abrió la cada vez más visionaria Munich (2005)
–seguramente, la última auténtica gran película de Steven Spielberg–, y que
apenas hace unos meses tuvo formidable continuidad en La deuda (The
Debt, John Madden, 2010). En su poética, los talones de Aquiles son
sentimentales –la incondicional debilidad de George Smiley por su esposa
infiel, Anne–, físicos –el correlato material de lo anterior: siempre, el
maldito sexo por el eterno femenino, en una obra palmariamente misógina y, si
ello sirve como descargo, misantrópica– y fetichistas –el desplazamiento del
afecto hacia el criptomacguffin: el mechero que regaló la mujer al
marido y por el que el villano conoce el punto débil del héroe. Si querer es
una cortina de humo, un factor distorsionante porque traba la capacidad de
análisis psicológico de quien está implicado, y por eso ama y odia; también
puede, por la ley de las compensaciones, servir para revertir las situaciones:
para resolver intelectualmente el embrollo y como cebo. El plantel de varones,
con el único atributo de un caparazón, o costra que castra, está a cuál más
eminente: Colin Firth, Toby Jones, John Hurt, Ciarán Hinds, Mark Strong; mas
solamente por el primerísimo primer plano sostenido en que Gary Oldman evoca su
único encuentro con su archienemigo Karla y se duele retrospectivamente de la
corrupción esencial de los dos bandos, o por su promesa al espía enamorado de
que hará “todo lo que esté en su mano” para conseguir de él lo que quiere
sabiendo que es un caso perdido, el protagonista merecería distinguirse como el
paradigma interpretativo de esta propuesta de cine cínico que pudiera parecer
inconclusa, erróneamente: el sensacional montaje-secuencia que sirve
como colofón, a los acordes de La mer –hablando de transnacionalidades:
una impertinente chanson como fondo de un tapiz de imágenes en la
lluviosa Inglaterra– ajusta cuentas y pone a cada cuál en su sitio, a base de
venganzas y cambios en la poltrona que bosquejan una visión implacable del
mundo en que llevamos más de dos décadas instalados, y que ahora toca a su fin.
LE HAVRE: HIELO QUE QUEMA
Francisco Javier Gómez Tarín
No puedo por menos que confesar mi debilidad
por el cine de Aki Kaurismäki. Discúlpeseme, pues, si mis valoraciones llegan a
parecer excesivas ante una película que para muchos ha supuesto una ruptura con
su trayectoria previa. Si así fuera –cosa que no suscribo–, deberíamos en
cualquier caso celebrar su condición de francotirador en un mundo e industria
en que tal actividad no abunda ni se reconoce.
Dos son las cuestiones que decididamente
parecen cancelarse con Le Havre: la
ausencia de música extradiegética y la visión pesimista del mundo y la
existencia. Efectivamente, en Le Havre
hay música y la hay en abundancia, tanto diegética como extradiegética; por
otro lado, la historia parece resolverse de forma positiva, tanto es así que se
da incluso una curación inexplicable. ¿Estamos ante un cuento de hadas, como
algunos han dicho, y todo va bien en el mejor de los mundos? No, tampoco lo
creo, si bien considero que esa lectura edulcorada puede hacerse y es el clavo
al que se han aferrado los detractores del filme.
El cine de Kaurismäki es un cine de
silencios, un cine contenido cuyo sentido profundo hay que buscarlo
trascendiendo la imagen para acceder a la suma entre lo que se dice y lo que no
se dice, entre lo que se muestra y lo que no se muestra (un claro referente lo
tendríamos en Bresson). Lo que se juega en su cine es la desdramatización y la
anulación de todo elemento accesorio, incluso entendido físicamente, por el
vaciamiento de los espacios y de los encuadres. Esta austeridad se contagia de
los lugares en que la acción transcurre, en plena marginalidad o en los
ambientes más populares, y contagia también, por su parte, a las formas
expresivas con que el relato se lleva a cabo. Kaurismäki establece una relación
biunívoca entre los significantes y los significados con la que construye en
última instancia el sentido. En otras palabras, huye de cualquier tipo de
barroquismo y/o arropamiento de cuantos elementos intervienen en la trama
ficcional que desarrolla hasta eliminar de ella cualquier materia contaminante;
sus películas se nos muestran desnudas:
personajes conscientemente marginales, que no poseen nada ni nada quieren
poseer; habitaciones vacías de mobiliario, que se ven nítidas y limpias cuando
son ordenadas; diálogos solamente si son imprescindibles o ausencia de ellos;
acciones desprovistas de movimiento… de lo mínimo hacia la nada.
Es importante comprender que esta mirada
proyectada por Kaurismäki, la lectura que hace del mundo, se formaliza mediante
planos esencialmente fijos (hay alguna que otra panorámica y travelling, pero de carácter
descriptivo) en los que lo esencial toma cuerpo huyendo habitualmente del
contraplano; la mirada de la cámara es la mirada de Kaurismäki marcada como
tal. Este procedimiento enunciativo, auxiliado por una reivindicación extrema
del fuera de campo, permite que la desolación de los espacios y de la
planificación misma transmitan al espectador el contexto y la interioridad de los
personajes en cada situación planteada.
Tomemos como ejemplo la secuencia en la que
el personaje del inspector de policía es amonestado por su lentitud en las
investigaciones por parte del comisario: se trata de un plano fijo, totalmente
estático, en el que vemos solamente una puerta, por la que entra el inspector,
y una silla; cuando entra mira hacia la posición que se supone ocupa el
comisario pero a este no le vemos en ningún momento, solamente le oímos. Un
plano así informa plenamente de la acción desarrollada, con una desnudez
absoluta de medios, pero, al mismo tiempo, nos permite entender que el
inspector no está interesado en la solución del caso porque se ha hecho
solidario de un mundo que está fuera del espacio de la comisaría, un mundo más
real (en realidad, como veremos, más que real) del que le separa, entre otras,
esa puerta por la que ha accedido al despacho. Algo similar acontece al inicio
del filme cuando el asesinato de un personaje en fuera de campo es presenciado
por la mirada del protagonista y se niega explícitamente el contraplano.
Yasuhiro Ozu edificó un sistema significante
en el que tenía una importancia capital el campo vacío mantenido, que no es
otra cosa que aquel que permanece cuando los personajes han salido de cuadro o
todavía no han penetrado en él. Kaurismäki lo utiliza con una perspectiva
diferente porque mantiene a los personajes en el seno del encuadre pero les
priva de acción, les inmoviliza; frente al campo vacío de Ozu podríamos
contraponer el campo estático de
Kaurismäki. Unos y otros cumplen la función de romper la transparencia
enunciativa e interpelar al espectador para establecer una mirada crítica
también por parte de este, a quien se da el tiempo, así, de reflexionar.
Todo lo anterior nos lleva a defender la importancia
de relacionar las formas con los contenidos para llegar al sentido. El
despojamiento formal va a la par del de la representación y así el universo
diegético que se nos plantea no es tanto real como hiperreal: una serie de
personajes de una zona depauperada se solidarizan para dar cobijo y protección,
incluso para ayudar a huir hacia Inglaterra, a un inmigrante procedente de
África a quien busca la policía. Esa solidaridad, esa humanidad a ultranza,
salpica incluso al inspector de policía. Se trata de un mundo que está al
margen de las convenciones sociales y que es activo en torno al limpiabotas,
antiguo escritor, Marcel Marx, casado con una extranjera desahuciada. La
aparición de Idrissa, el jovencito africano, revela el nivel de solidaridad del
grupo social.
El entorno, sórdido como siempre en los
filmes de Kaurismäki, se ilumina en esta ocasión por la utilización de la banda
sonora musical, que arropa con fuerzas tanto el desarrollo de la trama como la
textura del contexto en que se mueven los personajes. El vínculo solidario, el
amor y la ternura que transmiten son vehiculados por la austeridad máxima de un
cine desprovisto de lo accesorio para quedarse con lo esencial. Pero todo esto,
con ser importante, no es suficiente: la apuesta de Kaurismäki en tiempos en
que la crisis ha hecho mella tanto en los países ricos como en los pobres (más
que la crisis deberíamos hablar de los tiburones de los mercados financieros
con la consiguiente aquiescencia de los lacayos asentados en los gobiernos e
instituciones de los países que, dicen, quieren recuperar su estabilidad y el
bienestar anterior) es ideológica y política porque nos presenta un microcosmos
capaz de valerse por sí mismo, incluso en la miseria, al margen de cuanto le
rodea que, como se puede comprobar al ver el filme, apenas tiene entidad; de
hecho, aparece como una ficción externa.
Ese microcosmos derrocha, como hemos dicho más
arriba, humanidad (algo de que tan carentes estamos en nuestros días) y esa
humanidad les libera y les salva de su cotidianidad. Por ello, ni el viaje del
niño hacia Inglaterra ni el milagro de la curación son creíbles, pero son
necesarios para que ese universo tome cuerpo, coherencia interna. No se trata de un reflejo de la realidad,
sino la realidad misma deseada al margen de la sociedad occidental basada en el
consumo y la exuberancia; de ahí, también, el despojamiento extremo del film y
la utilización de la banda sonora como elemento de cohesión. Otro mundo es
posible, parece decirnos Kaurismäki, basta con no aceptar las condiciones de
existencia impuestas por aquel en que vivimos.
Francisco Javier Gómez Tarín
Agustín Rubio Alcover
Universitat Jaume I de Castellón
Francisco Javier Gómez Tarín
Agustín Rubio Alcover
Universitat Jaume I de Castellón
Agracedemos a El Viejo Topo la autorización para reproducir e incluir la sección con el mismo título en Textos en red (Shangrila Textos Aparte).