Enero 2012
INTENCIONES DECLARADAS
INTENCIONES DECLARADAS
Comenzamos aquí una nueva sección
cuyo humilde objeto no es otro que ligar el cine y la vida (¿la ficción y la
realidad?). En esencia, se trata de partir de un breve resumen de lo visto por
los firmantes entre entrega y entrega para abordar un tema específico a través
de un filme, con miradas divergentes o convergentes, o bien de dos filmes desde
cada óptica personal, siempre manteniendo la idea de un tema común. Se trata de
ensayar una suerte de “lectura del mundo” a través del cine y de éste como
representación del mundo, que lo es.
El texto periódico se concretará
en dos partes: la primera, consistente en un resumen de lo visto/acontecido en
las últimas fechas, a la manera de un breve editorial que ponga en relación la
realidad (social, política, económica, etcétera) más inmediata con las últimas
producciones estrenadas en nuestro ámbito; y la segunda, centrada ya en el tema
que se juzgue más candente y de una selección de los filmes que mejor lo hayan
traspuesto, bien se trate de una sola película, abordada desde dos ópticas
distintas; bien de dos largometrajes ilustrativos, examinados cada uno de ellos
por una de las dos firmas. Se intentará, así, garantizar en la medida de lo
posible la cobertura e interrelación de los niveles de la generalidad y la
concreción, para aportar esa imagen integral y coherente del devenir de los
tiempos, en el ámbito audiovisual y en el terreno de la actualidad, toda vez
que el cine no puede ser considerado como un medio aislado del mundo sino como
una de sus voces (en tanto que expresión comunicativa).
Iniciamos, pues, esta aventura,
arriesgada, desde la óptica de la subjetividad más estricta: se aspira a
reflexionar en voz alta, no de establecer cánones, puesto que sólo hablamos de
lo que vemos y no pretendemos ningún tipo de mirada holística, a sabiendas de
que el grueso de lo que encontramos en nuestras carteleras es una suma
insignificante de materiales sin interés artístico alguno pero que denotan muy
a las claras qué tipo de sociedad consume banalidades como consecuencia
inmediata de su propia mediocridad y escasez de miras e intenciones culturales.
NÚMERO CERO
A caballo entre el efecto y la autoría, destaca la obra de Terrence Malick, El árbol de la vida (The Tree of Life, 2011), ejemplar –incomprensiblemente jaleado por propios, que allá ellos, y extraños, que si gustan de estas cosas quizás deberían revisar su escala de valores…– del género americana con inequívoco tono de gospel, que traspone nada más y nada menos que la Historia de la Humanidad (mejor, la Biblia, desde sus inicios hasta la resurrección de los cuerpos) con una pretenciosidad y, por momentos, cursilería dignas de mejor causa. Irritante, sí, pero engarzada en las proposiciones creacionistas de la derecha yanqui del Tea Party, incluso a pesar del propio autor (queremos pensar), deja traslucir una idea de vacío y la necesidad de un encuentro “redentor”. Volveremos sobre ello…
El árbol de la vida, Terrence Malick, 2011
A caballo entre el efecto y la autoría, destaca la obra de Terrence Malick, El árbol de la vida (The Tree of Life, 2011), ejemplar –incomprensiblemente jaleado por propios, que allá ellos, y extraños, que si gustan de estas cosas quizás deberían revisar su escala de valores…– del género americana con inequívoco tono de gospel, que traspone nada más y nada menos que la Historia de la Humanidad (mejor, la Biblia, desde sus inicios hasta la resurrección de los cuerpos) con una pretenciosidad y, por momentos, cursilería dignas de mejor causa. Irritante, sí, pero engarzada en las proposiciones creacionistas de la derecha yanqui del Tea Party, incluso a pesar del propio autor (queremos pensar), deja traslucir una idea de vacío y la necesidad de un encuentro “redentor”. Volveremos sobre ello…
Bajo el signo de los efectos, la
aventura y la acción desaforada, que se intenta vaciar de contenido para
camuflar sus carencias, aparecen títulos como Capitán América: El primer vengador (Captain America: The First Avenger, Joe Johnston, 2011), Cowboys & Aliens (Jon Favreau,
2011), Destino Final 5 (Final Destination, Steve Quale, 2011), El origen del planeta de los simios (Rise of the Planet of Apes, Rupert
Wyatt, 2011) o Super 8 (J.J. Abrams,
2011). En todos ellos se trasluce un cierto desencanto que apunta hacia el
agotamiento del filón espectacular, de un lado, y, de otro, hacia la carencia
de ideas novedosas ancladas en nuestro contexto social, lo que hace mirar hacia
el pasado no sin cierta nostalgia (enfermiza).
Capitán América: El primer vengador, Joe Johnston, 2011
Cowboys & Aliens, Jon Favreau, 2011
Final Destination, Steve Quale, 2011
El origen del planeta de los simios, Rupert Wyatt, 2011
Super 8, J.J. Abrams, 2011
No obstante, algunos filmes, como el paranoico e implacable Contagio (Steven Soderbergh, 2011), o el demoledor Margin Call (J.C. Chandor, 2011), recuperan una de las mejores tradiciones del cine estadounidense hecho a caballo entre los estudios y el off Hollywood, directo y poco artificioso, con ju(e)go discursivo, que parecía lamentablemente perdido para siempre por la deriva manierista y autocomplaciente de los indies. Otro tanto ocurre con un desconcertante título británico: la comedia 4 Lions, en línea con el cine cómico de gags de las islas (de los mejores Monty Python al contemporáneo Ricky Gervais), que aborda el terrorismo islámico desde una óptica provocadora y compleja, sin incurrir ni en pedanterías ni en confusionismos.
Contagio, Steven Soderbergh, 2011
Margin Call, J.C. Chandor, 2011
4 Lions, Christopher Morris, 2010
Por otra parte, títulos como Pina (Wim Wenders, 2011), Midnight in Paris (Woody Allen, 2011) o Las razones del corazón (Arturo Ripstein, 2011) nos mantienen en la esperanza, a sabiendas de que sus directores provienen del pasado y siguen en la brecha (afortunadamente).
Pina, Wim Wenders, 2011
Midnight in Paris, Woody Allen, 2011
Sin embargo, en el contexto de la euforia que supone la decisión de ETA de abandonar su actividad armada, y ante la inminencia de unas elecciones el 20N cuya fecha ya es de por sí lo suficientemente ilustrativa del devenir que nos propone la política nacional, cobran especial interés otros estrenos: los de películas que provienen del mundo árabe, estrenadas cada vez con más asiduidad como si una deuda inconfesable pendiera de las conciencias occidentales, antes incapaces de dar cabida a estos materiales, dominados como estábamos (y seguimos estando) por la industria americana. Aparecen así los recientes estrenos de Nader y Simin, una separación (Jodaeiye Nader az Simin, Asghar Farhadi, 2011), Son of Babylon (Mohamed Al Daradji, 2009).
Nader y Simin, una separación, Asghar Farhadi, 2011
Son of Babylon, Mohamed Al Daradji, 2009
A la vista de todo ello, en esta primera ocasión, punto 0 de la sección en el seno de EL VIEJO TOPO, nos ha parecido un buen inicio centrarnos en dos filmes españoles con buena respuesta por parte de los espectadores: Capitán Trueno y el Santo Grial (Antonio Hernández, 2011) y No habrá paz para los malvados (Enrique Urbizu, 2011). Películas tan dispares en intenciones como en alcance, que en todo caso animan un panorama nacional tan caótico como estimulante y, por lo general, desatendido: piénsese que vivimos en un país en el que, en menos de dos meses, se ha estrenado –y pasado fugazmente por las carteleras– la inesperada Concha de Oro del último Festival de San Sebastián, Los pasos dobles (Isaki Lacuesta, 2011), tan ambiciosa como críptica y escasamente concesiva con el espectador medio; así como piezas más competitivas, como la tan incalificable como siempre –pero sobrevalorada/descalificada– última obra de Pedro Almodóvar, La piel que habito (2011), o el meritorio pero no del todo logrado filme de probeta de Juan Carlos Fresnadillo de un “cine-comercial-pero-autoral,-poético-pero-de-acción,-español-y-multinacional”, como Intruders (2011); los cuales conviven con algunos epifenómenos de los cansinos formulismos de la industria patria, ya sea la de un filme ambientado en la postguerra, como es La voz dormida (Benito Zambrano, 2011) –¡qué impagable, inolvidable escena, la de la monja blandiendo la porra!–; ya sea la del Mientras duermes (Jaume Balagueró, 2011): sendas apuestas aparentemente en los antípodas pero hermanadas por su convencionalismo y previsibilidad.
Capitán Trueno y el Santo Grial, Antonio Hernández, 2011
No habrá paz para los malvados, Enrique Urbizu, 2011
Los pasos dobles, Isaki Lacuesta, 2011
La piel que habito, Pedro Almodovar, 2011
Intruders, Juan Carlos Fresnadillo, 2011
La voz dormida, Benito Zambrano, 2011
Mientras duermes, Jaume Balagueró, 2011
El nexo que, en nuestro criterio, conecta las dos cintas que vamos a examinar con más detenimiento, con independencia de su nacionalidad, es algo tan del momento como lo que denominaremos el “factor islámico” y, como veremos, aquí hacen eco algunas cuestiones que no son menores: la normalización negativa del mismo y la contraprestación de la redención personal y/o colectiva como desencadenante.
CAPITÁN TRUENO Y EL SANTO GRIAL, O LA HISTORIA
EN BOCADILLOS
Agustín
Rubio Alcover
Capitán Trueno y el Santo Grial, Antonio Hernández, 2011
Tiene su aquel que el proyecto que estaba llamado a saldar una deuda secular del cine español con un mito, y la revitalización bajo la forma de la fantasía heroica de un subgénero tan señero y maltratado como el aludido por epítetos como el de “cine de cartón-piedra”, haya acabado siendo, a su pesar, una de las más bizarras, anacrónicas y desventuradas hazañas del cine español de todos los tiempos; es el sino de las cosas largamente acariciadas: que, a fuerza de manoseos, nacen viejas, fuera de época, manidas.
La trama de Capitán Trueno y el Santo Grial adapta vagamente algunas de las
primeras andanzas del personaje, a partir de ese “¡A sangre y fuego” reeditado
a mediados de 1987 en adelante por Ediciones B, y que seguramente constituyó la
fuente de que bebió, cuando niño, el principal promotor del proyecto, el
guionista y productor Pau Vergara, factótum de Maltés Productions: es el caso
del primer malvado, Sir Black de quien casi solo se retoma el ominoso apellido
para que Gary Piquer en desaforada sobreactuación componga un malo de tebeo; o la estampa de la entrega de
ese Cáliz cuya custodia encomienda a Trueno (Sergio Peris-Mencheta, en un rol
que le viene tan grande porque le llega demasiado pronto como tallas de
perímetro torácico le sobran para incorporar a un personaje curtido en la
Guerra Santa, y no en un gimnasio de diseño), in articulo mortis, en la película el clérigo Juan de Ribera y en
el cómic original el caballero cruzado Diego Núñez.
La dirección, atribuida según los créditos a
Antonio Hernández pero en la que se advierte que ha metido mano alguna otra
espada no tan diestra, oscila inexplicablemente entre la realización moderna y
brillante de ciertas escenas de acción; y la vetustez de otras –pensamos en ese
instante pésimo en que Trueno está a punto de despeñarse por un precipicio, o
en el rescate de Sigrid (Natasha Yarovenko, una eslava que ni haciendo un
supremo esfuerzo de suspensión de la incredulidad puede pasar por nórdica) en
el clímax–, sin solución de continuidad ni justificación aparente, a no ser que
respondan a una pésima coordinación técnica y estilística entre unidades y, en
segunda instancia, a los problemas de producción que los propios actores vía
prensa y redes sociales se han encargado de airear: lo que es prosaico, pero
también verosímil. En todo caso, es lástima, porque constituyó una buena idea
contratar al realizador de un reciente y aseado producto, televisivo pero
digno, como esa Los Borgia, para
Antena3 (2006), y que reconstruía un pedazo de la Historia de España, y
concretamente de Valencia, con proyección –y tirón– internacional.
Huelga decir que el desaguisado no se
soluciona, sino que se agrava en guión
–cortesía del propio Vergara–, condimentando el mejunje con la sal de la serie Perdidos (Lost, J.J. Abrams, 2004-2010)
y la pimienta de La momia (The Mummy, Stephen Sommers, 1999),
guiños ambos a productos de diferente signo pero retro, a cuál más psicotrónico. Ni basta, tampoco o menos aún, con
respetar formulismos como el “Continuará…” –más la manifestación de un deseo
que algo que entre en el terreno de lo posible, si nos atenemos a la (discreta)
recaudación que ha hecho en la taquilla y a la (catastrófica –excepción hecha,
tan predecible como poco fiable, de la publicación crítica decana de la capital
del Turia…–) recepción.
A propósito de lo cual vamos a la madre del
cordero –al menos a los efectos que aquí nos interesa traer a colación–, a
saber, las sangrantes contradicciones ideológicas que el ejercicio entraña:
pues lo que se antoja un imposible metafísico reconocerse y ejercer
orgullosamente de heredero de la vieja guardia de la Cartelera Turia, y al
mismo tiempo encamarse, con perdón, con la Disney; conlleva, inevitablemente,
el forzamiento, que muchos veníamos señalando años ha, en parte por nostalgia
autoconcesiva y por buenos ojos hacia alguien cercano, en parte por un puro
interés mercantil y por ceguera voluntaria, de meter con calzador y a
empellones la creación de Víctor Mora en la horma de poco menos que un guerrero
criptoantifranquista. Se soslaya –y Santas Pascuas, o aquí paz y después
gloria, nunca mejor traído…– la mentalidad imperialista: Trueno podría proceder
de cualquier parte, luchar bajo cualquier pabellón: apenas es y se declara “un
caballero de fortuna”, un mercenario; y no es casual que no se mencione a
España sino como la “casa” a la que se regresa y en que acontece una acción que
podría suceder en otro país–; se subraya su compromiso con los pobres y
oprimidos; se eluden escrupulosamente los aspectos más apolillados y
repulsivos; y se mantienen, en cambio, los “cáspitas”, los “pardieces” y los
“malditos bellacos” –obliterando, eso sí, los “Santiago y cierra España”. Esto
es: hay, sí, respeto hacia según qué rasgos, más cosméticos que definitorios,
del original; pero ni siquiera se juega a fondo la apuesta camp, con lo que lo risible de los diálogos
produce un bochorno impremeditado, involuntario o, como mínimo, desubicado.
La infausta operación culmina y demuestra la
falaz apropiación que cierta (espuria) progresía había querido llevar a cabo de
un héroe cuyas tripas eran las que eran, gustaran o no y se acepten
(racionalmente) o se rechacen (visceralmente) –allá cada cual con su educación
sentimental y con sus contradicciones ideológicas; pero de ahí a hacer que los
demás nos calcemos las anteojeras y comulguemos con ruedas de molino y
cambiemos las tornas de la Historia, media un abismo. Esta general reconversión
se corresponde, mutatis mutandis, con
la que a escala sucede merced a la figura de ese príncipe Hassan (Asier
Etxeandia), un musulmán romantizado que aparece providencialmente para salvar
al protagonista, quien, en el colmo del dislate, no encuentra contradicción
entre ser un caballero cruzado y abrazarse a un hijo de la Media Luna… Mala
cosa sería contribuir a reavivar la islamofobia; pero no menos equivocado –amén
de estéril– es, a base de tachones discretos e interesados en las viñetas,
convertir el original –no por la vía del reconocimiento y la subversión, sino
de la mera y radical tergiversación– en una apología de la armonía intercultural:
y ello es así porque el pasado solamente puede superarse si, uno, se lo conoce,
y dos, se lo asume. Las ambigüedades las carga el diablo, y no parece la baza
más inteligente jugar a la carta de adueñarse del ejército rival o dejarse
abducir, para ganar la batalla. El
Capitán Trueno era un producto de indiscutible esencia, o tufo, conflictivo, de Choque de Civilizaciones avant-la-lettre;
y hacerla enxiemplo de aliancismo ha derivado no ya en el ridículo, sino
en un caldo gordo a la derechona mediática, que obtiene sin esfuerzo el
blanqueamiento de uno de sus más añorados paladines sin tener ella que
pringarse las manos –permitiéndose, de hecho, asistir al espectáculo,
carcajeándose desde una prudencial distancia. Mal negocio se demuestra, a
posteriori, a base de negar la realidad de la esencia propia y atraerse al
enemigo, este paso de bando con armas y bagajes, de cuyo carácter
conscientemente torticero da una pista insuperable un detalle: El capitán Trueno no obvia las licencias
xenófobas de toda laya, sino aquellas que hoy resultan de especial mal tono; y, por eso, así como hace gala de una
maurofilia harto estupefaciente, el filme se permite atizar sin rebozo un
prejuicio antibritánico, merced a la figura del villano, tras el cual asoman
las pezuñas y colmillos de ese nacionalcatolicismo que tan encendido odio
profesaba hacia todo lo que proviniera de la
pérfida Albión; pero, claro, esto es más sutil…
NO HABRÁ PAZ PARA LOS MALVADOS: REDENCIÓN Y CAOS
No repetiremos aquí la salmodia de lo que supone este título en el seno del cine español actual ni la relación de sus virtudes e influencias (digamos referencias intertextuales), que las hay y son explícitas aunque en más de una ocasión se han ampliado hasta llevarlas a los altares historiográficos de las mayores figuras del género. Antes bien nos parece más significativo constatar la progresión de un Enrique Urbizu, asentado en el cine de género desde aquel título primigenio Todo por la pasta (1991), mal estrenado y poco reivindicado, en el que, pese a sus carencias, se dejaba ver un poso de saber cinematográfico que con el paso del tiempo se ha confirmado en esa etiquetada trilogía (¿por qué trilogía? ¿por la presencia de José Coronado?) compuesta por La caja 507 (2002), La vida mancha (2003) y No habrá paz para los malvados (2011). Otro elemento a tener en cuenta –este sí, factor de equilibrio en los tres últimos filmes– es la constancia en la colaboración con el guionista Michel Gaztambide.
La breve introducción anterior debería situarnos
sobre la pista de un mal endémico del cine español que no queremos pasar
por alto aunque sea a modo de constatación: los ocho años de silencio entre las
dos últimas películas, que no se justifican por la baja rentabilidad en
taquilla (tanto La caja 507 como La vida mancha tuvieron una respuesta
equilibrada y/o correcta dentro del panorama de nuestro cine).
Como se ha venido diciendo en los medios, el
personaje de José Coronado, perfilado ya previamente y ahora consolidado,
adquiere tintes aquí del mejor “cine negro”. Si bien esto es cierto, no lo es
menos que precisamente este nivel alcanzado produce una evidente descompensación
entre el protagonista y el resto del elenco, agravada por el chirriar de
algunos diálogos (quizás debido a una planificación que cambia el plano para
mostrar al hablante en lugar de centrarse en el interlocutor de forma
solapada). Cuestiones menores, porque, efectivamente, No habrá paz… vuela a una altura pocas veces alcanzada por estos
lares.
Urbizu constituye la cámara en un testigo
externo que no proyecta –ni comunica– un saber superior hacia el espectador
(decisión a todas luces correcta y que entronca muy bien con el género negro).
Sabemos menos que el personaje, pese a esos intentos de “salir del espacio
testimonial” para introducir algún plus de información (secuencias en comisaría
y con los árabes) o humanizar (personaje de la fiscal) que, a fin de cuentas,
se revelan innecesarios. Esta focalización omnisciente pero limitada (no
olvidemos que al hablar de focalización estamos hablando de las relaciones de saber que se establecen entre entes
narradores y personajes) nos hace partícipes de la herida del personaje, que no se desvela, aunque se intuye, lo que
introduce un aspecto melodramático nada desdeñable pero, sobre todo, ancla el
relato en su aspecto esencial: la redención.
El personaje de Santos Trinidad se mueve por
sus propios intereses individuales, sin conexión con el mundo real salvo por su
degradación personal que no hace ascos a las drogas y le sume diariamente en el
alcohol. Pero todo ello es consecuencia de una herida que proviene del pasado y
que no puede limpiar (la vida, efectivamente, mancha). Tras los asesinatos que
le obligan a eliminar pruebas para, como se dice vulgarmente, salvar su culo”,
el azar le lleva hasta los islamistas que preparan un atentado y descubre
precisamente en tal estrato cuál puede ser su camino de redención. Tanto el
término “Rock & roll” como la despedida “Me voy a tomar por culo” son
elementos conscientes de un capítulo final para una vida que consigue hacer el
bien a través del mal y que no necesita palabras ni explicaciones adicionales
porque el filme ha marcado con claridad las señas de identidad del personaje
frente a un contexto mucho más amorfo y difícil de delimitar (diríamos que
insuficientemente delimitado si no fuera porque, desde nuestro punto de vista,
ni siquiera es necesario y podría haber sido perfectamente obviado); de ahí la
propuesta en torno a la redención consciente que formulamos. Redención
personal, individual, que entra en flagrante contraste con la redención
colectiva a que aspira el mundo islámico y que aparece en el filme como lo que
hemos denominado previamente “factor islámico”.
Con el “factor islámico” emerge un problema
añadido. La película no necesitaba en modo alguno este elemento. Pudo haberse
quedado en el terreno de los traficantes de drogas, pero estar en el signo de
los tiempos conlleva servidumbres y ahí es donde, en nuestro criterio, se
produce un efecto perverso que contribuye a normalizar una cierta visión
negativa sobre el mundo árabe y a etiquetar, incluso a su pesar, a “ciertos
individuos” como terroristas. Esto, en los tiempos que corren, hace poco bien y
puede producir serios daños en la imagen ya de por sí suficientemente
deformada, por los medios de comunicación, del mundo islámico. Precisamente
abundan en este sentido los obvios y eliminables planos finales que parecen
pedir al espectador que esté alerta ante una posible amenaza. Hablando de
planos finales, ¿no era suficientemente hermosa y explícita la imagen de Santos
Trinidad en paz ante la piscina con esa pistola colgando de su dedo en una
actitud previamente vista en el filme y que actúa como doble referencia y eco
transmisor de significado?
Es más, desde la perspectiva que aquí nos interesa,
salvo el camino hacia la redención del protagonista, nada parece tener la
capacidad de parar el golpe terrorista puesto que fiscalía, policía,
investigadores de asuntos exteriores y de todo tipo muestran una total
descoordinación que refleja una inoperancia rayana en la negligencia que abre
las puertas a una sociedad en caos. En resumidas cuentas, con o sin
terroristas, el mal está en el propio seno de una sociedad en plena
descomposición, pero esto, que sería un apunte a tener en cuenta, no acaba de
decirlo el filme.
Francisco Javier Gómez Tarín
Agustín Rubio Alcover
Universitat Jaume I de Castellón
Agustín Rubio Alcover
Universitat Jaume I de Castellón
Esta primera entrega de La mirada esquinada se publicó en la revista El Viejo Topo nº 288, enero 2012.
Agracedemos a El Viejo Topo la autorización para reproducir e incluir la sección con el mismo título en Textos en red (Shangrila Textos Aparte).