Banda Aparte
está compuesto por una selección de artículos aparecidos en
Banda Aparte. Revista de cine - Formas de ver (1994 - 2001)
está compuesto por una selección de artículos aparecidos en
Banda Aparte. Revista de cine - Formas de ver (1994 - 2001)
FILMANDO EL TRANSCURSO
(Chantal Akerman y D'Est, 1993)
POR DAVID PÉREZ
(Chantal Akerman y D'Est, 1993)
POR DAVID PÉREZ
Mientras aún esté a tiempo me
gustaría hacer un gran viaje por Europa del Este. A Rusia, Polonia, Hungría,
Checoslovaquia, la antigua Alemania del este y volver a Bélgica. Me gustaría
rodar allí, con mi propio estilo de documental que roza la ficción. Me gustaría
filmarlo todo. Todo lo que ,e conmueva. Rostros, calles, coches en circulación
y autobuses, estaciones de tren y llanuras, ríos y océanos, arroyos y
riachuelos. Campos y fábricas y siempre más rostros. Comida, interiores,
puertas, ventanas, gente cocinando. Mujeres y hombres, jóvenes y mayores,
paseando o descansando, sentados o de pie, incluso tumbados. Días y noches,
viento y lluvia, nieve y primavera. Y todo lo que veré está cambiando poco a
poco…
Chantal Akerman, sobre D’Est
Todo texto remite siempre a otros textos, todo signo invita siempre a
otros signos. El mundo, ese libro formado por una inabarcable galería de
palimpsestos que se reescriben con idéntica constancia y tenacidad, solo puede
ser percibido como cruce de unas intrascendentes escrituras que en su propia
evanescencia nos muestran la imposibilidad de una lectura global. La
superposición de códigos, la pluralidad de alfabetos y la ausencia de sentido
transforman toda lectura en un acto repleto de parcialidad y discontinuidad, un
acto que deviene amalgama imposible de fragmentos, perverso cúmulo de retazos
inconclusos, entrechocado transcurso de infinitas voces.
Alejándonos de cualquier interpretación totalizadora, únicamente
encontramos la posibilidad de vagabundear entre los enmarañados despojos de un
sentido naufragado, un sentido que intenta multiplicarse impotente en la
pluralidad de trazos que componen nuestras vidas. En las mismas no puede reinar
causalidad alguna. Tampoco objetivo o meta bajo la cual ordenar la ausencia de
in definido destino. El Apocalipsis está, por este motivo, abolido; también lo
está la redención. Es por ello por lo que ante una situación como la descrita
tan solo podemos enfrentarnos a la espera, a esa espera que convierte los
rostros en tránsito y los cuerpos en mudanza de una paralizada quietud.
Cuando en el verano de 1992 Chantal Akerman comienza a rodar D’Est filme que será estrenado un año
después, la directora belga se enfrentaba a lo que sería su primera incursión
en el ámbito plástico de las instalaciones. Concebida su intervención como
reflexión en torno al paisaje que se
está configurando en la Europa del este tras la crisis del modelo soviético,
Akerman construye su instalación partiendo de una triple y simultánea mirada.
En primer lugar, la trazada por la propia película que es exhibida de manera
permanente en la primera de las salas utilizadas; en segundo lugar, la
articulada por la fragmentación de la misma en una serie de 24 monitores
–situados sobre pedestales y agrupados en ocho bloques de tres- que recogen
imágenes parciales del mencionado filme y, en tercer y último lugar, la
determinada por un único monitor que, directamente situado sobre el suelo de
una pequeña sala, recoge la lectura, por parte de la propia autora, de una cita
del éxodo y de una serie de extractos entresacados de las notas elaboradas por
ella misma sobre D’Est.
Instalación D'Est
Como puede observarse, la estructura de la propia instalación actúa
como metáfora de un recorrido que, en su propio y monótono deambular, nos
traslada desde la perpetua itinerancia de un texto carente de reposo alguno,
hacia la inmóvil y helada resonancia de ese otro texto que se encuentra
conformado por la muchedumbre que distanciada e impasible asiste a su propio y
ajeno devenir. En el filme, todo sucede y, de manera paralela, nada acaece. En
la instalación, por su parte, tan solo el murmullo de las lejanas voces que se
amalgaman al flujo y reflejo de unas imágenes siempre idénticas –y, por ello,
siempre diferentes- nos recuerda la entrecruzada superposición de instantes
que, a modo de reiterativo mosaico, configuran el sosiego de esa extraña
fatalidad que tiende a adueñarse de toda existencia.
Partiendo de una progresiva fragmentación provocada por el obligado
paso de una sala a otra, asistimos al paulatino desnudamiento de una realidad
que, tal y como sugiere el propio título de la instalación, bordea la ficción.
El característico y determinante transcurso en vaivén a través del cual se estructura la cadencia rítmica del
filme, se sustituye por el parpadeo de un collage videográfico en el que se
componen t descomponen las heladas imágenes de una permanente espera. Lo visto
se transmuta en un frío recuerdo y el recuerdo en la cálida presencia de una desventura.
El filme se sabe infinito, por ello los constantes travellings que lo entretejen nos llevan no tanto desde un punto a
otro, como desde un desasosegado latir a un fatigado transcurso. Al no existir
extremos privilegiados en la visión y, como consecuencia de ello, al no ser
posible establecer en la misma ningún tipo de orden jerárquico (1), nuestra
mirada se pierde en un atormentador y desquiciado –aunque no por esta causa
menos sereno- álbum de imágenes. Fotograma tras fotograma y secuencia tras secuencia,
el movimiento inherente al cine ilumina la falsa calma de una tensión que se
sospecha incapaz de desembocar en acción o desenlace alguno.
1. No olvidemos, al respecto, lo apuntado por Michael Tarantino:
“Akerman usa su cámara para, al mismo tiempo, describir y relatar, para afirmar
y preguntar. Las narraciones se contienen (con frecuencia dentro del espacio de
un único plano) y se extienden a lo largo de toda la película. El cine de
Akerman resiste el establecimiento de jerarquías, el que un instante se
encuentre privilegiado sobre otro”. Tarantino, Michael, “El ojo móvil: notas
sobre las películas de Chantal Akerman”, incluido en el Catálogo de la
Exposición Rozando la ficción: D’Est de Chantal Akerman, Valencia: IVAM,
centre del Carme, p. 50.
D'Est
Aunque el recorrido propuesto nos traslada desde el verano y el otoño
hasta el invierno y desde la antigua República Democrática Alemana a Polonia y
a Rusia, la geografía actúa como coartada de una improbable descripción. En la
misma no hay relato posible ya que no existe intención documental. Frente al
brutal abuso mediático al que son sometidos sentimientos y experiencias, las
huellas que en su lento caminar traza D’Est
nos alejan de toda moralidad y de todo juicio. Mudo testigo de una narración
que tan solo relata el devenir de un paradójico tiempo en el que conviven
permanencia e impermanencia, Chantal Akerman registra no tanto un espacio como
un estado, es decir, no tanto la verosimilitud de una mirada de sesgo
naturalista, como la sorprendente exploración en torno a un detenido instante
que se prolonga de manera artificiosa e infinita. Los cuerpos y rostros que anidan con la
persistencia de una olvidada fe en cada una de las imágenes del filme, nos
hablan de una perenne soledad, de esa soledad que tan solo puede ser dibujada a
través de la caída en el tiempo.
Los sonidos quedan amortiguados, las imágenes ralentizadas, las
miradas fatalmente perdidas. Todo duerme bajo en ensueño de una realidad
convertida en desazonador paisaje. El campo y la ciudad, las carreteras y las
calles, las campesinas y los viandantes entrelazan furtiva y acompasadamente la
fractura de cualquier esperanza globalizadora. Este es el motivo por el cual,
en la instalación realizada, la última de las salas a la que tenemos acceso se
muestra incapaz de ofrecernos por sí misma ningún tipo de hipotética solución. En la misma nada se resuelve
dado que no hay problema alguno que previamente haya sido planteado. Una tibia
y fatigada luz, la misma que transforma el amanecer en un oscuro presagio y el
anochecer en la inevitable prolongación de una infranqueable desidia, alberga
la quietud de un monitor en el que se dan cita las reflexiones de la propia
autora y las recomendaciones bíblicas sobre el rechazo a la creación de
imágenes que busquen la representación divina.
En una sociedad como la de los antiguos regímenes socialistas
caracterizada hasta hace bien poco por lo que podríamos calificar por una
cierta iconoclastia mediática
(recordemos que salvo la propaganda de signo institucional, nunca ha existido
en la misma una conformación visual del entorno urbano elaborada desde una
perspectiva publicitaria), en una sociedad de estas características, repetimos,
un extraño letargo configura su paisaje, un letargo a través del cual nadie es
capaz de actuar sobre un paralizado escenario que huye de cualquier
espectacularidad. La desesperación adquiere, por esta causa, los rasgos de la
repetición y ésta el rostro de la duración. Todo se sospecha innecesario y
redundante, intercambiable y pasajero, desolado y entrevisto. Como consecuencia
de ello, una persistente y porosa pereza transforma el día en noche y la
revolución en pasado sueño.
De un modo análogo a como en Tokyo-Ga
Wim Wenders recorre cuidadosamente la ausencia de una imagen que refleje el
signo de aquel Japón articulado por Ozu, un irreconocible Moscú aparece aquí
transmutado como anverso del exaltado pueblo que Eisenstein dibuja. “Pocas
veces –apunta Catherine David-, mucho tiempo después de los inicios del cine y
de las imágenes de las masas heroicas de la revolución, se habrá filmado la
muchedumbre y el individuo modernos, la ‘comunidad ociosa’- del poscomunismo,
con tanta turbadora intimidad, en el abandono y el desposeimiento, en el frío
duradero del ‘invierno de las almas’. Mantenida siempre a una altura humana, a
medio cuerpo y muy cerca de un rostro, la cámara registra, como otras tantas
epifanías, la gesticulación de un cuerpo presa del aburrimiento, del frío o de
la fatiga, o la aparición de una cara fija en la indiferencia o momentáneamente
distraída por el movimiento del aparato”.(2)
2. David, Catherine, “D’Est: Variaciones Akerman”, incluido en el
Catálogo de la Exposición Rozando la
ficción: D’Est de Chantal Akerman, op.
cit., p. 61.
D'Est
En efecto, toda hipotética grandeza queda disuelta. No hay espacio ni
para el valor ni para la conmiseración. Asimismo, tampoco puede existir ámbito
ni para la tragedia ni para el triunfalismo. Un pastoso transcurso impregna
paisajes y enseres, individuos y estaciones, luces y edificios. Asistimos,
pues, a la eclosión de una parálisis, una parálisis que muestra la decrepitud
del viejo sueño igualitario y la mezquindad del nuevo arrullo mediático. Sin
condescendencia alguna Chantal Akerman pasa revista a un vacío repleto de
rostros que, ni tan siquiera, pueden surgir como posibles máscaras de sí
mismos. La más extremada desnudez llena de asombro los residuos de una cotidianeidad
dominada por el tránsito. En la misma el reposo es inexistente: de izquierda a
derecha y de derecha a izquierda, la mirada se resuelve en un perpetuo
peregrinar carente de metas y objetivos. Es por dicho motivo por el que los
sucesos se engarzan desde una plana horizontalidad. Los mismos están ahí,
rebosantes de una autosuficiencia que nos resulta ajena.
A modo de un barrido que jamás pudiera llegar a su fin las secuencias
se suceden interminables en su propia insignificancia. Sin embargo, no se
piense que las mismas intentan crear linealidad alguna con su entrecortado
discurso. La historia hace tiempo que olvidó se sentido ascendente y
progresivo. La evolución no se plantea ya ni como reflejo de un orden ni como
constatación teleológica. Frente a la nitidez de una línea que tan solo se
definía como erguida –obvia metáfora de un poder blanco y masculino- la
propuesta de Chantal Akerman diversifica y pluraliza la geometría de nuestra
mirada. Samuel Beckett y Peter Handke, por citar dos meros ejemplos de geómetras
situados al margen de cualquier trazado rectilíneo, quedan releídos y
reescritos desde una impasible y silente perspectiva.
Infinitos rostros alumbran el naufragio de la utopía. El no-lugar se
transforma en desenlace perpetuamente postergado. La sístole con la que se
inicia el siglo XX es seguida por la diástole de un final de milenio dominado
por la vergüenza de los errores cometidos. No hay posibilidad de miradas puras
ya que no hay culpables ni inocentes. El resultado de todo ello es un texto que
reescribe con vocación promiscua lo ya escrito, un texto en el que los signos
utilizados remiten siempre a otros signos. El mundo, ese contaminado libro
formado por una inabarcable galería de imágenes que se rehacen constantemente y
que podrían perderse en su propia eternidad, solo es percibido como cruce de
escrituras que en el placer de su evanescencia nos muestran la imposibilidad de
una lectura global. El conjunto de esas imágenes al que aludimos –tal y como
sucede con las miradas que la integran- nos ofrece la pluralidad de una
superposición en la que se amalgaman lejanos sonidos y callados anhelos, largos
paseos y contenidos deseos, anocheceres de hielo y olvidadas ilusiones.
Alejándose de cualquier interpretación totalizadora, Chantal Akerman
nos invita a vagabundear entre los enmarañados despojos de un sentido
naufragado, un sentido que impotente se multiplica en la pluralidad de rasgos
que componen el paradójico silencio que oculta toda vida. En el filme no reina
causalidad alguna. Tampoco objetivo o meta bajo la cual ordenar la ausencia de
un definido destino. El Apocalipsis está, por este motivo, abolido; también lo
está la redención. Es por ello por lo que la citada autora tan solo nos
enfrenta a la espera, a esa espera que convierte los rostros en tránsito y los
cuerpos en mudanza de una paralizada quietud, la misma que nos recuerda, según
recoge Peter Handke, que “yo, ser de un día, / llevo sobre mis hombros a mis
predecesores y a mis sucesores”(3), una carga que si a juicio del escritor alemán
nos eleva, también puede servir para hundirnos irremediablemente.
Este texto se publicó originariamente en
Banda Aparte. Revista de cine –
Formas de ver nº 5
Ediciones de la Mirada, Valencia: septiembre 1996