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9.4.12

DERIVAS Y FICCIONES - UN CINE EN SILENCIO

COORDINADORES: MARIEL MANRIQUE - HERNÁN MARTURET


UN CINE EN SILENCIO

POR BEATRIZ COMELLA

Mientras veía La soledad (Jaime Rosales, 2007) pensaba que, en realidad, tenía muchos puntos en común con Almodóvar: retrato de mujeres, de mujeres fuertes, como casi todos los filmes del director manchego. Pero cualquiera que vea La soledad se dará cuenta enseguida de que, en realidad, no tiene casi nada que ver con Almodóvar. Más bien diríamos que podría tratarse de las dos caras de una misma moneda.
Retratos de personas, casi todas mujeres, en primeros planos largos, densos, pero casi siempre silenciosos; de un realismo austero, cercano a la frialdad, si no fuera porque la emoción está tan contenida. Lo que se esconde, lo que no se desvela e intuimos, es tan denso y matizado que parece mucho más real, más cercano a nosotros, que la otra cara del retrato femenino que es casi siempre el cine de Almodóvar.


I. El primer plano
El propio Pedro Almodóvar explica así su idea del retrato en el cine:
“El primer plano es una especie de radiografía del personaje y no permite engaños. Técnicamente resulta muy sencillo, pero hay que estar muy seguro de lo que el personaje debe expresar en ese instante preciso y de la manera en la que el actor va a transmitir ese sentimiento, pues no hay nada más frustrante y decepcionante que un primer plano sin contenido. Quiero insistir en el descubrimiento del primer plano porque nunca lo había utilizado antes de rodar “Entre tinieblas” y la experiencia fue muy fuerte. Tuve que vencer una especie de pudor: en un primer plano desnudas al personaje y al actor, pero también te desnudas a ti mismo. Hablas con el corazón”. (1)


1. Pedro Almodóvar, “Almodóvar, la poética de un espejo insobornable” (Litoral. Los poetas del cine, Nº 236, diciembre de 2003), p. 239.


Sentimiento, corazón, términos que explican el cine de Almodóvar. Un cine construido con pasiones fuertes, inscrito en los códigos y las formas del melodrama, que busca emocionar al espectador y provocarle la carcajada o el llanto. En los últimos tiempos, el llanto predomina. Un cine que persigue, como la tragedia clásica, como el melodrama americano, exorcizar nuestros fantasmas y arrancarnos el pathos. Y, para ello, tal como él mismo apunta, ya desde Entre tinieblas (1983), el primer plano. El primer plano de Pedro Almodóvar desnuda al personaje, pero también desnuda al autor: si el autor es persona de emociones y de extremos, eso será lo que transmitirá el personaje, de una manera u otra.
Ariadna Pujol (Tiurana, 1999, codirigida junto a Marta Albornà; y Aguaviva, 2006) reflexiona sobre el personaje del cine documental, al que ella se ha dedicado en estos últimos años y asegura que, si fuera a la inversa (es decir, si fuera ella el personaje en manos de un creador), “sóc conscient que l’aventura implicaria deixar la meva persona en mans d’algú que hi projectarà la seva”. (2)


2. Ariadna Pujol, “Persona, personatge” (Transversal. Revista de cultura contemporània, Nº 30, 2007, p. 18).


Dejar la propia persona en manos de otra que proyectará en ella la suya implica, evidentemente, una transferencia del yo al otro, recíproca quizás, en la que uno (ambos) dejan de ser de alguna manera ellos mismos para integrarse al otro, construyendo así algo que acaba siendo una cierta falacia, aun cuando se trate de un documental. Algo sobre lo que Jean-Louis Comolli ha escrito mucho.
Pero el personaje del cine documental, seguramente, por muy personaje de cine que sea (y de ficción, hasta cierto punto, pues el dispositivo cinematográfico está ahí para capturarlo, y eso acaba pervirtiéndolo todo, como Comolli señala), tendrá otra forma de presentarse ante la cámara, por mucho que sepa de su presencia, que el del cine de ficción.
Mientras el primero, engañe o no, “actúe” o no, está hablando de sí mismo, el de ficción (con alguna notable excepción, como esas rara avis dentro del cine español en las que se convirtieron películas como El desencanto (Jaime Chavarri, 1976) o, sobre todo, Función de noche (Josefina Molina, 1981) en la que Lola Herrera, en esa versión cinematográfica de la novela Cinco horas con Mario (Miguel Delibes, 1966), al sentirse totalmente identificada con la viuda de Mario, acaba desnudándose ella misma) habla de otro que no es él. Ello deviene, en el caso del personaje documental, en una mayor inhibición, una mayor mesura interpretativa o “presentacional”: ya no se trata de “representación”.
Es mucho más difícil decir la verdad ante el público que mentirle.
De esta técnica “presentacional”, mesurada, contenida, beben los actores de Rosales. Aunque son actores e interpretan sus papeles, juegan con el silencio, con lo que esconden, como hacen a menudo, por ejemplo, los personajes del cine documental.
El primer plano de un rostro debe ser considerado, ya Bela Balázs lo señalaba hace muchos años, como algo que tiene significado en sí mismo, que no precisa del acompañamiento espacial, del marco, para transferir al espectador un significado que arranca de la misma entraña del personaje. (3)


3. Pensamos en Bela Balázs, El Film. Evolución y Esencia de un arte nuevo (Buenos Aires, Losange, 1957).


Ese rostro descontextualizado, solo, es el que en ocasiones presenta Almodóvar. Un primer plano, por tanto, muy cercano, casi agresivo, como los de Carmen Maura en Entre tinieblas, o los mucho más próximos en el tiempo de la misma Maura, o de Penélope Cruz, o de Blanca Portillo, en Volver (2006).




Un rostro que se mantiene un tiempo en cuadro, para que simpaticemos con él (en ese sentido del sympathos griego), para que sintamos con él. Ese rostro almodovariano suele transmitir una gran sufrimiento, un dolor casi insoportable, por lo que a menudo sus facciones se contraerán, los ojos expresarán a las claras ese dolor y, seguramente, una música (una canción, quizás, con letra y todo) acompañará y potenciará su inmenso padecimiento. Acompañamiento sonoro que facilita las cosas a un espectador al que no le gusta pensar demasiado.
Un espectador que espera que se lo expliquen todo, sin demasiadas exigencias ni complicaciones. Un espectador que, cuando ve Volver, se siente identificado con el personaje, pues necesita sufrir para dejar salir sus propios fantasmas y liberarse así de su íntimo dolor, pero que sabe muy bien que ese dolor de las mujeres de Almodóvar no se corresponde con el suyo propio, mucho más prosaico, menos novelero, más íntimo seguramente, que todo ese otro dolor tras el que se esconden grandes secretos, engaños y hasta muertes.


II. La ausencia de música
La música es uno de los puntos fuertes de las películas de Pedro Almodóvar. Bandas sonoras contundentes, llenas de canciones que todos creemos reconocer y que explican muy a menudo la propia historia del filme. Canciones provinentes del acervo cultural de buena parte del público de nuestro país: cuplés, rancheras, sevillanas… Bandas sonoras que son casi siempre extradiegéticas, aunque a veces aparezca alguna canción que emana, diegéticamente, de las mismas imágenes. La música, por tanto, explica el sentimiento, lo que los personajes no se atreven o no pueden verbalizar. O, incluso, subraya, acentúa aún más, lo que sin duda ya hemos entendido a través de las imágenes.
En cambio, en La soledad no hay banda musical sino ruidos ambientales, sonidos totalmente diegéticos de un realismo extraído directamente de las técnicas del documental. Sonidos, además, cuidadosamente tratados y limpios. Sólo hay uno que rompe bruscamente la armonía, nos sacude y sorprende: la explosión del autobús, fruto de un misterioso atentado, del que no volveremos a saber nada más en el resto del filme. Porque no interesa. Lo que interesa son las secuelas que deja en los personajes: el dolor supremo, el máximo dolor que nadie puede soportar.
Vayamos por partes. Ausencia de música. Sobriedad pura. De nuevo, la imagen sola, sin acompañamientos, sin adornos. Ya Bresson, en su teoría de los “modelos”, insistía en el personaje como “dos ojos móviles en una cabeza móvil, ella misma sobre su cuerpo móvil. (…) Modelo. Todo cara. (…) modelo. Su voz (no trabajada) nos da su carácter íntimo y su filosofía mejor que su aspecto físico”. (4)


4. Robert Bresson, Notes sur le cinématographe (Paris, Gallimard, 1975; trad. española: Madrid, Árdora Ed., 1997, 2002), tomado de “Bresson. La fuerza eyaculatoria del ojo. Teoría bressoniana”, Litoral. Los poetas del cine, Nº 236, diciembre de 2003, pp. 195-196.


Sin música, el rostro, la imagen de la cara del personaje es subrayada de forma cercana a lo que proponía Bresson. De hecho, la actuación de los personajes es sobria, en proporción directa a la sobriedad de todo el filme. No hay gestualidad marcada, no hay abuso de expresión. Incluso, en algún caso, la ausencia de expresión llama nuestra atención: pensemos en la más joven de las hijas de Antonia, Nieves.
Nieves tiene un nombre que se corresponde con su apariencia externa: inmutable, casi fría. Nieves habla muy despacio, parece que mastica las palabras y sus frases apenas tienen entonación: Bresson puro. Pero resulta que Nieves tiene cáncer. Su madre no puede evitar llorar cuando el médico le informa acerca de la situación, pero Nieves no llora. Tampoco llora cuando su madre muere. En cambio, los ojos profundos, negros, de Nieves, encierran un dolor sordo, un miedo ancestral que pretende esconder.
Los largos planos silenciosos de los ojos de Nieves también nos sacuden las entrañas, tanto o más que los gritos, los aullidos con que seguramente Almodóvar nos hubiera explicado el dolor de una mujer joven que se enfrenta a un cáncer de intestino que no sabe si se regresará en un futuro próximo o lejano. Dos formas distintas de explicar el dolor. Dos formas que, seguramente, se complementan, y hablan de dos formas de entender el cine. Dos formas de cine pensadas probablemente para dos tipos diferentes de público.
Bela Balàzs establecía la misma relación entre la expresión del rostro, la fisonomía y el espacio que entre la melodía y el tiempo. De alguna manera, el rostro es espacio y la música es tiempo. Pero cuando el rostro no se acompaña de música (es decir, de tiempo) se prolonga en ese espacio en el que se enmarca, adquiere una mayor entidad, pues no hay ninguna otra dimensión a la que debamos prestar atención. Nuestros ojos, sin la ayuda de los oídos, deben interpretar lo que la imagen dice.


III. El público
Cuando se estrenó La soledad, el 1 de junio del año 2007, duró poco tiempo en cartelera y la vieron sólo 4100 personas, una cifra exigua de espectadores. Al obtener, ante la sorpresa del propio director, varios Goyas, se repuso en las carteleras españolas, como había deseado su director, y, en cuatro días (del viernes 8 al martes 12 de febrero de 2008), ya había sido vista por 17.000 espectadores. Parecidas informaciones da Roberto Miranda sobre la asistencia del público zaragozano (5), aludiendo, en este caso, a la habitualmente escasa asistencia en esta ciudad para ver películas consideradas “no comerciales”, frente a la cantidad de gente que llena las salas de las películas más comerciales, eso sí, siempre dobladas (de las dos multisalas que ofrecían cine en versión original, una, los Multicines Buñuel, se ha visto forzada a cerrar; y otra, los Cines Renoir, sólo proyecta películas dobladas, desde hace ya algunos años).


5. Roberto Miranda, “La soledad de un gran filme”, El Periódico de Aragón, 07/02/2008 (www.elperiodicodearagon.com ).


Datos todos ellos que nos permiten intuir que sí hay un público español, o en España, para este tipo de cine, sobre todo en las grandes urbes. Un público que, quizás, necesita un empujón en forma de premios Goya. Un público que no está acostumbrado a cierto tipo de cine español, a este otro cine español del que hablamos; que es capaz de entender, y disfrutar, ese cine. Sólo necesita acercarse a él.
El mismo director de La soledad, decíamos, confirmaba con sus palabras al recibir los Goya que “es un momento histórico en el cine español, porque nunca se había dado el caso de que una película tan extraña, tan radical, se hubiera llevado el premio”. (6)


6. Palabras que recogen Elena Mengual y Virginia Hernández en “La soledad da la gran sorpresa en los Goya”, El mundo, 04/02/2008 (www.elmundo.es).


Cine radical, película extraña, términos que, en boca del mismo director, tienen vocación de diferenciarse y voluntad de autoría. Otra cosa será que el público español sea capaz, por ahora, de aficionarse a ver películas que hasta ahora eran consideradas “poco comerciales” o “raras”.
Cuando se sale de ver La soledad en un cine de provincias, donde no hay costumbre de este tipo de cine, como fue mi caso (Tarragona), los comentarios del público no daban lugar a dudas: “bonita, pero muy lenta…”, “rara…”. Alguno, incluso, había echado alguna cabezadita, aprovechando el silencio prolongado de ciertas imágenes.
Ese cine al que el público español no está acostumbrado está, ante la sorpresa de todos, recibiendo premios en suelo español: en suelo extranjero hace ya mucho que los recibía.


IV. Las influencias
Algunos críticos llevan un cierto tiempo hablando de este “otro cine español” para referirse a un cine austero, que utiliza los recursos y los modos del cine documental, o lo es, que escasea en palabras y abunda en silencios, en miradas, en elipsis y fueras de campo. Un cine que tiene un centro geográfico, Barcelona, aunque sus creadores no sean necesariamente catalanes y aunque últimamente ese centro esté ampliándose (La mujer sin piano, de Javier Rebollo, 2009). Películas que han cosechado premios en festivales de todo el mundo, pero que en España han durado poco tiempo en cartelera. Un cine que, como dicen sus propios creadores, bebe quizás más de fuentes extranjeras: Bresson, Jean Rouch, Kiarostami, Dreyer, Godard, Rohmer o Marker.
Sólo algún director español podría considerarse quizás un precedente cercano a este cine. El más claro sería Víctor Erice. Pensemos en los silencios, las elipsis, la mirada y el fuera de campo en El espíritu de la colmena (1973) y El sur (1983). La ausencia de música, el silencio, el plano casi único, lo documental en El sol del membrillo (1992).
Volvamos a mirar hacia La soledad. Pero, por el camino, pensemos en El cielo gira (Mercedes Álvarez, 2004), con esos planos de los vecinos de Aldealseñor sentados bajo el árbol, antes olmo, de la plaza del pueblo, musitando las palabras justas, o echados plácidamente en sus sillas ante la puerta de sus casas, en medio del silencio sólo roto por la algarabía de los grillos, en la ardiente tarde de verano. Y también en los albañiles de En construcción (José Luis Guerin, 2001), meditando sobre la vida ante la nieve que cae, extrañamente, silenciosamente, desde el cielo barcelonés.
Recordemos a la última habitante del pueblo del Pirineo catalán, Tiurana, mientras, silenciosa, abatida, recoge sus últimas pertenencias antes de que las aguas del pantano de Rialb aneguen la casa en la que han vivido, desde siempre, ella, sus padres y sus abuelos (Tiurana, Marta Albornà y Ariadna Pujol, 1999).
Veámosla apoyarse en el quicio de la puerta mientras se le escapa la única lágrima que veremos en los cerca de treinta minutos que dura el trabajo de las autoras barcelonesas. Observemos, también, a Miguelín, el niño que pasea junto a su amigo jubilado de la mina por los valles leoneses de Laciana, en Tierra negra (Ricardo Íscar, 2004-2005), mientras, pausadamente, le confiesa que “es su mejor amigo”. Valles probablemente cercanos a los que la Adela de Rosales deja para ir a la capital y a los que retorna transitoriamente para curar su dolor, tras la muerte de su hijo (de nombre “Miguelito”, por cierto).
Erice fue seguramente el director que primero usó de forma consciente, e insistente, el silencio y la elipsis en el cine español. Pero no el único, como vemos.
Podríamos establecer, incluso, algún otro lazo. ¿Quizás con el cine de la Escuela de Barcelona? La filiación sería, para muchos, sólo geográfica. Pero no es así. Si bien es indudable que el cine de la denominada "Escuela de Barcelona” se reclamaba moderno, europeo y rupturista, otros lo calificaban de excesivamente formal e, incluso, pretencioso.
Había osadías en Dante no es únicamente severo (Jacinto Esteva y Joaquim Jordà, 1967) o Biotaxia (José Mª Nunes, 1967) y en muchos de los trabajos de aquella época de Pere Portabella, quien, por cierto, en su último largometraje (Die Stille vor Bach, 2008) y en su reciente corto (Mudanza, 2010), vuelve en muchos sentidos a las andadas experimentales de entonces, cuando, en nuestra época, ya no tienen tanto sentido. Esas osadías, decíamos, no pueden identificarse con la aparente sencillez, limpieza visual y naturalidad de películas contemporáneas como La soledad si no fuera porque, a pesar de todo lo dicho, Jaime Rosales también experimenta en ella con el lenguaje.
Durante muchos minutos de metraje, la pantalla aparece dividida en dos, para mostrarnos dos puntos de vista de lo mismo, casi dos “modos de enunciación” diferentes. La culminación de este juego se produce cuando ello nos sirve para mostrarnos el plano/contraplano de una conversación entre los personajes, pues en estos momentos vemos a un personaje de perfil, que mira hacia algún lugar del fondo de la escena, y a su receptor de frente, mirándonos, con lo que el juego se convierte en una demostración visual, casi empírica, de la ausencia de comunicación: la soledad del título.
Algo que parece jugar con el cine de Ozu, otro de los referentes reconocidos e incuestionables - también de José Luis Guerin, entre otros - en cuanto a que la violación de la regla de los 180º parece concentrarse en el primer plano, de modo que se pierde aún más el sentido de la orientación espacial por la propia descontextualización del objeto de la que hablábamos antes a propósito de Balázs.
Este atrevimiento técnico se convierte, por tanto, en una cuestión de significado. Portabella, de nuevo, en Mudanza, hace uso de un silencio absoluto, a excepción de los ruidos de los operarios especializados que están llevándose los objetos de la casa natal de Lorca, para embalarlos cuidadosamente y trasladarlos a un nuevo espacio. No hay diálogos. Y casi un único plano-secuencia y, frecuentemente, la misma angulación. En muchos sentidos, la proximidad con Rosales es enorme.
Joaquim Jordà es otro de los maestros reivindicados por estos cineastas contemporáneos aquí citados. Su antigua pertenencia a la "Escuela de Barcelona", y su liderazgo en ella, no fue impedimento para dejar de lado las experimentaciones formales y pasar del lado del compromiso político y social, en forma personal y contundente. El cine de Jordá proporciona a los actuales creadores la idea de honestidad, de compromiso con la realidad, de visualización de lo que, de otro modo, no hubiera podido, de manera alguna, ser visualizado.
Honestidad, compromiso, pero también ficcionalización de la realidad, uso de juegos metafóricos. Pensemos en el ajedrez de Más allá del espejo (2007), extraordinario testamento de su director, en el que se desnuda como nunca antes había hecho, convirtiéndose así en un hombre tierno, cariñoso, como realmente era y no había querido verse; o en las marionetas que manipula Albert Pla en De nens (2002).



Esas metáforas de tipo extradiégetico podrían sorprender en un cine que se ha volcado a la denuncia y el compromiso con la realidad, con la gente de la calle, que no con el poder ni con partido político alguno. No es así. No sorprenden porque su director llevaba muchos años jugando con ellas, ya desde sus tiempos en la "Escuela de Barcelona". El significado en cine no tiene por qué emanar sólo de la historia y de la diégesis, como bien habían demostrado tantos otros experimentadores antes que Jordà mismo. La fuerza de una imagen, en el cine, es insustituible.
Rosales, en La soledad, parecería no tener nada que ver con estas experimentaciones, si no fuera porque todos los elementos visuales de su filme son simbólicos. En lugar de la inserción extradiegética, al modo de Jordá o de Godard y otros predecesores, hace uso, y muy inteligente y pensadísimo, de la propia diégesis. Motivos visuales familiares, que identificamos en otros filmes.


V. Los motivos visuales
Jordi Balló (Balló, 1990) estudiaba la función, o el significado, que algunos elementos usados frecuentemente en el cine, desde sus mismos orígenes, habían adquirido. Significado que sólo puede entenderse si uno tiene una cultura visual y cinematográfica que le permita captar, más o menos intuitivamente, la connotación.
Uno de los elementos que Balló estudia con mayor atención es el de la mujer frente a la ventana, de raíces hondamente consolidadas ya desde la pintura flamenca. “El gesto de acercarse a la abertura de la pared es como una pausa reflexiva, normalmente patética. La mujer en la ventana vive en la frontera entre el mundo cerrado del hogar y el exterior” (Balló, 1990). Y La soledad se inicia con Adela, vista en doble perspectiva a través de esa pantalla partida, mientras entra en la casa de su padre en el pueblo y deja la compra a la vez que hace algunas otras actividades (¿la mujer moderna?).
Vemos a Adela a través de la ventana de la cocina, desde fuera, en la mitad izquierda de la pantalla, pero también la vemos (u oímos) desde la perspectiva del padre que se encuentra en otra habitación. Así que Adela aparece asociada a la ventana, pero en forma dúplice y ambigua. Adela. Adela se llama Adela, como la heroína que en La casa de Bernarda Alba (Federico García Lorca, 1936) acaba ahorcándose por amor, en una sociedad opresora de mujeres reprimidas.
Adela, cuando su hijo muere, aparece sentada en su cama, con el albornoz puesto y la cara desfigurada, y la vemos a través de la puerta abierta de su habitación madrileña, destacándose, triste, en silencio, contra la ventana. No mira por la ventana, no quiere traspasar, ahora, sumida en su inmenso dolor, el mundo y salir al exterior; quiere encerrarse, hundirse en él, lo que intensifica su mutismo voluntario.



Y la vemos desde dentro de la vivienda, a diferencia del comienzo de la película, cuando estaba a punto de dar el salto, dejar el pueblo tras su separación y marchar a Madrid y, por tanto, la veíamos ya desde fuera, a través de la ventana que estaba a punto de traspasar. La vemos ahora, decíamos, desde dentro, desde el interior de esa casa que se nos muestra en diferentes angulaciones y siempre desde su interior, como metáfora de un mundo nuevo en el que vamos a penetrar con la protagonista, pero que no va a ser, como ella (y nosotros con ella) esperaba, una huida hacia adelante, pues el destino, o el azar, se lo impedirá. La vemos, de nuevo, encerrada.
La ventana reaparece cuando Antonia, la madre de Inés, Nieves y Helena, en una de las últimas secuencias, está en su casa, y, tras tender la ropa, cae al suelo, junto a la cama y al lado de la ventana, en un último e inesperado paroxismo final. La sobriedad con la que Rosales nos muestra la muerte de la madre, a la que no vemos la cara jamás en su agonía, pues las sábanas que ha aferrado desesperada le cubren el rostro, de forma pudorosa, contrasta vivamente con lo que a buen seguro hubiera escogido Almodóvar para la misma escena. El dolor es algo íntimo, viene a decirnos Rosales, y así se sugiere en el silencio, la ausencia de llanto, el hieratismo doloroso de Adela ante la muerte de Miguelito. La ventana de Antonia se ve también desde dentro, pues la vida “exterior” se le ha acabado.
La naturaleza (estudiada en algunos aspectos por el reciente trabajo de José Mª Aguilar, El cine y la metáfora, 2007) es otro de los elementos que se prodigan en La soledad. La naturaleza del campo del norte de España, donde suponemos se sitúa la casa del pueblo de Adela, es símbolo de vida. Adela pasea con su padre y su hijo por el campo, antes de marchar a Madrid. La vida aparece ahora ante ella plena de posibilidades y cambios, materializada en el niño que después jugará libremente en el jardín, junto con otros niños.
En Madrid, Adela irá algunas veces a sentarse a la terraza de un bar, quizás en el Retiro, al aire libre, para respirar esa vida nueva que acaba de estrenar y que, por ahora, tan bien le está saliendo. Sólo volveremos a ver, en cambio, a Adela, sentada al aire libre, cuando, hacia el final de la película, haya comenzado a superar su dolor y sea capaz de regresar a Madrid después de haber retornado al pueblo para intentar, en la tantas veces evitada y necesaria confrontación con su ex marido, curar sus heridas, el terrible sentimiento de culpabilidad que la atenaza y que no la deja volver a respirar. Cuando finalmente haya realizado este paso, duro, difícil, podrá retornar a la ciudad para intentar, una vez más, iniciar una nueva vida: y ahora volverá a la terraza que había acogido sus primeros momentos de vida lejos del pueblo.
Los motivos, las imágenes, dotan de sentido a una película que carece de música, una película en la que los silencios son frecuentes, como los largos primeros planos. Ventanas vistas desde dentro, desde fuera; naturaleza rural y naturaleza urbana. También espejos, en los que Adela se mira, desprovista de cualquier adorno, cuando la vemos por primera vez tras la explosión en el autobús que supone, en elipsis -no podía ser de otra manera- la muerte del hijo.
Adela se mira la cara hinchada, con rastros aún del desastre, se palpa, quiere reconocerse, casi deseando no haber sobrevivido. El espejo, quizás, como diría Aguilar, representaría la conciencia de la mujer como ser público: la mujer se mira al espejo (muchos menos hombres lo hacen en el cine) cuando se sabe posiblemente contemplada por los otros (pensemos en la Venus velazqueña); pero Adela visiblemente rechaza que la miren, que le digan algo, incluso que la inviten a un viaje: Adela parece mirarse para reconocerse, pues ya no es la misma que era, otra de las posibilidades semióticas que Aguilar apunta acerca del espejo.
El espejo podría erigirse así en autoconciencia del cambio sufrido, registro de que quien se contempla ha dejado de ser lo anterior para pasar a ser algo que no quiere, que no puede ser: una madre que ha perdido a un hijo.
El desnudo femenino es otro de los motivos visuales que Rosales trata de forma absolutamente moderna, impactante incluso. Vemos a Adela desnuda justo cuando menos hermosa está, cuando, deformada, con un brazo en cabestrillo, sale de la bañera tras lavarse (el agua que purifica, que limpia y hace olvidar), después del accidente. Esa desnudez, desnuda de artificios, de adornos tradicionalmente asociados a la mujer, nos provoca un choque casi emocional, pues no la habíamos visto así hasta ahora y ella, desnuda en su dolor, personifica el dolor humano, el dolor de la mujer que ha perdido a un hijo.



También veremos a Nieves cuando se desnude en el hospital para ponerse la aséptica bata verde que deberá llevar cuando la operen y se desnudará con naturalidad, casi con frialdad, como si no hubiera nadie mirándola, como si ese acto cotidiano de desnudarse, sola, para sí misma, no supusiera más que lo que es: un gesto habitual, sin importancia alguna.
Resulta doblemente significativo que Rosales sólo desnude a sus mujeres cuando su gesto es un gesto de intimidad, no de exhibición. Desnuda a dos de las mujeres de su película en momentos importantes de sus vidas, en los que deben enfrentarse a futuros inciertos, a sus propias vidas, y no necesitan, ni quieren, mostrarse a los demás. No desnuda, en cambio, a la mujer que más se preocupa de su aspecto, a la única que camina por su casa con unos altos zapatos de tacón, a la que, al principio del filme, le dice a su madre que quiere hacerse un tatuaje, a su edad, porque “aún gusta a su marido”; no desnuda a una mujer que se llama, no casualmente, Helena, como la que desencadenó una guerra probablemente por ser la mujer más bella entre las mortales.
De todos estos “motivos visuales” de los que estamos hablando, posiblemente el más innovador (aunque no sea nuevo) es el que el propio autor no ha dudado en denominar “polivisión”, ese recurso de partir la pantalla en dos para permitirnos ver lo mismo desde dos puntos de vista diferentes, jugando, como se ha dicho antes, con la regla del eje pero, sobre todo, con el punto de vista narrativo. Casi siempre lo que aparece dividido crea una sensación de ruptura, sesga la realidad y provoca una cierta inconexión en la diégesis.
Al principio, cuando no hemos asimilado aún el recurso, y si somos poco duchos en novedades y experimentaciones formales, puede que, incluso, lleguemos a no entender lo que se nos explica. Pero eso dura muy poco, pues Rosales no se pretende tan elitista, ni tan vanidoso. Rosales quiere que todos entendamos lo que nos explica. Y lo entendemos: la pantalla partida habla de incomunicación, de soledad. La pantalla partida juega a veces con puertas y perspectivas desde pasillos. La pantalla partida muestra casi siempre interiores domésticos, cuando la incomunicación entre los seres es patente.
La pantalla partida es casi un juego de geometría arquitectónica: yo no lograba situarme con demasiada claridad en la casa madrileña de Adela que veía siempre desde dentro del pasillo, desde el que se atisbaban habitaciones, celdas individuales en viviendas compartidas, en esa gran colmena que es Madrid. Rosales no me permitía entender una casa que se presentaba llena de luz, de ventanas por las que se colaba la vida hacia unos seres que estaban destinados a no poder disfrutarla.
Tiro en la cabeza (2009), el siguiente trabajo de Rosales, reafirma aún más esa radicalidad voluntaria. Un filme en el que el desajuste, la incomodidad que produce que veamos a los personajes dialogar, pero no oigamos sus palabras, provoca abundantes deserciones en las butacas (7). Un filme en el que la opción de presentar al terrorista como un ser humano provocó la irritación del público en su proyección en San Sebastián.


7. Como alguna de la que yo misma fui testigo, cuando asistí a su proyección en una sala barcelonesa.


Un filme, sin embargo, radicalmente comprometido con la denuncia de la violencia, injustificable, siempre gratuita, un tema que ya había aparecido en las dos anteriores películas del director: La soledad y Las horas del día (2006).
Otra película: La línea recta (José Mª de Orbe Klingenberg, 2007), coproducida por Ricard Figueras y Jaime Rosales, precisamente, y con montaje exquisito de Núria Esquerra, montadora también de José Luis Guerin, entre otros. Una apuesta arriesgadísima, durísima diríamos. Una película que retrata, de nuevo, a una mujer, Noelia, joven que vive sola en Barcelona, en el extrarradio, y que es la plasmación fílmica de la outsider del mundo contemporáneo. O de lo que el mundo contemporáneo está produciendo en nuestra sociedad.



Noelia, a quien casi nunca vemos en primer plano, a diferencia de La soledad, es una joven que va de trabajo en trabajo sin relacionarse con nadie, ni dejar su dirección. No tiene ordenador, ni siquiera reproductor de CD ni teléfono móvil. No quiere hacer amigos. Cuando siente que la mujer que le alquila una habitación se preocupa por ella, abandona su casa y se va a vivir a una pensión, en la que comparte su habitación con tres animales disecados, quizás porque su comportamiento asocial tiene que ver con el de Norman Bates. Pero Noelia no es maleducada, simplemente se siente incapaz de ser como los demás. En cambio, da de comer a un perro, en la calle. Noelia deja escapar sus fantasmas internos emborrachándose, sola, hasta que, como en uno de los momentos más duros del filme, se deja caer en el suelo, en un parque, donde duerme, como un homeless cualquiera.


La cámara sigue a Noelia en su recorrido por las calles, vulgares, anodinas, del barrio periférico de la ciudad. La seguimos por detrás, vemos su cabello recogido en una coleta despeinada mientras arrastra, con inusitada energía, el carro repleto de folletos de propaganda que debe introducir en los buzones de las casas, lo que le permite ganarse la vida. Vemos cómo introduce los folletos en cada uno de los buzones, en unas secuencias repetitivas, monótonas, que no tendrían interés si no fuera porque son precisamente eso: rutina, vulgaridad, aburrimiento. Noelia se esfuerza en hacerlo bien, hasta que, como le sugiere un compañero de trabajo, hace desaparecer montones de folletos en contenedores de basuras y en otros lugares, pues el trabajo es casi insoportable.
Noelia es guapa, pero casi no nos lo parece: no lleva maquillaje, no se arregla, no se preocupa por su aspecto. Noelia es casi una máquina, aunque desconozca el uso de la mayoría de ellas.



La línea recta, como La soledad, carece de banda sonora. Sólo los ruidos de la calle de la gran ciudad: los coches, los trenes, la gente, el metro. Medios de comunicación que se multiplican, que marcan secuencias. Noelia, en cierto momento de la película, contempla el entrecruzamiento de las vías del tren desde un puente elevado. Caminos que se cruzan para no volver a juntarse jamás, como las personas que pasan por su vida, de refilón, sin darse siquiera cuenta, sin verlas y sin verla.
Si La soledad retrataba, en primeros planos, a las personas de la sociedad en la que vivimos, La línea recta retrata, por detrás o de lado, a las “no-personas” que la habitan.
José M. Orbe acaba de presentar en el Festival de San Sebastián (2010) su segundo trabajo: Aita. Un filme, nuevamente, radical, poblado de silencios y fantasmas. Una película anticomercial en la que no pasa prácticamente nada: sólo un personaje que retorna a su casa familiar en el País Vasco, donde convive con los fantasmas del pasado. Unos fantasmas que llegan incluso a materializarse en bellísimas imágenes -su director de fotografía, Jimmy Gimferrer, que lo es habitualmente de Albert Serra, obtuvo el Premio a la Mejor Dirección de Fotografía- proyectadas en la pared de la humilde habitación en la que pasa las noches.
Las imágenes son sin duda un homenaje a los orígenes del cine, a las sombras chinescas. Los diálogos son muy escasos y de una sobriedad tal que resultan humorísticos: el protagonista, agnóstico, conversa con el cura, su vecino (la iglesia está al lado de la casa) sobre la vida y la muerte, con unas frases lacónicas y sin entonación que son casi metafísicas. Los protagonistas no son actores profesionales, otra de las características de muchos de estos nuevos filmes, que tanto beben del cine de la realidad.
Honor de cavalleria (Albert Serra, 2006), película seguramente denostada en secreto por la mayoría del público que la ha visto, es a buen seguro uno de los filmes más radicales del cine español de los últimos tiempos. En Honor de cavalleria nos enfrentamos nada menos que a un Don Quijote que habla catalán -muy poco, casi nada, de nuevo el silencio- con un Sancho gordo y un poquito estúpido en medio del paisaje ventoso del Ampurdán catalán.
Ellos dos, solos, como en la novela de Cervantes, conversan sobre la vida, sobre Dios, con una actitud absolutamente cervantina: Don Quijote, loco y sabio, predica a un ignorante y obediente Sancho. Sancho sabe que su maestro, su señor, sabe más que él y, por ello, le debe el mismo respeto que profesaba el Sancho cervantino a su amo. Pero los personajes de Serra no sólo conversan: también caminan o cabalgan en silencio, escuchando los formidables sonidos de la naturaleza (un sonido exquisito, casi bressoniano), en forma idéntica a los personajes manchegos.
Y su amistad inquebrantable, la fe ciega que Sancho deposita en su amo, el respeto casi místico por la naturaleza como regalo de Dios, habla mucho más de Cervantes que muchas otras versiones más o menos televisivas, más o menos comerciales, en las que la absurda necesidad de que prime la acción convierte la novela de caballerías cervantina en algo vacío, carente de la profundidad del original.



Sólo el título de la segunda película de Serra, El cant dels ocells (El canto de los pájaros, 2009), es ya una muestra de la propuesta cinematográfica del autor catalán. Paisaje apabullante, espléndidamente fotografiado, escasa acción, pocos y lacónicos diálogos, sonidos de la naturaleza.
El silencio de Serra puede resultar aburrido para un público acostumbrado a comedias ligeras en las que la hipertrofia creativa va en proporción directa con el abuso de diálogo y de situaciones aparentemente hilarantes, pero ese silencio, como el de Rosales, como el de Álvarez, Pujol, Rebollo, Orbe, Guerín o Íscar, puede resultar reconfortante para un público necesitado seguramente de descansar los oídos. Y escuchar las imágenes.


Bibliografía
Aguilar Moreno, José Mª. El cine y la metáfora (Sevilla, Ed. Renacimiento, 2007).
Almodóvar, Pedro, “Almodóvar, la poética de un espejo insobornable” (Litoral. Los poetas del cine, Nº 236, diciembre de 2003).
Balló, Jordi, Imágenes del silencio. Los motivos visuales en el cine (Barcelona, Anagrama, 1990).
Bela Balázs, El Film. Evolución y Esencia de un arte nuevo (Buenos Aires, Losange, 1957).
Bresson, Robert, Notes sur le cinématographe (Paris, Gallimard, 1975; trad. española: Madrid, Árdora Ed. 1997, 2002).
Mengual, Elena y Virginia Hernández en “La soledad da la gran sorpresa en los Goya”, El mundo, 04/02/2008 (www.elmundo.es).
Pujol, Ariadna, “Persona, personatge”, Transversal. Revista de cultura contemporània, Nº 30, 2007.
Tramullas, Gemma, “La soledad atrae a 17.000 espectadores a su regreso a las salas”, (El Periódico de Cataluña, 12/ 02/ 2008), p. 64.