EL TESORO DE HERR STILLER
POR FERNANDO USÓN FORNIÉS
La historia del cine necesita ser reescrita imperativamente. Aunque sólo sea por la exhaustiva labor de investigación de los últimos veinte años que está sacando a la luz tantos tesoros ocultos durante décadas y restaurando muchos otros que, hasta hace bien poco, sólo se mostraban en raídas copias. Aunque sólo sea porque, gracias a internet, una parte importante del celuloide superviviente de cualquier época, exponencialmente mayor de lo que podían soñar los cinéfilos de hace tan sólo quince años, está al alcance de cualquier aficionado y especialista. Aunque sólo sea porque la abrumadora mediocridad general de las películas actuales podría haber animado a una revisión más metódica, atenta y rigurosa de los clásicos del pasado.
Sin embargo, pareciera que tan favorable coyuntura se está desaprovechando a favor de la repetición de las ideas heredadas y los criterios caducados. Ciertamente, no parece que faciliten las cosas la posmodernidad y sus voraces camadas, las cuales, cual Saturno invertido, se han empecinado en engullir a sus antecesores, de forma que las nuevas generaciones de aficionados, e incluso de gente del cine -y no sólo de las actuales Américas sojuzgadas por el nuevo Hollywood-, tan sólo consideran a los clásicos como polvorienta y tediosa antigualla, sólo servible para ser fagocitada. Los intereses comerciales se han empeñado, con indudable éxito, en borrar todo aquel capítulo de la historia del cine que hubiera alcanzado la mayoría de edad; o cuando menos, de hacerlo parecer desfasado a los nuevos lobeznos.
Entretanto, la memoria del cinematógrafo, tan sólo reconocida por un grupo de intelectuales cada vez más reducido, tan raro que diríanse eruditos, sobrevive y sólo se actualiza añadiendo nuevos datos; y en esencia sigue igual: anclada en criterios enciclopédicos, sociológicos, industriales y hasta mitológicos.
Sólo así se entienden ciertas tendenciosas constantes en tantos libros y manuales, como los machacones reservados para el cine de género en conjunto y para cada uno de los géneros en particular; como si todos ellos fueran igual de relevantes, y como si para juzgarlos bastara con la aplicación de fórmulas narrativas, como mucho icónicas, y no fuera necesario considerar sus innovaciones formales…, porque seguramente se presupondrá que no las tienen. Sólo así se entiende la absurda contraposición del cine de Hollywood y del cine europeo, a los que los historiadores gustan de encajonar con los epítetos “artesanal” y “de autor” respectivamente; en fin, como si Sjöström, Lubitsch, Murnau, Lang, Hitchcock, Tourneur, Sirk, etc. hubieran sido menos personales allende el Atlántico; como si Griffith, Chaplin, Sternberg, Vidor, Ford, McCarey, Mann, Fuller, Jerry Lewis nunca hubiesen existido.
Sólo así se entiende que el cine japonés continúe ocupando un exiguo apéndice, y no, como debiera, capítulos enteros; como si todavía no se hubieran difundido las obras, al completo, de Mizoguchi, Ozu, Kurosawa o Imamura; como si todavía no se hubiera exhumado ni un solo título de Naruse, Shimizu, Shimazu, Yoshida, Suzuki, etc. Sólo así se entiende que Welles siga siendo jaleado como el director del cine por antonomasia, y casi en exclusiva por Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941); como si no hubiera rodado El cuarto mandamiento (The Magnificent Ambersons, 1942) o Sed de mal (Touch of Evil, 1958). O que los contestables Huston o Kubrick sean ensalzados como grandes autores; como si no hubiera mejores que ellos -aunque, ciertamente, y éste es su pecado, los olvidados sean menos aparatosos-.
Sólo así se comprende la machacona insistencia en los benditos nuevos cines, como si ellos hubieran salvado el medio y como si una nutrida parte de sus representantes no se hubiese, de hecho, plegado a la facilidad y no hubiera empobrecido de facto el lenguaje en movimiento alarmantemente; como si, en los países que fueron a la zaga, no hubieran copiado y pegado fórmula tras fórmula de las inaugurales Nouvelle Vague francesa y Noberu Bagu japonesa, que son, de hecho, de los pocos movimientos, junto al alemán, que propusieron una continuidad con sus antecesores, y los únicos que, en conjunto, supusieron un auténtico avance; como si, paradójicamente, los ya veteranos Bergman, Fellini, Bresson, Buñuel o Resnais no hubieran hecho tanto o, en realidad, más que los recién llegados por expandir los recursos del cinematógrafo. (1)
1. Y por hacerlo de forma más creativa y rigurosa: bastaría con pensar en cómo se incorporan esas manifestaciones llamadas happening, tan en boga en los sesenta, en películas como Rece do góry (Jerzy Skolimowski, 1967) o L’amour fou (Jacques Rivette, 1969), tan descontroladamente que acaban rindiendo dichas películas tediosas e inanes; y al contrario, en cómo las canaliza Bergman magistralmente, las somete y las adapta a sus intereses en la impresionante El rito (Riterna, 1969).
Sólo así se entiende que se citen, breve o extensamente, directores de recursos formales tan pobres como Cassavetes, Tanner, Jancsó, Paradjanov, Bertolucci, Rocha o Malle, y se ignoren, por completo o casi, a los muy superiores Cukor, Dieterle, Preminger, Kuleshov, Monicelli, Ruiz o Franju. (2)
2. La temeraria descalificación que acabamos de realizar de los nuevos cines ha de entenderse en su conjunto y, sobre todo, en comparación con otros capítulos despreciados de la historia del cine. Conviene matizar que las aportaciones de cada movimiento varían enormemente. Desde luego, Francia y Japón se sitúan a la cabeza; a distancia se destaca el caso alemán, y luego, el polaco; el resto de nacionalidades más bien merece recordarse por algún nombre o película aislada: así, Clayton se distingue poderosamente en el free cinema, y Angelopoulos en el nuevo cine griego…, si bien es discutible hasta qué punto estos directores se integran verdaderamente en ellos. Pues se debe destacar que no todo lo que se conoce como cine moderno es necesariamente “nuevo cine”, ni siquiera en el caso de cineastas surgidos en dicha época: ¿pertenecen Pasolini, Jerry Lewis, Tarkovskij a dichas corrientes? Decididamente no: el primero vuelve al neorrealismo inaugural de Rossellini, transfigurándolo con su noción del cine-poesía; el segundo recupera la gran tradición del cine cómico americano y rueda, además, para un gran estudio; y el último parte de unos guiones férreos de raigambre clásica para llevar a sus últimas consecuencias la corriente europea, siempre viva, de la puesta en escena basada en la toma sostenida y los movimientos de cámara; corriente iniciada por Renoir, continuada por Ophüls y Visconti, y llevada a su plenitud por Dreyer.
Sólo así se entiende que se perpetúen las injusticias y que tantos cineastas de raza sean recordados, y eso si lo son, por un solo título, olvidándose presuntuosamente el resto de unas filmografías rebosantes de joyas, mientras que, para más escarnio, pongamos por caso, la modesta Casablanca (Michael Curtiz, 1943) se sigue elogiando como modelo de cine, o al menos como modelo del cine de Hollywood -quizás, por ser tan sólida como impersonal.
En resumidas cuentas, como si Dovzhenko sólo hubiera filmado La tierra (Zemlja, 1930); Vjertov, El hombre de la cámara (Chelovjek s kinoapparatom, 1928); Browning, Freaks (1931); Schoedsack, King Kong (1933); Dieterle, Jennie (Portrait of Jennie, 1946); Minnelli, Un americano en París (An American in Paris, 1951); Becker, París, bajos fondos (Casque d’or, 1952), o a lo sumo, La evasión (Le trou, 1960); Satyajit Ray, La trilogía de Apu (1955-1959); Duras, India Song (1974); o como si otros, tales Dwan, Wellman, Borzage, Walsh, Mamoulian, Leisen, Boetticher, Fleischer, Lean, Fisher o Delvaux, nunca hubieran tirado un metro de celuloide; en fin, como si Mauritz Stiller se hubiese limitado a descubrir a la diosa del cine y mediocre actriz Greta Garbo en La leyenda de Gösta Berling (Gösta Berlings saga, 1924), film que, para más inri, está lejos, muy lejos, de contarse entre sus mejores, y no hubiera realizado ninguna película más.
Ciertamente, se debería volver a escribir la historia del cine, sólo que desdeñando lo accesorio y concentrándose en lo esencial. Y como quiera que un arte es arte en función de la materia que lo constituye y de los recursos que sus técnicas posibilitan, una Nueva Historia del Cine, posiblemente más controvertida, pero más justa para todos aquellos artistas que han batallado, elucubrado y se han devanado los sesos para expresarse en celuloide, debiera centrar su atención en lo que este medio tiene de específico y obedecer, por tanto, rigurosamente, a criterios formales. Evidentemente, tan ambicioso plan sobrepasa las más modestas intenciones de este artículo, pero con él proponemos algunas cuestiones que, en nuestra opinión, la inmensa mayoría de los historiadores ha descuidado aparatosamente, y que, en cambio, sentimos con firmeza, son las que debieran primar en un proyecto global.
NOTA. En lo que sigue ilustraremos nuestro estudio con fotogramas de algunas películas del gran olvidado del cine: Mauritz Stiller. Un primer criterio ha consistido en elegir imágenes que esclarezcan sus innumerables hallazgos formales, no necesariamente correspondientes a los casos concretos mencionados en el texto. El segundo ha sido centrarse, ya que sus mejores películas son casi todas, en aquéllas de las que disponemos de mejores copias. Por fortuna, obviando la decepcionante La leyenda de Gösta Berling, éstas han resultado ser las tres cumbres de su obra, y entre las mayores de todo el cine de su época: la legendaria Erotikon y las que son, indiscutiblemente, sus dos inmensas obras maestras, El tesoro de Herr Arne y Johan. Los pies de foto indicarán los títulos de donde se han extraído, acortando el segundo como Herr Arne. Ocasionalmente, añadiremos algún fotograma de La leyenda de Gunnar Hede, abreviándola asimismo como Gunnar Hede. No repetiremos el nombre del film cuando las imágenes sean real o prácticamente consecutivas en montaje.
Agradecemos a Roberto Torrado su exhaustiva y desinteresada dedicación en la captura de tantos fotogramas maravillosos, muchos más de los que han pasado el cedazo para acompañar definitivamente este artículo.
I. La conquista de un lenguaje
El olvido, por críticos e historiadores sin cuento, del sueco de origen ruso-finés Mauritz Stiller es uno de los más injustos y humillantes del cine. Injusto hasta grado sumo, por aplicarse a uno de los mejores directores de la fundamental década de los años diez del siglo XX, al que sólo le podría retar la titánica figura de David Wark Griffith; pues Stiller, durante esa época, supera sin duda a Charles Chaplin, al también olvidado Allan Dwan, e incluso a su más reconocido compatriota Victor Sjöström. El suyo es el borrado más humillante, por cuanto que sus conquistas formales fueron cruciales para el desarrollo del modelo que se conocería como cine clásico, e incluso para otro tipo de escrituras cinematográficas a lo largo y ancho de todo el orbe, y por cuanto, de hecho, muchos de sus hallazgos fueron reutilizados enseguida por otros directores que sí han encontrado su - merecidísimo - lugar en las enciclopedias, tales como sus coetáneos Charles Chaplin, Ernst Lubitsch y Carl Theodor Dreyer; en fin, por cuanto que el papel de Stiller en el arte cinematográfico vendría a ser equivalente al de Giotto en la pintura o Monteverdi en la música; nada menos.
Finalmente, su olvido resulta el más ofensivo que imaginar quepa, pues, si acaso se le recuerda, no es por sus propios y abundantes méritos, sino por haber brindado al mundo la rubia esfinge en el año de 1924, cuando, en realidad, ya se encontraba en las postrimerías de su carrera y ya había destilado lo mejor de sí mismo.
Es tan profundo, de hecho, el desconocimiento que hoy por hoy sufre la obra del cineasta, que nos vemos obligados, algo a nuestro pesar, a ofrecer al lector un retazo de historia, de esa enciclopédica de la que tanto hemos abominado arriba. Vayamos a ello.
Mauritz Stiller debutó en 1912, desarrolló casi toda su carrera en Suecia y acabó su obra, y lamentablemente su vida, con el cine silente, tras una amarga experiencia en Hollywood, donde, después de ser echado sin contemplaciones por la Metro, sólo logró firmar dos películas en la Paramount: la estupenda Hotel Imperial (1927), con Pola Negri, y la desaparecida La calle del pecado (Street of Sin, 1928), con Emil Jannings. La escasa obra suya conservada consta de catorce títulos, dos de ellos seriamente incompletos, y abarca casi todas sus películas de 1916 en adelante.
A ellos se podrían añadir otros dos donde participó y quedó sin acreditar: La tierra de todos (The Temptress, 1926) y Las eternas pasiones (Barbed Wire, 1927); pues, aunque es difícil asegurar qué rodó Stiller y qué Fred Niblo y Rowland V. Lee respectivamente, más de un momento, sobre todo de la primera, alcanza un bouquet muy superior a la tónica habitual de sus directores titulares, e incluso determinadas secuencias o planos se pueden relacionar limpiamente con otros de la obra sueca del emigrante. (3)
3. Por ejemplo, el travelling que precede a Pola Negri caminando apresuradamente junto a la alambrada en Las eternas pasiones es de la misma naturaleza que otros de, por ejemplo, El tesoro de Herr Arne y La leyenda de Gösta Berling.
Perdidas, quizás para siempre, quedan dos de sus películas de los primeros años veinte y todas las anteriores a 1916, casi una treintena, con la única excepción de la recientemente descubierta Madame de Thèbes (1915). Ello, vista la temprana madurez del director escandinavo y la elevadísima calidad de la obra conservada, hace de esos títulos desaparecidos una de las más irreparables pérdidas de la historia del cine, junto a The greatest thing in life (1919), de Griffith, Los cuatro diablos (Four devils, 1928), de Murnau, los dos últimos Sternberg mudos desvanecidos y los Mizoguchi perdidos de finales de los treinta y principios de los cuarenta.
De hecho, de las doce películas suyas con marchamo que conocemos - las supervivientes, salvo Madame de Thèbes y Las alas (Vingarne, 1916)- todas son como mínimo buenas, exceptuando únicamente Alexander el grande (Alexander der store, 1917), que aun así no carece de puntos de interés y a favor de la cual se puede argumentar que nos ha llegado incompleta. E incluso de los restos de Primera bailarina (Balettprimadonnan, 1916), que ha sobrevivido más mutilada aún, se trasluce una película excepcional, cuyo escaso cuarto de hora sobreviviente tiene más cuerpo y alma que el noventa y nueve por ciento de las películas actuales juntas: una ruina majestuosa que, a pesar de la devastación sufrida, sigue transmitiendo belleza y emoción. (4)
4. Los fragmentos que se conservan de esta obra soberbia fueron descubiertos por la Filmoteca de Zaragoza; hallazgo que es, a buen seguro, la máxima aportación de la institución al patrimonio cinematográfico mundial.
5. Como también lo es, por otro lado, La calle sin alegría (Die freudlose Gasse, 1924), uno de los escasos títulos no antológicos del también gran director Georg Wilhelm Pabst. Y si compete mencionarla aquí, es porque también contiene a Garbo en el reparto, además de, en un breve papel, a Marlene Dietrich. Inesperado dúo de divas que, por fuerza, había de fascinar a los aficionados a la sociología cinematográfica, en detrimento de otras películas mejores del mismo bohemio. ¿Pura casualidad que ambos títulos, La leyenda de Gösta Berling y La calle sin alegría, sigan concitando los parabienes incondicionales de una crítica, a lo que parece, olvidadiza y mitómana?
A primera vista el film parece representativo del cineasta; y sin embargo, lejos de serlo, ofrece una visión sesgada de su distinguida obra. Para empezar, esta adaptación de Selma Lagerlöf, la sempiterna inspiración del cine nórdico silente, presenta una dramaturgia mucho más convencional y unas interpretaciones mucho más grandilocuentes de lo habitual en el cineasta, el cual siempre había destacado por su frescura, naturalidad, desenfado y vigoroso trabajo visual. Pero, sobre todo, no obstante estar rodada con aplomo ejemplar y deparar varios momentos de nivel, La leyenda de Gösta Berling adolece de una falta primordial: se pretende una adaptación de prestige de la novela río original, sancionada por la mismísima escritora; sólo que ello la hace tender a la prolijidad (sus tres horas de duración nos parecen excesivas para la sustancia de lo que transmiten), amén de impulsarla a reproducir diálogos sin fin (se trata de una de las más verbosas películas del período), trasvasando el material de la novela de forma más literaria que literal y descuidando posibles alternativas visuales, o simplemente, una elaboración cinematográfica de altura que supere la recreación historicista: pesa demasiado el condicionante de ser la gran superproducción del cine sueco hasta la fecha.
Que el incendio de la previa El tesoro de Herr Arne (Herr Arnes pengar, 1919), basada en otra novela de la misma Lagerlöf, esté rodado de forma más sencilla, pero resulte más eficaz que el más prolijo de La leyenda de Gösta Berling, podría ser síntoma de cierta desgana que acuciara a Stiller en su última obra sueca, si no mero acuse de las constricciones ejercidas sobre él por la producción: demasiado dinero invertido, demasiada vigilancia por parte de la novelista…, aunque, a la postre, tampoco ésta quedara satisfecha.
No, la grandeza de Mauritz Stiller hay que buscarla en su obra anterior, de Amor y periodismo (Kärlek och journalistik, 1916) a La leyenda de Gunnar Hede (Gunnar Hedes saga, 1923), un conjunto impresionante que asombra y cautiva, lo mismo en temas que en estilo, por su rotunda inventiva y su pasmosa modernidad, en brillante contraste con esa Leyenda de Gösta Berling que ya se concibió envejecida.
Ciertamente, resulta arriesgado emitir juicios perentorios sobre el cine de una época, los años diez y primeros veinte, que nos ha llegado con cuentagotas, pues desconocemos, o conocemos sólo parcialmente, cuáles fueron las conquistas reales de los cineastas de esos años: la exhumación de películas como Regeneration (1915), de Walsh, o Manhattan Madness (1916), de Dwan, no sólo exige la reconsideración de sus firmantes, cuya madurez expresiva es muy anterior a lo que se podía suponer, sino que obliga también a recalificar terrenos enteros de la historia cinematográfica o a reconocer que ciertas sutilezas en la mirada y en el tono son muy anteriores a lo que suele creerse, e incluso impulsadas por cineastas cuya brillante labor enterró el celuloide posterior con su tendencia a la apropiación, plausible o indebida. (6)
6. Existe un arrogante prejuicio, por desgracia muy extendido, que pretende considerar a los directores pioneros poco menos que como brutos incultos. Sin embargo, cuanto más vemos sus películas, más convencidos estamos de que poseían una extensa cultura. Su denigración dejará muy satisfechos, sin duda, a todos aquéllos que, con sus marchas triunfales, pretenden silenciar la progresiva devaluación que han sufrido la educación y la cultura en los últimos decenios. Muestra: es triste lástima que un español de hace sesenta años con sólo la educación primaria tuviera una formación humanística mucho más rica que la de un universitario actual; cuando menos, sabía las capitales de Europa, y sabía qué era Guerra y paz y quién la escribió.
Comencemos por la cuestión temática, reseñando aquello por lo que antiguamente se reconoció al cineasta: su fundamental aportación al cine mundial en el desarrollo de la alta comedia, preludiada ya en Amor y periodismo, continuada en muchos momentos de La mejor película de Thomas Graal (Thomas Graals bästa film, 1917) y El mejor hijo de Thomas Graal (Thomas Graals bästa barn, 1918), y llevada a una de sus cumbres en fecha tan temprana como 1920 con Erotikon, film legendario por su penetración, desenfado y finura en el retrato de las relaciones humanas, que conserva íntegra, y aun agigantada con el paso de casi un siglo, toda su frescura.
Baste con traer a colación que la primera reacción de Leo (Anders de Wahl) al serle revelada la infidelidad de su esposa Irene (Tora Teje) es recoger el cigarrillo que ésta ha tirado…, no se vaya a quemar la alfombra. O la naturalidad, y alivio, con que el matrimonio acoge su definitiva separación en un momento irresistible: todos sonríen; Irene agita la manita enguantada; su marido Leo, el pañuelo; y Marte (Karin Molander), la hogareña sobrina enamorada de éste…, el delantal. Además, Erotikon hace gala de una planificación sumamente evolucionada y moderna -aspecto sobre el que hemos de volver más adelante-, por lo que no es de extrañar que marcara nada menos que a unos maravillados Chaplin y Lubitsch. Quizá, si algunas contadas enciclopedias aún mencionan a Stiller de pasada, es por tener referencias tan insignes y reconocidas…
Otro de los puntos de subido interés en la obra del cineasta sueco no es otro que uno de los pilares de la modernidad cinematográfica de los muy posteriores años sesenta: la representación. En efecto, siguiendo la estela del Griffith de El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, 1915), sus filmes, en especial sus comedias, escenifican espectáculos que duplican y comentan la acción principal (ejemplo canónico: el ballet de Erotikon), así como puestas en escena que revelan las discrepancias entre la realidad y su percepción por un personaje (notablemente, en la serie de Thomas Graal). Así, en La mejor película de Thomas Graal, la cámara acusa la falsedad del relato que hace al obnubilado director Graal (Victor Sjöström) la “desvalida” Bessie (Karin Molander), que va de pobre huérfana maltratada cuando, en realidad, es ¡la hija de un millonario! Aparte de mostrar en fecha tan temprana a un personaje que miente, en esta memorable escena se ironiza de paso sobre las convenciones de tantos melodramas de la época: es impagable el momento en que se nos muestra que, verdaderamente, ¡es la hija quien maltrata al padre!
El hecho no es baladí, pues nos encontramos ante una película de 1917 que reflexiona sobre su propio medio de expresión, al tiempo que lo comenta e ironiza sobre él. El único precedente que le conocemos que muestra tal complejidad es la irresistible Manhattan Madness, rodada por Dwan el año anterior. Sólo que el mismo Stiller, en el mismo 1916, ya había ofrecido en Las alas el drama de Herman Bang enmarcado por un prólogo donde el escultor y su modelo se duplicaban en el director y su actor. (7)
7. Como es sabido, en la misma obra de Bang se basó Dreyer para su excepcional incursión en el Kammerspielfilm alemán: Michael (1924).
Es decir, tanto en Las alas como en La mejor película de Thomas Graal asistimos al cine dentro del cine: a la elaboración de un guión, a la elección de un actor, al mismísimo rodaje… a la denuncia, por activa o por pasiva, de la presencia de la cámara. (8)
8. Se debe considerar, no obstante, que muchas películas de los orígenes ya habían mostrado esta autoconciencia, algunas muy ingeniosamente, tal The big swallow, producida por Williamson’s Kinematograph Company en fecha tan temprana como 1901. Sin embargo, esto no implicaba necesariamente que se ofreciera una exploración metódica de las estrategias y convenciones del cinematógrafo: el objetivo principal solía ser, las más de las veces, el asombro o el chiste.
Ahora bien, que la película se desdoble es, más que distintivo modernista, indicio de la propia doblez de los personajes: ellos también representan. Es, de hecho, notable la cantidad de cortinas o marcos que, cual telones de teatro, suelen reencuadrar a los personajes, notablemente en Erotikon, así como que a veces un mismo intérprete superponga dos formas distintas de actuar, una más espontánea e inmediata y otra más de pose, más de cine.
Y ya que hablamos de la interpretación, es éste otro de los puntos de absoluta modernidad en la obra de Stiller: sus actores son sobrios y naturales, lejos de la exagerada afectación que muchos suponen, injusta y prepotentemente, la tónica habitual del cine mudo. Y es que la gran escuela interpretativa sueca no nace por generación espontánea con Ingmar Bergman, sino que es, como mínimo, tan antigua como el siglo XX. Se ha de señalar, no obstante, que esta admirable sobriedad de los intérpretes de Stiller, curiosamente, no iría en aumento, sino que se difuminaría a partir de su último film sueco, cuyos mayores excesos ya se habrían anunciado en las más vehementes interpretaciones de su obra anterior a La leyenda de Gösta Berling: la de Jenny Hasselquist en Johan y la de Einar Hanson en La leyenda de Gunnar Hede. Pero estos casos son excepcionales, y es de justicia rememorar las extraordinarias composiciones de Victor Sjöström, de Karin Molander, de Lars Hanson - no, desde luego, por su amanerada encarnación del párroco titular de La leyenda de Gösta Berling -, de Richard Lund, Mary Johnson, Tora Teje, Mathias Taube, Urho Somersalmi, Stina Berg, Pauline Brunius…
Sin embargo, más allá de las cuestiones temática e interpretativa, lo que más admira en la obra de Stiller es su tempranísima conquista de un espacio plenamente cinematográfico, flexible y significativo, que ya a finales de los años diez deja firme y definitivamente establecido lo que será norma y modo del llamado cine clásico. Y ésta quizá sea la mayor paradoja del olvido de Stiller, pues su estilo fue, con mucho, el más influyente de todos los de su época en la posterior evolución del medio, pasando sus conquistas formales a enriquecer, lógicamente, el arsenal de los mejores cineastas… y de rebote, de la masa de los directores. Y que esta mayoría las utilizara académicamente, aplicando la receta e ignorando su sentido y necesidad, no hace más que aumentarles su gran valor.
Griffith pudo ser, en cierto modo, más poeta, pero Stiller fue, desde luego, más clarividente. El camino que nos lleva de Amor y periodismo a Johan (1921), también conocida como En los remolinos, o incluso antes, a El tesoro de Herr Arne, no es otro que el que va del cine de comienzos de los años diez -pongamos, Ingeborg Holm (1913), de Sjöström-, con predominio de planos de larga duración y cierta frontalidad de la cámara, a nada menos que el ya asentado en los años treinta y cuarenta; esto es, con escenas bastante fragmentadas y decorados construidos desde varias perspectivas, con notables y elocuentes cambios en la escala del cuadro o en el tiro de cámara, con la adopción de contraplanos significativos y de variados y muy pertinentes puntos de vista, con una forma de casar los planos, en suma, que prefigura el cine sonoro más avanzado.
Y ya que hablamos de influencias, debemos hacer constar que, por más que Bergman siempre haya mostrado su preferencia por la, desde luego, estupenda La carreta fantasma (Körkalen, 1920), de Sjöström, su cine de los cincuenta está marcado indeleblemente por La leyenda de Gunnar Hede; por sus cómicos ambulantes, por sus apariciones fantasmales, por su registro del paisaje nórdico: nada menos que Juegos de verano (Sommarlek, 1951), Noche de circo (Gycklarnas afton, 1953), Fresas salvajes (Smultronstället, 1957), El rostro (Ansiktet, 1958), y hasta El manantial de la doncella (Jungfrukällan, 1960), desfilan por la memoria en la visión del clásico primigenio. (9)
9. Se ha de señalar que también Aki Kaurismäki ofreció su particular “homenaje” al pionero en el film “mudo” Juha (1999)… por más que se quedara en burdo remedo actualizado de la magistral Johan.
Ya con todo esto, la importancia histórica de Stiller es enorme, pero todavía hay una aportación suya más gigantesca: en sus mejores películas -al menos, las que van de 1919 a 1923-, quizás por primera vez en la historia del cine, cada emplazamiento de cámara, cada tiro, cada ángulo, cada movimiento, cada efecto de luz, se tornan imprescindibles y resultan indisociables del sentido final del film, a la par que lo enriquecen muy por encima del guión de base, de los aciertos de producción o de las colaboraciones de los actores. Por ello también, sus películas siguen siendo admirables y sobrepasan su momento y significación histórica para ofrecerse como soberbias e intemporales piezas de arte.
Esta extraordinaria evolución, por la precisión y elocuencia excepcionales conquistadas, se hace patente en el grupo de dramas que inaugura La canción de la flor escarlata (Sangen om den eldröda blomman, 1918); un ciclo cuyo tema fundamental y recurrente es la confrontación entre vagabundeo y estabilidad, entre la alegre irresponsabilidad y la madurez emocional, entre el deseo de trascender una realidad que se siente asfixiante y la forzosa aceptación de la misma, y que se completa con las vibrantes y magistrales El tesoro de Herr Arne y Johan, sus obras más excelsas, y se cierra con la magnífica La leyenda de Gunnar Hede. En medio, además, se yergue su comedia capital, Erotikon, así como un par de títulos desgraciadamente perdidos. Deslumbrante.
La obra que Stiller nos legó es sumamente personal. Salvo algún tour de force, como esa escena de El mejor hijo de Thomas Graal que muestra el que quizá sea el primer brillante juego con puertas del cine -desde luego, anterior a que el afamado toque Lubitsch se arrogara con la exclusiva sobre dichos objetos-, la apariencia sencilla y sabor naturalista, la limpieza de las imágenes de sus películas, disimulan en realidad una elaboración de gran complejidad. Entre los numerosos recursos empleados por el cineasta, unos son comunes a otros directores de la época y otros se nos antojan más propiamente suyos, siquiera porque fue el que más lejos supo llevarlos.
Entre los recursos comunes, señalemos:
Su aguda descripción de los personajes, que muchas veces se caracterizan ya desde el primer plano en que aparecen. Por ejemplo: las presentaciones de los periodistas de Amor y periodismo, la reportera fea fumando de espaldas a cámara y el jefe ¡sumergiendo la cabeza en la papelera!; la de Thomas Graal en la primera película de la serie, sentado despreocupadamente sobre el respaldo de un sillón, tirando los cigarrillos por doquier; la de los tres vividores escoceses de El tesoro de Herr Arne, jugando en prisión como tres chavales montaraces; sin olvidar, por supuesto, los rápidos que en La canción de la flor escarlata, al fondo, tras un primer plano de Olof (Lars Hanson), revelan su tumultuosa naturaleza, a la par que anuncian el desarrollo posterior de la trama. Mención especial merece la pasmosa destilación del tema del agua que ofrece Johan, retomado de La canción de la flor escarlata y aquí profundizado: el seductor (Urho Somersalmi) no sólo aparece siempre asociado al agua (o igualmente, a los troncos), sino que incluso, por más que Johan (Mathias Taube) y él efectúen idénticos trayectos, las aguas turbulentas sólo parece navegarlas el vagabundo mujeriego.
El uso de las elipsis, de insuperable (y brutal) eficacia dramática en el asalto a la vicaría de Herr Arne.
Lo pictórico de sus bellísimos encuadres y su extraordinario uso de las líneas horizontales, verticales y diagonales, sobresaliendo aquellas imágenes que modulan el cuerpo de los actores como líneas abstractas: véase la forma de recostarse del seductor de Johan, cuando no su directa adopción de la línea horizontal en sus muchos momentos de molicie manifiesta; o bien, la oposición que, en El tesoro de Herr Arne, se establece entre la virginal y vertical Elsallil (Mary Johnson) y el galante y oblicuo Sir Archie (Richard Lund )…, aunque Elsallil también se incline, como un arbolillo, cuando Sir Archie la inquieta y repele.
La iluminación, ejecutada casi siempre por Julius o Henrik Jaenzon y generalmente trabajada de forma naturalista, a veces incluso en los interiores, como en ese maravilloso plano de La mejor película de Thomas Graal que recoge a Victor Sjöström sentado en la escalera, plano que parece más propio de una película de veinte o treinta años después, tal es su nitidez y contraste, su efecto de realidad. Ahora bien, por el lado opuesto, también sobresale una gran estilización: por ejemplo, la apertura sucesiva de las tres ventanas en la escena del pabellón de caza de Primera bailarina, o los constantes juegos entre el negro y el blanco de El tesoro de Herr Arne.
Las sobreimpresiones, de rara efectividad y belleza en las apariciones fantasmales de El tesoro de Herr Arne y en las del abuelo violinista en La leyenda de Gunnar Hede.
La agudeza en la elección de las escalas del plano. Un ejemplo contundente: en La canción de la flor escarlata, la transformación del plano entero de la despedida entre Olof y su madre en un plano medio en la rememoración final de ese mismo momento, cuando el adiós ya se ha revelado definitivo. O igualmente: los contados primeros planos de toda El tesoro de Herr Arne, los dos de Elsallil, primero aterrorizada tras la matanza y, secuencias después, asistiendo inquieta a los desvaríos de su pretendiente Sir Archie; planos que, por su rareza, adquieren una intensidad fuera de lo común, y por su acierto, revelan magistralmente la desgarradora disyuntiva de la heroína.
La profundidad de campo, la cual, pese a Sadoul, no creemos que alcanzara su cota más significativa en el período silente con el Stroheim de esa indudable obra maestra que es Avaricia (Greed, 1924), sino mucho antes, con Stiller, con Griffith y con DeMille. Rememoremos esos momentos que muestran dos o más acciones en distintas escalas de un único cuadro: esos planos generales del incendio de El tesoro de Herr Arne en que, sorpresivamente, algo ocupa el segundo o primer término del encuadre (un caballo, una escalera), de gran eficacia para subrayar el tumulto. O también, como prueba de singular elocuencia en la interacción de los diferentes términos de profundidad, ese plano de Johan en que Marit y el seductor entran en la casa, mientras al fondo los observa la criada.
Es remarcable asimismo que, como mínimo desde Amor y periodismo, su segunda película conservada, Stiller prefiera hacer entrar a sus personajes en plano no por los laterales, sino desde el fondo o desde cámara, acentuando con sus desplazamientos posteriores, perpendiculares u oblicuos a cámara, la sensación de profundidad; una técnica que, se ha de reconocer, comparte con su compatriota Sjöström, con Griffith y con otros directores de la época, pero que pensamos que Stiller profundiza, por alcanzar con frecuencia mayor fuerza emocional y por efectuarse a menudo de manera sumamente sutil. Quizás sus momentos más bellos al respecto sean el paseo de los protagonistas de La canción de la flor escarlata, separados por la valla de la finca, así como esos contados planos medios de La leyenda de Gunnar Hede en que Ingrid (Mary Johnson) se aproxima a cámara, a veces casi imperceptiblemente, en consonancia con su mayor implicación emocional.
El decorado, que tantas veces se asimila sabiamente a situaciones concretas, como pueda ser el entorno de la escalera, reservado para lugar de galanteo en Erotikon. O que tantas otras explica la situación vivida por los personajes, como esas puertas y ventanas enrejadas que cruzan o abren Preben (Lars Hanson) y Leo en ese mismo film; o, ejemplo deslumbrante por su sencillez y contundencia, la cabaña inclinada perteneciente al seductor de Johan, de la que además se registra el techo, lo cual, unido a su desnuda estructura a base de maderos horizontales, coadyuva enormemente a otorgarle la sensación de agobiante ratonera. (10)
10. Se apreciará que, contra lo que la historiografía tradicional más perezosa suele dar por sentado, los decorados techados no son innovación de Ciudadano Kane, ni invento de Welles.
La impresionante utilización del clima y del paisaje, superior incluso a Sjöström y Griffith: las extensiones nevadas y el mar congelado de El tesoro de Herr Arne; los rápidos de La canción de la flor escarlata y de Johan, o la orilla pedregosa de este último film; el campo helado y, ya al final de la película, el bosque primaveral que acoge la liberación de la pareja protagonista de Primera bailarina. Resaltemos también el maravilloso uso del frondoso lugar junto al río donde Ingrid y Gunnar (Einar Hanson) recolectan piedras en La leyenda de Gunnar Hede, paraje que empapa la memoria de manera muy superior al famoso rincón de las fresas salvajes bergmaniano, indiscutible heredero de éste; y también, ¡cómo no!, la bellísima escena de amor entre Elsallil y Sir Archie en El tesoro de Herr Arne, en la calle nevada, ateridos de frío y alentando vaho.
Los movimientos de cámara: el travelling de acompañamiento a Sir Archie, en tres cuartos, que huye del fantasma a paso rápido sobre la extensión helada; o el lateral que sigue a los tres escoceses hasta su encuentro con Elsallil en la cabaña, ambos ejemplos pertenecientes a El tesoro de Herr Arne; o los preciosos travelling que preceden a Ingrid pensando en su enamorado Gunnar en La leyenda de Gunnar Hede, primero leyendo una carta del joven, finalmente tocándole el violín para que recupere la razón. Destaquemos que ambos filmes son anteriores, El tesoro de Herr Arne nada menos que en cinco años, a la producción de El último (Der letzte Mann, 1924), de Murnau, habitualmente considerada, por sus abundantes movimientos, como la película que “liberó” la cámara.
Entre los modos más propios o característicos de Stiller destaquemos:
La sobriedad y los finos matices de la interpretación, a nivel muy superior al de cualquier otro director de finales de los años diez y principios de los veinte. ¡Cómo acusaron Lubitsch y tantos otros su influencia! Cualquier momento de Erotikon bastaría para atestiguarlo, pero ofrezcamos algunos botones de muestra, de finura y talento cotejables, pertenecientes a otros títulos: la muda, sutil, pero perceptible incitación de una pizpireta Karin Molander a Victor Sjöström en El mejor hijo de Thomas Graal; los irónicos galanteos de Lars Hanson en La canción de la flor escarlata; el leve alzar de brazos con que Jenny Hasselquist, sola en la cocina, revela su femenina sensualidad en Johan, o esa mirada furtiva que cruzan ella y el seductor, mientras Johan, agachado en el suelo, recoge unas monedas. O, por mencionar un caso en el que la intención se transmite por delegación en un objeto, esta vez sí, perteneciente a Erotikon: ese gesto de Irene de interponer la pluma entre ella y Leo, en el palco, para aislarse de él.
La perspicacia del cineasta para insertar los flash-back y aún mayor agudeza para volver al momento inicial: así, tras la rememoración de Elsallil del asesinato de su hermanastra, el film la recupera en un plano de escala ligeramente mayor, mostrándola menos agitada, sólo que más anulada por las circunstancias; o, tras el recuerdo del hallazgo de la pequeña Marit (Jenny Hasselquist), la madre de Johan (Hildegard Harring) reaparece dando la espalda a su hijo y el cuadro acentúa el aire sobre las cabezas; o bien, el relato que la niñera hace al niño Gunnar de las aventuras de su abuelo en un plano medio compartido por ambos revierte, tras la rememoración de las manadas de renos, en un plano corto reservado sólo para el fascinado niño.
El montaje: por zonas (como, posteriormente, en Murnau), en movimiento (método que acabaría siendo imperante a finales del período mudo); y aún más, justificado por las miradas de los actores, es decir, articulado mediante puntos de vista, en lo cual Stiller no tiene parangón durante su época de esplendor. No haría falta mencionar ejemplos en este apartado, puesto que el dominio manifiesto de esta herramienta, que hace que los planos del sueco-finés se ensamblen tan fluidamente, tantas veces en ausencia total de rótulos, sencillamente se hace patente en cualquier secuencia de su obra. Mencionemos, no obstante, la secuencia en la taberna de El tesoro de Herr Arne, por brindar casos perfectos de esas tres principales estrategias de montaje.
Con certeza, la más gigantesca aportación de Stiller a la cinematografía mundial sea su maestría para compartimentar la escena por medio del decorado o los tiros de cámara, generando subespacios adicionales que crean nuevas relaciones entre los personajes, a veces excluyendo a otros: así, Elsallil y su abuela en el porche de la cabaña de El tesoro de Herr Arne; Irene y Leo reencuadrados por distintas ventanas del coche en Erotikon; Marit sola en un plano que excluye a Johan tras recibir la mirada acusadora de la madre de él. O una de las muestras más admirables: cómo Marit y el seductor, en la escena de la cocina, son separados de Johan mediante la planificación; y cómo, al final, en la cabaña del mujeriego y en concordancia con el cambio de sentimientos de Marit, la planificación une a ésta con Johan y la separa del seductor.
Otros momentos incluso van más lejos y, por bien dosificados y por su ejemplar acierto, sugieren niveles de realidad ocultos. Memorables son: el plano del seductor de Johan que nos lo muestra reencuadrado por una ventana desde el interior del granero; o, esta vez desde el exterior, el de la criada seducida por Olof en La canción de la flor escarlata; o, en Erotikon, el contrapicado sobre Irene apoyada en la barandilla, justo en el momento en que llega a su casa su secreto enamorado Preben; o el cambio a un tiro más frontal sobre un Preben que acaba de empujar a Irene al suelo, cambio que transmite como una descarga eléctrica su repentina turbación sexual. ¡Y qué decir del genial contraplano que nos muestra a Sir Archie devolviéndole una mirada desquiciada y oblicua a la aparición que lo persigue! ¡O de los no menos geniales de Elsallil de espaldas a cámara, planos subjetivos de otros personajes (la abuela, Sir Archie, la posadera) que la muestran abismada en sus tortuosos pensamientos, rumiando la traumática matanza de la que sólo ella se salvó!
La densidad conferida a los objetos, insuperada en su época, ya que hasta los más irrelevantes pueden cargarse de connotaciones insospechadas. Quizás, las esculturas desnudas de Erotikon, siempre presentes, posean connotaciones obvias, pero, aun así, es magistral la forma en que en significativas ocasiones surgen sorpresivamente, gracias a la repentina evolución de algún personaje.
Sin embargo, su película más pasmosa en este aspecto, aún hoy inigualada, es Johan, pues casi cada elemento del paisaje, cada utensilio de la granja, por nimios que sean, adquieren una elocuencia inaudita en contacto con los personajes. Así, esa escalera apostada en la fachada de la casa de Johan, siempre en consonancia con el seductor ejerciendo sus avances; o esos peces volcados del cubo al suelo, que, mostrados en admirable inserto, despiertan de inmediato la suspicacia de la suegra. ¡Y qué decir de la bellísima escena entre Marit y el seductor solos en la cocina, donde la lechera, el cuenco y el perol, asociados a cada uno de los personajes o a ambos, conforman una elocuente sinfonía de objetos transmutados en signos sobre el deseo sexual, cuyo crescendo (erótico) se corona imperativamente con el primer beso de los adúlteros! Significativamente, cuando Marit acuse el remordimiento de su infidelidad, al encogerse, tapará con el cuerpo el perol testigo de su desliz…
Casi indisociable de lo anterior, una pasmosa capacidad metafórica y simbólica, tanto más valiosa cuanto que no se consigue mediante la extrañación y exacerbación pictórica o teatral -típicas, por ejemplo, en el expresionismo alemán-, sino que surge de las imágenes más sencillas y naturales, salvo algunas excepciones, como puedan ser el espejo que desdobla al protagonista en La canción de la flor escarlata o el ballet escenificado en Erotikon. Para atestiguar la limpidez habitual de las metáforas del cineasta ahí están el cristal roto del granero o los rápidos de La canción de la flor escarlata, los violines de La leyenda de Gunnar Hede, las ramas desnudas de los árboles del otero donde se ubica la cabaña de Elsallil, o el mar helado y el barco atrapado de El tesoro de Herr Arne -el cual, nueva influencia, prefigura el barco varado de la bergmaniana Como en un espejo (Säsom i en spegel, 1960).
Razonablemente, la culminación en este aspecto del arte de Stiller se alcanza en Johan: las redes, las cacerolas, las rocas, los troncos y maderos, la valla que cruza el seductor…
Y claro está, el agua, mansa o bravía según las situaciones, con gradaciones intermedias que encajan admirablemente con los estados anímicos de los personajes y que culminan con una las escenas más famosas de toda la trayectoria del sueco: el descenso de Marit y el seductor por los rápidos, registrados por una cámara solidaria, por enésima vez de sorprendente modernidad, que se adhiere, discurre, oscila y se agita con ellos. Podríamos hablar de torbellinos de la conciencia.
II. Apostilla
No nos gustaría acabar este artículo sin ofrecer un pálido resumen de dos magistrales secuencias de El tesoro de Herr Arne, pues en ellas se dan cita muchos de los recursos más innovadores de Stiller y se hace evidente cómo, lejos de constituir compartimentos estancos, todos ellos interaccionan entre sí. Además, dichas secuencias revelan la desbordante creatividad del director, ignorada por la mayoría, e incluso minusvalorada por aquellos pocos que recuerdan El tesoro de Herr Arne y que sólo parecen hacerlo por la belleza pictórica de la secuencia final, como si el film no ofreciera nada más… Aparte, estas dos gloriosas secuencias también manifiestan la sutil minuciosidad con que el cineasta planificaba sus películas, auténticas filigranas de planos, y demuestran que, ciertamente, Godard se quedó corto cuando afirmó que un travelling era una cuestión de moral: para Stiller, no solamente cada travelling, también cada encuadre, cada emplazamiento de cámara, cada gesto y mirada de sus actores, cada plano en suma, lo eran.
El primer fragmento elegido es el reencuentro casual entre Elsallil y los tres escoceses, regenerados en apariencia (o al menos, en sus vestimentas), frente a la cabaña, tiempo después de perpetrada la matanza y sin que la una reconozca a los otros ni viceversa. El otro fragmento es inmediatamente posterior y registra el cortejo de Sir Archie a Elsallil, interrumpido por las alucinaciones del hombre. No reproducimos aquí todos los planos que constituyen las secuencias y nos limitamos a los más relevantes de cara a nuestras intenciones. Hagamos notar así mismo que, pese a la excelente restauración efectuada por el Instituto de Cine Sueco, los encuadres no están completos - algo habitual, por otra parte, en las películas del período, pues no siempre nos ha llegado el negativo original, y a veces, ni siquiera copia en 35mm. -, por lo que ocasionalmente se esfuma algún detalle relevante, o los rostros o cuerpos quedan cortados.
Fragmento 1. De cómo Sir Archie y Elsallil se conocen y se enamoran.
Uno de los rasgos más peculiares de El tesoro de Herr Arne es que durante sus primeros cuarenta minutos de metraje, nada menos que hasta el Acto Tercero, no acaba por precisar quiénes son sus protagonistas. Adelantándose cuarenta años a Psicosis (Psycho, 1960), la trama va cambiando de personaje vector: primero, sigue las correrías de los tres mercenarios escoceses; luego, se ocupa de Torarin (Axel Nilson); y finalmente, bien pasada la media hora en la duración del film y un tiempo sin precisar en la trama, se centra en Elsallil, la cual resulta ser el personaje centrípeto: ella ha sido la única en escapar a la matanza de los escoceses, y como consecuencia, ha sido recogida y adoptada por segunda vez (antes lo fue por Herr Arne, el cual, por cierto, apenas aparece cinco minutos en el film) por Torarin y su madre, Katri (Jenny Öhrström Ebbesen).
Nadie piense que se trata de una insuficiencia del guión -pues todas las películas anteriores de Stiller distinguían bien claro desde el principio a sus protagonistas-; ni siquiera basta con achacar esta originalidad a su muy probable fidelidad al texto original de Lagerlöf -que sentimos desconocer, pero cuya sinopsis ofrecida por Hermann Hesse serviría igualmente para la del film, salvo un detalle fundamental-, pues El tesoro de Herr Arne acumula un par de originalidades más, que, en cierto sentido, la hacen aún más osada que Psicosis.
La primera es que, precediendo al Mizoguchi de Los cuarenta y siete samuráis (Genroku chusingura, 1942), un valeroso Stiller elide visualmente nada menos que el acontecimiento catalizador de toda la trama: la matanza en la vicaría perpetrada por los mercenarios. La segunda es que, durante todo el bloque inicial, se deniega toda identificación del espectador que sobrepase los cinco minutos con personaje ninguno; e incluso los escoceses y Torarin han de ceder continuamente la preeminencia a otros personajes…, aunque sería más ajustado decir que la película simplemente opta por primar lo colectivo sobre las individualidades (por ejemplo, la última cena en la granja de Herr Arne, la extinción del incendio...).
En consonancia, no deja de resultar sorprendente, acostumbrados como estamos a las estrategias narrativas dominantes, que, por más que Sir Archie acabará erigiéndose en el coprotagonista junto a Elsallil, la cámara se niegue al inicio a destacarlo de sus otros dos secuaces, Sir Donald (Bror Berger) y Sir Filip (Eric Stoklassa): no hay planos dedicados a él o no hay más que a los otros dos, ni detalles que acusen sus reacciones; es más, los tres se van turnando a la hora de tomar la iniciativa. Baste con observar que el plano donde el trío forcejea con el carcelero, tirando de la pica de éste (detalle que tendrá un importante eco hacia el final del film), reserva el primer término, tanto más sorprendentemente cuanto que está trabajado según el método habitual en Stiller de potenciar la profundidad de campo incluso en los planos cortos, para Sir Filip y no para el futuro protagonista Sir Archie, el cual aparece en medio, igual de inconsciente y montaraz que sus compañeros de tropelías.
Aparte de revelar una escasa sumisión al star-system por parte de su director (al menos, en este film), la razón de ser no puede ser más lógica: durante todo el inicio, Sir Archie es tan energúmeno y tan asesino como sus otros dos compañeros, y el terceto forma un todo compacto, como en versión siniestra de los tres mosqueteros, por lo que la cámara de Stiller no considera necesario destacar al joven de los otros. Hay, no obstante, una excepción importante, la única diferenciación de Sir Archie de sus bárbaros cómplices, dada a los treinta minutos de metraje, donde se siembra el germen de su arrepentimiento: un plano entero lo muestra en el trineo, contemplando agitado la vicaría en llamas; inmediatamente, sus dos secuaces entran en cuadro trasladando el baúl del tesoro, le dan unas palmaditas de ánimo, y todos abandonan el lugar. La distinción de Sir Archie es, por tanto, efímera, y enseguida la planificación vuelve a unirlo con sus compatriotas, pues no será hasta su conocimiento de Elsallil, de la que se prenda nada más verla, que en el truhán escocés comience a avivarse verdaderamente algo parecido a la conciencia. Sólo entonces la planificación lo separará de los dos impenitentes y lo registrará en ámbitos ignotos para los otros.
La secuencia que comentamos es pues, fundamental, porque es aquélla donde la cámara escoge a Sir Archie de entre los tres desbocados, y donde la trama comienza a seguir un hilo firme, el de los amores del vándalo escocés y la doncella nórdica; en fin, aquella secuencia que finalmente revela cuál es el corazón del film. Comienza ella con un montaje paralelo, por un lado, de varios hombres, entre los cuales los tres escoceses, oteando el mar helado con la esperanza de que por fin haya alguna señal del deshielo para así poder partir de Suecia, y por otro, de Elsallil en la cabaña de Torarin, situada en un otero próximo al promontorio desde el que se percibe el mar.
De los planos iniciales de la secuencia destaca especialmente aquél en que Elsallil, ensimismada, está apostada junto a una roca, supuestamente mirando a los paseantes; al menos, eso reza el intertítulo correspondiente (Fotograma 1.1). La iluminación natural (responsabilidad de Julius Jaenzon) no puede ser más significativa: una densa y compacta sombra corta el busto de Elsallil en dos, sugiriendo la escisión del personaje, idea en la que insiste el posterior ladeamiento del rostro de la muchacha de la mirada perdida, que queda también dividido entre sol y sombra (Fotograma 1.2); un momento, por cierto, que revela la magistral dirección de actores orquestada por Stiller mediante sutiles gestos. Pero, es más, sobre la roca soleada se proyecta la sombra de unas ramas desnudas, convirtiéndola en el otro foco de atención del plano, tras el rostro de la joven.
Casi inmediatamente, Stiller nos ofrece la misma imagen, sólo que desde el punto de vista de la anciana que la ha acogido, la madre de Torarin, en unos de esos planos y contraplanos tan queridos por él que muestran a un personaje que mira a otro absorto en sus pensamientos, ajeno al mundo (Fotogramas 2 y 3). Lo más elocuente del contraplano de Elsallil es que contradice la información que el rótulo anterior nos había ofrecido, pues en realidad, parece no mirar nada y estar simplemente sumergida en un pozo de melancolía. La secuencia prosigue con los intentos de la anciana para que la joven olvide por un momento sus preocupaciones, animándola a que la ayude en las tareas domésticas.
El fragmento que vamos a pormenorizar comienza con Elsallil olvidándose de su faena, presa otra vez del recuerdo: un breve flash-back de un solo plano ilustra, no la terrible matanza que la dejó huérfana por segunda vez, sino el momento posterior en que una Elsallil desesperada se abraza a su hermanastra muerta. A la vuelta del flash-back, como quiera que la abuela, aunque comprensiva, es ajena al trauma de la chica, Stiller recurre a su método de generar distintos subespacios para distintos personajes. Ya antes la cámara había efectuado la delimitación ofreciendo el plano de la anciana y el contraplano de Elsallil arriba comentados; ahora, le corresponde al decorado, auxiliado por la profundidad de campo, separar a las dos mujeres; y así, uno de los postes del cobertizo parte el encuadre en dos lados: el izquierdo para Elsallil, en plano medio, y el derecho para la anciana, en plano entero y, luego, americano (Fotograma 4).
No obstante, la segunda, para intentar consolar a la primera, avanzará hacia ella, cancelando la separación entre ambas y anulando la diferencia de escala, en correspondencia con su muestra de cariño. El siguiente plano nos lleva a los escoceses, todavía hechos una piña. La cámara recoge su caminar en travelling lateral hacia la izquierda, con bastante aire sobre las cabezas para registrar mejor los peñascos nevados. El comienzo y el final del plano son especialmente elocuentes. Al inicio surgen los tres, si bien se debe destacar que el primero que hace su aparición es Sir Archie, tras un árbol de ramas desnudas, uno de los leit-motiv visuales del film (Fotograma 5.1). Evidentemente, el yermo vegetal hace pensar en el frío, en la esterilidad, en la muerte (al fin y al cabo, los escoceses son unos matarifes); pero lo verdaderamente destacable de la imagen es que antes se ha asociado a Elsallil, gracias a la sombra que otro árbol desnudo proyectaba sobre la roca. De ahí la necesidad de empezar ya a primar a Sir Archie: las ramas desnudas forman un nexo de unión entre la muchacha y él, dejando entrever lo vacío de sus vidas (sin ilusión, la de Elsallil; sin ideales, la de Sir Archie); o bien, la imposibilidad de la relación que a no tardar intentarán establecer.
El travelling continúa siguiendo a los hombres, a la vez que la cámara adopta un ligero ángulo picado (Fotograma 5.2), hasta que éstos sorprenden la lastimosa estampa de la joven y la anciana. Ellos se paran algo sorprendidos, pero la cámara sigue avanzando y los deja atrás hasta recoger a las dos mujeres (Fotograma 5.3). La gran fuerza poética del plano reside en su cualidad casi cíclica, pues comienza con el árbol de ramas desnudas y acaba con Elsallil, personaje e imagen asimilados en aquél anterior de la muchacha pensativa (Fotogramas 1.1 y 1.2) y ahora conectados por los deambulantes escoceses. Y su gran necesidad narrativa estriba en que, por primera vez en el film, no sólo Elsallil y Sir Archie ocupan el mismo espacio (se debe recordar que la matanza ha sido dada elípticamente), sino que, gracias al travelling, incluso aparecen en el mismo plano: el acercamiento es inminente.
A partir de ahora, la planificación consta de una serie de planos y contraplanos de los hombres y las mujeres, donde, a diferencia de lo habitual en Griffith, que solía rodar los distintos planos sobre el mismo eje o apenas modificado y con muy contados tiros y escalas, Stiller va a ir cambiando el emplazamiento de la cámara, de forma casi imperceptible, llevándonos del tiro lateral sobre los personajes en los Fotogramas 5.1, 5.2 y 5.3 a otros progresivamente más frontales, muy variados y pautados meticulosamente. El nuevo plano de los tres hombres mirando a izquierda (Fotograma 6) abandona ya definitivamente el picado con que finalizaba el anterior y comienza, muy sutilmente, a destacar a Sir Archie: claramente ocupa la parte central del plano, y su gesto de detener a sus compañeros con los brazos revela que se encuentra un paso por delante de ellos.
Aparte, la impresión que les causa la revelación de que Elsallil haya sobrevivido a la matanza se traduce en la elección de un plano medio, con el aire mucho más ajustado, frente al plano americano anterior con abundante aire sobre las cabezas. La escala se ajusta en consonancia en el subsiguiente plano de las dos mujeres (Fotograma 7), abrazadas bellamente formando un sutil círculo con sus manos y rostros, y orientadas hacia la izquierda de cuadro. En esta disposición se percibe, en negativo, una perfecta asunción de lo que con el tiempo se institucionalizaría como el raccord de miradas: si Elsallil no está virada hacia los escoceses, es porque no los ha visto (ni oído); de hecho, ella sigue contándole sus dolores a la afable abuela.
Se hace necesario un inciso en este momento, pues resulta imperativo recalcar que, aunque en aquella época el cine aún se sentía muy libre en el acuerdo de la dirección de las miradas, Stiller fue de los primeros cineastas en utilizar su raccord de forma perfecta y sistemática; del mismo modo que, proféticamente, no usaba el montaje retardado (el cual, al cortar, repite algunos fotogramas de la misma acción en el plano siguiente), tan extendido en la época silente, decantándose en cambio por el que llegaría a ser el montaje canónico (que suprime algunos fotogramas en los cortes). Ambos hechos contribuyen enormemente a la gran fluidez y a ese aire de estar tan adelantadas a su época que desprenden las películas del sueco -aunque, ciertamente, ni el raccord de miradas ni el montaje institucional sean los axiomas que las escuelas pretenden hoy.
Tras un rótulo intermedio que incide en las penas de Elsallil y otra imagen de los escoceses donde Sir Archie aparece ligeramente más adelantado, un nuevo plano vuelve a mostrar a las dos mujeres, y entonces, la cámara, solidarizándose con la agitación de Elsallil, corrige cuadro cuando ésta deja de abrazar a la abuela, se adelanta, se agarra a un poste (invisible en el cuadro final de la copia actual) y profiere sus deseos de venganza (Fotograma 8). Es notable que, contra lo que tantas veces sucedía en el cine mudo americano y sucedería en el sonoro, los Fotogramas 7 y 8 no pertenezcan a la misma toma: a pesar de que la posición de los cuerpos, invariable, no invite a suponerlo, en realidad, como revela el fondo, se ha cambiado ligeramente el emplazamiento de la cámara, que va abandonando la lateralidad y se va acercando a la línea que une a los escoceses con las mujeres. Con esta elección y el paso dado por la actriz, la distancia focal a la abuela aumenta en relación a la de la atormentada Elsallil, a la que los consuelos de la anciana no le surten ningún efecto y que en este nuevo arranque de angustia pasa, lógicamente, a ocupar un término más cercano del cuadro: una lección de cómo utilizar la profundidad de campo con singular sutileza. No sólo eso, eleva e inclina el cuerpo hacia la parte superior, como si le faltara el aire…, y en terminología cinematográfica prácticamente así es, máxime teniendo en cuenta la dirección del rostro y la mirada hacia lo alto.
El contraplano de respuesta de los tres escoceses (Fotograma 9), ya algo repuestos del pasmo inicial, cambia muy ligeramente el emplazamiento de cámara anterior sobre ellos, y la escala se amplía no mucho, hasta un plano medio largo. Uno de ellos, Sir Donald, prorrumpe en una estentórea carcajada: las amenazas de la frágil Elsallil parecen divertirle sobremanera.
Elsallil oye la risa y se gira, entre intrigada y molesta (Fotograma 10), en un nuevo emplazamiento de cámara algo más próximo al eje central. Debemos aquí hacer énfasis en que su reacción tiene la base en un estímulo sonoro. Desde luego, esto era muy común en todo el cine silente y no es ninguna peculiaridad de Stiller, pero este efecto en particular, por su brutalidad, como de punzada, resulta extraordinario. (11) El Fotograma 11 muestra a Sir Archie intentando contener disimuladamente a Sir Donald, en plano más cerrado y con un emplazamiento de cámara mucho más frontal que los anteriores donde aparecían. Aparte, la planificación comienza ya a aislar al protagonista, al desaparecer Sir Filip de la imagen. Así que tanto el cuadro como el gesto del actor invitan a asumir una mayor implicación emocional del escocés joven que la de sus insensibles compinches.
En el Fotograma 12, Elsallil da un paso adelante, hacia los extraños, a la vez que, quizás barruntando algo muy vagamente, se lleva la mano al pecho: apunta ya la disyuntiva (acercamiento y prevención) a la que se verá condenada la heroína. Además, la cámara efectúa en este plano una nueva corrección perfectamente ajustada al movimiento de Elsallil, lo que todavía no resultaba, en general, tan impecable en 1919. Dicha corrección no sólo le permitía a Stiller mantener una escala más cerrada sobre su actriz, a la par que registrar su sutil avance, sino también solapar a una dinámica interna (el interés de Elsallil) un signo visual (el movimiento de la cámara y de la mano).
El plano siguiente (Fotograma 13), que comporta una escala distinta y un nuevo tiro de cámara, más frontal, pertenece de nuevo a los dos escoceses, donde un Sir Archie de mirada limpia parece tener su doble siniestro, a sus espaldas, en ese Sir Donald algo estrambótico. Tres cuestiones admirables hay en la unión de estos planos. Para empezar, el movimiento de la mano derecha de Elsallil encuentra su respuesta en el de la izquierda de Sir Archie, que deja de sujetar a su compañero. Para seguir, al avanzar, la joven ha quedado en perfil total, mientras que el escocés se muestra casi de frente: en contraste con la prevención de la muchacha, ese dar la cara del hombre hacia la cámara parece transmitir su sinceridad de intenciones; y ciertamente, aunque algo disimule frente a sus compañeros, ya se ha prendado de Elsallil, pues en la misma toma se quita respetuoso el sombrero. Y finalmente, tal y como Sir Donald persiste tras Sir Archie, ahora, en perfecta simetría, la abuela aparece tras la muchacha. Curioso y patético galanteo, pues, cuyos testigos son un asesino y una anciana. ¿Puede haber duda alguna sobre el final de este amor?
El siguiente plano, de Elsallil (Fotograma 14), sigue brindando delicadas sutilezas. El gesto de galantería del forastero ha hecho mella en la doncella, y así lo reconoce el nuevo emplazamiento de cámara, más frontal que los anteriores sobre la joven (aunque no lo sea totalmente respecto al rostro girado: al fin y al cabo, la chica sigue perpleja); emplazamiento, quizá el más radical que hasta el momento ha efectuado la planificación, pues la abuela, que en todos los planos anteriores ocupaba la derecha de Elsallil (la izquierda de plano), ahora pasa al otro lado. Y un nuevo avance hacia la frontalidad casi total respecto a los actores tiene lugar en la siguiente imagen de los tres escoceses (Fotograma 15), donde, pese a reincorporarse Sir Filip, se prosigue con el desmarque de Sir Archie respecto de sus compañeros. En efecto, el plano no sólo se cierra con el iris, que centra al escocés galante y difumina a sus dos colegas, sino que ya, merced a un nuevo sutil uso de la profundidad de campo, lo despega de ellos, situándolo en primer término. Sir Archie emprende la marcha.
Stiller corta en movimiento a un plano lateral que registra el avance de Sir Archie hacia Elsallil (Fotogramas 16.1 y 16.2), seguido en panorámica. Se recupera así la misma idea del plano correspondiente a los Fotogramas 5.1, 5.2 y 5.3: a saber, la puesta en contacto de esas dos almas tan contrarias que, sin embargo, se atraen. Pero, aquí, respetando el gran avance experimentado en los planos intermedios, hay dos diferencias fundamentales con el precedente, aparte del abandono del ángulo picado. Primera: la escala del plano, que, si bien algo más amplia que la de los precedentes, es mucho más cercana que la de la toma con el travelling, ya que pasamos de plano entero a plano americano. Y segunda, y mayor: si antes el asesino y la doncella poblaban por vez primera el mismo plano, aunque no el mismo cuadro, aquí, por fin, comparten la misma imagen (Fotograma 16.2).
El acercamiento es definitivo, como muestran los siguientes y bellísimos planos (Fotogramas 17 y 18) de la pareja mirándose anhelante. Así, la escala es la más cerrada de toda la secuencia, dos planos medios cortos; el emplazamiento, el más cercano al eje de todos, e incluso en el caso de Sir Archie, casi totalmente frontal; y más importante, el aislamiento de los personajes, el mayor de toda la serie: el galán ya ha conseguido desgajarse por completo de sus secuaces, e incluso Elsallil aparece separada de esa abuela que en todos los planos anteriores parecía un apéndice de ella, tan pegada solía estar. Los dos enamorados frente a frente; los dos protagonistas por fin destacados por la cámara.
Dada la importancia del momento, Stiller ofrece planos medios de cada uno: la muchacha aparece pensativa, calibrando sin duda la proposición (Fotograma 20), mientras el hombre se muestra anhelante de una respuesta afirmativa (Fotograma 21). La diferencia de actitud en cada personaje viene ofrecida por la dirección de las miradas, que divergen, y la orientación de los cuerpos: Sir Archie, inclinado y deseante, mira hacia la izquierda, embebido en la joven; Elsallil, erguida y digna, sin embargo, dirige la mirada al lado opuesto y sólo al cabo de un rato mira a su pretendiente de soslayo. A continuación, la secuencia repite dos planos idénticos a éstos, en el último de los cuales Elsallil acaba por mirar a Sir Archie modosamente.
La confrontación entre los dos cuerpos se acentúa con la recuperación del plano americano que vuelve a reunir a la pareja (Fotograma 22), donde más que nunca se aprecia una línea oblicua, de avance (45º exactos), que tiende a invadir todo el cuadro, frente a otra vertical y firme que se recluye en el margen izquierdo: el galanteo sexual convertido en pura geometría. Elsallil, en efecto, aunque tentada por las proposiciones de Sir Archie, tiende, tímidamente, a rehuir su proximidad; así que se levanta y va a aposentarse en un poyo junto al hogar. El hombre la sigue. La escena, tras cinco planos que ilustran ambos desplazamientos, continúa en ese otro rincón de la vivienda, en lo que supone una muestra de la tendencia de Stiller a rodar en secciones distintas de una misma localización. De hecho, el cambio de emplazamiento va a tener una importancia determinante para lo que sigue. En un principio, la repetición, en otro campo, de casi idéntico plano en ángulo y en composición, si bien de escala ligeramente más cerrada, invita a suponer una prolongación o una intensificación del galanteo anterior. Sin embargo, todo empieza a enturbiarse cuando, en su nuevo asiento, en un arrebato casi fetichista, un apasionado Sir Archie aspira el perfume de la larga caballera rubia de Elsallil (Fotograma 23.1). A partir de este instante, el escocés se convertirá en un personaje dubitativo, atormentado y dividido (anunciando, dicho sea de paso, esos caracteres fronterizos e indefinidos que serán la especialidad de Douglas Sirk).
De repente, el hombre queda ensimismado en la contemplación del rizado mechón (Fotograma 23.2), mientras Elsallil, sin apercibirse de la mudanza experimentada por su galán, esboza un femenil gesto de arrobo. Acto seguido, en el mismo plano, surge la aparición del espectro de la hermana adoptiva, Berghild (Wanda Rothgardt), dada por una fantasmal sobreimpresión (Fotograma 23.3).
Semejante apuesta es un nuevo gesto de audacia por parte de Stiller, ya que el espectador todavía no sabe de la relevancia narrativa del cabello: sólo alcanzará a barruntarla cuando, planos después, Elsallil recuerde que el hombre que mató a su hermanastra la agarró del pelo de la misma forma, y a ratificarla varias secuencias más tarde, cuando la joven rememore el único plano de la matanza que mostrará todo el film: el asesinato de la joven. En efecto, en este flash-back, tan breve como brutal, recortados sobre un fantasmal fondo negro, un barbudo Sir Archie agarra a Berghild por la melena y le asesta la mortal puñalada, mientras la joven se escurre exánime al suelo, fuera de cuadro.
Un nuevo inciso se hace necesario. Por un lado, se debe señalar que, otra vez más, Stiller anticipó otro hito muy posterior, en concreto, al Lang de Furia (Fury, 1936) que decidió ocultar el aspecto más siniestro de los linchadores de su film para recuperarlo secuencias más tarde, durante el juicio. Y por otro lado, notemos que aquí encuentra su mayor potencia el único cambio aparente de la trama general que el director aportó a la novela de Lagerlöf -según la sinopsis de Hermann Hess -: en el original, Herr Arne tenía un hijo, y no, como en el film, una nieta. El cambio de sexo, unido a la afición de Sir Archie por las cabelleras rubias, haciendo que Elsallil y Berghild sean en esta secuencia prácticamente intercambiables -como veremos enseguida-, añade un malestar adicional a la película: alrededor del crimen, sobrevuela la sospecha de la violación, agravada por el hecho de que Berghild apenas era una niña.
Evidentemente, el enajenamiento del hombre no puede pasar desapercibido a la arrobada muchacha, y Elsallil se gira asombrada (Fotograma 24) y contempla al obnubilado Sir Archie (Fotograma 25). No podemos por menos que calificar estos dos sencillos planos como geniales; como mínimo, por cuatro motivos. Primero: tal como había sucedido en la secuencia anterior, la cámara, en este momento privilegiado, abandona la frontalidad con la que ha comenzado, para ofrecer tiros más oblicuos y aproximarse al núcleo de la escena, al lugar del cruce, realizado o frustrado, de las dos miradas. Segundo: el plano del hombre es un plano subjetivo de la joven (no físicamente, en el sentido de la posición de la cámara, pero sí discursivamente, en el sentido del punto de vista), lo que, además de añadir una violencia subterránea a una secuencia que hasta ahora había transcurrido más o menos objetivamente, justifica todas las dudas sembradas en la muchacha a partir de este momento. Tercero: si, en el Fotograma 21, Sir Archie miraba a la izquierda para conquistar a Elsallil, ahora, esclavo de la aparición de Berghild, mira a derecha; no se trata sólo de dos lugares de la mirada asignados a distintos personajes o conceptos, sino también de un signo perfecto de la escisión del hombre entre el amor y el remordimiento, e incluso muy probablemente, entre un amor delicado y una pasión brutal. Y cuarto: hay un precioso eco, no sólo con los Fotogramas 20 y 21, sino también, intensificado, con la secuencia anterior (Fotogramas 6, 7 y 8), pues si, en ambos casos previos, Sir Archie miraba a la muchacha y ésta seguía absorta en sus pensamientos, ahora se han cambiado las tornas, y Elsallil observa y el hombre se enclaustra en sus alucinaciones.
El siguiente plano (Fotograma 26) vuelve a reunir a la pareja. El emplazamiento y la escala siguen siendo los mismos que los de los Fotogramas 23.1, 23.2 y 23.3, y sin embargo, muchas son las riquezas de esta nueva imagen. Para empezar, Elsallil adopta por primera vez la línea diagonal, pero no para aproximarse a su galán, sino para, alertada, alejarse de él. Luego, hay una perfecta sobreimpresión, de ésas que tan merecida fama mundial le ganaron a Julius Jaenzon, del rostro del fantasma y de su cabellera acariciada por Sir Archie. Aparte, hay una preciosa idea lumínica que se explicará (de nuevo) a posteriori: un haz, que antes no existía, cruza en diagonal la derecha de plano, coincidiendo justamente con la rubia cabellera de Berghild. Y finalmente, la mayor genialidad del momento: la joven aparecida se sitúa en lugar similar al que ocupaba la viva en el Fotograma 23.2, sólo que al otro lado del plano, a la derecha; y sobre todo, la inclinación del rostro hacia lo alto y el entrecerrar de los ojos reproducen exactamente el gesto de Elsallil. Todavía más, contra lo que cabría esperar, el gesto de la muchacha muerta no es de un terror vago, como ahora el de su hermanastra, ni de perplejidad, como el de Sir Archie, ni siquiera de pena, de venganza o de indignación. No, Berghild alza la barbilla y entreabre los labios, acogiendo las caricias de Sir Archie más placentera, más voluptuosamente de lo que lo hacía la recatada superviviente. Este pasmoso matiz aporta al momento un inesperado toque erótico que cimienta contundentemente esa idea de turbiedad sexual que vendrá apuntalada en el muy posterior flash-back de la muerte de la chica.
El Fotograma 27 muestra a Elsallil impresionada, y también se debe destacar imperativamente, al ser uno de los dos únicos primeros planos de todo el film. Si el otro había mostrado a la doncella aterrorizada tras la masacre, éste delata su creciente inquietud ante el comportamiento de Sir Archie, uniendo así los dos polos entre los que se moverá la infortunada: una matanza incomprensible y un amor injustificable. De hecho, como nos explicará enseguida un rótulo, el gesto de Sir Archie de acariciar la cabellera inexistente le recuerda dolorosamente al del criminal que agarró la melena de su hermana antes de apuñalarla. Ya un barrunto, por tanto, de que el hombre que ama perpetró el asesinato…, aunque Elsallil prefiera censurarlo de momento. Tras haber ilustrado tan brillantemente el delirio de Sir Archie, el siguiente plano devuelve, al espectador más que al hombre, a la realidad (Fotograma 28), y esto viene expresado, en la fotografía, por que ese haz de luz donde flotaban los cabellos de Berghild se ha desvanecido a la vez que la aparición, y en la interpretación, por que Sir Archie pasa a acariciar los cabellos de Elsallil…, aunque aún no parece haberse librado de su ensimismamiento, y en su mente, la muerta y la viva se confunden en una única cabellera.
Stiller monta en movimiento con el siguiente y bellísimo plano, donde el busto de Elsallil ladeada hacia el galán enajenado se completa con la mano de éste, que enrosca con suavidad su cabellera (Fotograma 29.1). Un momento, por cierto, que podría pertenecer a Vértigo (Vertigo, 1958). El contacto con el hombre parece producirle escalofríos a la huérfana y, en el mismo plano, recoge su mata de pelo y se gira, dándole definitivamente la espalda a Sir Archie (Fotograma 29.2). De nuevo, hay en este plano una minuciosa rima con la secuencia anterior: si en el Fotograma 12 una Elsallil algo asombrada y vagamente inquieta se llevaba la mano al pecho, aquí, absolutamente desconcertada, acaba posándola en el hombro. En este momento viene su confesión de que el hombre que mató a Berghild la agarró del pelo del mismo modo.
Tras el rótulo, un nuevo plano, idéntico en escala y con toda probabilidad perteneciente a la misma toma que los Fotogramas 29.1 y 29.2, muestra a Elsallil con desconfianza creciente, dándole la espalda a Sir Archie por completo y mirándolo de soslayo; es más, aunque en la imagen apenas se perciba, forma con los brazos una cruz sobre el pecho (Fotograma 30). E igual que antes Sir Donald prorrumpía en una intempestiva carcajada, ahora Sir Archie hace otro tanto y ríe franca y ostentosamente, aunque sea por otros motivos (Fotograma 31). La pista la da la iluminación, pues, sorprendentemente, el haz luminoso vuelve a aparecer a la derecha de plano. Si en el Fotograma 26 el haz estaba, en el 28 no, y ahora vuelve a surgir, alguien podría pensar: ¿será esto un fallo de raccord? No, por cierto, sino una muestra más de la tremenda sutileza de Stiller. Sir Archie lo explica en el siguiente rótulo: todo se debe a un rayo de luz que se cuela en la cabaña, surge y se desvanece. (12) Ese rayo de luz es lo que él ha interpretado como la rubia cabellera de Berghild: por ello, en el Fotograma 26, haz y melena coincidían exactamente; por ello, en el Fotograma 28, cuando la alucinación cesaba, el haz desaparecía; y ahora, en el Fotograma 31, con la nueva irradiación, Sir Archie, ya más en sus cabales, cree comprender lo que le ha ocurrido... Sólo lo cree, pues ha olvidado que la primera visita del fantasma, en el Fotograma 23.3, tuvo lugar cuando ese tímido rayo invernal aún no había penetrado en la vivienda…; y de hecho, las apariciones habrán de persistir incluso en noche cerrada.
Sir Archie ha recuperado la seguridad; no así Elsallil. Por ello, Stiller reserva ahora un plano medio para la desconcertada muchacha (Fotograma 32) y ninguno para el hombre. Este plano aumenta ligeramente la escala sobre la núbil respecto de los dos anteriores, y es una nueva muestra del trabajo de filigrana del director, que ha ido pautando la alerta de Elsallil en cinco etapas (Fotogramas 24, 27, 29, 30 y 32), cuatro si consideramos los Fotogramas 29 y 30 como pertenecientes al mismo plano, sólo que separados por un rótulo. Nada menos que cada uno de los cuatro pasos cuenta con su correspondiente escala, ¡y ninguna repetida!, alcanzándose el punto álgido en el primer plano del Fotograma 27, para ir decreciendo ligeramente a partir de él, al ampliarse la escala. Aunque la secuencia aún prosigue unos segundos más, el último plano que aquí comentamos vendría a significar algo así como el triunfo ilusorio de Sir Archie. En plano casi entero (Fotograma 33), el galán se levanta exultante y alarga la mano, como dominando la luz que se cuela en la cabaña. Ahora bien, si el hombre se expande, la muchacha, todavía sentada, se repliega. Una sutil variación ha tenido lugar respecto al inicio de la secuencia (Fotogramas 19 y 22): ahora, Sir Archie se constituye como línea vertical, mientras que Elsallil se conforma como diagonal; sólo que ella no busca aproximarse, como hacía el hombre en los planos de cortejo, sino alejarse, rehuirlo. Aparte, hay otro detalle importante: en el Fotograma 29, Elsallil había subido la mano derecha al hombro izquierdo, y en el 30, cada vez más a la defensiva, había llegado a cruzar sus brazos sobre el pecho, aunque el gesto apenas fuera perceptible. Ahora, en el Fotograma 33, la cruz de los brazos es perfectamente visible, y deja entrever, más que la prevención que Elsallil apenas nunca había dejado de mostrar, temor al hombre del que se ha enamorado. Y aún más importante: el gesto de los brazos en cruz tendrá su eco más adelante, cuando lo repita la espectral Berghild.
Evidentemente, Elsallil reaviva la conciencia dormida de Sir Archie. Evidentemente, existe una equivalencia entre las dos doncellas, como bien dejaba adivinar la película al presentarlas, en el Acto Segundo, a la vez y en el mismo plano. Pero esta repetición de gestos de Elsallil viva y de Berghild muerta, esta acentuación erótica de su cualidad de dobles, aporta un espesor a la trama fuera de lo común y resulta turbadora en grado sumo: ¿alucina Sir Archie en Berghild los gestos que ha esbozado Elsallil?; si persiste en confundir a la muerta con la viva, ¿se he regenerado realmente?, ¿no mantendrá en el fondo su bestialidad en sorda ebullición? Y sin embargo, teniendo en cuenta que, en realidad, Sir Archie no ha visto dichos gestos, desde luego no el arrobo de la muchacha en el Fotograma 23.2 y apenas sus brazos en cruz en el Fotograma 32: ¿no será el fantasma, en realidad, una proyección de la misma Elsallil? (al fin y al cabo, ella también lo verá); ¿no habrá reconocido en su enamorado, siquiera subconscientemente, al agresor de su hermana?, ¿o al menos, no puede sospecharlo ya? (de ahí su sentimiento de culpabilidad); ¿no es elocuente esa repulsión contradictoria que muestra al alejarse de él?, ¿no hay en ella mucho de atracción a la brutalidad, al abismo? (de ahí quizás, más que del lógico trauma, su morbosa persistencia en rememorar la matanza); en fin, ¿no es extraño que, acto seguido, reproche a Sir Archie hacerle recordar a los muertos, cuando en realidad él no ha mencionado a su hermana?
Maravillan tantas complejidades bajo apariencia tan sencilla. Estas reflexiones, sugeridas por la prodigiosa labor de encaje realizada por la puesta en cuadro y en escena de Stiller, le dan una fuerza y una vitalidad especiales a El tesoro de Herr Arne; sin duda, por su capacidad de sugerencia, por la complejidad de su sentido, por su meticulosa elaboración formal, una de las primeras descomunales obras maestras de la historia el cine.
Confiemos en que el presente artículo sirva, al menos, para que se le devuelva a Mauritz Stiller el lugar que por derecho le corresponde en el séptimo arte: entre los más grandes.
Sin embargo, pareciera que tan favorable coyuntura se está desaprovechando a favor de la repetición de las ideas heredadas y los criterios caducados. Ciertamente, no parece que faciliten las cosas la posmodernidad y sus voraces camadas, las cuales, cual Saturno invertido, se han empecinado en engullir a sus antecesores, de forma que las nuevas generaciones de aficionados, e incluso de gente del cine -y no sólo de las actuales Américas sojuzgadas por el nuevo Hollywood-, tan sólo consideran a los clásicos como polvorienta y tediosa antigualla, sólo servible para ser fagocitada. Los intereses comerciales se han empeñado, con indudable éxito, en borrar todo aquel capítulo de la historia del cine que hubiera alcanzado la mayoría de edad; o cuando menos, de hacerlo parecer desfasado a los nuevos lobeznos.
Entretanto, la memoria del cinematógrafo, tan sólo reconocida por un grupo de intelectuales cada vez más reducido, tan raro que diríanse eruditos, sobrevive y sólo se actualiza añadiendo nuevos datos; y en esencia sigue igual: anclada en criterios enciclopédicos, sociológicos, industriales y hasta mitológicos.
Sólo así se entienden ciertas tendenciosas constantes en tantos libros y manuales, como los machacones reservados para el cine de género en conjunto y para cada uno de los géneros en particular; como si todos ellos fueran igual de relevantes, y como si para juzgarlos bastara con la aplicación de fórmulas narrativas, como mucho icónicas, y no fuera necesario considerar sus innovaciones formales…, porque seguramente se presupondrá que no las tienen. Sólo así se entiende la absurda contraposición del cine de Hollywood y del cine europeo, a los que los historiadores gustan de encajonar con los epítetos “artesanal” y “de autor” respectivamente; en fin, como si Sjöström, Lubitsch, Murnau, Lang, Hitchcock, Tourneur, Sirk, etc. hubieran sido menos personales allende el Atlántico; como si Griffith, Chaplin, Sternberg, Vidor, Ford, McCarey, Mann, Fuller, Jerry Lewis nunca hubiesen existido.
Sólo así se entiende que el cine japonés continúe ocupando un exiguo apéndice, y no, como debiera, capítulos enteros; como si todavía no se hubieran difundido las obras, al completo, de Mizoguchi, Ozu, Kurosawa o Imamura; como si todavía no se hubiera exhumado ni un solo título de Naruse, Shimizu, Shimazu, Yoshida, Suzuki, etc. Sólo así se entiende que Welles siga siendo jaleado como el director del cine por antonomasia, y casi en exclusiva por Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941); como si no hubiera rodado El cuarto mandamiento (The Magnificent Ambersons, 1942) o Sed de mal (Touch of Evil, 1958). O que los contestables Huston o Kubrick sean ensalzados como grandes autores; como si no hubiera mejores que ellos -aunque, ciertamente, y éste es su pecado, los olvidados sean menos aparatosos-.
Sólo así se comprende la machacona insistencia en los benditos nuevos cines, como si ellos hubieran salvado el medio y como si una nutrida parte de sus representantes no se hubiese, de hecho, plegado a la facilidad y no hubiera empobrecido de facto el lenguaje en movimiento alarmantemente; como si, en los países que fueron a la zaga, no hubieran copiado y pegado fórmula tras fórmula de las inaugurales Nouvelle Vague francesa y Noberu Bagu japonesa, que son, de hecho, de los pocos movimientos, junto al alemán, que propusieron una continuidad con sus antecesores, y los únicos que, en conjunto, supusieron un auténtico avance; como si, paradójicamente, los ya veteranos Bergman, Fellini, Bresson, Buñuel o Resnais no hubieran hecho tanto o, en realidad, más que los recién llegados por expandir los recursos del cinematógrafo. (1)
1. Y por hacerlo de forma más creativa y rigurosa: bastaría con pensar en cómo se incorporan esas manifestaciones llamadas happening, tan en boga en los sesenta, en películas como Rece do góry (Jerzy Skolimowski, 1967) o L’amour fou (Jacques Rivette, 1969), tan descontroladamente que acaban rindiendo dichas películas tediosas e inanes; y al contrario, en cómo las canaliza Bergman magistralmente, las somete y las adapta a sus intereses en la impresionante El rito (Riterna, 1969).
Sólo así se entiende que se citen, breve o extensamente, directores de recursos formales tan pobres como Cassavetes, Tanner, Jancsó, Paradjanov, Bertolucci, Rocha o Malle, y se ignoren, por completo o casi, a los muy superiores Cukor, Dieterle, Preminger, Kuleshov, Monicelli, Ruiz o Franju. (2)
2. La temeraria descalificación que acabamos de realizar de los nuevos cines ha de entenderse en su conjunto y, sobre todo, en comparación con otros capítulos despreciados de la historia del cine. Conviene matizar que las aportaciones de cada movimiento varían enormemente. Desde luego, Francia y Japón se sitúan a la cabeza; a distancia se destaca el caso alemán, y luego, el polaco; el resto de nacionalidades más bien merece recordarse por algún nombre o película aislada: así, Clayton se distingue poderosamente en el free cinema, y Angelopoulos en el nuevo cine griego…, si bien es discutible hasta qué punto estos directores se integran verdaderamente en ellos. Pues se debe destacar que no todo lo que se conoce como cine moderno es necesariamente “nuevo cine”, ni siquiera en el caso de cineastas surgidos en dicha época: ¿pertenecen Pasolini, Jerry Lewis, Tarkovskij a dichas corrientes? Decididamente no: el primero vuelve al neorrealismo inaugural de Rossellini, transfigurándolo con su noción del cine-poesía; el segundo recupera la gran tradición del cine cómico americano y rueda, además, para un gran estudio; y el último parte de unos guiones férreos de raigambre clásica para llevar a sus últimas consecuencias la corriente europea, siempre viva, de la puesta en escena basada en la toma sostenida y los movimientos de cámara; corriente iniciada por Renoir, continuada por Ophüls y Visconti, y llevada a su plenitud por Dreyer.
Sólo así se entiende que se perpetúen las injusticias y que tantos cineastas de raza sean recordados, y eso si lo son, por un solo título, olvidándose presuntuosamente el resto de unas filmografías rebosantes de joyas, mientras que, para más escarnio, pongamos por caso, la modesta Casablanca (Michael Curtiz, 1943) se sigue elogiando como modelo de cine, o al menos como modelo del cine de Hollywood -quizás, por ser tan sólida como impersonal.
En resumidas cuentas, como si Dovzhenko sólo hubiera filmado La tierra (Zemlja, 1930); Vjertov, El hombre de la cámara (Chelovjek s kinoapparatom, 1928); Browning, Freaks (1931); Schoedsack, King Kong (1933); Dieterle, Jennie (Portrait of Jennie, 1946); Minnelli, Un americano en París (An American in Paris, 1951); Becker, París, bajos fondos (Casque d’or, 1952), o a lo sumo, La evasión (Le trou, 1960); Satyajit Ray, La trilogía de Apu (1955-1959); Duras, India Song (1974); o como si otros, tales Dwan, Wellman, Borzage, Walsh, Mamoulian, Leisen, Boetticher, Fleischer, Lean, Fisher o Delvaux, nunca hubieran tirado un metro de celuloide; en fin, como si Mauritz Stiller se hubiese limitado a descubrir a la diosa del cine y mediocre actriz Greta Garbo en La leyenda de Gösta Berling (Gösta Berlings saga, 1924), film que, para más inri, está lejos, muy lejos, de contarse entre sus mejores, y no hubiera realizado ninguna película más.
Ciertamente, se debería volver a escribir la historia del cine, sólo que desdeñando lo accesorio y concentrándose en lo esencial. Y como quiera que un arte es arte en función de la materia que lo constituye y de los recursos que sus técnicas posibilitan, una Nueva Historia del Cine, posiblemente más controvertida, pero más justa para todos aquellos artistas que han batallado, elucubrado y se han devanado los sesos para expresarse en celuloide, debiera centrar su atención en lo que este medio tiene de específico y obedecer, por tanto, rigurosamente, a criterios formales. Evidentemente, tan ambicioso plan sobrepasa las más modestas intenciones de este artículo, pero con él proponemos algunas cuestiones que, en nuestra opinión, la inmensa mayoría de los historiadores ha descuidado aparatosamente, y que, en cambio, sentimos con firmeza, son las que debieran primar en un proyecto global.
NOTA. En lo que sigue ilustraremos nuestro estudio con fotogramas de algunas películas del gran olvidado del cine: Mauritz Stiller. Un primer criterio ha consistido en elegir imágenes que esclarezcan sus innumerables hallazgos formales, no necesariamente correspondientes a los casos concretos mencionados en el texto. El segundo ha sido centrarse, ya que sus mejores películas son casi todas, en aquéllas de las que disponemos de mejores copias. Por fortuna, obviando la decepcionante La leyenda de Gösta Berling, éstas han resultado ser las tres cumbres de su obra, y entre las mayores de todo el cine de su época: la legendaria Erotikon y las que son, indiscutiblemente, sus dos inmensas obras maestras, El tesoro de Herr Arne y Johan. Los pies de foto indicarán los títulos de donde se han extraído, acortando el segundo como Herr Arne. Ocasionalmente, añadiremos algún fotograma de La leyenda de Gunnar Hede, abreviándola asimismo como Gunnar Hede. No repetiremos el nombre del film cuando las imágenes sean real o prácticamente consecutivas en montaje.
Agradecemos a Roberto Torrado su exhaustiva y desinteresada dedicación en la captura de tantos fotogramas maravillosos, muchos más de los que han pasado el cedazo para acompañar definitivamente este artículo.
I. La conquista de un lenguaje
El olvido, por críticos e historiadores sin cuento, del sueco de origen ruso-finés Mauritz Stiller es uno de los más injustos y humillantes del cine. Injusto hasta grado sumo, por aplicarse a uno de los mejores directores de la fundamental década de los años diez del siglo XX, al que sólo le podría retar la titánica figura de David Wark Griffith; pues Stiller, durante esa época, supera sin duda a Charles Chaplin, al también olvidado Allan Dwan, e incluso a su más reconocido compatriota Victor Sjöström. El suyo es el borrado más humillante, por cuanto que sus conquistas formales fueron cruciales para el desarrollo del modelo que se conocería como cine clásico, e incluso para otro tipo de escrituras cinematográficas a lo largo y ancho de todo el orbe, y por cuanto, de hecho, muchos de sus hallazgos fueron reutilizados enseguida por otros directores que sí han encontrado su - merecidísimo - lugar en las enciclopedias, tales como sus coetáneos Charles Chaplin, Ernst Lubitsch y Carl Theodor Dreyer; en fin, por cuanto que el papel de Stiller en el arte cinematográfico vendría a ser equivalente al de Giotto en la pintura o Monteverdi en la música; nada menos.
Finalmente, su olvido resulta el más ofensivo que imaginar quepa, pues, si acaso se le recuerda, no es por sus propios y abundantes méritos, sino por haber brindado al mundo la rubia esfinge en el año de 1924, cuando, en realidad, ya se encontraba en las postrimerías de su carrera y ya había destilado lo mejor de sí mismo.
Es tan profundo, de hecho, el desconocimiento que hoy por hoy sufre la obra del cineasta, que nos vemos obligados, algo a nuestro pesar, a ofrecer al lector un retazo de historia, de esa enciclopédica de la que tanto hemos abominado arriba. Vayamos a ello.
Mauritz Stiller debutó en 1912, desarrolló casi toda su carrera en Suecia y acabó su obra, y lamentablemente su vida, con el cine silente, tras una amarga experiencia en Hollywood, donde, después de ser echado sin contemplaciones por la Metro, sólo logró firmar dos películas en la Paramount: la estupenda Hotel Imperial (1927), con Pola Negri, y la desaparecida La calle del pecado (Street of Sin, 1928), con Emil Jannings. La escasa obra suya conservada consta de catorce títulos, dos de ellos seriamente incompletos, y abarca casi todas sus películas de 1916 en adelante.
A ellos se podrían añadir otros dos donde participó y quedó sin acreditar: La tierra de todos (The Temptress, 1926) y Las eternas pasiones (Barbed Wire, 1927); pues, aunque es difícil asegurar qué rodó Stiller y qué Fred Niblo y Rowland V. Lee respectivamente, más de un momento, sobre todo de la primera, alcanza un bouquet muy superior a la tónica habitual de sus directores titulares, e incluso determinadas secuencias o planos se pueden relacionar limpiamente con otros de la obra sueca del emigrante. (3)
3. Por ejemplo, el travelling que precede a Pola Negri caminando apresuradamente junto a la alambrada en Las eternas pasiones es de la misma naturaleza que otros de, por ejemplo, El tesoro de Herr Arne y La leyenda de Gösta Berling.
Perdidas, quizás para siempre, quedan dos de sus películas de los primeros años veinte y todas las anteriores a 1916, casi una treintena, con la única excepción de la recientemente descubierta Madame de Thèbes (1915). Ello, vista la temprana madurez del director escandinavo y la elevadísima calidad de la obra conservada, hace de esos títulos desaparecidos una de las más irreparables pérdidas de la historia del cine, junto a The greatest thing in life (1919), de Griffith, Los cuatro diablos (Four devils, 1928), de Murnau, los dos últimos Sternberg mudos desvanecidos y los Mizoguchi perdidos de finales de los treinta y principios de los cuarenta.
De hecho, de las doce películas suyas con marchamo que conocemos - las supervivientes, salvo Madame de Thèbes y Las alas (Vingarne, 1916)- todas son como mínimo buenas, exceptuando únicamente Alexander el grande (Alexander der store, 1917), que aun así no carece de puntos de interés y a favor de la cual se puede argumentar que nos ha llegado incompleta. E incluso de los restos de Primera bailarina (Balettprimadonnan, 1916), que ha sobrevivido más mutilada aún, se trasluce una película excepcional, cuyo escaso cuarto de hora sobreviviente tiene más cuerpo y alma que el noventa y nueve por ciento de las películas actuales juntas: una ruina majestuosa que, a pesar de la devastación sufrida, sigue transmitiendo belleza y emoción. (4)
4. Los fragmentos que se conservan de esta obra soberbia fueron descubiertos por la Filmoteca de Zaragoza; hallazgo que es, a buen seguro, la máxima aportación de la institución al patrimonio cinematográfico mundial.
Es una lástima que Stiller finalizara su carrera sueca con la tan cacareada La leyenda de Gösta Berling, a la que no dudamos en clasificar entre los falsos prestigios del cine mudo. (5)
5. Como también lo es, por otro lado, La calle sin alegría (Die freudlose Gasse, 1924), uno de los escasos títulos no antológicos del también gran director Georg Wilhelm Pabst. Y si compete mencionarla aquí, es porque también contiene a Garbo en el reparto, además de, en un breve papel, a Marlene Dietrich. Inesperado dúo de divas que, por fuerza, había de fascinar a los aficionados a la sociología cinematográfica, en detrimento de otras películas mejores del mismo bohemio. ¿Pura casualidad que ambos títulos, La leyenda de Gösta Berling y La calle sin alegría, sigan concitando los parabienes incondicionales de una crítica, a lo que parece, olvidadiza y mitómana?
A primera vista el film parece representativo del cineasta; y sin embargo, lejos de serlo, ofrece una visión sesgada de su distinguida obra. Para empezar, esta adaptación de Selma Lagerlöf, la sempiterna inspiración del cine nórdico silente, presenta una dramaturgia mucho más convencional y unas interpretaciones mucho más grandilocuentes de lo habitual en el cineasta, el cual siempre había destacado por su frescura, naturalidad, desenfado y vigoroso trabajo visual. Pero, sobre todo, no obstante estar rodada con aplomo ejemplar y deparar varios momentos de nivel, La leyenda de Gösta Berling adolece de una falta primordial: se pretende una adaptación de prestige de la novela río original, sancionada por la mismísima escritora; sólo que ello la hace tender a la prolijidad (sus tres horas de duración nos parecen excesivas para la sustancia de lo que transmiten), amén de impulsarla a reproducir diálogos sin fin (se trata de una de las más verbosas películas del período), trasvasando el material de la novela de forma más literaria que literal y descuidando posibles alternativas visuales, o simplemente, una elaboración cinematográfica de altura que supere la recreación historicista: pesa demasiado el condicionante de ser la gran superproducción del cine sueco hasta la fecha.
Que el incendio de la previa El tesoro de Herr Arne (Herr Arnes pengar, 1919), basada en otra novela de la misma Lagerlöf, esté rodado de forma más sencilla, pero resulte más eficaz que el más prolijo de La leyenda de Gösta Berling, podría ser síntoma de cierta desgana que acuciara a Stiller en su última obra sueca, si no mero acuse de las constricciones ejercidas sobre él por la producción: demasiado dinero invertido, demasiada vigilancia por parte de la novelista…, aunque, a la postre, tampoco ésta quedara satisfecha.
No, la grandeza de Mauritz Stiller hay que buscarla en su obra anterior, de Amor y periodismo (Kärlek och journalistik, 1916) a La leyenda de Gunnar Hede (Gunnar Hedes saga, 1923), un conjunto impresionante que asombra y cautiva, lo mismo en temas que en estilo, por su rotunda inventiva y su pasmosa modernidad, en brillante contraste con esa Leyenda de Gösta Berling que ya se concibió envejecida.
Ciertamente, resulta arriesgado emitir juicios perentorios sobre el cine de una época, los años diez y primeros veinte, que nos ha llegado con cuentagotas, pues desconocemos, o conocemos sólo parcialmente, cuáles fueron las conquistas reales de los cineastas de esos años: la exhumación de películas como Regeneration (1915), de Walsh, o Manhattan Madness (1916), de Dwan, no sólo exige la reconsideración de sus firmantes, cuya madurez expresiva es muy anterior a lo que se podía suponer, sino que obliga también a recalificar terrenos enteros de la historia cinematográfica o a reconocer que ciertas sutilezas en la mirada y en el tono son muy anteriores a lo que suele creerse, e incluso impulsadas por cineastas cuya brillante labor enterró el celuloide posterior con su tendencia a la apropiación, plausible o indebida. (6)
6. Existe un arrogante prejuicio, por desgracia muy extendido, que pretende considerar a los directores pioneros poco menos que como brutos incultos. Sin embargo, cuanto más vemos sus películas, más convencidos estamos de que poseían una extensa cultura. Su denigración dejará muy satisfechos, sin duda, a todos aquéllos que, con sus marchas triunfales, pretenden silenciar la progresiva devaluación que han sufrido la educación y la cultura en los últimos decenios. Muestra: es triste lástima que un español de hace sesenta años con sólo la educación primaria tuviera una formación humanística mucho más rica que la de un universitario actual; cuando menos, sabía las capitales de Europa, y sabía qué era Guerra y paz y quién la escribió.
No obstante, la compulsación de la obra del cineasta errante con otras de la época a las que se suele tener acceso sí permite atestiguar que su cine fue de los más granados y personales de entonces, y que, aun en el hipotético caso de que algunas innovaciones no hubieran sido verdaderamente suyas -lo que estaría por demostrar-, la profundización exclusiva en muchos recursos y la elocuencia conquistada gracias a ellos resulta indiscutible.
Comencemos por la cuestión temática, reseñando aquello por lo que antiguamente se reconoció al cineasta: su fundamental aportación al cine mundial en el desarrollo de la alta comedia, preludiada ya en Amor y periodismo, continuada en muchos momentos de La mejor película de Thomas Graal (Thomas Graals bästa film, 1917) y El mejor hijo de Thomas Graal (Thomas Graals bästa barn, 1918), y llevada a una de sus cumbres en fecha tan temprana como 1920 con Erotikon, film legendario por su penetración, desenfado y finura en el retrato de las relaciones humanas, que conserva íntegra, y aun agigantada con el paso de casi un siglo, toda su frescura.
Baste con traer a colación que la primera reacción de Leo (Anders de Wahl) al serle revelada la infidelidad de su esposa Irene (Tora Teje) es recoger el cigarrillo que ésta ha tirado…, no se vaya a quemar la alfombra. O la naturalidad, y alivio, con que el matrimonio acoge su definitiva separación en un momento irresistible: todos sonríen; Irene agita la manita enguantada; su marido Leo, el pañuelo; y Marte (Karin Molander), la hogareña sobrina enamorada de éste…, el delantal. Además, Erotikon hace gala de una planificación sumamente evolucionada y moderna -aspecto sobre el que hemos de volver más adelante-, por lo que no es de extrañar que marcara nada menos que a unos maravillados Chaplin y Lubitsch. Quizá, si algunas contadas enciclopedias aún mencionan a Stiller de pasada, es por tener referencias tan insignes y reconocidas…
EROTIKON. El galanteo romántico |
EROTIKON. El galanteo hogareño |
Otro de los puntos de subido interés en la obra del cineasta sueco no es otro que uno de los pilares de la modernidad cinematográfica de los muy posteriores años sesenta: la representación. En efecto, siguiendo la estela del Griffith de El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, 1915), sus filmes, en especial sus comedias, escenifican espectáculos que duplican y comentan la acción principal (ejemplo canónico: el ballet de Erotikon), así como puestas en escena que revelan las discrepancias entre la realidad y su percepción por un personaje (notablemente, en la serie de Thomas Graal). Así, en La mejor película de Thomas Graal, la cámara acusa la falsedad del relato que hace al obnubilado director Graal (Victor Sjöström) la “desvalida” Bessie (Karin Molander), que va de pobre huérfana maltratada cuando, en realidad, es ¡la hija de un millonario! Aparte de mostrar en fecha tan temprana a un personaje que miente, en esta memorable escena se ironiza de paso sobre las convenciones de tantos melodramas de la época: es impagable el momento en que se nos muestra que, verdaderamente, ¡es la hija quien maltrata al padre!
El hecho no es baladí, pues nos encontramos ante una película de 1917 que reflexiona sobre su propio medio de expresión, al tiempo que lo comenta e ironiza sobre él. El único precedente que le conocemos que muestra tal complejidad es la irresistible Manhattan Madness, rodada por Dwan el año anterior. Sólo que el mismo Stiller, en el mismo 1916, ya había ofrecido en Las alas el drama de Herman Bang enmarcado por un prólogo donde el escultor y su modelo se duplicaban en el director y su actor. (7)
7. Como es sabido, en la misma obra de Bang se basó Dreyer para su excepcional incursión en el Kammerspielfilm alemán: Michael (1924).
Es decir, tanto en Las alas como en La mejor película de Thomas Graal asistimos al cine dentro del cine: a la elaboración de un guión, a la elección de un actor, al mismísimo rodaje… a la denuncia, por activa o por pasiva, de la presencia de la cámara. (8)
8. Se debe considerar, no obstante, que muchas películas de los orígenes ya habían mostrado esta autoconciencia, algunas muy ingeniosamente, tal The big swallow, producida por Williamson’s Kinematograph Company en fecha tan temprana como 1901. Sin embargo, esto no implicaba necesariamente que se ofreciera una exploración metódica de las estrategias y convenciones del cinematógrafo: el objetivo principal solía ser, las más de las veces, el asombro o el chiste.
EROTIKON. La ficción duplica la realidad |
EROTIKON. La realidad imita a la ficción |
Ahora bien, que la película se desdoble es, más que distintivo modernista, indicio de la propia doblez de los personajes: ellos también representan. Es, de hecho, notable la cantidad de cortinas o marcos que, cual telones de teatro, suelen reencuadrar a los personajes, notablemente en Erotikon, así como que a veces un mismo intérprete superponga dos formas distintas de actuar, una más espontánea e inmediata y otra más de pose, más de cine.
EROTIKON. Marte, la modosa |
EROTIKON. ¡Al fin sola! |
Y ya que hablamos de la interpretación, es éste otro de los puntos de absoluta modernidad en la obra de Stiller: sus actores son sobrios y naturales, lejos de la exagerada afectación que muchos suponen, injusta y prepotentemente, la tónica habitual del cine mudo. Y es que la gran escuela interpretativa sueca no nace por generación espontánea con Ingmar Bergman, sino que es, como mínimo, tan antigua como el siglo XX. Se ha de señalar, no obstante, que esta admirable sobriedad de los intérpretes de Stiller, curiosamente, no iría en aumento, sino que se difuminaría a partir de su último film sueco, cuyos mayores excesos ya se habrían anunciado en las más vehementes interpretaciones de su obra anterior a La leyenda de Gösta Berling: la de Jenny Hasselquist en Johan y la de Einar Hanson en La leyenda de Gunnar Hede. Pero estos casos son excepcionales, y es de justicia rememorar las extraordinarias composiciones de Victor Sjöström, de Karin Molander, de Lars Hanson - no, desde luego, por su amanerada encarnación del párroco titular de La leyenda de Gösta Berling -, de Richard Lund, Mary Johnson, Tora Teje, Mathias Taube, Urho Somersalmi, Stina Berg, Pauline Brunius…
Sin embargo, más allá de las cuestiones temática e interpretativa, lo que más admira en la obra de Stiller es su tempranísima conquista de un espacio plenamente cinematográfico, flexible y significativo, que ya a finales de los años diez deja firme y definitivamente establecido lo que será norma y modo del llamado cine clásico. Y ésta quizá sea la mayor paradoja del olvido de Stiller, pues su estilo fue, con mucho, el más influyente de todos los de su época en la posterior evolución del medio, pasando sus conquistas formales a enriquecer, lógicamente, el arsenal de los mejores cineastas… y de rebote, de la masa de los directores. Y que esta mayoría las utilizara académicamente, aplicando la receta e ignorando su sentido y necesidad, no hace más que aumentarles su gran valor.
HERR ARNE. Campo. Elsallil, Sir Archie, las picas y el árbol |
Contracampo. Elsallil, Sir Archie, las picas y el árbol |
Griffith pudo ser, en cierto modo, más poeta, pero Stiller fue, desde luego, más clarividente. El camino que nos lleva de Amor y periodismo a Johan (1921), también conocida como En los remolinos, o incluso antes, a El tesoro de Herr Arne, no es otro que el que va del cine de comienzos de los años diez -pongamos, Ingeborg Holm (1913), de Sjöström-, con predominio de planos de larga duración y cierta frontalidad de la cámara, a nada menos que el ya asentado en los años treinta y cuarenta; esto es, con escenas bastante fragmentadas y decorados construidos desde varias perspectivas, con notables y elocuentes cambios en la escala del cuadro o en el tiro de cámara, con la adopción de contraplanos significativos y de variados y muy pertinentes puntos de vista, con una forma de casar los planos, en suma, que prefigura el cine sonoro más avanzado.
Y ya que hablamos de influencias, debemos hacer constar que, por más que Bergman siempre haya mostrado su preferencia por la, desde luego, estupenda La carreta fantasma (Körkalen, 1920), de Sjöström, su cine de los cincuenta está marcado indeleblemente por La leyenda de Gunnar Hede; por sus cómicos ambulantes, por sus apariciones fantasmales, por su registro del paisaje nórdico: nada menos que Juegos de verano (Sommarlek, 1951), Noche de circo (Gycklarnas afton, 1953), Fresas salvajes (Smultronstället, 1957), El rostro (Ansiktet, 1958), y hasta El manantial de la doncella (Jungfrukällan, 1960), desfilan por la memoria en la visión del clásico primigenio. (9)
9. Se ha de señalar que también Aki Kaurismäki ofreció su particular “homenaje” al pionero en el film “mudo” Juha (1999)… por más que se quedara en burdo remedo actualizado de la magistral Johan.
JOHAN. Bayas salvajes |
GUNNAR HEDE. Juegos de verano |
Ya con todo esto, la importancia histórica de Stiller es enorme, pero todavía hay una aportación suya más gigantesca: en sus mejores películas -al menos, las que van de 1919 a 1923-, quizás por primera vez en la historia del cine, cada emplazamiento de cámara, cada tiro, cada ángulo, cada movimiento, cada efecto de luz, se tornan imprescindibles y resultan indisociables del sentido final del film, a la par que lo enriquecen muy por encima del guión de base, de los aciertos de producción o de las colaboraciones de los actores. Por ello también, sus películas siguen siendo admirables y sobrepasan su momento y significación histórica para ofrecerse como soberbias e intemporales piezas de arte.
Esta extraordinaria evolución, por la precisión y elocuencia excepcionales conquistadas, se hace patente en el grupo de dramas que inaugura La canción de la flor escarlata (Sangen om den eldröda blomman, 1918); un ciclo cuyo tema fundamental y recurrente es la confrontación entre vagabundeo y estabilidad, entre la alegre irresponsabilidad y la madurez emocional, entre el deseo de trascender una realidad que se siente asfixiante y la forzosa aceptación de la misma, y que se completa con las vibrantes y magistrales El tesoro de Herr Arne y Johan, sus obras más excelsas, y se cierra con la magnífica La leyenda de Gunnar Hede. En medio, además, se yergue su comedia capital, Erotikon, así como un par de títulos desgraciadamente perdidos. Deslumbrante.
JOHAN. El hogar... |
... el mundo |
La obra que Stiller nos legó es sumamente personal. Salvo algún tour de force, como esa escena de El mejor hijo de Thomas Graal que muestra el que quizá sea el primer brillante juego con puertas del cine -desde luego, anterior a que el afamado toque Lubitsch se arrogara con la exclusiva sobre dichos objetos-, la apariencia sencilla y sabor naturalista, la limpieza de las imágenes de sus películas, disimulan en realidad una elaboración de gran complejidad. Entre los numerosos recursos empleados por el cineasta, unos son comunes a otros directores de la época y otros se nos antojan más propiamente suyos, siquiera porque fue el que más lejos supo llevarlos.
Entre los recursos comunes, señalemos:
Su aguda descripción de los personajes, que muchas veces se caracterizan ya desde el primer plano en que aparecen. Por ejemplo: las presentaciones de los periodistas de Amor y periodismo, la reportera fea fumando de espaldas a cámara y el jefe ¡sumergiendo la cabeza en la papelera!; la de Thomas Graal en la primera película de la serie, sentado despreocupadamente sobre el respaldo de un sillón, tirando los cigarrillos por doquier; la de los tres vividores escoceses de El tesoro de Herr Arne, jugando en prisión como tres chavales montaraces; sin olvidar, por supuesto, los rápidos que en La canción de la flor escarlata, al fondo, tras un primer plano de Olof (Lars Hanson), revelan su tumultuosa naturaleza, a la par que anuncian el desarrollo posterior de la trama. Mención especial merece la pasmosa destilación del tema del agua que ofrece Johan, retomado de La canción de la flor escarlata y aquí profundizado: el seductor (Urho Somersalmi) no sólo aparece siempre asociado al agua (o igualmente, a los troncos), sino que incluso, por más que Johan (Mathias Taube) y él efectúen idénticos trayectos, las aguas turbulentas sólo parece navegarlas el vagabundo mujeriego.
JOHAN. El marido tranquilo |
JOHAN. El seductor tumultoso |
El uso de las elipsis, de insuperable (y brutal) eficacia dramática en el asalto a la vicaría de Herr Arne.
Lo pictórico de sus bellísimos encuadres y su extraordinario uso de las líneas horizontales, verticales y diagonales, sobresaliendo aquellas imágenes que modulan el cuerpo de los actores como líneas abstractas: véase la forma de recostarse del seductor de Johan, cuando no su directa adopción de la línea horizontal en sus muchos momentos de molicie manifiesta; o bien, la oposición que, en El tesoro de Herr Arne, se establece entre la virginal y vertical Elsallil (Mary Johnson) y el galante y oblicuo Sir Archie (Richard Lund )…, aunque Elsallil también se incline, como un arbolillo, cuando Sir Archie la inquieta y repele.
JOHAN. El seductor, el torcido |
JOHAN. El recto |
JOHAN. La seducción |
HERR ARNE. El cortejo |
La iluminación, ejecutada casi siempre por Julius o Henrik Jaenzon y generalmente trabajada de forma naturalista, a veces incluso en los interiores, como en ese maravilloso plano de La mejor película de Thomas Graal que recoge a Victor Sjöström sentado en la escalera, plano que parece más propio de una película de veinte o treinta años después, tal es su nitidez y contraste, su efecto de realidad. Ahora bien, por el lado opuesto, también sobresale una gran estilización: por ejemplo, la apertura sucesiva de las tres ventanas en la escena del pabellón de caza de Primera bailarina, o los constantes juegos entre el negro y el blanco de El tesoro de Herr Arne.
Las sobreimpresiones, de rara efectividad y belleza en las apariciones fantasmales de El tesoro de Herr Arne y en las del abuelo violinista en La leyenda de Gunnar Hede.
GUNNAR HEDE. El abuelo violinista |
GUNNAR HEDE. El reno burlón |
La agudeza en la elección de las escalas del plano. Un ejemplo contundente: en La canción de la flor escarlata, la transformación del plano entero de la despedida entre Olof y su madre en un plano medio en la rememoración final de ese mismo momento, cuando el adiós ya se ha revelado definitivo. O igualmente: los contados primeros planos de toda El tesoro de Herr Arne, los dos de Elsallil, primero aterrorizada tras la matanza y, secuencias después, asistiendo inquieta a los desvaríos de su pretendiente Sir Archie; planos que, por su rareza, adquieren una intensidad fuera de lo común, y por su acierto, revelan magistralmente la desgarradora disyuntiva de la heroína.
La profundidad de campo, la cual, pese a Sadoul, no creemos que alcanzara su cota más significativa en el período silente con el Stroheim de esa indudable obra maestra que es Avaricia (Greed, 1924), sino mucho antes, con Stiller, con Griffith y con DeMille. Rememoremos esos momentos que muestran dos o más acciones en distintas escalas de un único cuadro: esos planos generales del incendio de El tesoro de Herr Arne en que, sorpresivamente, algo ocupa el segundo o primer término del encuadre (un caballo, una escalera), de gran eficacia para subrayar el tumulto. O también, como prueba de singular elocuencia en la interacción de los diferentes términos de profundidad, ese plano de Johan en que Marit y el seductor entran en la casa, mientras al fondo los observa la criada.
JOHAN. El seductor se despide. Marit se aleja |
JOHAN. La criada observa |
Es remarcable asimismo que, como mínimo desde Amor y periodismo, su segunda película conservada, Stiller prefiera hacer entrar a sus personajes en plano no por los laterales, sino desde el fondo o desde cámara, acentuando con sus desplazamientos posteriores, perpendiculares u oblicuos a cámara, la sensación de profundidad; una técnica que, se ha de reconocer, comparte con su compatriota Sjöström, con Griffith y con otros directores de la época, pero que pensamos que Stiller profundiza, por alcanzar con frecuencia mayor fuerza emocional y por efectuarse a menudo de manera sumamente sutil. Quizás sus momentos más bellos al respecto sean el paseo de los protagonistas de La canción de la flor escarlata, separados por la valla de la finca, así como esos contados planos medios de La leyenda de Gunnar Hede en que Ingrid (Mary Johnson) se aproxima a cámara, a veces casi imperceptiblemente, en consonancia con su mayor implicación emocional.
GUNNER HEDE. De plano medio... |
... a primer plano |
El decorado, que tantas veces se asimila sabiamente a situaciones concretas, como pueda ser el entorno de la escalera, reservado para lugar de galanteo en Erotikon. O que tantas otras explica la situación vivida por los personajes, como esas puertas y ventanas enrejadas que cruzan o abren Preben (Lars Hanson) y Leo en ese mismo film; o, ejemplo deslumbrante por su sencillez y contundencia, la cabaña inclinada perteneciente al seductor de Johan, de la que además se registra el techo, lo cual, unido a su desnuda estructura a base de maderos horizontales, coadyuva enormemente a otorgarle la sensación de agobiante ratonera. (10)
EROTIKON. La escalera |
JOHAN. La cabaña ratonera |
10. Se apreciará que, contra lo que la historiografía tradicional más perezosa suele dar por sentado, los decorados techados no son innovación de Ciudadano Kane, ni invento de Welles.
La impresionante utilización del clima y del paisaje, superior incluso a Sjöström y Griffith: las extensiones nevadas y el mar congelado de El tesoro de Herr Arne; los rápidos de La canción de la flor escarlata y de Johan, o la orilla pedregosa de este último film; el campo helado y, ya al final de la película, el bosque primaveral que acoge la liberación de la pareja protagonista de Primera bailarina. Resaltemos también el maravilloso uso del frondoso lugar junto al río donde Ingrid y Gunnar (Einar Hanson) recolectan piedras en La leyenda de Gunnar Hede, paraje que empapa la memoria de manera muy superior al famoso rincón de las fresas salvajes bergmaniano, indiscutible heredero de éste; y también, ¡cómo no!, la bellísima escena de amor entre Elsallil y Sir Archie en El tesoro de Herr Arne, en la calle nevada, ateridos de frío y alentando vaho.
HERR ARNE. Elsallil y los árboles desnudos |
GUNNAR HEDE. Ingrid y los árboles frondosos |
HERR ARNE. Sir Archie y el árbol |
JOHAN. El seductor y los troncos |
Los movimientos de cámara: el travelling de acompañamiento a Sir Archie, en tres cuartos, que huye del fantasma a paso rápido sobre la extensión helada; o el lateral que sigue a los tres escoceses hasta su encuentro con Elsallil en la cabaña, ambos ejemplos pertenecientes a El tesoro de Herr Arne; o los preciosos travelling que preceden a Ingrid pensando en su enamorado Gunnar en La leyenda de Gunnar Hede, primero leyendo una carta del joven, finalmente tocándole el violín para que recupere la razón. Destaquemos que ambos filmes son anteriores, El tesoro de Herr Arne nada menos que en cinco años, a la producción de El último (Der letzte Mann, 1924), de Murnau, habitualmente considerada, por sus abundantes movimientos, como la película que “liberó” la cámara.
HERR ARNE. El travelling... |
... el fantasma ... |
... y el contraplano |
Entre los modos más propios o característicos de Stiller destaquemos:
La sobriedad y los finos matices de la interpretación, a nivel muy superior al de cualquier otro director de finales de los años diez y principios de los veinte. ¡Cómo acusaron Lubitsch y tantos otros su influencia! Cualquier momento de Erotikon bastaría para atestiguarlo, pero ofrezcamos algunos botones de muestra, de finura y talento cotejables, pertenecientes a otros títulos: la muda, sutil, pero perceptible incitación de una pizpireta Karin Molander a Victor Sjöström en El mejor hijo de Thomas Graal; los irónicos galanteos de Lars Hanson en La canción de la flor escarlata; el leve alzar de brazos con que Jenny Hasselquist, sola en la cocina, revela su femenina sensualidad en Johan, o esa mirada furtiva que cruzan ella y el seductor, mientras Johan, agachado en el suelo, recoge unas monedas. O, por mencionar un caso en el que la intención se transmite por delegación en un objeto, esta vez sí, perteneciente a Erotikon: ese gesto de Irene de interponer la pluma entre ella y Leo, en el palco, para aislarse de él.
JOHAN. La mirada furtiva |
EROTIKON. La pluma que separa |
La perspicacia del cineasta para insertar los flash-back y aún mayor agudeza para volver al momento inicial: así, tras la rememoración de Elsallil del asesinato de su hermanastra, el film la recupera en un plano de escala ligeramente mayor, mostrándola menos agitada, sólo que más anulada por las circunstancias; o, tras el recuerdo del hallazgo de la pequeña Marit (Jenny Hasselquist), la madre de Johan (Hildegard Harring) reaparece dando la espalda a su hijo y el cuadro acentúa el aire sobre las cabezas; o bien, el relato que la niñera hace al niño Gunnar de las aventuras de su abuelo en un plano medio compartido por ambos revierte, tras la rememoración de las manadas de renos, en un plano corto reservado sólo para el fascinado niño.
HERR ARNE. Antes del flash-back |
Después del flash-back |
JOHAN. Antes del flash-back |
Después del flash-back |
El montaje: por zonas (como, posteriormente, en Murnau), en movimiento (método que acabaría siendo imperante a finales del período mudo); y aún más, justificado por las miradas de los actores, es decir, articulado mediante puntos de vista, en lo cual Stiller no tiene parangón durante su época de esplendor. No haría falta mencionar ejemplos en este apartado, puesto que el dominio manifiesto de esta herramienta, que hace que los planos del sueco-finés se ensamblen tan fluidamente, tantas veces en ausencia total de rótulos, sencillamente se hace patente en cualquier secuencia de su obra. Mencionemos, no obstante, la secuencia en la taberna de El tesoro de Herr Arne, por brindar casos perfectos de esas tres principales estrategias de montaje.
HERR ARNE. Montaje... |
... en movimiento |
HERR ARNE. Montaje... |
... por miradas |
HERR ARNE. Montaje... |
... por zonas |
Con certeza, la más gigantesca aportación de Stiller a la cinematografía mundial sea su maestría para compartimentar la escena por medio del decorado o los tiros de cámara, generando subespacios adicionales que crean nuevas relaciones entre los personajes, a veces excluyendo a otros: así, Elsallil y su abuela en el porche de la cabaña de El tesoro de Herr Arne; Irene y Leo reencuadrados por distintas ventanas del coche en Erotikon; Marit sola en un plano que excluye a Johan tras recibir la mirada acusadora de la madre de él. O una de las muestras más admirables: cómo Marit y el seductor, en la escena de la cocina, son separados de Johan mediante la planificación; y cómo, al final, en la cabaña del mujeriego y en concordancia con el cambio de sentimientos de Marit, la planificación une a ésta con Johan y la separa del seductor.
JOHAN. Sub-espacios geométricos |
JOHAN. Sub-espacios en profundidad |
JOHAN. Sub-espacios... |
... por tiros de cámara |
Otros momentos incluso van más lejos y, por bien dosificados y por su ejemplar acierto, sugieren niveles de realidad ocultos. Memorables son: el plano del seductor de Johan que nos lo muestra reencuadrado por una ventana desde el interior del granero; o, esta vez desde el exterior, el de la criada seducida por Olof en La canción de la flor escarlata; o, en Erotikon, el contrapicado sobre Irene apoyada en la barandilla, justo en el momento en que llega a su casa su secreto enamorado Preben; o el cambio a un tiro más frontal sobre un Preben que acaba de empujar a Irene al suelo, cambio que transmite como una descarga eléctrica su repentina turbación sexual. ¡Y qué decir del genial contraplano que nos muestra a Sir Archie devolviéndole una mirada desquiciada y oblicua a la aparición que lo persigue! ¡O de los no menos geniales de Elsallil de espaldas a cámara, planos subjetivos de otros personajes (la abuela, Sir Archie, la posadera) que la muestran abismada en sus tortuosos pensamientos, rumiando la traumática matanza de la que sólo ella se salvó!
HERR ARNE. Sir Archie mira... |
... a Elsallil obsesionada |
JOHAN. La madre mira... |
... al hijo enamorado |
La densidad conferida a los objetos, insuperada en su época, ya que hasta los más irrelevantes pueden cargarse de connotaciones insospechadas. Quizás, las esculturas desnudas de Erotikon, siempre presentes, posean connotaciones obvias, pero, aun así, es magistral la forma en que en significativas ocasiones surgen sorpresivamente, gracias a la repentina evolución de algún personaje.
EROTIKON. Preben... |
... y el efebo |
Sin embargo, su película más pasmosa en este aspecto, aún hoy inigualada, es Johan, pues casi cada elemento del paisaje, cada utensilio de la granja, por nimios que sean, adquieren una elocuencia inaudita en contacto con los personajes. Así, esa escalera apostada en la fachada de la casa de Johan, siempre en consonancia con el seductor ejerciendo sus avances; o esos peces volcados del cubo al suelo, que, mostrados en admirable inserto, despiertan de inmediato la suspicacia de la suegra. ¡Y qué decir de la bellísima escena entre Marit y el seductor solos en la cocina, donde la lechera, el cuenco y el perol, asociados a cada uno de los personajes o a ambos, conforman una elocuente sinfonía de objetos transmutados en signos sobre el deseo sexual, cuyo crescendo (erótico) se corona imperativamente con el primer beso de los adúlteros! Significativamente, cuando Marit acuse el remordimiento de su infidelidad, al encogerse, tapará con el cuerpo el perol testigo de su desliz…
JOHAN. La muda invitación |
El convite |
Dispuesto |
Dispuesta |
El beso |
Arrepentida |
Casi indisociable de lo anterior, una pasmosa capacidad metafórica y simbólica, tanto más valiosa cuanto que no se consigue mediante la extrañación y exacerbación pictórica o teatral -típicas, por ejemplo, en el expresionismo alemán-, sino que surge de las imágenes más sencillas y naturales, salvo algunas excepciones, como puedan ser el espejo que desdobla al protagonista en La canción de la flor escarlata o el ballet escenificado en Erotikon. Para atestiguar la limpidez habitual de las metáforas del cineasta ahí están el cristal roto del granero o los rápidos de La canción de la flor escarlata, los violines de La leyenda de Gunnar Hede, las ramas desnudas de los árboles del otero donde se ubica la cabaña de Elsallil, o el mar helado y el barco atrapado de El tesoro de Herr Arne -el cual, nueva influencia, prefigura el barco varado de la bergmaniana Como en un espejo (Säsom i en spegel, 1960).
HERR ARNE. El frío vaho del amor |
JOHAN. El fuego de la pasión |
Razonablemente, la culminación en este aspecto del arte de Stiller se alcanza en Johan: las redes, las cacerolas, las rocas, los troncos y maderos, la valla que cruza el seductor…
JOHAN. ¿Protegida... |
... o atrapada? |
JOHAN. El hombre del agua |
JOHAN. Atrapado |
Y claro está, el agua, mansa o bravía según las situaciones, con gradaciones intermedias que encajan admirablemente con los estados anímicos de los personajes y que culminan con una las escenas más famosas de toda la trayectoria del sueco: el descenso de Marit y el seductor por los rápidos, registrados por una cámara solidaria, por enésima vez de sorprendente modernidad, que se adhiere, discurre, oscila y se agita con ellos. Podríamos hablar de torbellinos de la conciencia.
JOHAN. Las aguas mansas |
JOHAN. Las aguas tubulentas |
No nos gustaría acabar este artículo sin ofrecer un pálido resumen de dos magistrales secuencias de El tesoro de Herr Arne, pues en ellas se dan cita muchos de los recursos más innovadores de Stiller y se hace evidente cómo, lejos de constituir compartimentos estancos, todos ellos interaccionan entre sí. Además, dichas secuencias revelan la desbordante creatividad del director, ignorada por la mayoría, e incluso minusvalorada por aquellos pocos que recuerdan El tesoro de Herr Arne y que sólo parecen hacerlo por la belleza pictórica de la secuencia final, como si el film no ofreciera nada más… Aparte, estas dos gloriosas secuencias también manifiestan la sutil minuciosidad con que el cineasta planificaba sus películas, auténticas filigranas de planos, y demuestran que, ciertamente, Godard se quedó corto cuando afirmó que un travelling era una cuestión de moral: para Stiller, no solamente cada travelling, también cada encuadre, cada emplazamiento de cámara, cada gesto y mirada de sus actores, cada plano en suma, lo eran.
El primer fragmento elegido es el reencuentro casual entre Elsallil y los tres escoceses, regenerados en apariencia (o al menos, en sus vestimentas), frente a la cabaña, tiempo después de perpetrada la matanza y sin que la una reconozca a los otros ni viceversa. El otro fragmento es inmediatamente posterior y registra el cortejo de Sir Archie a Elsallil, interrumpido por las alucinaciones del hombre. No reproducimos aquí todos los planos que constituyen las secuencias y nos limitamos a los más relevantes de cara a nuestras intenciones. Hagamos notar así mismo que, pese a la excelente restauración efectuada por el Instituto de Cine Sueco, los encuadres no están completos - algo habitual, por otra parte, en las películas del período, pues no siempre nos ha llegado el negativo original, y a veces, ni siquiera copia en 35mm. -, por lo que ocasionalmente se esfuma algún detalle relevante, o los rostros o cuerpos quedan cortados.
Fragmento 1. De cómo Sir Archie y Elsallil se conocen y se enamoran.
Uno de los rasgos más peculiares de El tesoro de Herr Arne es que durante sus primeros cuarenta minutos de metraje, nada menos que hasta el Acto Tercero, no acaba por precisar quiénes son sus protagonistas. Adelantándose cuarenta años a Psicosis (Psycho, 1960), la trama va cambiando de personaje vector: primero, sigue las correrías de los tres mercenarios escoceses; luego, se ocupa de Torarin (Axel Nilson); y finalmente, bien pasada la media hora en la duración del film y un tiempo sin precisar en la trama, se centra en Elsallil, la cual resulta ser el personaje centrípeto: ella ha sido la única en escapar a la matanza de los escoceses, y como consecuencia, ha sido recogida y adoptada por segunda vez (antes lo fue por Herr Arne, el cual, por cierto, apenas aparece cinco minutos en el film) por Torarin y su madre, Katri (Jenny Öhrström Ebbesen).
Nadie piense que se trata de una insuficiencia del guión -pues todas las películas anteriores de Stiller distinguían bien claro desde el principio a sus protagonistas-; ni siquiera basta con achacar esta originalidad a su muy probable fidelidad al texto original de Lagerlöf -que sentimos desconocer, pero cuya sinopsis ofrecida por Hermann Hesse serviría igualmente para la del film, salvo un detalle fundamental-, pues El tesoro de Herr Arne acumula un par de originalidades más, que, en cierto sentido, la hacen aún más osada que Psicosis.
La primera es que, precediendo al Mizoguchi de Los cuarenta y siete samuráis (Genroku chusingura, 1942), un valeroso Stiller elide visualmente nada menos que el acontecimiento catalizador de toda la trama: la matanza en la vicaría perpetrada por los mercenarios. La segunda es que, durante todo el bloque inicial, se deniega toda identificación del espectador que sobrepase los cinco minutos con personaje ninguno; e incluso los escoceses y Torarin han de ceder continuamente la preeminencia a otros personajes…, aunque sería más ajustado decir que la película simplemente opta por primar lo colectivo sobre las individualidades (por ejemplo, la última cena en la granja de Herr Arne, la extinción del incendio...).
En consonancia, no deja de resultar sorprendente, acostumbrados como estamos a las estrategias narrativas dominantes, que, por más que Sir Archie acabará erigiéndose en el coprotagonista junto a Elsallil, la cámara se niegue al inicio a destacarlo de sus otros dos secuaces, Sir Donald (Bror Berger) y Sir Filip (Eric Stoklassa): no hay planos dedicados a él o no hay más que a los otros dos, ni detalles que acusen sus reacciones; es más, los tres se van turnando a la hora de tomar la iniciativa. Baste con observar que el plano donde el trío forcejea con el carcelero, tirando de la pica de éste (detalle que tendrá un importante eco hacia el final del film), reserva el primer término, tanto más sorprendentemente cuanto que está trabajado según el método habitual en Stiller de potenciar la profundidad de campo incluso en los planos cortos, para Sir Filip y no para el futuro protagonista Sir Archie, el cual aparece en medio, igual de inconsciente y montaraz que sus compañeros de tropelías.
Los tres escoceses |
Aparte de revelar una escasa sumisión al star-system por parte de su director (al menos, en este film), la razón de ser no puede ser más lógica: durante todo el inicio, Sir Archie es tan energúmeno y tan asesino como sus otros dos compañeros, y el terceto forma un todo compacto, como en versión siniestra de los tres mosqueteros, por lo que la cámara de Stiller no considera necesario destacar al joven de los otros. Hay, no obstante, una excepción importante, la única diferenciación de Sir Archie de sus bárbaros cómplices, dada a los treinta minutos de metraje, donde se siembra el germen de su arrepentimiento: un plano entero lo muestra en el trineo, contemplando agitado la vicaría en llamas; inmediatamente, sus dos secuaces entran en cuadro trasladando el baúl del tesoro, le dan unas palmaditas de ánimo, y todos abandonan el lugar. La distinción de Sir Archie es, por tanto, efímera, y enseguida la planificación vuelve a unirlo con sus compatriotas, pues no será hasta su conocimiento de Elsallil, de la que se prenda nada más verla, que en el truhán escocés comience a avivarse verdaderamente algo parecido a la conciencia. Sólo entonces la planificación lo separará de los dos impenitentes y lo registrará en ámbitos ignotos para los otros.
La secuencia que comentamos es pues, fundamental, porque es aquélla donde la cámara escoge a Sir Archie de entre los tres desbocados, y donde la trama comienza a seguir un hilo firme, el de los amores del vándalo escocés y la doncella nórdica; en fin, aquella secuencia que finalmente revela cuál es el corazón del film. Comienza ella con un montaje paralelo, por un lado, de varios hombres, entre los cuales los tres escoceses, oteando el mar helado con la esperanza de que por fin haya alguna señal del deshielo para así poder partir de Suecia, y por otro, de Elsallil en la cabaña de Torarin, situada en un otero próximo al promontorio desde el que se percibe el mar.
De los planos iniciales de la secuencia destaca especialmente aquél en que Elsallil, ensimismada, está apostada junto a una roca, supuestamente mirando a los paseantes; al menos, eso reza el intertítulo correspondiente (Fotograma 1.1). La iluminación natural (responsabilidad de Julius Jaenzon) no puede ser más significativa: una densa y compacta sombra corta el busto de Elsallil en dos, sugiriendo la escisión del personaje, idea en la que insiste el posterior ladeamiento del rostro de la muchacha de la mirada perdida, que queda también dividido entre sol y sombra (Fotograma 1.2); un momento, por cierto, que revela la magistral dirección de actores orquestada por Stiller mediante sutiles gestos. Pero, es más, sobre la roca soleada se proyecta la sombra de unas ramas desnudas, convirtiéndola en el otro foco de atención del plano, tras el rostro de la joven.
Fotograma 1.1 |
Fotograma 1.2 |
Casi inmediatamente, Stiller nos ofrece la misma imagen, sólo que desde el punto de vista de la anciana que la ha acogido, la madre de Torarin, en unos de esos planos y contraplanos tan queridos por él que muestran a un personaje que mira a otro absorto en sus pensamientos, ajeno al mundo (Fotogramas 2 y 3). Lo más elocuente del contraplano de Elsallil es que contradice la información que el rótulo anterior nos había ofrecido, pues en realidad, parece no mirar nada y estar simplemente sumergida en un pozo de melancolía. La secuencia prosigue con los intentos de la anciana para que la joven olvide por un momento sus preocupaciones, animándola a que la ayude en las tareas domésticas.
Fotograma 2 |
Fotograma 3 |
El fragmento que vamos a pormenorizar comienza con Elsallil olvidándose de su faena, presa otra vez del recuerdo: un breve flash-back de un solo plano ilustra, no la terrible matanza que la dejó huérfana por segunda vez, sino el momento posterior en que una Elsallil desesperada se abraza a su hermanastra muerta. A la vuelta del flash-back, como quiera que la abuela, aunque comprensiva, es ajena al trauma de la chica, Stiller recurre a su método de generar distintos subespacios para distintos personajes. Ya antes la cámara había efectuado la delimitación ofreciendo el plano de la anciana y el contraplano de Elsallil arriba comentados; ahora, le corresponde al decorado, auxiliado por la profundidad de campo, separar a las dos mujeres; y así, uno de los postes del cobertizo parte el encuadre en dos lados: el izquierdo para Elsallil, en plano medio, y el derecho para la anciana, en plano entero y, luego, americano (Fotograma 4).
No obstante, la segunda, para intentar consolar a la primera, avanzará hacia ella, cancelando la separación entre ambas y anulando la diferencia de escala, en correspondencia con su muestra de cariño. El siguiente plano nos lleva a los escoceses, todavía hechos una piña. La cámara recoge su caminar en travelling lateral hacia la izquierda, con bastante aire sobre las cabezas para registrar mejor los peñascos nevados. El comienzo y el final del plano son especialmente elocuentes. Al inicio surgen los tres, si bien se debe destacar que el primero que hace su aparición es Sir Archie, tras un árbol de ramas desnudas, uno de los leit-motiv visuales del film (Fotograma 5.1). Evidentemente, el yermo vegetal hace pensar en el frío, en la esterilidad, en la muerte (al fin y al cabo, los escoceses son unos matarifes); pero lo verdaderamente destacable de la imagen es que antes se ha asociado a Elsallil, gracias a la sombra que otro árbol desnudo proyectaba sobre la roca. De ahí la necesidad de empezar ya a primar a Sir Archie: las ramas desnudas forman un nexo de unión entre la muchacha y él, dejando entrever lo vacío de sus vidas (sin ilusión, la de Elsallil; sin ideales, la de Sir Archie); o bien, la imposibilidad de la relación que a no tardar intentarán establecer.
Fotograma 4 |
Fotograma 5.1 |
El travelling continúa siguiendo a los hombres, a la vez que la cámara adopta un ligero ángulo picado (Fotograma 5.2), hasta que éstos sorprenden la lastimosa estampa de la joven y la anciana. Ellos se paran algo sorprendidos, pero la cámara sigue avanzando y los deja atrás hasta recoger a las dos mujeres (Fotograma 5.3). La gran fuerza poética del plano reside en su cualidad casi cíclica, pues comienza con el árbol de ramas desnudas y acaba con Elsallil, personaje e imagen asimilados en aquél anterior de la muchacha pensativa (Fotogramas 1.1 y 1.2) y ahora conectados por los deambulantes escoceses. Y su gran necesidad narrativa estriba en que, por primera vez en el film, no sólo Elsallil y Sir Archie ocupan el mismo espacio (se debe recordar que la matanza ha sido dada elípticamente), sino que, gracias al travelling, incluso aparecen en el mismo plano: el acercamiento es inminente.
Fotograma 5.2 |
Fotograma 5.3 |
A partir de ahora, la planificación consta de una serie de planos y contraplanos de los hombres y las mujeres, donde, a diferencia de lo habitual en Griffith, que solía rodar los distintos planos sobre el mismo eje o apenas modificado y con muy contados tiros y escalas, Stiller va a ir cambiando el emplazamiento de la cámara, de forma casi imperceptible, llevándonos del tiro lateral sobre los personajes en los Fotogramas 5.1, 5.2 y 5.3 a otros progresivamente más frontales, muy variados y pautados meticulosamente. El nuevo plano de los tres hombres mirando a izquierda (Fotograma 6) abandona ya definitivamente el picado con que finalizaba el anterior y comienza, muy sutilmente, a destacar a Sir Archie: claramente ocupa la parte central del plano, y su gesto de detener a sus compañeros con los brazos revela que se encuentra un paso por delante de ellos.
Aparte, la impresión que les causa la revelación de que Elsallil haya sobrevivido a la matanza se traduce en la elección de un plano medio, con el aire mucho más ajustado, frente al plano americano anterior con abundante aire sobre las cabezas. La escala se ajusta en consonancia en el subsiguiente plano de las dos mujeres (Fotograma 7), abrazadas bellamente formando un sutil círculo con sus manos y rostros, y orientadas hacia la izquierda de cuadro. En esta disposición se percibe, en negativo, una perfecta asunción de lo que con el tiempo se institucionalizaría como el raccord de miradas: si Elsallil no está virada hacia los escoceses, es porque no los ha visto (ni oído); de hecho, ella sigue contándole sus dolores a la afable abuela.
Fotograma 6 |
Fotograma 7 |
Se hace necesario un inciso en este momento, pues resulta imperativo recalcar que, aunque en aquella época el cine aún se sentía muy libre en el acuerdo de la dirección de las miradas, Stiller fue de los primeros cineastas en utilizar su raccord de forma perfecta y sistemática; del mismo modo que, proféticamente, no usaba el montaje retardado (el cual, al cortar, repite algunos fotogramas de la misma acción en el plano siguiente), tan extendido en la época silente, decantándose en cambio por el que llegaría a ser el montaje canónico (que suprime algunos fotogramas en los cortes). Ambos hechos contribuyen enormemente a la gran fluidez y a ese aire de estar tan adelantadas a su época que desprenden las películas del sueco -aunque, ciertamente, ni el raccord de miradas ni el montaje institucional sean los axiomas que las escuelas pretenden hoy.
Tras un rótulo intermedio que incide en las penas de Elsallil y otra imagen de los escoceses donde Sir Archie aparece ligeramente más adelantado, un nuevo plano vuelve a mostrar a las dos mujeres, y entonces, la cámara, solidarizándose con la agitación de Elsallil, corrige cuadro cuando ésta deja de abrazar a la abuela, se adelanta, se agarra a un poste (invisible en el cuadro final de la copia actual) y profiere sus deseos de venganza (Fotograma 8). Es notable que, contra lo que tantas veces sucedía en el cine mudo americano y sucedería en el sonoro, los Fotogramas 7 y 8 no pertenezcan a la misma toma: a pesar de que la posición de los cuerpos, invariable, no invite a suponerlo, en realidad, como revela el fondo, se ha cambiado ligeramente el emplazamiento de la cámara, que va abandonando la lateralidad y se va acercando a la línea que une a los escoceses con las mujeres. Con esta elección y el paso dado por la actriz, la distancia focal a la abuela aumenta en relación a la de la atormentada Elsallil, a la que los consuelos de la anciana no le surten ningún efecto y que en este nuevo arranque de angustia pasa, lógicamente, a ocupar un término más cercano del cuadro: una lección de cómo utilizar la profundidad de campo con singular sutileza. No sólo eso, eleva e inclina el cuerpo hacia la parte superior, como si le faltara el aire…, y en terminología cinematográfica prácticamente así es, máxime teniendo en cuenta la dirección del rostro y la mirada hacia lo alto.
El contraplano de respuesta de los tres escoceses (Fotograma 9), ya algo repuestos del pasmo inicial, cambia muy ligeramente el emplazamiento de cámara anterior sobre ellos, y la escala se amplía no mucho, hasta un plano medio largo. Uno de ellos, Sir Donald, prorrumpe en una estentórea carcajada: las amenazas de la frágil Elsallil parecen divertirle sobremanera.
Fotograma 8 |
Fotograma 9 |
Elsallil oye la risa y se gira, entre intrigada y molesta (Fotograma 10), en un nuevo emplazamiento de cámara algo más próximo al eje central. Debemos aquí hacer énfasis en que su reacción tiene la base en un estímulo sonoro. Desde luego, esto era muy común en todo el cine silente y no es ninguna peculiaridad de Stiller, pero este efecto en particular, por su brutalidad, como de punzada, resulta extraordinario. (11) El Fotograma 11 muestra a Sir Archie intentando contener disimuladamente a Sir Donald, en plano más cerrado y con un emplazamiento de cámara mucho más frontal que los anteriores donde aparecían. Aparte, la planificación comienza ya a aislar al protagonista, al desaparecer Sir Filip de la imagen. Así que tanto el cuadro como el gesto del actor invitan a asumir una mayor implicación emocional del escocés joven que la de sus insensibles compinches.
11. Apuntemos que el más genial hallazgo sonoro de Stiller se encuentra, sin embargo, en La leyenda de Gunnar Hede: el encadenado sugerido entre la música del violín que toca el abuelo imaginado por Gunnar y la interpretada realmente por Ingrid.
Fotograma 10 |
Fotograma 11 |
En el Fotograma 12, Elsallil da un paso adelante, hacia los extraños, a la vez que, quizás barruntando algo muy vagamente, se lleva la mano al pecho: apunta ya la disyuntiva (acercamiento y prevención) a la que se verá condenada la heroína. Además, la cámara efectúa en este plano una nueva corrección perfectamente ajustada al movimiento de Elsallil, lo que todavía no resultaba, en general, tan impecable en 1919. Dicha corrección no sólo le permitía a Stiller mantener una escala más cerrada sobre su actriz, a la par que registrar su sutil avance, sino también solapar a una dinámica interna (el interés de Elsallil) un signo visual (el movimiento de la cámara y de la mano).
El plano siguiente (Fotograma 13), que comporta una escala distinta y un nuevo tiro de cámara, más frontal, pertenece de nuevo a los dos escoceses, donde un Sir Archie de mirada limpia parece tener su doble siniestro, a sus espaldas, en ese Sir Donald algo estrambótico. Tres cuestiones admirables hay en la unión de estos planos. Para empezar, el movimiento de la mano derecha de Elsallil encuentra su respuesta en el de la izquierda de Sir Archie, que deja de sujetar a su compañero. Para seguir, al avanzar, la joven ha quedado en perfil total, mientras que el escocés se muestra casi de frente: en contraste con la prevención de la muchacha, ese dar la cara del hombre hacia la cámara parece transmitir su sinceridad de intenciones; y ciertamente, aunque algo disimule frente a sus compañeros, ya se ha prendado de Elsallil, pues en la misma toma se quita respetuoso el sombrero. Y finalmente, tal y como Sir Donald persiste tras Sir Archie, ahora, en perfecta simetría, la abuela aparece tras la muchacha. Curioso y patético galanteo, pues, cuyos testigos son un asesino y una anciana. ¿Puede haber duda alguna sobre el final de este amor?
Fotograma 12 |
Fotograma 13 |
El siguiente plano, de Elsallil (Fotograma 14), sigue brindando delicadas sutilezas. El gesto de galantería del forastero ha hecho mella en la doncella, y así lo reconoce el nuevo emplazamiento de cámara, más frontal que los anteriores sobre la joven (aunque no lo sea totalmente respecto al rostro girado: al fin y al cabo, la chica sigue perpleja); emplazamiento, quizá el más radical que hasta el momento ha efectuado la planificación, pues la abuela, que en todos los planos anteriores ocupaba la derecha de Elsallil (la izquierda de plano), ahora pasa al otro lado. Y un nuevo avance hacia la frontalidad casi total respecto a los actores tiene lugar en la siguiente imagen de los tres escoceses (Fotograma 15), donde, pese a reincorporarse Sir Filip, se prosigue con el desmarque de Sir Archie respecto de sus compañeros. En efecto, el plano no sólo se cierra con el iris, que centra al escocés galante y difumina a sus dos colegas, sino que ya, merced a un nuevo sutil uso de la profundidad de campo, lo despega de ellos, situándolo en primer término. Sir Archie emprende la marcha.
Fotograma 14 |
Fotograma 15 |
Stiller corta en movimiento a un plano lateral que registra el avance de Sir Archie hacia Elsallil (Fotogramas 16.1 y 16.2), seguido en panorámica. Se recupera así la misma idea del plano correspondiente a los Fotogramas 5.1, 5.2 y 5.3: a saber, la puesta en contacto de esas dos almas tan contrarias que, sin embargo, se atraen. Pero, aquí, respetando el gran avance experimentado en los planos intermedios, hay dos diferencias fundamentales con el precedente, aparte del abandono del ángulo picado. Primera: la escala del plano, que, si bien algo más amplia que la de los precedentes, es mucho más cercana que la de la toma con el travelling, ya que pasamos de plano entero a plano americano. Y segunda, y mayor: si antes el asesino y la doncella poblaban por vez primera el mismo plano, aunque no el mismo cuadro, aquí, por fin, comparten la misma imagen (Fotograma 16.2).
Fotograma 16.1 |
Fotograma 16.2 |
El acercamiento es definitivo, como muestran los siguientes y bellísimos planos (Fotogramas 17 y 18) de la pareja mirándose anhelante. Así, la escala es la más cerrada de toda la secuencia, dos planos medios cortos; el emplazamiento, el más cercano al eje de todos, e incluso en el caso de Sir Archie, casi totalmente frontal; y más importante, el aislamiento de los personajes, el mayor de toda la serie: el galán ya ha conseguido desgajarse por completo de sus secuaces, e incluso Elsallil aparece separada de esa abuela que en todos los planos anteriores parecía un apéndice de ella, tan pegada solía estar. Los dos enamorados frente a frente; los dos protagonistas por fin destacados por la cámara.
Este nuevo fragmento se sitúa en el film apenas después del anterior (ambos pertenecen, de hecho, a dos secuencias consecutivas). Al poco de su primer encuentro, Sir Archie comienza a frecuentar a Elsallil en la cabaña. Durante una de estas visitas, la pareja se sienta en una banqueta y el galanteador le propone a la joven en matrimonio (Fotograma 19).
Fotograma 19 |
Dada la importancia del momento, Stiller ofrece planos medios de cada uno: la muchacha aparece pensativa, calibrando sin duda la proposición (Fotograma 20), mientras el hombre se muestra anhelante de una respuesta afirmativa (Fotograma 21). La diferencia de actitud en cada personaje viene ofrecida por la dirección de las miradas, que divergen, y la orientación de los cuerpos: Sir Archie, inclinado y deseante, mira hacia la izquierda, embebido en la joven; Elsallil, erguida y digna, sin embargo, dirige la mirada al lado opuesto y sólo al cabo de un rato mira a su pretendiente de soslayo. A continuación, la secuencia repite dos planos idénticos a éstos, en el último de los cuales Elsallil acaba por mirar a Sir Archie modosamente.
Fotograma 20 |
Fotograma 21 |
La confrontación entre los dos cuerpos se acentúa con la recuperación del plano americano que vuelve a reunir a la pareja (Fotograma 22), donde más que nunca se aprecia una línea oblicua, de avance (45º exactos), que tiende a invadir todo el cuadro, frente a otra vertical y firme que se recluye en el margen izquierdo: el galanteo sexual convertido en pura geometría. Elsallil, en efecto, aunque tentada por las proposiciones de Sir Archie, tiende, tímidamente, a rehuir su proximidad; así que se levanta y va a aposentarse en un poyo junto al hogar. El hombre la sigue. La escena, tras cinco planos que ilustran ambos desplazamientos, continúa en ese otro rincón de la vivienda, en lo que supone una muestra de la tendencia de Stiller a rodar en secciones distintas de una misma localización. De hecho, el cambio de emplazamiento va a tener una importancia determinante para lo que sigue. En un principio, la repetición, en otro campo, de casi idéntico plano en ángulo y en composición, si bien de escala ligeramente más cerrada, invita a suponer una prolongación o una intensificación del galanteo anterior. Sin embargo, todo empieza a enturbiarse cuando, en su nuevo asiento, en un arrebato casi fetichista, un apasionado Sir Archie aspira el perfume de la larga caballera rubia de Elsallil (Fotograma 23.1). A partir de este instante, el escocés se convertirá en un personaje dubitativo, atormentado y dividido (anunciando, dicho sea de paso, esos caracteres fronterizos e indefinidos que serán la especialidad de Douglas Sirk).
Fotograma 22 |
Fotograma 23.1 |
De repente, el hombre queda ensimismado en la contemplación del rizado mechón (Fotograma 23.2), mientras Elsallil, sin apercibirse de la mudanza experimentada por su galán, esboza un femenil gesto de arrobo. Acto seguido, en el mismo plano, surge la aparición del espectro de la hermana adoptiva, Berghild (Wanda Rothgardt), dada por una fantasmal sobreimpresión (Fotograma 23.3).
Fotograma 23.2 |
Fotograma 23.3 |
Semejante apuesta es un nuevo gesto de audacia por parte de Stiller, ya que el espectador todavía no sabe de la relevancia narrativa del cabello: sólo alcanzará a barruntarla cuando, planos después, Elsallil recuerde que el hombre que mató a su hermanastra la agarró del pelo de la misma forma, y a ratificarla varias secuencias más tarde, cuando la joven rememore el único plano de la matanza que mostrará todo el film: el asesinato de la joven. En efecto, en este flash-back, tan breve como brutal, recortados sobre un fantasmal fondo negro, un barbudo Sir Archie agarra a Berghild por la melena y le asesta la mortal puñalada, mientras la joven se escurre exánime al suelo, fuera de cuadro.
El flash-back |
Un nuevo inciso se hace necesario. Por un lado, se debe señalar que, otra vez más, Stiller anticipó otro hito muy posterior, en concreto, al Lang de Furia (Fury, 1936) que decidió ocultar el aspecto más siniestro de los linchadores de su film para recuperarlo secuencias más tarde, durante el juicio. Y por otro lado, notemos que aquí encuentra su mayor potencia el único cambio aparente de la trama general que el director aportó a la novela de Lagerlöf -según la sinopsis de Hermann Hess -: en el original, Herr Arne tenía un hijo, y no, como en el film, una nieta. El cambio de sexo, unido a la afición de Sir Archie por las cabelleras rubias, haciendo que Elsallil y Berghild sean en esta secuencia prácticamente intercambiables -como veremos enseguida-, añade un malestar adicional a la película: alrededor del crimen, sobrevuela la sospecha de la violación, agravada por el hecho de que Berghild apenas era una niña.
Evidentemente, el enajenamiento del hombre no puede pasar desapercibido a la arrobada muchacha, y Elsallil se gira asombrada (Fotograma 24) y contempla al obnubilado Sir Archie (Fotograma 25). No podemos por menos que calificar estos dos sencillos planos como geniales; como mínimo, por cuatro motivos. Primero: tal como había sucedido en la secuencia anterior, la cámara, en este momento privilegiado, abandona la frontalidad con la que ha comenzado, para ofrecer tiros más oblicuos y aproximarse al núcleo de la escena, al lugar del cruce, realizado o frustrado, de las dos miradas. Segundo: el plano del hombre es un plano subjetivo de la joven (no físicamente, en el sentido de la posición de la cámara, pero sí discursivamente, en el sentido del punto de vista), lo que, además de añadir una violencia subterránea a una secuencia que hasta ahora había transcurrido más o menos objetivamente, justifica todas las dudas sembradas en la muchacha a partir de este momento. Tercero: si, en el Fotograma 21, Sir Archie miraba a la izquierda para conquistar a Elsallil, ahora, esclavo de la aparición de Berghild, mira a derecha; no se trata sólo de dos lugares de la mirada asignados a distintos personajes o conceptos, sino también de un signo perfecto de la escisión del hombre entre el amor y el remordimiento, e incluso muy probablemente, entre un amor delicado y una pasión brutal. Y cuarto: hay un precioso eco, no sólo con los Fotogramas 20 y 21, sino también, intensificado, con la secuencia anterior (Fotogramas 6, 7 y 8), pues si, en ambos casos previos, Sir Archie miraba a la muchacha y ésta seguía absorta en sus pensamientos, ahora se han cambiado las tornas, y Elsallil observa y el hombre se enclaustra en sus alucinaciones.
Fotograma 24 |
Fotograma 25 |
El siguiente plano (Fotograma 26) vuelve a reunir a la pareja. El emplazamiento y la escala siguen siendo los mismos que los de los Fotogramas 23.1, 23.2 y 23.3, y sin embargo, muchas son las riquezas de esta nueva imagen. Para empezar, Elsallil adopta por primera vez la línea diagonal, pero no para aproximarse a su galán, sino para, alertada, alejarse de él. Luego, hay una perfecta sobreimpresión, de ésas que tan merecida fama mundial le ganaron a Julius Jaenzon, del rostro del fantasma y de su cabellera acariciada por Sir Archie. Aparte, hay una preciosa idea lumínica que se explicará (de nuevo) a posteriori: un haz, que antes no existía, cruza en diagonal la derecha de plano, coincidiendo justamente con la rubia cabellera de Berghild. Y finalmente, la mayor genialidad del momento: la joven aparecida se sitúa en lugar similar al que ocupaba la viva en el Fotograma 23.2, sólo que al otro lado del plano, a la derecha; y sobre todo, la inclinación del rostro hacia lo alto y el entrecerrar de los ojos reproducen exactamente el gesto de Elsallil. Todavía más, contra lo que cabría esperar, el gesto de la muchacha muerta no es de un terror vago, como ahora el de su hermanastra, ni de perplejidad, como el de Sir Archie, ni siquiera de pena, de venganza o de indignación. No, Berghild alza la barbilla y entreabre los labios, acogiendo las caricias de Sir Archie más placentera, más voluptuosamente de lo que lo hacía la recatada superviviente. Este pasmoso matiz aporta al momento un inesperado toque erótico que cimienta contundentemente esa idea de turbiedad sexual que vendrá apuntalada en el muy posterior flash-back de la muerte de la chica.
Fotograma 26 |
El Fotograma 27 muestra a Elsallil impresionada, y también se debe destacar imperativamente, al ser uno de los dos únicos primeros planos de todo el film. Si el otro había mostrado a la doncella aterrorizada tras la masacre, éste delata su creciente inquietud ante el comportamiento de Sir Archie, uniendo así los dos polos entre los que se moverá la infortunada: una matanza incomprensible y un amor injustificable. De hecho, como nos explicará enseguida un rótulo, el gesto de Sir Archie de acariciar la cabellera inexistente le recuerda dolorosamente al del criminal que agarró la melena de su hermana antes de apuñalarla. Ya un barrunto, por tanto, de que el hombre que ama perpetró el asesinato…, aunque Elsallil prefiera censurarlo de momento. Tras haber ilustrado tan brillantemente el delirio de Sir Archie, el siguiente plano devuelve, al espectador más que al hombre, a la realidad (Fotograma 28), y esto viene expresado, en la fotografía, por que ese haz de luz donde flotaban los cabellos de Berghild se ha desvanecido a la vez que la aparición, y en la interpretación, por que Sir Archie pasa a acariciar los cabellos de Elsallil…, aunque aún no parece haberse librado de su ensimismamiento, y en su mente, la muerta y la viva se confunden en una única cabellera.
Fotograma 27 |
Fotograma 28 |
Stiller monta en movimiento con el siguiente y bellísimo plano, donde el busto de Elsallil ladeada hacia el galán enajenado se completa con la mano de éste, que enrosca con suavidad su cabellera (Fotograma 29.1). Un momento, por cierto, que podría pertenecer a Vértigo (Vertigo, 1958). El contacto con el hombre parece producirle escalofríos a la huérfana y, en el mismo plano, recoge su mata de pelo y se gira, dándole definitivamente la espalda a Sir Archie (Fotograma 29.2). De nuevo, hay en este plano una minuciosa rima con la secuencia anterior: si en el Fotograma 12 una Elsallil algo asombrada y vagamente inquieta se llevaba la mano al pecho, aquí, absolutamente desconcertada, acaba posándola en el hombro. En este momento viene su confesión de que el hombre que mató a Berghild la agarró del pelo del mismo modo.
Fotograma 29.1 |
Fotograma 29.2 |
Tras el rótulo, un nuevo plano, idéntico en escala y con toda probabilidad perteneciente a la misma toma que los Fotogramas 29.1 y 29.2, muestra a Elsallil con desconfianza creciente, dándole la espalda a Sir Archie por completo y mirándolo de soslayo; es más, aunque en la imagen apenas se perciba, forma con los brazos una cruz sobre el pecho (Fotograma 30). E igual que antes Sir Donald prorrumpía en una intempestiva carcajada, ahora Sir Archie hace otro tanto y ríe franca y ostentosamente, aunque sea por otros motivos (Fotograma 31). La pista la da la iluminación, pues, sorprendentemente, el haz luminoso vuelve a aparecer a la derecha de plano. Si en el Fotograma 26 el haz estaba, en el 28 no, y ahora vuelve a surgir, alguien podría pensar: ¿será esto un fallo de raccord? No, por cierto, sino una muestra más de la tremenda sutileza de Stiller. Sir Archie lo explica en el siguiente rótulo: todo se debe a un rayo de luz que se cuela en la cabaña, surge y se desvanece. (12) Ese rayo de luz es lo que él ha interpretado como la rubia cabellera de Berghild: por ello, en el Fotograma 26, haz y melena coincidían exactamente; por ello, en el Fotograma 28, cuando la alucinación cesaba, el haz desaparecía; y ahora, en el Fotograma 31, con la nueva irradiación, Sir Archie, ya más en sus cabales, cree comprender lo que le ha ocurrido... Sólo lo cree, pues ha olvidado que la primera visita del fantasma, en el Fotograma 23.3, tuvo lugar cuando ese tímido rayo invernal aún no había penetrado en la vivienda…; y de hecho, las apariciones habrán de persistir incluso en noche cerrada.
12. Sin duda, tan sólo unos años más tarde el efecto técnico habría estado más acabado, y el rayo se habría esbozado y difuminado gradualmente. Esta pequeña deficiencia, sin embargo, no anula la gran potencia expresiva de la idea.
Fotograma 30 |
Fotograma 31 |
Sir Archie ha recuperado la seguridad; no así Elsallil. Por ello, Stiller reserva ahora un plano medio para la desconcertada muchacha (Fotograma 32) y ninguno para el hombre. Este plano aumenta ligeramente la escala sobre la núbil respecto de los dos anteriores, y es una nueva muestra del trabajo de filigrana del director, que ha ido pautando la alerta de Elsallil en cinco etapas (Fotogramas 24, 27, 29, 30 y 32), cuatro si consideramos los Fotogramas 29 y 30 como pertenecientes al mismo plano, sólo que separados por un rótulo. Nada menos que cada uno de los cuatro pasos cuenta con su correspondiente escala, ¡y ninguna repetida!, alcanzándose el punto álgido en el primer plano del Fotograma 27, para ir decreciendo ligeramente a partir de él, al ampliarse la escala. Aunque la secuencia aún prosigue unos segundos más, el último plano que aquí comentamos vendría a significar algo así como el triunfo ilusorio de Sir Archie. En plano casi entero (Fotograma 33), el galán se levanta exultante y alarga la mano, como dominando la luz que se cuela en la cabaña. Ahora bien, si el hombre se expande, la muchacha, todavía sentada, se repliega. Una sutil variación ha tenido lugar respecto al inicio de la secuencia (Fotogramas 19 y 22): ahora, Sir Archie se constituye como línea vertical, mientras que Elsallil se conforma como diagonal; sólo que ella no busca aproximarse, como hacía el hombre en los planos de cortejo, sino alejarse, rehuirlo. Aparte, hay otro detalle importante: en el Fotograma 29, Elsallil había subido la mano derecha al hombro izquierdo, y en el 30, cada vez más a la defensiva, había llegado a cruzar sus brazos sobre el pecho, aunque el gesto apenas fuera perceptible. Ahora, en el Fotograma 33, la cruz de los brazos es perfectamente visible, y deja entrever, más que la prevención que Elsallil apenas nunca había dejado de mostrar, temor al hombre del que se ha enamorado. Y aún más importante: el gesto de los brazos en cruz tendrá su eco más adelante, cuando lo repita la espectral Berghild.
Fotograma 32 |
Fotograma 33 |
Evidentemente, Elsallil reaviva la conciencia dormida de Sir Archie. Evidentemente, existe una equivalencia entre las dos doncellas, como bien dejaba adivinar la película al presentarlas, en el Acto Segundo, a la vez y en el mismo plano. Pero esta repetición de gestos de Elsallil viva y de Berghild muerta, esta acentuación erótica de su cualidad de dobles, aporta un espesor a la trama fuera de lo común y resulta turbadora en grado sumo: ¿alucina Sir Archie en Berghild los gestos que ha esbozado Elsallil?; si persiste en confundir a la muerta con la viva, ¿se he regenerado realmente?, ¿no mantendrá en el fondo su bestialidad en sorda ebullición? Y sin embargo, teniendo en cuenta que, en realidad, Sir Archie no ha visto dichos gestos, desde luego no el arrobo de la muchacha en el Fotograma 23.2 y apenas sus brazos en cruz en el Fotograma 32: ¿no será el fantasma, en realidad, una proyección de la misma Elsallil? (al fin y al cabo, ella también lo verá); ¿no habrá reconocido en su enamorado, siquiera subconscientemente, al agresor de su hermana?, ¿o al menos, no puede sospecharlo ya? (de ahí su sentimiento de culpabilidad); ¿no es elocuente esa repulsión contradictoria que muestra al alejarse de él?, ¿no hay en ella mucho de atracción a la brutalidad, al abismo? (de ahí quizás, más que del lógico trauma, su morbosa persistencia en rememorar la matanza); en fin, ¿no es extraño que, acto seguido, reproche a Sir Archie hacerle recordar a los muertos, cuando en realidad él no ha mencionado a su hermana?
Maravillan tantas complejidades bajo apariencia tan sencilla. Estas reflexiones, sugeridas por la prodigiosa labor de encaje realizada por la puesta en cuadro y en escena de Stiller, le dan una fuerza y una vitalidad especiales a El tesoro de Herr Arne; sin duda, por su capacidad de sugerencia, por la complejidad de su sentido, por su meticulosa elaboración formal, una de las primeras descomunales obras maestras de la historia el cine.
Confiemos en que el presente artículo sirva, al menos, para que se le devuelva a Mauritz Stiller el lugar que por derecho le corresponde en el séptimo arte: entre los más grandes.
Mauritz Stiller