Botonera

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9.4.12

DERIVAS Y FICCIONES - PROHIBIDO NADAR DE NOCHE

COORDINADORES: MARIEL MANRIQUE - HERNÁN MARTURET


PROHIBIDO NADAR DE NOCHE
(TIBURÓN, STEVEN SPIELBERG, 1975)



POR MARIEL MANRIQUE - HERNÁN MARTURET

De estas víctimas quedan restos como una colección de vanitas a contrapelo. Un brazo irreconocible devuelto a la playa, sobre el que se abalanza un ejército de bichos ávidos. Una cabeza hundida y tumefacta con un ojo espantosamente abierto, convertido en un esperpéntico globo ocular. Una colchoneta inflable hecha jirones, festoneada de babas de sangre. El tiburón nos dedica los memento mori que nadie le pidió: si hay que morir, por favor que no sea de esta forma.

Esta forma nos reduce a carne, que se arranca, se mastica y se traga. Es pura carne sin acto ni función. No es la carne que goza, se aparea y se reproduce; no es la carne como mapa del placer. Son pedazos. El tiburón tira, sacude y desgarra. Su santo y seña es la mutilación.

El espectáculo de la carnicería nos horroriza y nos seduce. “Cuando comience me taparé los ojos” (pero dejaré los dedos entreabiertos). Se teme lo que se desea: es el sangriento sex-appeal de lo desconocido, el canto de sirena de la situación límite. Lucy Westenra ofrece su lánguido cuello de cisne dormido a Nosferatu. Porque Nosferatu emana sexo.


Foto de archivo mostrada en Tiburón
Long Beach Island, New Jersey


La pedagogía del escualo es básica y lineal: te huelo, te persigo y te amputo. Cubriéndonos la boca, nos inclinamos a examinar el archivo quirúrgico de sus tareas y, en temporada alta, corremos a mojarnos en el mar.       

En Long Beach Island, New Jersey, se produjeron cinco ataques de tiburones en 1916. Cuatro fueron mortales. En 1974, Peter Benchley escribió su novela Tiburón, inspirándose en esos sucesos. Con 29 años, Steven Spielberg metió un tiburón de plástico bautizado Bruce (en honor a su abogado, Bruce Ramer) en las aguas de Martha’s Vineyard y filmó, basándose en el libro de Benchley, Jaws (literalmente, Mandíbulas), estrenada en 1975 como Tiburón. Ese verano pocos se atrevieron a meterse al agua.

Bruce era una estructura mecánica que Spielberg debió multiplicar: uno de sus Bruce no conseguía cerrar la mandíbula, otro se iba obstinadamente al fondo apenas colocado en la superficie y el restante, dicen, se ponía involuntariamente bizco.

Que el Bruce que pasó a la historia aparezca bien avanzada la película no es el resultado de una decisión personal sino de una dificultad técnica que, paradójicamente, reforzó el terror provocado por el monstruo y el funcionamiento de ese monstruo como un McGuffin: nos aterra lo intuido y no visto (el fantasma escondido en el ropero) y Bruce aparenta motorizar una historia cuyo eje puede parecer Bruce pero que, en realidad, se abre y se despliega en múltiples historias en las que Bruce ocupa, como las obsesiones, el lugar de “otra cosa”.    

“Otra cosa” que tironea y succiona, en una ordenadísima estructura de planos donde el peligro late por debajo y allí arriba sólo hay un cielo impávido y estrellado, que contemplará impasiblemente el encarnizamiento de la bestia sin ofrecer protección alguna. Es posible, inclusive, que arriba no haya nada, al haber estallado en forma espeluznante las confortables proporciones simbólicas de la pintura clásica (v.gr. Coronación de la Virgen, Rafael, 1502-1504):






El corte simétrico de Rafael enfrenta el mundo terrenal del “abajo”, con su sepulcro de Cristo rígido y vacío y sus discípulos asombrados en un paisaje solitario de campiña italiana, con el mundo celestial del “arriba”, al que Cristo ha ascendido y donde corona a la Virgen rodeada de un coro vaporoso de ángeles músicos y cantores. La mirada hacia “arriba” de los discípulos anclados en el “abajo” conecta los dos mundos separados por una capa mullida de nubes. Todo es serenidad y quietud.  

En el afiche de Jaws, arriba no hay nada, abajo está el agua que prohíja un monstruo gigantesco y la línea media es la superficie en la que nada, desguarnecida, una mujer desnuda. Todo es amenaza en movimiento.

Así como el paraíso prometido no tiene fisuras, ni en su representación ni en su autodeclarada administración de justicia, el tiburón es una máquina monolítica que ataca y despedaza el orden establecido sin otra explicación que la de comerte porque tiene hambre. Ni siquiera administra los mordiscones. Deglute sin discriminar. Su mandíbula parece a punto de romperse, desbordada por un aluvión descontrolado de dientes que se amontonan para triturar lo que salga al paso.

El tiburón se mueve por abajo y ese “abajo”, ese país negado e invertido, jalonado de grutas y especies huidizas en la oscuridad, es su reino. Es, en este caso, un reino líquido, lo que redobla el estado de perturbación.

Porque el agua, tradicionalmente asociada con el líquido amniótico y la protección del útero materno, los fluidos orgánicos aliados del goce y la naturaleza sustraída a la domesticación social, ha devenido la incubadora del monstruo. El mar de Tiburón no es un mar en el que sumergirse para experimentar la liberación de los sentidos, sino el dominio de ese monstruo ubicuo, diseñado para arrancarte las piernas.


Fotograma de Tiburón, 1975

The fall into Paradise, video, Bill Viola, 2005

Como si el agua funcionara como una gran metáfora del inconsciente y el tiburón condensara en su figura los terrores más íntimos agazapados en sus capas geológicas. Esos terrores que se entierran para olvidar o se niegan o subestiman mediante el recurso al humor (v.gr., el cartel sarcásticamente intervenido de Amity Beach o los chicos que asustan a los bañistas con una aleta de madera).


El tiburón es, en la película, un Jack The Ripper submarino. La inmersión no depara experiencias como la pérdida de la virginidad, el orgasmo, el flujo menstrual o el parto (todas ellas asociadas a la vida), sino el liso y llano descuartizamiento.

La turbulencia desencadenada por la aparición del tiburón, encarnada en el géiser brutal de agua teñida de rojo, no implica un tránsito; no es un paso ni un puente (v. gr. como se observa en el fotograma del video celebratorio Sip my Ocean, Pipilotti Rist, 1996). Es un the end.  




El ataque a Chrissie Watkins, esa hippie inocente que se saca la ropa para nadar luego de una noche de alcohol y cigarrillos en la playa, o a Quint, ese lobo de mar que vive para cazar tiburones, pueden verse como una violación y una castración seguidos de homicidio.

Esos ataques también podrían leerse como el precio a pagar por dos rebeldes: la mujer sin prejuicios y el paria social. Chrissie encarna el espíritu lúdico del festival de Woodstock y Quint es un sucesor contemporáneo del Capitán Ahab de Moby Dick. Los dos, de alguna forma, están fuera del mercado; los dos podrían llevar el mismo pañuelo bandana en la cabeza.  


Quint
Chrissie Watkins


Las otras víctimas son dos pobres pescadores encandilados por una recompensa, un perro y un niño (otros tres excluidos del tráfico de bienes).

El tiburón devora también a metros de la costa, en pleno día, rodeado de bañistas y frente a todos. Como si fuera poco es, como solía decirse acerca del comunismo, un monstruo come-niños que no anticipa, mide ni calcula.

Una visión sesgada de Tiburón podría considerarla la respuesta cinematográfica a la derrota estadounidense en la guerra de Vietnam y el escándalo Watergate: el ejército más poderoso de la tierra doblegado por un enemigo oculto entre los árboles (un enemigo sin rostro en tierra extranjera) y la corrupción de la clase política desnudada por dos periodistas que hacen caer a Richard Nixon (reflejada en el alcalde de Amity Island y el perito médico que investiga los ataques, dos funcionarios despreciables que privilegian el éxito de la temporada turística sobre la cantidad de muertos en circunstancias sospechosas).

En esta línea, Tiburón catalizaría y compensaría simbólicamente la angustia de una sociedad herida en creencias tan profundas cuyo objeto se da por sentado: nada mejor para esa sociedad que ver al enemigo volar en mil pedazos, por obra del coraje de un buen policía (amante esposo y devoto padre de familia) que vence el pánico al agua para convertirse en héroe y restaurar el orden establecido.

Esa visión no alcanza, sin embargo, para explicar por qué Tiburón continúa inquietándonos, ya superado su contexto histórico-social. Por qué pasa con honores el test de supervivencia que define a un clásico. Por qué ha ingresado a nuestra vida cotidiana con tamaña capacidad de penetración que lo vemos, literalmente, hasta en la sopa, décadas después de haberse consagrado el blockbuster del verano en el que Universal Studios lanzó el film simultáneamente en casi 500 salas, conjuntamente con una formidable campaña de marketing.



Salero, pimentero y plato de sopa inspirados en Tiburón, 2010

Un clásico sobrevive porque interpela cuerdas centrales de su destinatario. Tal como interpela al espectador la elemental melodía de dos tonos creada por John Williams para Tiburón, que Spielberg consideró una broma cuando escuchó por primera vez y luego incorporó como soundtrack fundante de su película.

Diegética y deudora de la melodía de Bernard Hermann para la escena de la ducha en Psicosis, la sirena de emergencia de Hermann es lo suficiente dúctil como para indicar la velocidad de movimiento de la aleta que evoca inmediatamente como un estigma. Es un radar y, también, una cámara. Nos “muestra” el grado de cercanía del peligro.

La interpelación de Tiburón a nuestros miedos primarios, tan subterráneos que, como al animal de la película, hay que arponearles barriles para seguirles el rastro, tiene la forma de una narración digna del S. XIX. No hay pastiche, collage ni pirotecnia posmoderna. El año de su filmación la privó gratamente de tecnología digital y efectos especiales. Tiburón es un ejemplo perfecto de que, en materia de terror, menos es más.




Barriles fotantes


Equipo de cacería


Spielberg estructura su narración en dos partes, con sus respectivos capítulos: una parte desarrollada en tierra; otra, sobre el mar. La bisagra entre ambas es la irrupción del tiburón en la laguna donde juega el hijo mayor de Martin Brody, el nuevo jefe de policía de Amity Island. Brody decide equipar un barco y salir al mar porque el tiburón ha pasado del mar al “coto personal” de Brody - con honrosas excepciones, hemos sido educados para reaccionar sólo cuando nos tocan lo que nos pertenece; llevamos la mano a la pistola cuando está en juego la propiedad privada.


Niño abstraído
Niños aterrados


Si conceptualmente Tiburón estimula un análisis vertical descendente desde arriba hacia abajo, también propicia un análisis horizontal desde afuera hacia adentro.

La primera parte del film se construye enteramente “afuera” del agua. Retrata la comunidad cerrada de Amity Island lista para la celebración del 4 de julio, el pánico en la playa y las especulaciones económicas del alcalde que espera un boom turístico y subestima los muertos que se traga el mar, con la connivencia del perito de turno. 

Especialmente, presenta el triángulo de personajes que se internarán mar “adentro” para liquidar al monstruo: el policía Martin Brody (léase, el “ciudadano ejemplar” en fase de autosuperación), el biólogo marino Matt Hooper (epítome de la “ciencia”) y el excéntrico Quint, un viejo lobo de mar.

Spielberg cuenta una historia sin que le tiemble el pulso narrativo, con todo lo que eso implica: un montaje “invisible” con acertados golpes de efecto (el dolly zoom sobre Brody, cuando avista al tiburón desde la playa) y un evidente desarrollo psicológico de la tríada de personajes antes referida, que revela por qué cada uno de ellos hace lo que hace dotándolos, en el proceso, del aura épica de las novelas de Joseph Conrad, Herman Melville o Robert Louis Stevenson.



Brody lucha contra su fobia al agua, Hooper es el científico (el “universitario rico”, en palabras de Quint) que sale del campus universitario para adentrarse, con una excitación casi adolescente, en el campo de la contrastación empírica y Quint busca la venganza que le da sentido a su existencia marcada: es un sobreviviente del USS Indianápolis que transportó desde Estados Unidos a las bases aéreas norteamericanas apostadas en la isla de Tinian el material con el que se construirían las bombas atómicas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki.

Cumplida su misión, el buque fue torpedeado en su ruta hacia Filipinas por un submarino japonés. En el naufragio sobrevivieron aproximadamente 300 tripulantes; el resto, más de 800, murieron ahogados, alcanzados por los torpedos y, en su mayoría, devorados por los tiburones.

Esta historia, que es una historia dentro de la historia que cuenta Tiburón, la narra Quint a bordo del Orca, el precario barquito en el que los tres hombres se han lanzado a la caza de sus objetivos (que exceden la captura del tiburón que asoló Amity Beach, tiburón que está, en este momento, más fuera de cuadro que en cualquier otra secuencia de la película).

El monólogo de Quint en el camarote débilmente iluminado del Orca es una pausa en el relato de la cacería, que no hace sino insuflarle, a Quint y a la cacería misma, mayor carnadura. Tiene el rango de una confesión y una catarsis (funcionan como términos equivalentes), en el marco de la consolidación de la solidaridad y la camaradería masculina entre tres navegantes solitarios a merced de una bestia ciega, tras episodios de recelo, desconfianza y competencia mutua. 



Es un monólogo que pone sobre la mesa una de los temas que retomará Spielberg en su filmografía: el impacto de la Segunda Guerra Mundial en determinados individuos  (v.gr., Schindler’s List, La lista de Schindler, 1993; o Saving Private Ryan, Salvando al Soldado Ryan, 1998).

Asimismo, Tiburón introduce otro de los “mundos” a los que Spielberg volverá una y otra vez: el mundo de los niños y, particularmente, la mirada infantil (v.gr., ET-The Extra-Terrestrial, ET-El Extraterrestre, 1982; Artificial Intelligence, Inteligencia Artificial, 2001; o War of the Worlds, La guerra de los mundos, 2005). 

El paroxismo del horror es, en Tiburón, el ataque al niño Alex Kintner, filmado en una serie de planos y contraplanos enhebrados artesanalmente por objetos amarillos: el sombrero y el bolso de la Sra. Kintner, la camiseta del muchacho que juega con el perro que desaparecerá en el agua, la toallita de Harry (el anciano bañista que conversa con Brody), las manchas amarrillas dispersas entre la multitud que se congregó en la playa y, finalmente, la colchoneta inflable de Alex, rota y ensangrentada, que el agua empuja hacia la arena.

La compenetración padre-hijo entre Martin Brody y su hijo menor se ejemplifica en un juego de mímica en la acogedora mesa familiar.



La calidez de la familia Brody marca la diferencia entre el “nosotros” de la comunidad, impoluta e inocente excepto por la consuetudinaria corrupción de sus burócratas, y el “otro” que aparece para amenazarla, el “enemigo externo”, imprevisible y arbitrario, del que hay que defender hijos y hogares, como ruega a Brody, enlutada de la cabeza a los pies, la desconsolada Sra. Kintner.

Es un topos del relato norteamericano típico, controvertido por la intelectualidad antibelicista de la contracultura: la desgracia nos golpea sin que seamos culpables. No la hemos convocado, somos sus cándidas víctimas. Extremando el topos, cada víctima particular podría merecer, en Tiburón, su trágico destino, incluido el intrépido Quint que está buscando inmolarse y cuya muerte es, en la práctica, un suicidio.

¿A qué muchacha decente se le ocurre invitar a nadar en pelotas a su “amigo”, a la luz de la luna? ¿Cómo pueden dos pescadores inexpertos arriesgar su vida por un puñado de dólares? ¿Cómo puede la Sra. Kintner permitir que su hijo lleve su colchoneta al agua, estando al tanto de que el mar escupió a la playa los restos de una chica hecha pedazos? En cada caso, morir sería el precio de la lujuria, de la codicia o de la negligencia.

Aquí sólo se salvan el policía y el científico. Uno, porque se mueve y actúa cuando el tiburón se le arroja encima y el otro, porque se esconde y se queda quieto cuando el tiburón demuestra que es capaz de engullir hasta la jaula en la que descendió a enfrentarlo. Los dos son individuos “útiles” a la sociedad: representan el respeto a la ley, el orden y el conocimiento.



Pero esa es sólo una posibilidad. Un clásico trae incorporado, como un bonus track, el gatillo de la polisemia. Tiburón gira en torno al miedo a ser comido, en una especie de carnaval fúnebre donde el devorador pasa a ser el devorado.

Y el tiburón se come cualquier cosa, incluida la basura de toda especie. Cuando Hooper tajea el vientre del tiburón inocente que ha sido capturado y exhibido como un trofeo, saltan peces, chatarra y hasta una patente de automóvil. Movido por la gula, un tiburón traga hasta el tanque de oxígeno que lo matará.



Sí, Bruce es un depredador omnívoro cuyo talón de Aquiles queda en el estómago. Omnipresente, dinámico y veloz, parece estar allí desde el origen remoto de los tiempos, capaz de arrasarlo todo y sin enemigo a la vista. Come porque sí; comer es su manifiesto político.

¿Será posible replicar, sobre un barquito que está yéndose a pique, la estrategia de ese hombre común llamado Martin Brody? ¿Razonar y advertir que la fortaleza de Bruce es también su flaqueza? ¿Dejar de arrojarle carne para meterle en la boca el menú mortífero que lo hará estallar? A riesgo de ser nadadores perpetuos, con las extremidades intactas pero la dignidad deshecha del perpetuo amputado espiritual.