CATÁLOGO DEL CINE ESPAÑOL.
FILMS DE FICCIÓN 1931-1940. Volumen F-3.
HEININK, Juan B.; VALLEJO, Alfonso C.
Madrid, Cátedra/Filmoteca Española, 2009.
FILMS DE FICCIÓN 1931-1940. Volumen F-3.
HEININK, Juan B.; VALLEJO, Alfonso C.
Madrid, Cátedra/Filmoteca Española, 2009.
AGUSTÍN RUBIO ALCOVER
Autodefinido como recopilación “a modo de inventario [de] la documentación correspondiente a las obras cinematográficas de ficción producidas por empresas españolas entre los años 1931 y 1940, cualquiera que fuese su duración y metraje”, exclusive “las consideradas como de no-ficción (documentales, reportajes, publicitarias…) y las no profesionales (cine amateur o familiar), cuya catalogación requeriría ajustarse a criterios metodológicos específicos” (p. 9), el Catálogo del cine español. Films de ficción 1931-1940 supone el tercer fruto del empeño de investigación y difusión conjunta de una serie de estudiosos e instituciones: se inscribe, en concreto, en la senda de los consagrados a la producción nacional de los años veinte (volumen F-2, a cargo de Palmira González y Joaquín Cánovas Belchí y publicado a solas por Filmoteca Española en 1993) y a la de la década de los cuarenta (volumen F-4, de Ángel Luis Hueso Montón, dado a la imprenta por Cátedra y la susodicha entidad pública en 1998). El primero de los autores –bilbaínos ambos– recensa algunos de los cambios operados en el modelo, reputados como refinamientos del boceto de sus predecesores: “En busca de mayor utilidad, homogeneidad y concisión, también se han modificado otros aspectos tratados por lo regular con cierta ligereza, como son los géneros cinematográficos, los descriptores temáticos y la tabla de abreviaturas. Así mismo, se ha intentado rebajar en unos cuantos puntos la rigidez característica de los libros de consulta, cuidando que su apariencia formal no resulte tan austera e impersonal y sí algo más amable” (p. 12) –lo que, entre otras cosas, se concreta en el hecho de que el volumen se presenta en rústica, y no en tapa dura.
Parte fundamental del que, por razones que en seguida se explicarán por sí solas, podemos denominar como proyecto Heinink(-Vallejo) tiene un valor primordialmente historiográfico-empírico: el censo del decenio sube a doscientos sesenta títulos, rodados todos en 35 mm., con sus correspondientes fichas. Las piezas controvertidas figuran en el lugar alfabético que les toca[ría] pero sin número de referencia; al tiempo que se ha aplicado un criterio corrector para “forzar a la baja las medidas restrictivas comúnmente aplicadas hasta la fecha” (p. 12) a fin de no rechazar algunos films insignes –Heinink entra en un caso ilustrativo, el de Nuestra Natacha (Benito Perojo, 1936). A base de estimar o desestimar films, y acreditaciones adicionales o alternativas –es el caso de La alegría de la huerta (Ramón Quadreny, 1940), cuyo montaje se reasigna al técnico que consta en los créditos, Nilo Masó, y no al director y a José Luis Valcárcel, como consta en la carátula de la edición en DVD de la restauración de la Filmoteca Francisco Rabal de Murcia, a cura de uno de los sherpas de esta obra, Joaquín Cánovas Belchí (pp. 34-35)–, la obra corrige, sin simplemente obliterar sino distinguir y dar razón de los porqués, el “cúmulo de errores, conjeturas e inconsistencias que vienen circulando, para luego dejar constancia detallada de los mismos y rebatirlos, dotándose así al apartado de Notas de una función profiláctica esencial de cara a evitar en lo sucesivo la propagación descontrolada de equívocos y falsedades” (p. 12) –más adelante, en las “Observaciones” que suscriben Heinink y Vallejo, se reitera la amarga queja por el “cúmulo de errores e informaciones no contrastadas y del escaso rigor metodológico con que se venían realizando este tipo de trabajos” (p. 18). (1)
1. Se enmienda la plana ad hominem sólo en algunos casos –y, como es habitual, la leña al mono se reserva a los próceres de la historiografía franquista, a saber, los Cabero, Fernández Cuenca y Méndez-Leite, como ocurre en la ficha de La viuda quería emociones (Richard Harlan, 1933) (pp. 310-311).
Un primer preámbulo, de Heinink, presenta la virtud de moverse en un registro general, muy ameno, en torno a cuestiones aparentemente inconexas, pero fundamentales –por presuposicionales–, tales como la producción, la propiedad intelectual, la archivística…, desde una perspectiva, además, histórica; y deriva en un memorial de los infortunios por los cuales (el estado de) la preservación y el acceso a los fondos cinematográficos patrios estan sumamente descorazonador como se sabe. Útil asimismo para formarse una idea cabal de en qué ha consistido una labor con un mucho “de arqueología literaria o sintáctica”, desde su concepción misma a su cronología, pasando por sus escollos sin cuento, es el segundo prefacio, por Vallejo, que se abre más bajo el signo de la paradoja y, si no la depresión, al menos la melancolía, ya que en su arranque propina el no por consabido menos contundente y sonoro bofetón de recordarnos que “…la mayor parte de las películas que figuran en este catálogo ya no existen” (p. 13). Repasa a continuación las fuentes a partir de las cuales se han realizado dichas síntesis (pp. 14-15): amén del visionado directo –en copias fotoquímicas o réplicas en formatos domésticos, comercializados o procedentes de grabaciones de pases televisivos, telecinados, etcétera–, publicaciones como La Novela Semanal Cinematográfica y Ediciones Biblioteca Films o similares, a las que se reputa una cierta fiabilidad en “sus cerca de setenta páginas de texto” , así como “otros recursos escritos” como “artículos publicados en periódicos o en revistas especializadas como de impresos promocionales editados por las propias empresas productoras o distribuidoras, conocidos como guías o lanzamientos publicitarios”, e incluso –y traemos aquí a colación la paráfrasis que atribuye precisamente al Dictador la inescrutable, siniestra invocación de que “no hay mal que por bien no venga” tras la voladura de Carrero Blanco– a la producción censorial, re/investida de una valor sobrevenido. Se ha declinado, en cambio, la posibilidad de acudir a novelas y dramas escénicos inspiradores, puesto que pudiera haber “divergencias de gran calado en sus contenidos narrativos” entre los originales y sus traslaciones.
Huelga decir que si la necesidad de conjeturar se extiende como una balsa de aceite a los restantes apartados –la duración, a menudo meramente aproximada, se ha fijado a partir del número de bobinas–, a propósito del más creativo de la vasta y varia tarea que han llevado a término, Vallejo especifica que “se han corregido no pocas imprecisiones argumentales que el paso de los años había llevado a dar por aceptables”; y que, en las alrededor de seiscientas palabras de cada resumen, se ha “intentado conservar el estilo verbal de la época”: y a fe nuestra que se ha conseguido, pues todas son de agradable lectura y muchas de ellas resultan un dechado de salero, lo que, en la medida en que redunda en solaz del estudioso que se adentra en materia especializada y procelosa, constituye un simpático aliciente: nunca está de más conservar el sentido del humor y guardar una cierta distancia (auto)crítica, y rehuir la tentación de la presunción y del tono campanudo/sesudo, cuando se tiene entre las pezuñas cosas serias y que a uno le apasionan, con lo que tiende a forzar el ademán y ponerse grave; a ello –a ese mantener la perspectiva– contribuye la opción adoptada, así que bienvenida es; del mismo modo que es plausible la homogeneidad de esos textos, firmados por seis autores o transcritos de documentos publicitarios, y revisados por los dos editores, lo que atestigua la armonía que al fin y al cabo cuenta: la de la obra acabada, la que llega a manos del lector, que aquí es redonda.
No se reducen las fichas a estas dos partes: tal es la importancia que conceden –y el mimo puesto en ellas– al aparato de notas, que Heinink y Vallejo maldicen a quien pudiere reproducir las fichas sin hacer mención a ellas, pues “incurriría en una falta grave de desinformación” (p. 18). De suntuoso cabe catalogar el despliegue en que se convierten los índices, que completa y cierra el trabajo: en un alarde de variedad, se incluyen de siete tipos distintos –cronológicos, subdivididos por años de producción, fechas estimadas de comienzo de rodaje, de estreno, de permisos de exhibición concedidos y denegados; de empresarios y empresas; de autores, intérpretes y técnicos; de obras originales; de temas musicales; de localizaciones geográficas; y temáticos, dentro de los cuales se discrimina por géneros y por diez clases de descriptores. También estos dan pie a hacer recuentos estadísticos y trasladar dichos números a gráficas –lo cual, dicho sea de paso y puestos a pedir, dada la magnitud de la labor realizada no se acaba de entender por qué no se ha hecho; y es que, por más que una simple ojeada a la distribución “canta” –3 películas producidas en 1931, 4 en 1932, 29 en 1933, 37 en 1934, 51 en 1935, 34 (con cuatro problemáticas) en 1936, 19 en 1937, 11 en 1938, 20 en 1939 y 47 en 1940–, no deja de resultar chocante que ni tan siquiera se hayan enumerado e incluido dichos datos: constan las listas, de modo que es el lector quien ha de encargarse de las sumas. El siguiente dibujo palía esa carencia:
Como contrapartida –o, justamente, al hilo de esta modesta aportación o enmienda viene al pelo–, al igual que ocurre con toda obra de estas características –sobre todo con las bien hechas–, la presente deviene preciosa para entretenerse, u ocuparse a fondo, en cometidos concretos: a modo de ejemplo y con toda modestia, quien firma, interesado en la profesión del montador y su reconocimiento, está ocupándose en las fechas en que se publican estos párrafos de cuantificar y elaborar estadísticas, con un ojo en el eje temporal, de los créditos (o no) de edición y ayudantía; tarea ardua y se diría que poco lucida, aunque apasionante para este que la está llevando a cabo, convencido del valor de estos conocimientos para una historización de la industria cinematográfica española digna de ese nombre, y para la cual un volumen como este es a todas luces un surtidor esencial.
Empeños colectivos, holísticos y precondicionales, o puntuales, consecutivos; perfección o apertura: he ahí la clave. Llegamos al meollo –o, mejor, nos limitamos a señalarlo con el dedo, pues el dilema se nos antoja inescrutable; si bien el quid está en su existencia, incontrovertible…– de un proyecto con sus luces y sus sombras no en el sentido de fallos, sino de acusada rareza en lo tocante a su gestación: resulta a este respecto, como primera providencia, curiosa e indicativa de esa ejecución, en dos fases y por separado, la ya aludida presencia de dos prólogos, firmados individualmente por los autores: una “Introducción” propiamente llamada (la de Heinink) y el intitulado “Perdidas para siempre” (la de Vallejo). Se consignan 58 colaboradores o suministradores de datos, casi todos ellos ilustrísimos; y 18 archivos. De la notoria ausencia de algunos, como la Filmoteca Valenciana, nos dolemos no sólo por patriotismo chico, sino porque ello juega, obviamente, en demérito de la exhaustividad y la exactitud –o, como mínimo, proyecta la sombra de la duda: a contrarii, un contacto de dicho centro no garantizaría, pero sí que ofrecería el síntoma, de ese permanente flujo de comunicación del pormenor candente por el que Heinink y Vallejo suspiran. Un sutil palo, en abstracto, a los archivos –a colación del recordatorio de una misión cuyo descuido deja en el aire o a la vista una dolosa responsabilidad civil, en absoluto subsidiaria: “es a las diversas filmotecas a quienes corresponde dar a conocer el inventario actualizado de sus fondos mediante la elaboración de informes periódicos” (p. 18)– arroja algo de luz –parpadeante; así que no puede seguirse sino palpando y a tientas– sobre la conflictividad subyacente a esta edición; no es casual que el último párrafo esté destinado a un descargo tan insólito como inequívoco: “La versión de la presente obra que se ha entregado al editor en soporte digital, con su correspondiente copia en papel, es la única autorizada. Al contrario que la mayor parte de las publicaciones impresas, los trabajos de catalogación requieren quie el editor admita la recepción, composición y verificación de los archivos de texto en entregas diferidas, puesto que en estos casos el sistema habitual de corrección de pruebas de imprenta –de la obra completa y en un plazo muy breve–, excede la capacidad del ser humano y resulta una tarea inútil. A falta de un proceso de edición especializado, los autores declinan toda responsabilidad con respecto a cualquier alteración voluntaria o involuntaria del contenido del presente volumen a causa de eventuales desajustes en la gestión de los archivos informáticos originales por parte del editor, ni tampoco de los que se pudieran ocasionar por fallos de imprenta” (p. 18; la cursiva es nuestra). La constancia de dicha discrepancia –esto es, que no se haya sellado el pacto tácito, usual y de rigor, es la prueba de las desavenencias: al figurar por escrito, por acabar con la especulación, denota lo traumático del embarazo de una obra parida, tristemente, obsoleta, pues los textos, que se remontan a varios años atrás, no han sido actualizados –con lo que algún dato surgido poco ha del horno no se contempla: a este respecto, da la nota discordante el que la bibliografía se corte nada menos que en 1997, “fecha en la que se dio por concluido el proceso de investigación correspondiente a esta obra”, por más que se señale que el autor de la misma [Heinink] “autorizó que varios de sus colaboraciones usaran o hicieran públicas informaciones inéditas en trabajos historiográficos anteriores a la terminación del presente catálogo” (p. 433). En fin, el rosario de anomalías que a tenor de los indicios ha debido de jalonar el desarrollo de aquél se sustancia tanto en puntos negros, como el que aquí se apunta, como en detalles no insignificantes que entre líneas se deslizan –por ejemplo, la implicación de ese hablar de “el autor de la misma”, en lugar de usar el plural.
De la misteriosa postergación de la publicación d(isemin)a pistas Heinink cuando cuenta que, “por no contar con garantías plenas de ver publicada la obra tal como se había concebido […] Cuando aún quedaba pendiente de redactar cierto número de sinopsis argumentales, en 1999 se tomó la decisión de depositar en el Registro de la Propiedad Intelectual el resto de la documentación e índices, y permanecer en espera de una propuesta de solución satisfactoria, la cual llegaría a mediados de 2006, gracias al apoyo firme de la Filmoteca Española y a la incorporación de un segundo responsable de la autoría” (p. 12). Por su parte Vallejo, más poético, atribuye al desvelamiento de la identidad de un niño actor que ha sido detectado en seis películas del periodo, y que se embozaba tras el nombre de “Perragorda” por su rol en Carne de fieras (Armand Guerra, 1936), un carácter simbólico-terminal: “…este catálogo no debía concluirse sin despejar tal incógnita”. Mas “No ha sido posible. La incógnita más afanosamente escrutada permanece, tal vez para siempre, sin respuesta” (p. 15). Quizás sea consuelo de tonto(s) –valga la expresión, y mejorando lo presente: reclamamos, en su caso, la condición de tal exclusivamente para quien lo dice, y no para “el que lo lea”– decir que más vale así: que la historiografía de la década del esplendor del cine republicano, cerrada (en falso, o en fundido a negrísimo) con el ingreso en las tinieblas de la “larga noche de piedra” del franquismo, siga siendo un work in progress, representa el acicate que convierte el oscurantismo en provisional y fracasado camino hacia la luz, y la prueba de que mal que pese al Generalísimo y a todos los totalitarios, nada queda nunca “atado y bien atado”.
Rodaje de Nuestra Natacha, Benito Perojo, 1936