Juan Eduardo Cirlot
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Llevo una armadura para defenderme...
Juan Eduardo Cirlot
Carta a Carlos Edmundo de Ory
Entre los grandes poetas latinos de la segunda mitad del siglo XX Juan Eduardo Cirlot (Barcelona, 9 de abril de 1916 – 11 de mayo de 1973) permanece como una figura solitaria. Aunque hoy sea considerado como un autor de culto, todavía el 2019 su hija y editora Victoria Cirlot señalaba que “no es una persona reconocida en la cultura española, no tiene un lugar”. Pero esta no es una carencia de Cirlot sino de la otra parte, en todo caso un juego de espejos entre la realización personal y el reconocimiento externo, del cual cabe esperar muy poco. Pues, ¿qué puede significar la opinión de los otros para un hombre que ha negado el mundo? La suya es una marginalidad esencial, asumida como forma de ser. Y eso a pesar de sus conexiones con los movimientos de vanguardia, desde su paso por el surrealismo (señalar su relación personal con André Breton) hasta su participación en círculos artísticos en su Barcelona natal, sobre todo el grupo Dau al Set, o en instituciones como el Círculo Manuel de Falla, el Cercle Mallol, el Cercle de les Arts o el Cercle Lumière, donde pudo relacionarse con gente del mundo de la música, de las artes plásticas o con cinéfilos. JE Cirlot vivió en su tiempo, se relacionó con artistas de todo tipo y fue reconocido a nivel internacional como crítico de arte, siendo sus libros divulgados y recibiendo encargos de importantes galerías. Fue miembro de la Academia del Faro de San Cristóbal, fundada por Eugeni d’Ors. Escribió de forma regular no solo en revistas especializadas (Papeles de Son Armadans, Correo de las Artes, Cuadernos Hispanoamericanos...) sino en diarios como La Vanguardia (donde publicó más de 100 artículos entre 1961 y 1973). Participó en coloquios, impartió conferencias, realizó lecturas de poemas ante un público selecto, se carteó y se encontró con artistas de prestigio. Por eso hablamos de una marginalidad esencial, y no la superficial de aquellos que se complacen en la huida.
De su amplio conocimiento de las vanguardias dan cuenta sus estudios: Stravinsky (1947), La pintura abstracta (1951), El estilo del siglo XX (1952), Introducción al surrealismo (1953), Del expresionismo a la abstracción (1955), El arte otro: informalismo en la escultura y la pintura más recientes (1957), Arte contemporáneo (1958), Tàpies (1960), etc. Pero su poesía permaneció durante toda su vida en un limitado círculo, sin llegar a ser reconocida no ya por “el público” sino por muchos buenos conocedores de la poesía de la época. Esta limitación es consecuente con su carácter hermético y con su voluntad en tanto creador. Aparte de las frecuentes publicaciones de poemas en revistas, JEC solía autoeditar sus poemarios en pequeño formato, de los cuales hacía imprimir por su cuenta decenas de ejemplares, que repartía por lo general entre sus amigos. Esto quiere decir que su poesía apareció de forma dispersa y minoritaria, sin grandes ediciones ni apenas repercusión. No hubo una antología hasta la póstuma, realizada por el propio autor a petición de Leopoldo Azancot, que recoge poemas del periodo 1966-1972 (Editorial Nacional, Madrid, 1974). Está en las antípodas del poeta laureado, que recibe premios y reconocimientos oficiales. Cuesta imaginarse a JEC enviando sus poemas, surgidos de una intimidad remota, a un premio literario, para competir con otros. El propio autor era consciente de la inanidad de sus esfuerzos, por lo menos en cierto plano: “... he publicado 25 libros sobre arte, unos 40 poemas y unos 200 artículos sin lograr nada”.
Escribió toda su obra en el contexto del franquismo: “empecé a escribir en la guerra”. Sus primeros poemas conservados datan de 19437 y los últimos de 1973. Durante tres décadas realizó una ingente obra poética de una calidad y una densidad incuestionables, en la cual podemos encontrar tanto continuidades temáticas como rupturas estilísticas, pero siempre dominada por un pathos creador que lo distingue. El primero de sus poemarios conservados se inicia con los versos:
De esta atmósfera gris, desamparada
donde vuelan los pájaros perdidos
contemplo los celestes, extendidos,
encantos de la calma desolada.
Lo cual resuena en uno de los últimos, sin menoscabo del gran salto que va de las primeras tentativas hasta su madurez:
Seguro de mi sueño y de mi ser
afronto el gran silencio de lo no
al empezar ya todo terminó
al empezar a ser y perecer.
Todo está contenido en el principio, no tanto como lo está la fruta en la semilla, sino como lo mortal en la muerte. Estos últimos versos fueron publicados seis meses después de su fallecimiento, en la revista Artesa nº 20, noviembre 1973, poco antes de la antología de Azancot. En 1975 murió el dictador y la atención general, así como las modas literarias, se fueron por otros derroteros. La poesía de Cirlot, generada por una búsqueda fanática del centro, no casaba con la época de la transición y del destape, del juego parlamentario y de las liberalidades políticas soñadas, del mayo francés y de la izquierda posmoderna, del Rock’n’Roll, del Hare Krisna, del movimiento hippy, de la contracultura, de los alucinógenos, de la psicodelia, de la anti-psiquiatría... Por otro lado, ya desde los años 50 se habían gestado las corrientes que favorecen el reconocimiento de JEC como poeta hermético vinculado a una poderosa tradición intelectual que abre sus puertas a las sabidurías ancestrales. Me refiero en concreto al Círculo de Eranos, en el cual participaron una pléyade de autores cuya sola mención despierta nuestro asombro. Historiadores de la religión, sinólogos, egiptólogos, arqueólogos, etnólogos, orientalistas, hebraístas, islamólogos, teólogos y musicólogos, algunos de los cuales fueron leídos por JEC: Rudolf Otto, Mircea Eliade, Henry Corbin, Richard Wilhelm, Heinrich Zimmer, Gershom Scholem... Entre ellos destacamos a Carl Gustav Jung y su consideración sobre la alquimia, la simbólica del alma y la presencia de los arquetipos en el inconsciente colectivo. También la fenomenología de las religiones, el tradicionalismo de Réne Guénon, el perennialismo y los numerosos estudios sobre la mitología, la mística o la experiencia visionaria. Por encima de todos el musicólogo Marius Schneider, su maestro en simbología, con el cual se relacionó entre 1949 y 1954.
Estas corrientes, de las cuales su obra se nutre parcialmente, favorecen que se acerque la hora de su legibilidad. No obstante, considero fundamental recalcar que el poeta JEC no puede ser reducido según ningún saber codificado. Una tentación que asalta al estudioso es el explicar sus poemas en base a estos referentes, como si fuesen la plasmación de contenidos recibidos a través de la lectura y del estudio. Pero esto implica limitar la vivencia y el significado de la poesía. Esta no necesita remitirse a ningún saber ajeno a ella. Cirlot se alimenta de aquello que le viene al encuentro, pero su religión es otra con respecto a cualquier saber instituido:
Sobre mi cuerpo incendiado por la tempestad
se elevan los pináculos de una religión que llora...
Juan Eduardo Cirlot es alguien único. En lo esencial no es ni un gnóstico ni un místico, y menos un hombre religioso. Es un poeta de vanguardia y un pensador influido por el existencialismo, con convicciones firmes sobre el ser y una mirada nihilista irreductible, que reconoce la tradición como un abismo y una fuente incesante de posibilidades. Es un amante de las espadas, que resuena con la sabiduría del Zohar y del sufismo. En cuanto a la divinidad, su posición es ambigua. En su obra aparece lo divino bajo diferentes formas, desde Jahvé a Mitra; pero esto quiere decir que no cree en un Dios personal ni ha puesto a un Ser Supremo como fundamento del mundo. Intelectualmente no se sitúa en el franquismo, sino en la era de la superación de la metafísica. Ha leído a Nietzsche y no se ha tragado los cuentos de Platón.
Hay hilos que lo unen con los intelectuales de Eranos, pero también con muchos otros creadores de signo diferente, como Aleksandr Scriabin, Arnold Schönberg, Pablo Neruda o Federico García Lorca. Aparte de su vinculación con las vanguardias, se reconoce en otras corrientes anteriores. De forma más cercana, en el romanticismo y en el simbolismo. Dos de sus poetas de referencia son William Blake y Gérard de Nerval. Sin duda leyó a los barrocos españoles y considera a Góngora como “una de las cumbres de la lírica mundial de todos los tiempos”. Admira también a Shakespeare, Balzac, Emily Bronte o Edgar Allan Poe. En los fragmentos de Novalis reconoce prefigurado el ideario del arte abstracto posterior, que la sensibilidad del poeta podría haber recibido del arte ornamental de celtas y germanos. Por ahí encuentra la conexión con el informalismo, al que dedicó textos clarificadores.
Esta vorágine de referentes, tan heterogénea, no da como resultado un pensamiento ni una poesía ecléctica o dispersa, sino una obra condensada sobre su propio centro; un centro de gravedad no demasiado diferente de un lamento, en el cual se recogen los fragmentos dispersos del Osiris de sí mismo y a partir del cual irradia su poesía. Esta concentración en lo esencial lo capacita para asimilar tendencias contrapuestas. Fue un lírico que tiende a la abstracción, un tradicionalista de vanguardia, un asceta barroco y visionario que se reconoce las delicias del erotismo y se entrega a mil muertes en el pantano dorado del amor, al hilo de la tensión entre el espíritu y el alma, los cuales a menudo toman direcciones opuestas, desgarrando al ser humano.
Aun siendo un erudito, fue un autodidacta. No fue a la Universidad ni tuvo vinculación, más que tangencial, con la Academia. Dejó sus estudios escolares a los 13 años para pasar a las oficinas de un banco, y luego a otras oficinas mercantiles. Finalmente a la editorial Gustavo Gili, donde hará tareas de traductor, corrector y editorialista durante años. En la Barcelona de la época solo un autodidacta podía llegar a tal conocimiento de las vanguardias artísticas, pues estas no formaban parte de ningún currículum. El destino quiso que se encontrase con Alfonso Buñuel mientras hacía el servicio militar en Zaragoza, accediendo a una biblioteca nutrida de obras de surrealistas que su hermano Luis había conocido. Cabe imaginarlo fascinado en esta biblioteca... y al día siguiente levantándose, con su uniforme militar, para retreta. No es extraño que se sintiese aludido por las correspondencias entre lo más remoto. Se alimentó de todo aquello que podía inspirarle en su búsqueda inefable, pero no se adhirió de forma fiel a ningún partido o movimiento. Su búsqueda apasionada del saber y de la autenticidad hicieron de él un solitario. Siempre encontraba lo contrario de aquello en lo que estaba, de forma que no dejaba de aumentar su alcance, en forma de una vivencia que nada puede borrar ni cuestionar. Su condición marginal se debe a la naturaleza de su estética, a su carácter y a sus decisiones vitales.
Fue un genio dominado por la melancolía, lo cual lo lleva a un intelectualismo extremo que le permite observarse, mirar su propio abismo, con actitud analítica, pero también contemplativa. Voy a decirlo de forma tajante: es un gran pensador, uno de los más destacados intelectuales españoles del siglo XX. El problema es que su pensamiento permanece disperso y apenas esbozado. Está expuesto en sus aforismos, en ensayos sobre arte, en las monografías que dedicó a insignes artistas y en sus diccionarios. A pesar de su abundancia, estos modos de expresión contribuyen a que permanezca oculto.
Es a la vez un gran intelectual y un gran poeta: lo uno se alimenta de lo otro. Hay que considerar su obra como una donación del ser: a través de ella se hacen patentes ideas-fuerza, imágenes primordiales y/o emociones significativas que corresponden al plano de lo trascendente en un momento dado de la historia. No como hallazgos de lo que el individuo JEC haya podido pescar en las aguas primordiales, sino lo que de estas ha salido a flote, como la doncella que surge de las aguas, y viene a visitarnos a través del individuo que las recibe y las hace suyas, restableciendo de este modo un vínculo que la vida moderna nos roba día a día. Por eso su obra desborda el plano de la literatura. Esto es algo que solo pasados cincuenta años de su muerte podemos llegar a comprender. De ahí su porvenir. La mayoría de los “poetas” famosos en su tiempo, quienes eran “alguien” en el mundillo literario, serán olvidados o, como mucho, recordados en manuales escolares diseñados para aburrir a los alumnos. El hecho de no ser esclavo de su tiempo hace de su poesía algo perdurable, dotada de una cualidad intempestiva. Él lo supo y permaneció fiel al mandato creador que lo llevó a la nada, para capturar la marca sombría del mundo en el espejo sagrado de la muerte. Se negó a conciliar el sueño con la vida y consiguió del ser el don de estar de paso. Y nos puso en camino de otra entrega, de otra potencia, de otra servidumbre.
En sus poemas se presenta como alguien triste, entregado a una experiencia que lo hace ajeno al mundo en el que vive. De ahí su identificación con personajes del pasado. En Momento, de 1971, asocia esta tristeza a ciertas imposibilidades que emanan de sus vidas pasadas:
Mi tristeza proviene de que me acuerdo demasiado de Roma y de mis campañas con Lúculo, Pompeyo o Sila... y proviene de que nunca pude encontrar a Bronwyn cuando regresé de Brabante en el siglo XI... Pero, pensándolo bien, mi tristeza es anterior a todo esto, pues cuando era en Egipto vendedor de caballos, ya era un hombre conocido como el triste.
Una declaración de este tipo resulta, ante la dictadura del buen rollo, tan naíf como liberadora. Una tristeza milenaria que le impide hacer concesiones ni al sentimentalismo ni al buen gusto, ni a un canon clásico ni a uno vanguardista de la belleza. Más bien, su búsqueda se orienta a la consumación de una vivencia lírica que solo a él le está reservada, y que dará lugar a una poesía en la cual los recursos técnicos, la plasticidad y la sonoridad se imponen, al servicio de una búsqueda que solemos calificar como “interior”, a pesar de que esta palabra ya no dice nada, o tal vez precisamente a causa de ello. Una apasionada búsqueda del centro que pasa por la forma, por la soledad, por la extrañeza. Todo ello redunda en una poesía situada, explícitamente, “bajo la tutela de Hermes Trismegisto”.
Es sabido que las vanguardias se interesaron por los aspectos ocultos de la tradición. El caso de Cirlot es diferente. Su estética deriva de una ontología muy particular, influida por el Heidegger de la superación de la metafísica. Ve en la ruptura formal propiciada por las vanguardias la posibilidad de dar cabida a contenidos que la Modernidad ha marginado como oscurantistas. Esta tendencia se relacionaría con la creencia de que, como supo Novalis, “estamos más íntimamente conectados con lo invisible que con lo visible”. Su mirada escapa al determinismo de lo nuevo y busca la unidad de la poesía a través de los tiempos. Y la encuentra en la conjunción de idea, imagen y potencia verbal.
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Vida Lírica. La poesía ontológica de Juan Eduardo Cirlot
Abdennur Prado, Shangrila, 2025.