Botonera

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24.11.25

NOVEDAD: "HISTORIA DEL CINE EN ESPAÑA. EL NACIMIENTO DE UNA INDUSTRIA CULTURAL (1896-1931)", Juan Carlos De la Madrid y Christian Franco Torre, Valencia: Shangrila, 2025

 


576 páginas - 16x23 cm. - Valencia: Shangrila - ISBN: 979-13-990331-2-0


Este libro no es una historia del cine español. Es el principio de una historia sociocultural del cine en España, desde el punto de vista del espectador, no de las películas. La llegada del cinematógrafo, justamente en el inicio del proceso de modernización del país, es el billete para subir la historia del cine en España al tren de la historia contemporánea, contada a partir del nacimiento de una industria cultural. Un enfoque nuevo y distinto que retrata la sociedad a base de imágenes en movimiento.

Un retrato para el que posa todo el país. Bebe de fuentes diversas, entre ellas decenas de estudios regionales y locales que, organizados en un esquema sencillo y claro, dan al lector una dimensión de cómo fueron las cosas en los cuatro puntos cardinales, no sólo en los lugares principales.

Es, por último, un estudio académico, pleno de rigor, aparato crítico y bibliografía. Pero está escrito con un estilo ágil y divulgativo que no da tregua hasta el final. Para que cada quien elija su propia lectura. Se puede hacer una consulta técnica, o, sorteando referencias y notas al pie, avanzar en un relato ameno que, desde los pioneros a la llegada del sonoro, se abre paso entre monarquía y dictadura, atravesando, a la velocidad del vapor, barracones de feria, teatritos de varietés y elegantes odeones.

El retrato de una época en la que pioneros, inventores y plagiarios, cupletistas, perros amaestrados, transformistas o Charlot y sus mil imitadores, desfilan ante la mirada, la tutela o el estupor de cardenales, menestrales, Miguel Primo de Rivera o Alfonso XIII.


SUMARIO

INTRODUCCIÓN. EL CINE EN ESPAÑA, OTRA HISTORIA / 6

La teoría del humus / 11

Una historia sociocultural / 23

1. HOY LAS CIENCIAS ADELANTAN QUE ES UNA BARBARIDAD / 40

2. TIEMPOS MODERNOS / 50

3. VAPOR, CHISPA Y ESTACIÓN. LA LLEGADA DEL CINEMATÓGRAFO / 64

4. DESCANSO DOMINICAL Y PRODUCCIÓN NACIONAL (1900-1910) / 154

4.1. Ocio para vender / 156

4.2. El espectáculo de varietés / 164

4.3. Cinematógrafo de complemento / 181

4.4. Pabellones y secciones / 210

5. HACIA UNA INDUSTRIA CULTURAL EN EL FIN DE LA ESPAÑA LIBERAL (1910-1917) / 236

5.1. Arquitecturas / 240

5.2. Producto / 251

1. El control de los contenidos / 252

2. La estrategia de la narración / 264

3. La producción española / 277

5.3. Promoción / 301

5.4. Público / 322

6. SOCIEDAD DE MASAS Y DICTADURA DE MASAS (1917-1931) / 336

6.1. Crisis total (1917-1923) / 338

6.2. Cirujano de hierro y ocio de celuloide / 355

1. Cine para hacer patria / 360

2. Producción capital / 380

3. Distribución con mando a distancia / 403

4. La masificación del espectáculo cinematográfico / 410

5. Más cines, por favor / 438

7. SONIDO EN LOS CINES Y RUIDO EN LAS CALLES / 459

8. FUENTES Y BIBLIOGRAFÍA / 492

9. ÍNDICE ONOMÁSTICO / 552

10. ÍNDICE DE PELÍCULAS / 564



JUAN CARLOS DE LA MADRID

Doctor y licenciado en Historia por la Universidad de Oviedo y Diplomado en Historia y Estética Cinematografía por la de Valladolid. Ha publicado veintiún libros. 

Estudia los primeros tiempos del cine desde 1995, a partir de Cinematógrafo y Varietés en Asturias 1896-1915. Un enfoque pionero que ha llevado a toda España en obras como Primeros tiempos del cinematógrafo en España, El espectáculo de varietés en España, Cinematógrafo Primitivo ¿teatro para pobres?, u 8.000 películas de cine primitivo. Ha participado en el proyecto Filmografía Española. Largometrajes y en el Diccionario del cine español e hispanoamericano

Otros escritos suyos baten terrenos tan distantes como los viajes, Rocas suelos y paisajes de Burgos, el ensayo, Una patria posible, fútbol y nacionalismo en España, o la zarzuela, como libretista de La Carrera de América. Ha ganado los premios Juan Uría, Adolfo Posada y Alfredo Quirós.


CHRISTIAN FRANCO TORRE

Director de la Filmoteca de Cantabria Mario Camus. Doctor en Historia del Arte por la Universidad de Oviedo y Máster en Historia y Estética de la Cinematografía por la Universidad de Valladolid. Ha publicado, en Shangrila/Hispanoscope, Edgar Neville. Duende y misterio de un cineasta español (2015) y La poética del asedio. Cine e historia en la autarquía (2021). Imparte, con Vidal de la Madrid y Enrique Meléndez, la asignatura “Historia del Cine Español. Estado de la cuestión y nuevas líneas de investigación”, del Máster Universitario en Estudios Avanzado en Historia del Arte: Investigación y Gestión, de la Universidad de Oviedo, y es miembro del equipo de trabajo del proyecto de investigación “En busca del ballet español (1952-1982): dimensiones políticas y artísticas, identidades nacionales y de género, funciones diplomáticas y recepción en España y América”; PID2023-146200NB-I00, financiado por MCIU / AEI / 10.13039/501100011033 / FEDER, UE. 



21.11.25

IV. "VIDA LÍRICA. LA POESÍA ONTOLÓGICA DE JUAN EDUARDO CIRLOT", Abdennur Prado, Valencia: Shangrila, 2025

 

Juan Eduardo Cirlot


[...] Si Cirlot niega el mundo de forma categórica no lo hace por las mismas razones que un asceta, ni dentro del mismo horizonte de sentido que un filósofo platónico, ni como respuesta al mismo anhelo que pueda tener un sacerdote. Más que huir de lo material hacia lo espiritual, penetra en el mundo del alma para escapar de la tiranía del espíritu. El mundo imaginal al que se abre es visceral, en él las pasiones están a flor de piel, así como los colores, las sensaciones, los sabores. Y, sobre todo, ese “ser femenino que no puedo llamar mujer” y que se presenta con los rasgos de una virgen o de una prostituta, de un demonio o de una diosa.  

Se comprende su condición de extranjero y la extrañeza que despertaba, incluso entre sus amigos. Los adjetivos se suceden: extravagante, enigmático, inclasificable, oscuro... Pere Gimferrer lo considera “una personalidad sorprendente, inquietante”. González Ruano lo describe, con ironía, como alguien “muy preocupado por la egiptología y la magia, tenía un raro aire de falso Faraón con gabardina”. Dionisio Ridruejo alude a “su rostro de escultura egipcia, a veces hierático en una interrogación materializada, otras abierto al delirio de un sueño en voz alta”. Para Armand Puig “era alguien en perpetua ensoñación”. Carlos Edmundo de Ory lo considera “un loco de calidad superior”. Carlos Barral lo presenta como un estrafalario: “La fe surrealista había movilizado en él unas zonas disparatadas de irracionalidad”. Joan Perucho lo llama “maldito”, igual que Leopoldo Azancot. También su biógrafo lo considera “maldito y heterodoxo hasta la médula”. En su necrológica Cruset habla de “sus despiadadas displicencias; en sus delirantes fervores; en su extraño mundo de desplantes y soledades; de ingenuas confesiones y hermetismos indescifrables; sus temas insólitos; sus especializaciones prodigiosas...”. Incluso entre los de Dau al Set era considerado “el raro del grupo”. Antonio Beneyto se explaya: “Cirlot era contradictorio, inclasificable, sagazmente ordenado, heterodoxo, iconoclasta, surrealista, maldito, raro, pero sobre todo ello era un auténtico creador”. Estas impresiones son sin duda el reflejo de su actitud vital, de ese sentimiento de extrañeza ante la realidad que lo acompaña adonde vaya. Él mismo reconoce, en una carta a Breton, “haber vivido siempre como un fantasma en mí mismo, exterior a la persona que los demás veían”.

Todos los que han reseñado su figura han destacado la disociación, vivida por Cirlot de forma intensa, entre el plano de la vida cotidiana y el quehacer poético. Azancot habla de “un abismo entre los dos planos en que se desarrolla su existencia, el plano de lo cotidiano y el plano de lo sagrado”. También Lourdes y Victoria Cirlot hablan de la disociación entre su vida intelectual y la de subsistencia. En cuanto al segundo, Cirlot ocupó su tiempo trabajando en la editorial Gustavo Gili, cuidando a su familia, cultivando la amistad, participando en círculos culturales y ejerciendo como crítico de arte.


Trabajo en comisiones objetivas,

en distintos asuntos exteriores

a mis puros motivos de existir.

(Diariamente, 1949)


La experiencia poética es disociada de la vida cotidiana. Se da en el tiempo cronológico, pero no le pertenece. No aspira a la plenitud en este mundo, ni a ser poeta laureado, ni a erigirse en mediador de lo divino. La poesía de Cirlot no sirve a nada, no se rinde a ninguna servidumbre. La vivencia a la que se entrega es febrilmente individual y estrictamente poética. No cabe sin embargo exagerar: Cirlot no abandona el mundo. Vive en lo cotidiano, tiene un trabajo, relaciones sociales, etc. Todo ello con un cierto desapego, pero no se recluye como Proust. Hay un componente ascético, pero se casó y fue padre de familia, y escribe poemas tanto a sus queridas hijas como a La esposa:


Tú sola eres mi mundo,

mi tierra desceñida de sombra

esbelta. Aparecida

entre un rumor de manzanas abiertas.

(Árbol agónico, 1945)


Por lo demás, se ganó la vida (qué expresión terrible) trabajando años en la misma empresa. Y sin embargo dijo: yo nunca estuve allí. No solo escribe sino también publica, lo cual implica el deseo de compartir sus hallazgos. Pero lo hace casi siempre de forma discreta. Es precisamente la naturaleza de la poesía la que lleva al poeta a su extrañeza respecto a lo mundano. Establece una conexión con las cosas no susceptible de ser codificada ni socializada. Está totalmente entregado a esta dimensión, lo cual determina su modo de relacionarse. Podrá mantener relaciones cordiales, querer y ser querido, trabajar y cuidar de sus asuntos con la debida diligencia… Pero no pondrá su alma en ello. Incluso el amor absoluto solo es posible en el no mundo.

El hombre ensimismado, abismado en sí mismo, divaga por un mundo dominado por la idea de la muerte, pero también por la conciencia de que ningún avance de la humanidad, ningún desarrollo o logro artístico o intelectual han logrado erradicar, ni siquiera paliar en lo más mínimo, la maldad humana. Cirlot lo sabe bien: ha vivido una guerra civil, escribe en la Europa desolada de la posguerra mundial, con la imagen de los cadáveres amontonados, de la barbarie conviviendo con la más compleja, educada y tecnificada de las civilizaciones, entregada a la producción masiva del horror, de forma científicamente calculada. Este mal corroe la vida desde dentro, incapacita al ser sensible para creer en nada, lo aboca a una lucidez que no le sirve realmente para nada ni logrará cerrar la herida originaria. El nihilismo tiñe de negro cuanto escribe, incluso sus ensayos académicos. Pero no se ha detenido aquí. Esta negatividad ha hecho posible la entrada en el no mundo, en el cual ha recibido dones, en especial el don de la palabra poética, a modo de revelación que en principio solo a él le está destinada pero que merece ser compartida como un hecho memorable. Esto sitúa de nuevo a JEC en el mundo en tanto que poeta. Lo cual permite una cierta reconciliación, que podría ser un mero compromiso. En la medida en que le deja un espacio para la vivencia lírica y para abismarse en el no mundo, el mundo se hace tolerable. Podríamos hablar de un equilibrio psíquico-somático. Pero este solo es factible si se mantienen mentalmente separadas ambas esferas, lo cual implica una tensión irresoluble.

Por todo ello JEC es también, y de forma eminente, un poeta dramático. Le dice en una carta tardía a Ory: “vivo en lo dramático como en mi elemento”. Es incluso un sentimental: en un texto sobre la unidad de la poesía sitúa el sentimiento como elemento que procura la embriaguez poética. En el DI, en la entrada lirismo, hace apología de la exaltación y de “lo sentimental puro” que, una vez segregado por el espíritu, estalla en formas líricas –odas, elegías, himnos, cantatas...– según una dialéctica apasionada que orienta al artista hacia el amor y en el amor. Pero el lirismo no es un método sino un impulso que conmina al artista a expresarse, por medio de la alabanza o el desgarro: “exhalaciones de esa alma que pugna por aparecer entre las cosas con su gran claridad final y consumida”.

Esta exaltación es coherente con el aliento trágico que destilan sus versos. Cirlot localiza la esencia del drama en el conflicto: “o sea, en la simultaneidad de dos o más condiciones cuyos intereses y caminos se hallan en íntima contraposición”. Y añade: toda obra de arte auténtica tiene una dimensión dramática, pues refleja la situación del hombre en el cosmos, a causa del sentimiento de escisión que lo corroe y, en última instancia, lo destruye. Escindido entre oriente y occidente, entre lo masculino y lo femenino, entre el fluir y el refluir de los fenómenos: “la apariencia dividida, bisexual, desgarrada que en el amor halla su reposo, o la transfiguración del sentimiento”.

Sabe que sin esta dualidad –sin este carácter conflictivo– no hay belleza, pues esta surge como armonía dolorosa. Recordamos las palabras de Osip Mandelstam: “El poeta lírico es, por su naturaleza, un ser bisexual, capaz de infinitas escisiones en nombre del diálogo interior”. Como veremos, Cirlot prodiga estas escisiones, entre el vanguardista y el tradicionalista, entre el romano y el cartaginés, entre el ortodoxo y el hereje. Esto ahonda en el sentimiento de extrañeza que ya hemos evocado. Se siente extranjero en esta tierra y por ello la aborrece y anhela destruirla: “este impulso de destrucción le viene al hombre de su espíritu”. Deseo insensato de destruir el mundo, con la esperanza de escapar a un estado de cosas que, al mismo tiempo, reconoce como condición de su existencia. Se comprende que el existencialismo sea visto como la corriente que capta el tono de la época actual. Y sin embargo Cirlot ve en él una falla: el descuido de la imaginación como “tercera morada” del hombre: “Su capacidad para transfigurar, sublimar, y aun enmascarar, la doble realidad angustiante de su ser y del existir del mundo”. Este sería el poder específico del arte, capaz de contradecir la temporalidad y de fijar lo transitorio.

Al mismo tiempo, su planteamiento puede calificarse como clásico, pues siempre late en él el anhelo de armonía o, mejor, de la perfecta cohesión de los opuestos. Lo interesante es ver como el mundo tradicional al cual se remite –propio de una vía esotérica e iniciática– entronca con las vanguardias artísticas para generar un estilo único. 

Estamos ante una poética del contrapunto, transida de oscuras armonías y de dulces hierros. Una estética trágica, según la cual “la muerte anima el universo”. Esta idea no es un ideario. No es una respuesta a las preguntas fundamentales sino una vocación de altura. No llega al extremo de la equiparación gnóstica del mundo con la creación de un malvado demiurgo. Cirlot considera esto como una patología del alma. Su negación del mundo es inseparable de la afirmación sin sombra del amor. Aunque este será un amor muy particular, que solo parece tener plena realidad en el no mundo y lo aboca al sacrificio.

En todos los casos el mundo circundante parece insuficiente, debe ser negado en aras de otra transparencia. Debe penetrar y mantenerse con plena lucidez en el dominio de la muerte. Ascenso y descenso no pueden separarse, no vienen el uno después del otro como les gustaría a los sacerdotes de todos los tiempos. Cirlot no se hace ilusiones al respecto. El mundo imaginal no es un mundo de fantasía y de color donde uno puede alienarse de una realidad insatisfactoria. Por eso Cirlot no lo llama así sino de forma negativa. La negación intensifica lo vivido hasta alcanzar su forma venidera. Si entra en un jardín encontrará serpientes, pero también comprobará como crecen las lilas en el cementerio. En la medida en que lo real se convierte en signo, convoca a su contrario. Las serpientes traerán consigo una sabiduría arcana y las lilas el hedor de los cadáveres de los que se alimentan. Si hay luz es desamparada y si hay árbol es agónico; hay arcángeles, pero desarmados, y doncellas de cuerpos hermosos pero llenos de cicatrices. Bronwyn ofrece una posibilidad de redención, pero esta nunca pasará por la salvación del mundo sino por la auto-destrucción. Ella es la suma de todas las paradojas, la contradicción de las contradicciones. Pero en ningún caso se sustrae a ellos: es su condensación definitiva, a través de la cual se transfigura y se prepara para el encuentro con lo definitivo.

La poesía es pues sustitución del mundo por el no mundo. Por medio de ella puede reconciliarse con el hecho de existir y estar muriendo. De este modo, sin dejar en ningún momento de ser, este hombre triste ha podido lograr una cierta felicidad en este mundo y –¿quién sabe?– una felicidad más perdurable. No cabe duda de que su obra lo trasciende; en otro caso no escribiríamos de ella, no se seguiría reeditando y generando ensayos, ni reflejándose en la poesía de las generaciones posteriores. Aunque en algún lugar ha dicho que él no cree en la reencarnación y muy poco en la vida post mortem, pues esto implicaría introducir la esperanza en un mundo que no lo merece en absoluto. En cuanto a su equilibrio, solo puede habitar el mundo y llevar en él una vida normalizada, cumpliendo con todas las obligaciones que acarrea, en la medida en que lo niega.

Esta conciliación es algo que el romántico no alcanza; o, mejor dicho, que rechaza. Su aspiración al Absoluto le impide todo compromiso con el mundo burgués, pues aspira a vivir poéticamente todos y cada uno de los instantes de su vida. Lo cual explica (entre otras cosas) su vida a contrapelo de las convenciones. Y eso por el hecho de que el romántico no niega el mundo sino los convencionalismos sociales, la esfera del trabajo, de los horarios, de las responsabilidades cívicas, del derecho mercantil… Todo eso le parece no solo inesencial sino radicalmente no poético. Esta negación de la vida social es paralela a la exaltación de la naturaleza. El poeta romántico exalta la vida y aspira a una epifanía de su alma. Lo cual lo aboca a la locura. Pero esta no es la vía de Cirlot.

Paradójicamente acaso pueda haber llegado a un compromiso creativo con el mundo gracias a su nihilismo. Lo cual es interesante, pues se trata de un nihilismo no filosófico ni asimilable al de la tentación cristiana que invita al individuo a sufrir con paciencia en este valle de lágrimas y a sacrificarse en cuerpo y alma por lograr su redención de un pecado que él no ha cometido. Para Cirlot, el mundo es perverso y él es parte del mundo, pero también es inocente: él no es la causa del mal. Donde antes había culpa ahora hay tristeza: una tristeza ontológica y una conciencia diaria del desastre. Este nihilismo se deja ver a cada paso, en un doble sentido. Por un lado, temático: ruinas, sangre, metal… y toda la profusión de adjetivos “negativos” que iluminan su obra, incluso cuando se trata de dar cuenta de la serenidad o la belleza. Por otro lado, formal: hermetismo, esoterismo, incomunicabilidad, densidad y extrañeza de los procedimientos. La conjunción de estos elementos da un sello característico a su poesía, dando paso a todo tipo de tensiones: entre el mundo natural y el cielo desgarrado, entre las visiones carnales y lo abstracto, entre el fuego del ser y el abismo del no ser, entre la inmediatez de las pasiones y la lejanía de su cuerpo, entre el barroquismo y el idealismo de lo arcaico.

Cirlot se oculta en la abundancia tanto como en el hermetismo que profesa. Juega en lo oscuro y resplandece, se abisma y multiplica los dones recibidos. Está en todos sus poemas, pero también en sus cartas, en catálogos, en revistas y en las entradas de sus diccionarios. La profusión de análisis, versos y sentencias nos lo muestra como alguien tendente a expandirse desde su centro inextinguible, en el que permanece concentrado. Cultiva lo arcano para desbordarse, sin abandonar su lado taciturno. Su tristeza no lo paraliza. No es alguien reservado, pues está constantemente hablando de sí mismo. Jamás escribió nada objetivo, incluso cuando analiza con precisión de experto las obras de los otros. La razón es precisa: todo gira en torno a la búsqueda de un centro que posibilita esa expansión e irradia en cada uno de sus textos, incluso en los aparentemente impersonales. No es un hombre ego-centrado sino alguien centrado en el misterio que lo habita. Todo lo que escribe viene seguido por su firma. Es un genio absoluto, cuyo daimon mantiene lo disperso reunido.

[...]

Vida Lírica. La poesía ontológica de Juan Eduardo Cirlot

Abdennur Prado, Shangrila, 2025.




20.11.25

III. "VIDA LÍRICA. LA POESÍA ONTOLÓGICA DE JUAN EDUARDO CIRLOT", Abdennur Prado, Valencia: Shangrila, 2025

 

Juan Eduardo Cirlot

[...]

Cirlot resuena con esta inmensidad y encuentra su lugar en ella. Su vida poética se nutre del rechazo del mundo. Pero debemos preguntarnos cuál es el mundo que rechaza y cuáles sus razones. Acaso se trate, precisamente, de la primacía dada a la razón instrumental en la Modernidad; del plano social en el cual nos vemos atrapados; de una concepción mediocre y espiritualmente castrante de la realidad; derivada de los presupuestos ilustrados y de las pretensiones del progreso, o de las imposiciones e imposturas sociales, sean de izquierdas o derechas, católicas o ateas, revolucionarias o conservadoras. Hay en Cirlot un primitivismo que lo conecta con pensadores como Eliade o con los círculos neopaganos, aunque él mismo se declara cristiano y compuso poemas a la virgen María, a santo Tomás de Aquino o al Espíritu Santo. La dimensión neopagana incluye aspectos que algunos prefieren dejar de lado, pues lo acercan a los fascismos europeos, como la exaltación de la figura del guerrero y la obsesión por la raza, las armas, las ruinas, la sangre, las batallas… Se siente fascinado por lo arcaico y se identifica con legionarios o guerreros, en un gesto de reconciliación con sus antepasados militares. Es conocida su pasión por las espadas antiguas, de las cuales fue coleccionista. Existen incluso algunas muestras de poesía de exaltación patriótica que no desmerece a la practicada por los poetas nacional-católicos tras la guerra, como los Tres poemas a Numancia, publicados en 1945, y otros semejantes, incluidos entre los poemas sueltos del primer volumen de recopilación de su obra poética.

El fundamento de la poesía de Cirlot hay que buscarlo en su ontología, no en asuntos domésticos, ni en una ideología o en un movimiento estético. Se trata aquí de saber que Cirlot se movió en un plano de la realidad desde el cual las cuestiones que para otros son decisivas son vistas como juegos de máscaras o como fantasmagorías. Que empezase a escribir poemas en la zona nacional-católica, y en paralelo al descubrimiento del surrealismo, es parte de ese juego del cual no escapará por la ruptura sino por la evasión. De esta irrealidad dan testimonio los poemas publicados en Solidaridad nacional, Mensaje o Espadaña, donde encontramos versos como estos:


España, tierra pura,

congregación severa y desgarrada...

Te amo, España seca y azulada...


Más personal, y más interesante, es el dedicado Al capitán don Juan Cirlot, pues nos sirve para comprender la procedencia de Cirlot, como miembro de una familia de militares: su padre, capitán de Infantería, había combatido en Marruecos; su abuelo llegó a ser general y gobernador en Filipinas, etc. Lo cual es relevante si nos permite ver cual fue su vuelo, su lento desplegarse en oleajes sucesivos que rompieron murallas y posibilitaron una expansión y una transformación que, por su carácter sustancial, solo puede acaecer en el mundo de la imaginación creadora. Todo queda como un sustrato geológico en la existencia de un hombre que cruzó por las edades y vio nacer y perecer imperios. Pero esta dimensión (que podría calificarse como reaccionaria) no se limita a sus primeros años, ni al contexto de la posguerra. Debemos mencionar su Homenaje a Rudolf Hess, de 1967, o a la carta (publicada en La Vanguardia y titulada Destrucción de Rudolf Hess), donde solicita su liberación y pide que se le reconozca al nazismo (sin obviar “el error monstruoso que los nazis cometieron con el pueblo judío”) “una parte de razón”, igual que hacen con el comunismo incluso los anti-comunistas. Esta parte de razón no es otra que “la exaltación de lo nacional”. Aún así, considerar a Cirlot como nacional-católico o como filo-nazi es un error. Primero, porque lo supedita a un plano de lo real que para él es, como mucho, secundario. Segundo, porque cuando Cirlot pondera algo inmediatamente aparece su contrario; en este caso tanto su hebraísmo como su defensa del sincretismo y la ruptura de las fronteras como fundamental en arte. Tercero, porque nos impediría comprender la relación entre esta dimensión estética y la espiritual.

Su admiración por lo germánico se mezcla con su esoterismo, su arcaísmo, su nihilismo y, a la postre, con su concepción de la poesía. En cuanto a lo primero, se trata de la dimensión ocultista, relacionada con la sociedad Thule y el nordismo. En cuanto a lo segundo, señalar su fascinación por la mitología germánica, los caballeros teutones, la cultura de Hallstatt, lo gótico, las leyendas celtas... Más concretamente, con las cruces, las armaduras, las torres, los castillos, las espadas... En lo germánico ve “la subversión del mundo nórdico contra lo clásico y lo mediterráneo”. Cirlot, siendo barcelonés de nacimiento, se desapega de la cultura mediterránea, ya sea en su vertiente clásica, renacentista o humanista. En el terreno más doméstico, está con Cartago, aunque se sabe romano. En este aspecto Cirlot responde a la voz de los ancestros: es parte de una herencia que él procesa (y profesa) a su manera. En cuanto a lo tercero, se trata de la carga de negatividad que todo lleva dentro y que se alza como una fuerza destructora. Cirlot está en las antípodas del humanitarismo, de la primacía dada a la razón, de la ideología de los derechos humanos, de las luces que pretende traer la ilustración. Es un personaje de otro mundo, de un mundo derrotado, perdido, fracasado:


Contemplo el oro rojo de la vida,

la cautelosa aurora que he perdido.

Y me adhiero a lo roto y lo vencido,

a lo maldito y sueño con las llamas.


Es un enamorado de las ruinas. Tanto Guernica como las ciudades alemanas destruidas por la aviación británica son como cartagos arrasadas por esos romanos con los cuales también se identifica. Cirlot vaga por las ruinas como un espectro taciturno, pero también alado. Pues a partir de esa negatividad se despliega un magma de símbolos candentes. Todo lo cual contrasta con su hebraísmo manifiesto; entre otras cosas, por la vinculación de la cábala con la poesía permutatoria. Incluso en el plano estético se trata de un equívoco, pues todo lo que él defendió con tanto ahínco había sido atacado por los nazis como “arte degenerado”. Lo cual da pie a un ataque en toda regla: el odio de los nazis “al inconsciente y a la libertad lírica” proceden de su falso ocultismo, centrado en el fanatismo por la disciplina y el sometimiento de la vida a la voluntad. En El estilo del siglo XX se refiere al nacionalismo como una reacción contra las vanguardias. Por si fuera poco, el movimiento musical más querido por Cirlot –el atonalismo– es visto como una mezcla de lo hebreo y lo germano, posible “sobre la base de comunidad propia a todos los humanos”. A medida en que nos adentramos en lo trascendente la desigualdad de las razas, como de las épocas y de las naciones, tiende a diluirse. Finalmente Cirlot, aunque valora el apego a lo nacional, se decanta hacia el hibridismo y la disolución de todas las fronteras: “la yuxtaposición, a veces groseramente expresionista, de elementos diversos y aún contradictorios”. De ahí su apología del eclecticismo. Lo importante es ser: “Quisiera poder tener mitades en todos los partidos... Oh, ser anarquista... Ser fascista y haber muerto... Ser comunista y creer en todo eso en lo que creen ellos. Ser, ser, ser” (Carta a Ory, citada por Rivero, p.249).

Este furioso eclecticismo está en la base de la aceptación de los -ismos como movimientos del alma. Nos recuerda el sensacionismo de Fernando Pessoa y su anhelo de “sentirlo todo de todas las maneras”, lo cual tiene como fundamento la disolución del yo como paso necesario para la integración final: “realizar en sí toda la humanidad de la totalidad de los momentos / en un solo momento difuso y profuso, completo y remoto”. En tanto poeta, Cirlot no se identifica con su yo: “Yo soy mucho más que yo” (citado por Janés p.32). La carta a Breton habla de “mi tendencia a la dispersión del yo”. El yo se dispersa a medida en que cada una de sus manifestaciones encuentra a su contrario. Se convierte incesantemente en “otra cosa” a partir de ese centro que no es nunca una identidad sino una potencia absoluta: la potencialidad inasible del ser, cuyas manifestaciones concretas son siempre limitaciones. Se comprende entonces su capacidad de unir lo separado, dando como resultado una poesía íbero-árabe y germánico-hebrea, o cristiano-pagana y céltica-mazdea, o romano-cartaginesa y latino-irania si se quiere. Es precisamente este hibridismo y la capacidad de asimilar corrientes opuestas donde se gesta el arte, lo cual ayuda a comprender su amoralismo intrínseco. Pues (y es difícil que, si miramos el mundo, no lo reconozcamos) Dios mismo es amoral.

Es falaz considerar a Cirlot como un reaccionario, como lo sería descartar a autores como Ernst Jünger, Ezra Pound o Nicolás Gómez Dávila por no suscribir la moral progresista dominante. Nos basta el intelecto para reconocer la grandeza de estos genios, cuya obra excede con mucho toda categoría política. Entonces, ¿por qué detenerse en esto? ¿Acaso necesita una justificación? Es preciso saber que Cirlot es un poeta marginal y conocer las causas. Su talante lo sitúa al lado de creadores europeos de la talla de Mircea Eliade, Carl Gustav Jung, Georg Trakl o Rainer Maria Rilke... pero no encaja en ningún bando, en ninguna ortodoxia, en ninguna corriente definida. A nivel político, no es ni liberal, ni socialista, ni fascista, ni demócrata, ni progresista. Su modo de sentir no encaja en la ideología de los derechos humanos ni con el humanismo triunfante en la posguerra, ni con el cientificismo y el progreso, ni con el sesenta-y-ochismo y el pensamiento posmoderno. Tampoco pertenece a la new age ni a las espiritualidades de diseño. En esta época en la que el buen rollo y los bellos sentimientos se presentan como una obligación moral, lo que se estila son frases bonitas que compartir en red para hacer gala de un tipo de espiritualidad a la que Cirlot es refractario. No se deja asimilar por ninguna moda. Es demasiado inteligente para limitarse a una doctrina y demasiado apasionado para caer en el escepticismo. En ningún caso se mueve según una moral utilitaria. No juzga los movimientos artísticos o políticos desde una pretendida superioridad moral. Toda corriente, por muy perversa que sea o nos parezca, es una manifestación del ser y así debe ser considerada.

Su amplitud de miras lo lleva a considerarlo todo como posibilidades de expresión del alma humana. Esta capacidad de integrar tendencias opuestas lo hace sospechoso para los unos y los otros, que no logran atraparlo ni fijarlo. Los historiadores de la literatura no pueden encajarlo en ninguna corriente sin tener que desmentirse. Él mismo es una corriente única, que brota de una fuente milenaria para inundar las rosas con su llanto. La poesía de JEC resplandece como una espada bajo un sol insumiso. No es un rebelde pero tampoco permanece encerrado en ninguna tradición. Es fruto de una vivencia y de unas condiciones, de una extrañeza y de una tensión irreductible. Estéticamente –esto es, éticamente– no tiene nada de conservador, salvo si conservar ruinas o coleccionar espadas es signo de ello. Asume las vanguardias como puentes que favorecen su acceso a lo invisible. Cualquier etiqueta que le pongamos debe ser matizada: místico, esotérico, sufí, reaccionario, vanguardista, gnóstico, cristiano, pagano, simbolista... Puede converger con esto o con lo otro, pero siempre apuntando a otro lugar, que en realidad es un no lugar.

Falla también el recurso fácil a “lo espiritual”. Hay conexiones con el tradicionalismo de Guénon, pero se desvanecen si consideramos su libertad creativa respecto a la metafísica tradicional. Tiene razón Victoria Cirlot al negarle la condición de místico por el hecho de que su obra ni está centrada en Dios ni busca la unión con la divinidad. Pero también esto puede matizarse: Bronwyn no es dios/a, pero en uno de sus aspectos es la Shejiná; la manifestación de lo divino en la tierra. A través de ella se aproxima a lo divino, aunque no se lo nombre como tal. Tampoco en el Cántico espiritual se menciona a Dios. No sería en todo caso un místico salvaje, según la caracterización de Michel Hulin, pues no da cuenta de experiencias espontáneas sino de una vivencia largamente cultivada y en la cual el intelecto es determinante. Podría ser un gnóstico, pero su rechazo del mundo no equivale al rechazo de la creación, que aparece connotada a menudo de forma luminosa. Es un pensador nihilista, a lo que se añade su condición de crítico de arte existencialista, intuitivo y no académico. Se trata claramente de un poeta esotérico-hermético.12

En una palabra: Cirlot no encaja. Lo cual explica que tarde tanto en llegar la hora de su legibilidad, el momento en el cual su obra pueda ser comprendida más allá de todos esos esquemas que no permiten verlo. Una última razón fue esgrimida por él mismo en una carta a André Breton en la cual dice, sobre los españoles:

En este país todos creen en la evidencia indestructible, en la solidez del universo. No ven que tenemos un brazo en el agua y otro en el fuego, la cabeza en el ser y el cuerpo en el no-ser. El sentido común les basta y lo que no es sentido común es como un arabesco en la humareda: poesía, palabra escrita con las más pequeñas letras del impresor, con tinta verde sobre papel verde.

A lo cual podemos añadir: la mayoría no vive en la certeza de que lo imaginario es lo real y la realidad es una fantasmagoría. No construyen palacios de plata ni son capaces de visualizar su propia alma, ni de estar en la Alejandría helenística ni de pensar sus vidas anteriores, ni de reconocerse en las campañas de Pompeyo ni de amar un espectro ni de ponerse (contra Edipo) del lado de la Esfinge. No son capaces de experimentar ese “sentimiento prelógico y orgiástico del universo” ni de luchar por Bronwyn en la Torre, a costa de convertirse en alguien marginal y de alejarse de cualquier forma de triunfo en este mundo. No consideran que el mundo sea malo porque no les duele la injusticia, o no son conscientes de las ruinas latentes en cada construcción... A todos estos, la poesía de Juan Eduardo Cirlot difícilmente puede conmoverlos. Su malditismo es consecuencia de nuestras elusiones. Incapaces de arder en el infierno celeste de Anahit, o de reconocer a la dama tenebrosa y de amar lo oscuro.

Cirlot, sin embargo, no es una figura aislada en la cultura occidental contemporánea. Importantes pensadores y artistas del siglo XX se han sentido atraídos por lo arcaico, los misterios, los ritos dionisíacos y el primitivismo. Esta tendencia podría explicarse de modo sumario como una vindicación de las fuerzas irracionales frente al totalitarismo ilustrado, que pretende ponerlo todo bajo la luz de la razón. Lo que perturba es la atracción por lo siniestro, tan presente en sus primeros poemarios. Se siente fascinado por el universo de horrores de Lovecraft. A Poe lo alaba como poeta de la muerte: dice de él que solo sentía la muerte, que solo la muerte le interesaba y que quería comprenderla. Varios de sus poetas preferidos (Nerval, Trakl) se suicidaron y otros tuvieron serios desequilibrios mentales o alcoholismo. Todos rondaron la locura, viviendo (muriendo) siempre ante el umbral de lo desconocido en el cual anidan el horror y la belleza como un par inseparable. Hablando de la imposibilidad de lo real en Trakl, escribe: “En este mundo nada es posible porque nada es estable, porque nada es, nunca, enteramente conocido ni poseído...”. Por eso Trakl “tuvo que odiar la condición humana”. De Poe dice que no fue realmente un hombre, y hay que saber que se trata de un elogio. JEC lo tiene claro: “A mí este mundo no me parece bien, ni bueno. Creo con Nietzsche que el hombre es un ser erróneo...”. Esta actitud lo hace refractario a los discursos que confían ciegamente en la bondad del hombre, a despecho de las inmensas destrucciones que ha provocado, acentuadas hasta el paroxismo en la Modernidad.

La negación del mundo no es un fin en sí mismo. Es un gesto radical de ruptura con lo mundano que propicia la apertura a un plano que Cirlot llama el “no mundo”. Esta denominación es tan clara que apenas podemos más que resaltar su negatividad. Podríamos hablar de una “esfera espiritual”, de un “plano de lo sagrado” o de un “mundo imaginal”, tal vez abrumados por el peso de esa negatividad. En cuanto a Cirlot, este prefiere mantener vigente el no. Sobre sí mismo escribió: “Vivo en la transparencia de la muerte”. El no mundo no es un mundo en el cual lo mundano haya sido superado o trascendido, sino la experiencia extrema de la negatividad de la existencia. Pero es también un mundo-otro, en ningún caso una abstracción.

Este mundo-otro no es el de las ideas platónicas, formas puras y descorporizadas. Más bien, en él lo sensible es elevado hasta su clímax, pues se ha sustraído a lo cotidiano que lo vela. [...]


Vida Lírica. La poesía ontológica de Juan Eduardo Cirlot

Abdennur Prado, Shangrila, 2025.




19.11.25

II. "VIDA LÍRICA". LA POESÍA ONTOLÓGICA DE JUAN EDUARDO CIRLOT", Abdennur Prado, Valencia: Shangrila, 2025

 

Juan Eduardo Cirlot

[...]

Llevo una armadura para defenderme...

Juan Eduardo Cirlot

Carta a Carlos Edmundo de Ory


Entre los grandes poetas latinos de la segunda mitad del siglo XX Juan Eduardo Cirlot (Barcelona, 9 de abril de 1916 – 11 de mayo de 1973) permanece como una figura solitaria. Aunque hoy sea considerado como un autor de culto, todavía el 2019 su hija y editora Victoria Cirlot señalaba que “no es una persona reconocida en la cultura española, no tiene un lugar”. Pero esta no es una carencia de Cirlot sino de la otra parte, en todo caso un juego de espejos entre la realización personal y el reconocimiento externo, del cual cabe esperar muy poco. Pues, ¿qué puede significar la opinión de los otros para un hombre que ha negado el mundo? La suya es una marginalidad esencial, asumida como forma de ser. Y eso a pesar de sus conexiones con los movimientos de vanguardia, desde su paso por el surrealismo (señalar su relación personal con André Breton) hasta su participación en círculos artísticos en su Barcelona natal, sobre todo el grupo Dau al Set, o en instituciones como el Círculo Manuel de Falla, el Cercle Mallol, el Cercle de les Arts o el Cercle Lumière, donde pudo relacionarse con gente del mundo de la música, de las artes plásticas o con cinéfilos. JE Cirlot vivió en su tiempo, se relacionó con artistas de todo tipo y fue reconocido a nivel internacional como crítico de arte, siendo sus libros divulgados y recibiendo encargos de importantes galerías. Fue miembro de la Academia del Faro de San Cristóbal, fundada por Eugeni d’Ors. Escribió de forma regular no solo en revistas especializadas (Papeles de Son Armadans, Correo de las Artes, Cuadernos Hispanoamericanos...) sino en diarios como La Vanguardia (donde publicó más de 100 artículos entre 1961 y 1973). Participó en coloquios, impartió conferencias, realizó lecturas de poemas ante un público selecto, se carteó y se encontró con artistas de prestigio. Por eso hablamos de una marginalidad esencial, y no la superficial de aquellos que se complacen en la huida.

De su amplio conocimiento de las vanguardias dan cuenta sus estudios: Stravinsky (1947), La pintura abstracta (1951), El estilo del siglo XX (1952), Introducción al surrealismo (1953), Del expresionismo a la abstracción (1955), El arte otro: informalismo en la escultura y la pintura más recientes (1957), Arte contemporáneo (1958), Tàpies (1960), etc. Pero su poesía permaneció durante toda su vida en un limitado círculo, sin llegar a ser reconocida no ya por “el público” sino por muchos buenos conocedores de la poesía de la época. Esta limitación es consecuente con su carácter hermético y con su voluntad en tanto creador. Aparte de las frecuentes publicaciones de poemas en revistas, JEC solía autoeditar sus poemarios en pequeño formato, de los cuales hacía imprimir por su cuenta decenas de ejemplares, que repartía por lo general entre sus amigos. Esto quiere decir que su poesía apareció de forma dispersa y minoritaria, sin grandes ediciones ni apenas repercusión. No hubo una antología hasta la póstuma, realizada por el propio autor a petición de Leopoldo Azancot, que recoge poemas del periodo 1966-1972 (Editorial Nacional, Madrid, 1974). Está en las antípodas del poeta laureado, que recibe premios y reconocimientos oficiales. Cuesta imaginarse a JEC enviando sus poemas, surgidos de una intimidad remota, a un premio literario, para competir con otros. El propio autor era consciente de la inanidad de sus esfuerzos, por lo menos en cierto plano: “... he publicado 25 libros sobre arte, unos 40 poemas y unos 200 artículos sin lograr nada”.

Escribió toda su obra en el contexto del franquismo: “empecé a escribir en la guerra”. Sus primeros poemas conservados datan de 19437 y los últimos de 1973. Durante tres décadas realizó una ingente obra poética de una calidad y una densidad incuestionables, en la cual podemos encontrar tanto continuidades temáticas como rupturas estilísticas, pero siempre dominada por un pathos creador que lo distingue. El primero de sus poemarios conservados se inicia con los versos:


De esta atmósfera gris, desamparada

donde vuelan los pájaros perdidos

contemplo los celestes, extendidos,

encantos de la calma desolada.


Lo cual resuena en uno de los últimos, sin menoscabo del gran salto que va de las primeras tentativas hasta su madurez:


Seguro de mi sueño y de mi ser

afronto el gran silencio de lo no

al empezar ya todo terminó

al empezar a ser y perecer.


Todo está contenido en el principio, no tanto como lo está la fruta en la semilla, sino como lo mortal en la muerte. Estos últimos versos fueron publicados seis meses después de su fallecimiento, en la revista Artesa nº 20, noviembre 1973, poco antes de la antología de Azancot. En 1975 murió el dictador y la atención general, así como las modas literarias, se fueron por otros derroteros. La poesía de Cirlot, generada por una búsqueda fanática del centro, no casaba con la época de la transición y del destape, del juego parlamentario y de las liberalidades políticas soñadas, del mayo francés y de la izquierda posmoderna, del Rock’n’Roll, del Hare Krisna, del movimiento hippy, de la contracultura, de los alucinógenos, de la psicodelia, de la anti-psiquiatría... Por otro lado, ya desde los años 50 se habían gestado las corrientes que favorecen el reconocimiento de JEC como poeta hermético vinculado a una poderosa tradición intelectual que abre sus puertas a las sabidurías ancestrales. Me refiero en concreto al Círculo de Eranos, en el cual participaron una pléyade de autores cuya sola mención despierta nuestro asombro. Historiadores de la religión, sinólogos, egiptólogos, arqueólogos, etnólogos, orientalistas, hebraístas, islamólogos, teólogos y musicólogos, algunos de los cuales fueron leídos por JEC: Rudolf Otto, Mircea Eliade, Henry Corbin, Richard Wilhelm, Heinrich Zimmer, Gershom Scholem... Entre ellos destacamos a Carl Gustav Jung y su consideración sobre la alquimia, la simbólica del alma y la presencia de los arquetipos en el inconsciente colectivo. También la fenomenología de las religiones, el tradicionalismo de Réne Guénon, el perennialismo y los numerosos estudios sobre la mitología, la mística o la experiencia visionaria. Por encima de todos el musicólogo Marius Schneider, su maestro en simbología, con el cual se relacionó entre 1949 y 1954.

Estas corrientes, de las cuales su obra se nutre parcialmente, favorecen que se acerque la hora de su legibilidad. No obstante, considero fundamental recalcar que el poeta JEC no puede ser reducido según ningún saber codificado. Una tentación que asalta al estudioso es el explicar sus poemas en base a estos referentes, como si fuesen la plasmación de contenidos recibidos a través de la lectura y del estudio. Pero esto implica limitar la vivencia y el significado de la poesía. Esta no necesita remitirse a ningún saber ajeno a ella. Cirlot se alimenta de aquello que le viene al encuentro, pero su religión es otra con respecto a cualquier saber instituido:


Sobre mi cuerpo incendiado por la tempestad

se elevan los pináculos de una religión que llora...


Juan Eduardo Cirlot es alguien único. En lo esencial no es ni un gnóstico ni un místico, y menos un hombre religioso. Es un poeta de vanguardia y un pensador influido por el existencialismo, con convicciones firmes sobre el ser y una mirada nihilista irreductible, que reconoce la tradición como un abismo y una fuente incesante de posibilidades. Es un amante de las espadas, que resuena con la sabiduría del Zohar y del sufismo. En cuanto a la divinidad, su posición es ambigua. En su obra aparece lo divino bajo diferentes formas, desde Jahvé a Mitra; pero esto quiere decir que no cree en un Dios personal ni ha puesto a un Ser Supremo como fundamento del mundo. Intelectualmente no se sitúa en el franquismo, sino en la era de la superación de la metafísica. Ha leído a Nietzsche y no se ha tragado los cuentos de Platón.

Hay hilos que lo unen con los intelectuales de Eranos, pero también con muchos otros creadores de signo diferente, como Aleksandr Scriabin, Arnold Schönberg, Pablo Neruda o Federico García Lorca. Aparte de su vinculación con las vanguardias, se reconoce en otras corrientes anteriores. De forma más cercana, en el romanticismo y en el simbolismo. Dos de sus poetas de referencia son William Blake y Gérard de Nerval. Sin duda leyó a los barrocos españoles y considera a Góngora como “una de las cumbres de la lírica mundial de todos los tiempos”. Admira también a Shakespeare, Balzac, Emily Bronte o Edgar Allan Poe. En los fragmentos de Novalis reconoce prefigurado el ideario del arte abstracto posterior, que la sensibilidad del poeta podría haber recibido del arte ornamental de celtas y germanos. Por ahí encuentra la conexión con el informalismo, al que dedicó textos clarificadores.

Esta vorágine de referentes, tan heterogénea, no da como resultado un pensamiento ni una poesía ecléctica o dispersa, sino una obra condensada sobre su propio centro; un centro de gravedad no demasiado diferente de un lamento, en el cual se recogen los fragmentos dispersos del Osiris de sí mismo y a partir del cual irradia su poesía. Esta concentración en lo esencial lo capacita para asimilar tendencias contrapuestas. Fue un lírico que tiende a la abstracción, un tradicionalista de vanguardia, un asceta barroco y visionario que se reconoce las delicias del erotismo y se entrega a mil muertes en el pantano dorado del amor, al hilo de la tensión entre el espíritu y el alma, los cuales a menudo toman direcciones opuestas, desgarrando al ser humano.

Aun siendo un erudito, fue un autodidacta. No fue a la Universidad ni tuvo vinculación, más que tangencial, con la Academia. Dejó sus estudios escolares a los 13 años para pasar a las oficinas de un banco, y luego a otras oficinas mercantiles. Finalmente a la editorial Gustavo Gili, donde hará tareas de traductor, corrector y editorialista durante años. En la Barcelona de la época solo un autodidacta podía llegar a tal conocimiento de las vanguardias artísticas, pues estas no formaban parte de ningún currículum. El destino quiso que se encontrase con Alfonso Buñuel mientras hacía el servicio militar en Zaragoza, accediendo a una biblioteca nutrida de obras de surrealistas que su hermano Luis había conocido. Cabe imaginarlo fascinado en esta biblioteca... y al día siguiente levantándose, con su uniforme militar, para retreta. No es extraño que se sintiese aludido por las correspondencias entre lo más remoto. Se alimentó de todo aquello que podía inspirarle en su búsqueda inefable, pero no se adhirió de forma fiel a ningún partido o movimiento. Su búsqueda apasionada del saber y de la autenticidad hicieron de él un solitario. Siempre encontraba lo contrario de aquello en lo que estaba, de forma que no dejaba de aumentar su alcance, en forma de una vivencia que nada puede borrar ni cuestionar. Su condición marginal se debe a la naturaleza de su estética, a su carácter y a sus decisiones vitales.

Fue un genio dominado por la melancolía, lo cual lo lleva a un intelectualismo extremo que le permite observarse, mirar su propio abismo, con actitud analítica, pero también contemplativa. Voy a decirlo de forma tajante: es un gran pensador, uno de los más destacados intelectuales españoles del siglo XX. El problema es que su pensamiento permanece disperso y apenas esbozado. Está expuesto en sus aforismos, en ensayos sobre arte, en las monografías que dedicó a insignes artistas y en sus diccionarios. A pesar de su abundancia, estos modos de expresión contribuyen a que permanezca oculto.

Es a la vez un gran intelectual y un gran poeta: lo uno se alimenta de lo otro. Hay que considerar su obra como una donación del ser: a través de ella se hacen patentes ideas-fuerza, imágenes primordiales y/o emociones significativas que corresponden al plano de lo trascendente en un momento dado de la historia. No como hallazgos de lo que el individuo JEC haya podido pescar en las aguas primordiales, sino lo que de estas ha salido a flote, como la doncella que surge de las aguas, y viene a visitarnos a través del individuo que las recibe y las hace suyas, restableciendo de este modo un vínculo que la vida moderna nos roba día a día. Por eso su obra desborda el plano de la literatura. Esto es algo que solo pasados cincuenta años de su muerte podemos llegar a comprender. De ahí su porvenir. La mayoría de los “poetas” famosos en su tiempo, quienes eran “alguien” en el mundillo literario, serán olvidados o, como mucho, recordados en manuales escolares diseñados para aburrir a los alumnos. El hecho de no ser esclavo de su tiempo hace de su poesía algo perdurable, dotada de una cualidad intempestiva. Él lo supo y permaneció fiel al mandato creador que lo llevó a la nada, para capturar la marca sombría del mundo en el espejo sagrado de la muerte. Se negó a conciliar el sueño con la vida y consiguió del ser el don de estar de paso. Y nos puso en camino de otra entrega, de otra potencia, de otra servidumbre.

En sus poemas se presenta como alguien triste, entregado a una experiencia que lo hace ajeno al mundo en el que vive. De ahí su identificación con personajes del pasado. En Momento, de 1971, asocia esta tristeza a ciertas imposibilidades que emanan de sus vidas pasadas:

Mi tristeza proviene de que me acuerdo demasiado de Roma y de mis campañas con Lúculo, Pompeyo o Sila... y proviene de que nunca pude encontrar a Bronwyn cuando regresé de Brabante en el siglo XI... Pero, pensándolo bien, mi tristeza es anterior a todo esto, pues cuando era en Egipto vendedor de caballos, ya era un hombre conocido como el triste.

Una declaración de este tipo resulta, ante la dictadura del buen rollo, tan naíf como liberadora. Una tristeza milenaria que le impide hacer concesiones ni al sentimentalismo ni al buen gusto, ni a un canon clásico ni a uno vanguardista de la belleza. Más bien, su búsqueda se orienta a la consumación de una vivencia lírica que solo a él le está reservada, y que dará lugar a una poesía en la cual los recursos técnicos, la plasticidad y la sonoridad se imponen, al servicio de una búsqueda que solemos calificar como “interior”, a pesar de que esta palabra ya no dice nada, o tal vez precisamente a causa de ello. Una apasionada búsqueda del centro que pasa por la forma, por la soledad, por la extrañeza. Todo ello redunda en una poesía situada, explícitamente, “bajo la tutela de Hermes Trismegisto”.

Es sabido que las vanguardias se interesaron por los aspectos ocultos de la tradición. El caso de Cirlot es diferente. Su estética deriva de una ontología muy particular, influida por el Heidegger de la superación de la metafísica. Ve en la ruptura formal propiciada por las vanguardias la posibilidad de dar cabida a contenidos que la Modernidad ha marginado como oscurantistas. Esta tendencia se relacionaría con la creencia de que, como supo Novalis, “estamos más íntimamente conectados con lo invisible que con lo visible”. Su mirada escapa al determinismo de lo nuevo y busca la unidad de la poesía a través de los tiempos. Y la encuentra en la conjunción de idea, imagen y potencia verbal.

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Vida Lírica. La poesía ontológica de Juan Eduardo Cirlot
Abdennur Prado, Shangrila, 2025.



17.11.25

NOVEDAD: I. "VIDA LÍRICA. LA POESÍA ONTOLÓGICA DE JUAN EDUARDO CIRLOT", Abdennur Prado, Valencia: Shangrila, 2025

 


396 páginas - 14x20 cm. - Valencia: Shangrila - ISBN: 979-13-990331-4-4


Vida lírica ofrece una visión completa sobre la poesía y el pensamiento de Juan Eduardo Cirlot (Barcelona 1916-1973), uno de los grandes intelectuales españoles de la segunda mitad del siglo XX. De entre los acercamientos posibles el autor privilegia el vivencial, dando un lugar preeminente a la vivencia lírica y a sus implicaciones filosóficas y espirituales. Cirlot es considerado como un poeta esencial, que se nutre de corrientes estéticas, esotéricas y sapienciales, pero cuya poesía es irreductible a cualquier otro saber.

Se analiza su figura como autor de su tiempo, mostrando las claves de su pensamiento (concepción del arte, ontología existencialista, vínculo con el surrealismo y adhesión al simbolismo), como base para el comentario de su poesía. En esta, Abdennur Prado destaca una serie de ejes (la iniciación poética, la vida muerta, la dimensión mítico-arqueológica, las permutaciones y el amor) antes de abordar el ciclo Bronwyn, donde todo converge y, aunque sea imposible, se resuelve en un vuelo de álamos y olas.

El libro no solo ofrece una aproximación a los aspectos principales de la obra de Cirlot, sino una interpretación de conjunto sobre su significación, desde la perspectiva de la poesía como una donación del ser. Esto nos conecta con la dimensión última de la existencia, teniendo en cuenta el lugar del nihilismo y su particular experiencia de lo divino. 


ABDENNUR PRADO

(Barcelona (1967).

Pensador, poeta y cineasta. Director del Congreso Internacional de Feminismo Islámico y ex-presidente de la Junta Islámica Catalana (2005-2011). Ha sido colaborador del relator de Naciones Unidas contra el racismo y la xenofobia, Doudou Diène. Ha publicado artículos en los principales diarios españoles, como El País, El Periódico y La Vanguardia.

Entre sus libros publicados destacan Pensar el amor (Mandala 2024), El Abraham de nuestro ser (Mandala 2023), El rostro materno de Al-lâh (Cántico 2022), Genealogía del monoteísmo (Akal 2018), El islam como anarquismo místico (Virus 2010) y El lenguaje político del Corán (Popular 2009).

Ha publicado tres poemarios: En el umbral (2016), La apertura del pecho (2022) y La visión de los acantilados (2023).

En el terreno audiovisual, es autor de Se-par-donner (2015), El legado vivo de Roger Garaudy (2017) y Sobre la vida muerta (basada en la poesía de JE Cirlot, 2019), así como de numerosos vídeo-poemas de carácter experimental.



Más información:

15.11.25

SHANGRILA CLUB (473): "The Shadow of Your Smile", Lee Konitz, Art Pepper


                 
             Que la noche sea leve.


13.11.25

"CUANDO CÉCILE", Philippe Marczewski, Valencia: Shangrila, 2025





[...] con solo tirar de ese hilo la vida de Cécile se desplegaría como un abanico de mil caminos que se abrirían ante ella, mil caminos que seguir y mil bifurcaciones en este único universo, un hilo que nada podría cortar antes de la vejez más avanzada, un hilo que crearía una vida que contar, que sería una historia, o cien o mil historias, una larga frase jamás interrumpida, con un incesante deslizamiento de nuevas palabras que cuentan nuevas experiencias, una larga frase de un solo aliento en que Cécile nunca dejaría de respirar, una historia que Cécile misma contaría en el ocaso de su vida, desplegando las maravillas enterradas en su memoria que la harán sonreír, frunciendo su piel arrugada por la edad alrededor de lo rubio de sus ojos y de sus labios, solo entonces, después de mucho tiempo de vida y de historias, en un último suspiro su vida se deshilacharía, pero para ello tendría que ser mejor «hilandero» que Antoine Doinel, piensa, tendría que desenrollar la enmarañada madeja del tiempo y rebobinar la larga cinta, cuidando de que nada la dañara, pero no sabe si es capaz, nunca ha seguido a nadie, carece de las maneras y las actitudes, teme dejar escapar con su torpeza la oportunidad única de captar los últimos filamentos de la vida de Cécile o de no saber qué hacer con ellos, vuelve a pensar en otra escena, muy conocida, de Besos robados, en la que Antoine Doinel, interpretado por Jean-Pierre Léaud, está solo frente a su espejo repitiendo sin cesar los nombres y apellidos de las dos mujeres que ocupan su mente en ese momento, y luego repite su propio nombre una y otra vez, Antoine Doinel Antoine Doinel Antoine Doinel, como si quisiera dar con la pronunciación correcta, y lo repite incansablemente, una y otra vez, Antoine Doinel Antoine Doinel Antoine Doinel, alzando la voz y estrujándose los dedos hasta que la confusión abre una brecha en su rostro y revela un abismo entre Doinel y Léaud, y por un momento, sentado en el banco entre las paradas de autobús, él también se imagina frente a su espejo repitiendo una y otra vez el nombre de Cécile, con la loca esperanza de dar con la correcta pronunciación y de que, solo con seguirla por la calle, solo con repetir su nombre una y otra vez frente al espejo, como por obra de un misterioso encantamiento el nombre repetido la recree, de algún modo la devuelva a la vida, y que esa mujer que según él se le parece rasgo por rasgo sea en verdad ella, o que su nombre vibre lo suficiente para abrir un pasaje entre los universos que él podría atravesar para ver a Cécile llevando mil vidas diferentes

[...]